37

TTD 25,28

Wolfgang Ernsting dejó el coche frenado y abrió la portezuela. El aire húmedo de Florida se lanzó sobre él, haciéndole jadear; jamás se aclimataría al brusco cambio entre el fresco aire acondicionado y el calor tropical. Mientras buscaba la llave, ante la puerta de entrada, creyó oír sonar el teléfono. Sí, estaba sonando; había tardado más de lo que pensaba en llegar a su casa. Abrió la puerta a toda prisa y corrió hacia el aparato.

Los timbrazos cesaron precisamente cuando sus dedos tocaban ya el auricular. Al levantarlo sólo percibió el tono para marcar. Cortó rápidamente y permaneció junto al teléfono, con la esperanza de que volvería a sonar.

No fue así. Una ojeada al reloj le confirmó que debía ser Flax. ¿Quién otro podía llamar en ese preciso momento? Flax era de una puntualidad absoluta. Bien, ¿qué debía hacer ahora? Esperar: Flax volvería a llamar, sin duda.

Se dirigió a la cocina, que seguía tan limpia e inmaculada como la había dejado esa mañana tras lavar las cosas del desayuno. No se había casado, por falta de tiempo o de oportunidad, y era más quisquilloso que una solterona. Tomó del estante su jarro favorito procedente de una cervecería ya desaparecida: era de grueso cristal, provisto de una tapa metálica que se levantaba con el pulgar; en la parte superior lucía orgullosamente el escudo de armas de aquella vieja fábrica.

Quedaba sólo una botella de cerveza. Mientras la vertía en el jarro notó que también se estaba acabando la Schinkenhagen puesta a enfriar en la vasija de cerámica. Tras vaciar el jarro se sirvió el resto de ginebra holandesa. Aquella situación era grave: ninguno de los comerciantes locales tenía bebida blanca importada y a él no le gustaba ninguna variedad de whisky. Necesitaría otro trago cuando acabara con ése.

Acabó también la Schinkenhagen y la acompañó con un trago de cerveza fresca. ¿Y ahora?

¿Qué haría si Flax no volvía a llamar? Ésa era su principal preocupación, por más que intentara apartarla de sí. En realidad, no era responsabilidad suya; no tenía ninguna necesidad de meterse en líos. Si Flax no volvía a llamar… ¡Listo, asunto concluido!

Empujó la silla hacia atrás, ya enojado, y comenzó a pasear por la cocina, tratando de huir de sus pensamientos; pero el cuarto no era lo bastante amplio. Le llevó un minuto entero descorrer los cerrojos de la puerta trasera (había mucha delincuencia en el vecindario) para salir al jardín, a aquella noche que parecía un baño de vapor. Llevaba muchos años en los Estados Unidos, pero seguía sin acostumbrarse al clima. Aún llevaba en los huesos los inviernos secos y los suaves estíos de Bavaria. Tendría que hacer un viaje a su tierra lo antes posible. No era obligación suya llamar a Flax…

El pensamiento se había deslizado, a pesar de tanta defensa.

Obligaciones, responsabilidades. Se había hablado mucho de todo eso en Alemania después de la guerra, entre la sensación de culpa colectiva. Por entonces había tratado de no pensar en eso, y ahora tampoco pensaría. Era científico y, como tal, había seguido las instrucciones recibidas; eso era todo. ¿Qué otra cosa cabía? Recién regresado de la universidad, enviado a Peenelmunde, donde era el miembro más joven del equipo… ¿Era culpa suya si los cohetes diseñados habían caído en Londres, matando a civiles indefensos? No, no lo era; nunca le acusaron de eso. Por el contrario, los norteamericanos se habían mostrado muy contentos de contratarle antes de que lo hicieran los rusos. Él aceptó con alegría y jamás se arrepintió de ello. En ese país tan próspero, cuanto decían las revistas sobre las condiciones de vida en la Alemania de posguerra parecía algo irreal, tan irreal como los juicios por crímenes de guerra. Cada uno se había limitado a cumplir órdenes…, pero se les acusaba de cometer crímenes. Como eso perturbaba su ordenado cerebro, acabó por no leer más artículos y por no pensar más en todo eso. Debía limitarse a cumplir con la tarea para la cual había recibido instrucción; sabía trabajar y obedecer las órdenes recibidas.

