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TTD 25,57

—Gregor —llamó Patrick—, necesito tu ayuda.

—Un momento, enseguida voy.

Nadia estaba en la litera más apartada, la que había correspondido al coronel Kuznekov; parecía dormida, pero como tenía los ojos vendados no era fácil determinarlo. Gregor ayudaba a Coretta en la tarea de amortajar a Ely en un saco de dormir. La serenidad de la mujer le avergonzaba, pues él no podía evitar la impresión al rozar aquella piel fría y esos miembros fláccidos. Nunca hasta entonces había tocado un cadáver, y hacerlo allí, en el espacio, era doblemente horrible. Aunque era demasiado pronto para que el cadáver presentara rigor mortis (Gregor había creído hasta ese momento que comenzaba inmediatamente), con todo resultaba difícil de manejar: costaba trabajo colocarlo en los rígidos confines de la bolsa.

—Así no se puede —dijo Coretta—. A ver, sácala. Sostenle mientras yo enrollo la bolsa.

La recogió como si se tratara de una media larga y después la desplegó hábilmente a lo largo del cuerpo.

—¿Qué haremos con…?

—Nada, supongo —repuso ella—. No creo que haya misas ni servicios fúnebres. Dejémosle atado a la litera.

—Aquí, en ésta —indicó Nadia, sentándose—. Por favor, guíenme.

Gregor se sintió aliviado al salir de allí para acudir a la llamada de Patrick.

—Pon en marcha la teletipo, ¿quieres? —indicó el piloto, dirigiendo los ojos ciegos hacia el lugar donde estaba la máquina—. No tienes más que mover el interruptor; después opera el otro y escribe: «listo para recibir». Enseguida baja otra vez el interruptor hacia recepción.

—Es fácil.

Gregor obedeció las instrucciones. Cuando todo estuvo listo la máquina comenzó a tabletear velozmente. La primera frase fue DESCRIPCIÓN OPERACIÓN ESCORPIÓN.

—¿Qué es eso? —preguntó el ruso.

—Haz que vengan los otros. Quiero que todos se enteren.

Con voz tranquila y carente de emoción, Patrick les explicó lo que Dillwater le había dicho y qué significaba el programa que estaba imprimiendo el teletipo. Gregor aceptó estoicamente la noticia, haciendo gala de resignación eslava. Coretta no comprendió muy bien el significado de todo aquello.

—¿Programa de autodestrucción mediante el motor?

Patrick asintió, explicando:

—Sería más sencillo decir que es un programa para convertir el motor en una bomba. Quieren que conectemos la máquina de tal modo que destruyamos la nave. Así se evitaría una catástrofe en la Tierra.

—¡Qué bonito! —exclamó Coretta, sin ocultar su amargura—. Nos traen hasta aquí, nos dejan plantados, nos bombardean… y confían en que nosotros, movidos por la gratitud, cometamos un suicidio atómico. ¿Por qué no nos arrojan otra bomba? A lo mejor los norteamericanos tienen más puntería que los soviéticos.

—Han de tener sus razones —respondió Patrick—. Tal vez no haya garantía de lograr la destrucción completa del combustible atómico. ¿Qué opinas, Gregor?

—¿Yo? Nada. Morir ahora o dentro de cinco minutos, me da lo mismo. El comandante eres tú; la decisión te corresponde a ti.

—No, en esto debemos decidir todos. ¿Tú, Nadia?

—Sigue las instrucciones y haz volar todo esto. Acabemos de una vez.

Había más dolor que resignación en el tono de su voz. Patrick compartía la misma emoción. El dolor de los ojos estaba apenas empañado por las drogas; en cuanto al dolor de aquel fracaso era aún peor.

—¿Tu voto, Coretta? —preguntó.

—¿Yo? ¿Qué importa lo que yo piense? Al final te portarás como un verdadero boy scout y antepondrás la salvación del mundo a unos cuantos minutos más de esta dichosa existencia. Bueno, hazlo y no me molestes.

En ese momento se dio cuenta de que empezaba a gritar; estaba perdiendo el dominio de sí, ella, la fría y abstracta doctora; se estaba poniendo histérica, mientras los dos pilotos cegados permanecían serenos y estoicos ante la adversidad definitiva. Aspiró una bocanada de aire y trató de imitarles.