A pesar de la humedad y del calor, el cielo estaba azul y despejado. Wolfgang levantó los ojos, preguntándose si aquel satélite estaría pasando por allí en ese momento, a muchas millas de altura, mientras la tripulación se preparaba para morir.

En un impulso incontrolable, atacado por la náusea, se agachó para vomitar hasta que no le quedó nada en el estómago. Pasado el espasmo echó una mirada culpable a su alrededor mientras se secaba los labios con el pañuelo: no, nadie le había visto.

No era el destino de aquellas toneladas de metal lo que le preocupaba, sino el de las cinco personas condenadas. Se sentía culpable con respecto a ellas porque, según comprendía ahora, de pronto, llevaba muchos años escondiendo la culpa en sí mismo. La culpa colectiva de la cual hablaban siempre los periódicos alemanes. En cierta ocasión se había sentido culpable sin hacer nada al respecto. ¿Podía dejar que eso se repitiera?

Wolfgang entró a la casa, se lavó la cara y acudió al teléfono. Se detuvo. No, no podía llamar a Flax desde allí; por eso le había pedido que se encargara él de llamar. En Houston se registraban las llamadas, los nombres, la hora; él quedaría comprometido y tendría represalias, pues eso equivalía a violar un secreto oficial.

Se alejó del teléfono y retrocedió hasta la puerta.

El coche arrancó de inmediato, pues todavía estaba caliente, desplazando una ráfaga de aire frío. Wolfgang condujo a poca velocidad, sin prestar atención, hasta divisar hacia adelante el letrero de neón: bar. Aparcó el automóvil y entró, aturdido por el tocadiscos automático a todo volumen. Había un parroquiano sentado al mostrador y una pareja abrazada en un rincón oscuro; el encargado estaba leyendo el periódico, pero levantó la vista al abrirse la puerta.

—Una cerveza, por favor.

—¿De barril?

—De barril, sí, por favor.

Wolfgang sacó la cartera y revisó los billetes. Había una cabina telefónica en el rincón posterior. La obligación y la culpa, la culpa y la obligación. Aunque el interior del bar estaba fresco, seguía sudando. Un billete de un dólar para pagar la cerveza. Sus dedos, dotados de voluntad propia, sacaron un billete de diez y lo pusieron sobre la madera húmeda y rayada.

—¿Puede darme cambio, por favor? Varias monedas de veinticinco.

El encargado, pálido y malhumorado, contempló el billete con disgusto.

—Esto no es un Banco, verá…

—Claro, disculpe. Déme también un caja de seis latas de cerveza. No, dos cajas.

—Así, sí. Comprenda, para los clientes está bien, pero para el primero que entra…

Wolfgang acabó su cerveza y recogió el cambio; enseguida corrió a la cabina telefónica para no darse tiempo a cambiar de idea. En cuanto cerró la puerta se encendió una luz mortecina; había olor a tabaco rancio y a sudor.

La operadora respondió casi de inmediato.

—Quiero hacer una llamada de persona a persona a Houslton, Texas. Houston, eso es…

—Aquí Flax. ¿Me oyes, Patrick? Adelante, por favor.

Flax estaba cansado, tan cansado que ya no sentía fatiga, sino algo totalmente distinto; una especie de enfermedad mortal, quizá. Los agonizantes debían sentir lo mismo. Habría sido muy fácil morir en ese momento, mucho más fácil que seguir con la tarea de ese día. Una serie de desastres, uno tras otro. Y ahora… Miró fijamente la nota garabateada ante él, pero no logró captar su sentido. Es decir, la comprendía, pero no le producía el menor impacto emocional.

Aquí Prometeo.

—Acabo de recibir un informe de los médicos que vigilan los biomonitores.

—Sí, lo había olvidado. Iba a llamarle, pero ya lo sabes, ¿verdad?

—Dice sólo biomonitor cesación doctor Bron. Podría ser un fallo en el sistema de comunicaciones.

Lo es. Ely ha dejado de comunicarse con el mundo. Ha muerto.

—Lo siento, Patrick, todos lo…

Qué importa. De cualquier modo, todos estamos muertos Ely tenía un poco más deprisa, eso es todo.

Alguien llegó corriendo y puso una nota bajo la nariz de Flax. Decía: dillwater QUIERE HABLAR PROM.

—Lo lamento, Patrick. Esto es muy difícil para todos. Escucha, acaban de informarme que Dillwater quiere hablar con vosotros…

Dile que se vaya al diablo. No hay nada más que hablar.

—Patrick, mayor Winter, el director de la NASA se pone en contacto.

Hubo una larga pausa. Flax tuvo la impresión de que Patrick estaba a punto de decirle dónde podía meterse al directo de la NASA; estaría muy justificado. En cambio, el piloto respondió con calma; la única emoción que revelaba era apenas la resignación.

—Prometeo a Control de Misión. Listo para recibir el mensaje.

Flax hizo una señal a la Mesa de Comunicaciones La conexión quedó establecida.

Aquí Simón Dillwater.

Aquí Prometeo. ¿Qué desea, señor Dillwater?

Mayor Winter, ¿conoce usted cierto programa de emergencia titulado escorpión, referido al motor atómico?

—No. Tendría que hablar con nuestro experto en motores atómicos, el doctor Bron. Le comunicaría con él, pero es una persona muy descortés. Acaba de morir.

¿Qué? ¿Dijo que…? Lo siento mucho, no lo sabía, es terrible.

Todo es terrible, señor Dillwater. Bueno, ¿de qué escorpión me hablaba?

Flax se estaba preguntando lo mismo, pues nunca había oído hablar de él.

Es un programa de emergencia. Yo mismo lo clasifiqué como secreto, pues en ese momento me pareció a la vez tonto y peligroso. Pero las circunstancias, han cambiado y… tengo órdenes del presidente para…

Está vacilando, señor Dillwater, y eso es muy raro en usted.

Su tono de voz era tan sereno que era imposible saber si hablaba en serio o si estaba empleando todo su sarcasmo.

Lo siento, mayor Winter, y créame que soy sincero. Esta tarea no me resulta nada agradable. Pero debo informarle que existe un programa, escorpión, según el cual se puede detonar el motor atómico de la Prometeo; es decir, explica la forma de provocar una explosión atómica empleando el combustible y el motor.

Eso es sumamente interesante, Dillwater, pero ¿a qué viene eso ahora?

Usted quiere que se lo diga con todas las letras, mayor Winter y no se lo puedo reprochar. Para decirlo directamente, en el caso de que la Prometeo se estrelle esparcirá la destrucción y la muerte. Ya comprenderá lo que esto significa.

Patrick le interrumpió:

Por supuesto, señor Dillwater. Discúlpeme por haber hablado así; es comprensible, pero no cabe justificación. De todos modos, cuando esta nave se estrelle nosotros hemos de morir. Si pudiéramos hacerla explotar en el espacio se salvarían muchas vidas. ¿Es eso lo que quería decir?

Gracias, mayor Winter. Me hace avergonzar; sé que yo no sería capaz de hacer lo que usted está haciendo. Pero, en esencia, eso es ¡o que yo quería decir.

Llamada telefónica para usted, decía la nota.

—Que esperen —dijo Flax.

—Persona a persona —indicó el mensajero—. Sólo puede esperar uno o dos minutos.

—Por Dios, ahora no. ¿Quién es?

—Un tal Wolfgang Ernsting.

—Que deje el número. Yo le llamaré.