—Perdóname; perdí la cabeza —dijo.

—Tienes buenos motivos.

—Sí, pero vosotros también los tenéis. Estáis peor que yo, y no os dedicáis a la autocompasión. Trataré de ser razonable. Si de cualquier modo vamos a morir en cosa de minutos, horas o lo que indique el último cálculo…

—La radiación solar no ha variado; el inicio de la tormenta aún no tiene la energía prevista.

—Dada nuestra buena suerte no tardará en tenerla, y más todavía. En el mejor de los casos nos quedan sólo diecisiete horas, de modo que mandémoslo todo al diablo. Prepara esa bomba y que alguien apriete el botón.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Patrick.

—Diablos, sí. ¿Pero a qué viene este interrogatorio?

—A que ni Nadia ni yo podemos colaborar. Tú y Gregor tendréis que encargaros de las operaciones.

—Es lógico —indicó Gregor.

Coretta pareció impresionada, pero enseguida sonrió con ironía.

—Vaya, ¿por qué no? La buena doctora Coretta Samuel, la salvadora de vidas, acabará sus días construyendo una bomba atómica. ¿Qué te parece, comandante? Dentro de poco habrá canciones folklóricas sobre mí en los ghettos negros.

—En ese caso estamos todos de acuerdo —observó Gregor—. Cosa hecha.

—De acuerdo —repitió Nadia.

Patrick encendió la radio, diciendo:

—Se lo diré. Prometeo llamando a Control de Misión. ¿Pueden comunicarnos con el señor Dillwater?

—¡No!

La respuesta de Flax fue un grito que hizo temblar el altavoz de la pared.

Voy a ponerles en contacto con el presidente de los Estados Unidos, con Dillwater y con todo el Gabinete, que está reunido en estos momentos.

—Flax, ¿qué pasa? —preguntó Patrick.

Por toda respuesta le llegó el crujir de la desconexión.

—Parecía enojado —dijo Coretta—. ¿Qué le pasará?

—Señor presidente, Control de Misión insiste en hablar con usted y con todo el Gabinete.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—No lo sé, señor. Parece muy perturbado. Me ha dicho que la tripulación de la Prometeo llegó a una decisión con respecto al programa escorpión, pero que desea hablar él en primer término; me refiero al señor Flax.

—¿Qué diablos pasa con ese hombre? ¿Quién se cree para darme órdenes…?

Bandin se estaba encolerizando; Dillwater hizo un intento por tranquilizarle.

—No creo que se trate de eso, señor. El pobre está cansado, como lo estamos todos. Tiene que ser un asunto de mucha importancia.

—Bueno, póngame en comunicación y acabemos de una vez.

Dillwater hizo un gesto de asentimiento y cogió su teléfono La voz de Flax estalló desde el altavoz:

Aquí Control de Misión. Prometeo está en circuito abierto. ¿Se me oye en la Casa Blanca?

Dillwater be apresuró a responder antes de que lo hiciera el furioso presidente.

—Sí, Flax, le escuchamos todos.

Bien. ¿Me escuchan ustedes también, Prometeo?

Roger.

Quiero hacer una pregunta al general Bannerman y que todos ustedes escuchen su respuesta. General, usted nos informó hace algunas horas que el proyectil de reabastecimiento para el Satélite de Investigaciones de la tuerza Aérea no estaría listo para despegar hasta dentro de varios días. ¿Es verdad lo que digo?

—Así es.

No, no es así. Es mentira. La verdad es que el proyectil está ahora en la plataforma de lanzamiento del Cabo, listo para despegar en cuanto se le cargue el combustible. ¿No es cierto?

—En absoluto.

El rostro del militar permaneció inexpresivo, sin revelar la menor emoción. Dillwater y los demás miembros del Gabinete, en cambio, habían quedado petrificados por aquella pregunta. Flax prosiguió:

—Miente usted, general. Los dos pilotos, Cooke y Decosta, están ya listos para el vuelo, allá en el Cabo. ¿Qué le parece si les llamo por teléfono?

Hubo un silencio mortal en la sala. El general Bannerman ni siquiera respondió. Pasaron así varios segundos hasta que la voz de Patrick, desde la Prometeo, observó:

Aquí hemos oído la pregunta, pero no la respuesta.

—Lo siento —dijo finalmente Bannerman—. El proyectil de la Fuerza Aérea está clasificado como ultrasecreto. No tenemos nada que hablar al respecto.

Dillwater se levantó de un salto, estremecido de cólera.

—¡Cómo que no! —exclamó—. No puedo creerlo. Si el proyectil está listo, ya podríamos haberlo lanzado para que rescatara a la tripulación de la Prometeo…

—Interrumpa la comunicación —ordenó Bandin.

—Pero tenemos que enterarnos, señor presidente, los de la Prometeo tienen derecho a saber. Es un crimen imperdonable que…

—¡Corte, es una orden! —bramó el presidente.

Dillwater vaciló. Miraba fijamente a Bandin, con los ojos dilatados por un nuevo descubrimiento.

—Le llamaré dentro de algunos minutos —dijo al teléfono.

Pero usted no puede…

La voz de Flax quedó interrumpida. Dillwater se volvió hacia el presidente.

—Usted estaba enterado, ¿verdad? Desde que empezó todo esto, mientras los tripulantes luchaban por salvar la nave, mientras afrontaban la muerte y la ceguera, usted sabía perfectamente que se les podía rescatar con ese proyectil. Y, sin embargo, estuvo de acuerdo en pedirles que se suicidaran por medio del programa escorpión. Y lo hizo sabiendo que ese proyectil…

—Siéntese y cierre el pico, Dillwater. Ésa no es forma de hablar con el presidente de los Estados Unidos.

—¡Sí, señor! ¡Ésa es la forma de hablar con un presidente que ha cometido una acción tan repugnante como la suya!

—Dillwater, se está metiendo en aguas muy profundas —observó Bannerman, levantándose para enfrentarse con el director de la NASA—. Aquí no se habla más de esto.

—Se va a seguir hablando, general —afirmó Dillwater, sin ceder un ápice—. Confío en que éste siga siendo un país libre. No puede hacerme fusilar por hablar. O me dice ahora mismo toda la verdad o salgo de aquí al instante para poner todo esto en conocimiento de la prensa. ¡Que todo el mundo se entere de esa asquerosa mentira!

—Eso es traición, Dillwater —observó Bannerman, llevándose la mano al cinturón, donde solía tener la culata nacarada de su pistola automática.

—¿De verdad? En ese caso tendrá que arrestarme y hacerme matar, porque voy a seguir hablando hasta que toda esta porquería quede a la vista. Y tendrá que hacer matar también a todos los de Control de Misión, porque esto se ha escuchado allá.

El doctor Schlochter intervino con serenidad:

—Tiene razón, señor presidente. Parece que se ha destapado la olla y no habrá modo de volver a taparla. Tendremos que tomar muy pronto algunas medidas de común acuerdo antes de que se extiendan los rumores a través de Control de Misión. Si el proyectil está listo habrá que lanzarlo en misión de rescate. Quizá todavía no sea demasiado tarde.

—¡Ni hablar! —exclamó Bannerman, volviéndose hacia su nuevo adversario—. El proyectil está cargado y su carga útil es un estricto secreto. Imposible tocarla. Si se llega a filtrar una sola palabra tendremos un lío peor que el de la Prometeo.

—¿En qué consiste esa carga útil? —preguntó Schlochter.

—Usted vio el memorándum. Es ese paquete de la CÍA, el peekaboo *.

Schlochter se puso pálido y cayó contra el respaldo de su silla.

—Sí —dijo—. Eso no puede tocarse. Hay que hacer algo…

Dillwater ya había cogido el teléfono.

—Quiero una línea exterior —indicó—. Operadora, póngame en comunicación con los espacios informativos de la red televisiva de Washington. Correcto: CBS, NBC y ABC. Por favor, avíseme cuando tenga la llamada.

Colgó el auricular y se volvió hacia Bannerman sin levantar la voz.