Patrick estaba hablando otra vez; ya se había perdido parte de lo dicho.

no es mi decisión. Hablaré con el resto de la tripulación y después nos pondremos en contacto con usted. No sé qué dirán, pero ya que el tiempo escasea, le sugiero que pase el programa por el teletipo a fin de que podamos disponer de una copia.

No sé. ¿Se puede hacer eso?

—Aquí Control de Misión —intervino Flax—. Hay un teletipo para secretos militares en la Casa Blanca y está conectado con el nuestro. Si comienza usted rápidamente con la trascripción, haré que la retransmitan a la de Prometeo.

—Sí, me encargaré de eso.

—Prometeo. Corto.

Flax cerró el interruptor y se dejó caer hacia atrás en la silla. Todo eso era demasiado. Al fin volvió a agitarse y llamó a la Mesa de Comunicaciones.

—Encárguese de hacerme llegar una copia de ese escorpión en cuanto esté completo. Quiero saber qué se traen entre manos.

—Sí, señor. ¿Quiere que le consiga ahora mismo esa llamada?

—¿Qué llamada?

—La de Wolfgang Ernsting.

—No, deje eso por ahora. Comuníqueme con ese observatorio francés que ha estado estudiando las manchas solares.

Seguramente tenían una línea desocupada exprofeso, pues la llamada sólo tardó unos pocos segundos. La conversación fue menos satisfactoria; el astrónomo apenas hablaba inglés y Flax, cansado como estaba, no podía pensar en francés. Pero la información, o la falta de ella, quedó entendida. Sí, la actividad solar era la predicha. No, todavía no era tan potente como se había calculado, pero eso podía cambiar en cualquier momento. ¿Había posibilidades de calcular cuándo? No, podía ser en cualquier momento. Muy bien, gracias y adiós.

Flax cortó la comunicación con un gruñido. Aún no había noticias de la Prometeo: seguramente seguían hablando de escorpión. Debía ser una magnífica conversación. O tal vez ellos también estaban demasiado aturdidos como para que nada les causara demasiado efecto.

Pero él tenía que hacer algo. ¿Qué? Ir a orinar. Eso podía esperar, aunque no mucho. Era otra cosa. ¡Eso, Wolfgang! ¿Para qué le había llamado él? De eso hacía apenas unas horas, pero parecían haber transcurrido semanas enteras. Prometeo seguía en silencio. Bien, podía llamar a Wolfgang y acabar con eso.

—Póngame con Ernsting —dijo.

La fatiga, el peso de los acontecimientos, le aplastaron contra la silla, con la boca ligeramente entreabierta, la piel cenicienta y mojada. Nadie reparaba en eso, pues todos estaban más o menos en las mismas condiciones. El teléfono zumbó, indicando que la llamada estaba allí, conectó el micrófono y los auriculares.

—Hola, Wolfgang. Traté de llamarte antes, pero… ¿qué?

Hubo un susurro apresurado en sus oídos que le corrió por el cuerpo como un nuevo flujo de energía. Flax se puso tenso y se inclinó hacia adelante, apretándose los auriculares contra las orejas para no perder una palabra. El agotamiento desapareció de pronto para dejar paso a una furiosa cólera.

—Sí —dijo—. Sí. ¿Estás completamente seguro? Lo sé. Trataré de no comprometerte si es posible; ya sé lo que eso representa. Haré lo que pueda. Sí. Hiciste muy bien en decírmelo; pase lo que pase, no importa qué ocurra, recuérdalo, te lo agradeceré toda la vida, Mein Lieber Freund. Adiós.

—Prometeo llamando a Control de Misión. ¿Pueden comunicarnos con el señor Dillwater?

—¡No! —gritó Flax.

Y enseguida repitió, más alto aún, levantándose:

—¡No! Voy a ponerles en contacto con el presidente de los Estados Unidos, con Dillwater y con todo el Gabinete, que está reunido en estos momentos. Antes de que hablen ustedes quiero hablar yo.

En todas las mesas la gente volvió el rostro cansado para mirar a Flax en el más completo asombro. El corpulento polaco, temblando de ira gritaba ante la radio.