—Le queda aproximadamente un minuto para decirme de qué trata este asunto del peekaboo.

* Peekaboo juego para niños y también bordado sutil (N. de la T.)

—¡Está despedido, Dillwater! —gritó Bandin—. ¡Le sacaré a patadas!

—He renunciado, señor presidente, tanto a mi puesto en la NASA como a cualquier otro en su administración. Haré efectiva mi renuncia en cuanto acabe este asunto.

—Está poniendo en peligro a toda la nación, maldito sea; tendría que hacerle fusilar. El pfekaboo es un complicado mecanismo de veinte toneladas que nos vendrá muy bien en caso de emergencia.

—¿Y qué es, hablando claro?

—Es sólo para defensa; lleva el mayor láser construido hasta el momento, totalmente controlado por ordenador, para defenderse a sí mismo haciendo estallar cualquier misil que se le acerque.

—¿Y qué necesidad hay de que se le acerque un misil?

—Peekaboo será puesto en una órbita que pasará sobre Moscú. Ese láser recibe energía por medio de un generador nuclear. Es, probablemente, lo más aproximado al rayo de la muerte que se pueda pedir. Cuando se dispara se lanza directamente hacia abajo, a través de la atmósfera, para incendiar el blanco al que está dirigido. Con toda precisión. Cuenta con un meticuloso mapa de Moscú. Podría hacer volar el Kremlin sin tocar un solo adoquín en la Plaza Roja, que está al lado, o derribar los cuarteles del ejército sin tocar el supermercado de al lado.

—Comprendo —dijo Dillwater en voz baja.

—Bueno, yo no —intervino Grodzinski.

Fue Dillwater quien le explicó:

—Es una secreta violación a nuestro acuerdo con los soviéticos con respecto a no militarizar el espacio, un arma que giraría en una órbita sincronizada para vigilar Moscú. Una vez más desmentimos en secreto lo que aprobamos en público. La CÍA conserva sus reservas de veneno a pesar de haber recibido órdenes de destruirlas, y el FBI conserva las listas de radicales, aunque dice que las ha quemado. Y el general Bannerman, junto con sus colegas militares, construye una bomba que amenaza la paz mundial.

Se volvió hacia el presidente y agregó:

—Y usted lo sabía desde el principio, ¿verdad?

—Claro que sí…, porque antepongo a todo la seguridad de mi país. Si las cosas se hicieran como quieren ustedes, los liberales, ya tendríamos una bandera roja sobre este edificio.

—Señor presidente, señores —dijo Schlochter, utilizando su habilidad como pacificador internacional—, la carga actual de ese proyectil no tiene importancia. Se puede retirar, archivarla, dejarla en el olvido. Hay que preparar inmediatamente ese proyectil para un intento de rescate. No hay otra solución. Ya hay demasiada gente enterada de su existencia. No cabe otra alternativa, señor; tendrá que dar las órdenes.

—No tiene por qué hacerlo, señor presidente —insistió Bannerman, girando sobre los talones para ponerse frente a Bandin—. Esto se puede silenciar, se pueden acallar los rumores Peekaboo ya ha llegado demasiado lejos para darle marcha atrás. Una vez que esté en órbita podremos estar tranquilos, porque los soviéticos no se atreverán a hacer nada.

Bandin se retorcía las manos, buscando una salida fácil a ese dilema.

—Control de Misión y Prometeo están en la línea —dijo Dillwater, cubriendo el micrófono del teléfono con la mano—. Y en otra línea esperan las emisoras de televisión. ¿Qué les digo?

Bandin descargó el puño sobre la mesa, entre la frustración y la rabia.

—Diga a la televisión que se mantenga alerta para recibir una noticia importante. Diga al Cabo que saquen esa maldita bomba del proyectil y que la escondan enseguida. Diga a la Prometeo que no hablamos antes de esto porque no estábamos, seguros de tener el proyectil listo a tiempo, pero que han estado trabajando noche y día en él y parece haber una oportunidad. ¡Y que no se sepa una palabra de lo que hemos hablado aquí! Se dejó caer en la silla, exhausto. «Goma» Bandin se había estirado por última vez.