—¿Dónde está ahora la Prometeo? —preguntó Bandin. Dillwater hojeó las páginas de cálculos e hizo una marca junto al TTD 25,03. Después se levantó para acercarse al planisferio que colgaba sobre la pared de la sala de conferencias; los otros hombres le siguieron con ojos cansados. Dillwater verificó latitud y longitud con precisos movimientos; enseguida movió el círculo rojo magnético que indicaba la posición de la Prometeo a cada instante. Estaba por entonces en medio del océano.
—Eso anda mejor —observó Grodzinski—. Si cae en el agua todo saldrá bien.
—Pero dentro de pocos minutos estará otra vez encima de tierra firme —indicó Bannerman—. ¿Y entonces? Esa nave sigue siendo una amenaza para el mundo entero. ¿Por qué diablos no apuntaron mejor esos rusos?
—General —intervino Dillwater rígidamente—, todavía hay cinco seres humanos a bordo.
—También estarán a bordo cuando la nave caiga, y van e morir de todos modos. Soy tan humanitario como usted, Simón, pero también muy realista. Los soldados tenemos que serlo si queremos ganar las batallas. Nos guste o no, dentro de poco deberemos afrontar una gran explosión. Si esas manchas solares se comportan como es debido, la nave se estrellará en cualquier momento. Tal vez esté ocurriendo ahora mismo, mientras nosotros conversamos. Y si las manchas solares no actúan, la nave se estrellará de todos modos, en cuestión de horas. ¿Hay algún cambio en los cálculos?
—Ningún cambio importante —repuso Dillwater, meneando la cabeza—. Algunos minutos menos, tal vez.
—Bueno, así son las cosas. Esa gente ha de morir, de un modo u otro. Pero ¿qué pasará con la bomba que les lleva? Propongo que la hagamos volar con uno de nuestros misiles mientras todavía está sobre el océano. ¡Y listo!
—¿Está loco? —gritó Bandin—. ¿Quiere que yo pase a la Historia como el presidente que bombardeó a su propia gente?
—Es una pequeña tragedia para evitar una mayor —insistió el general.
—Creo que el presidente está en lo cierto —intervino Schlolchter—. La opinión pública es una fuerza que no se puede dejar a un lado. Ya están circulando rumores sobre el misil de los soviéticos, que no era trigo muy limpio, como lo son todas sus bombas, y la prensa mundial se está sublevando, al igual que los políticos. En cuanto amanezca se unirán en un solo grito… y la prensa norteamericana irá a la cabeza. El bombardeo atómico no goza de mucha popularidad. Hemos prohibido los experimentos en la atmósfera durante muchos años, y si cambiamos ahora nuestra política para autorizar esa destrucción me parece muy difícil que obtengamos un solo voto en las próximas elecciones.
—Menos —acotó Bandin—. Estaríamos locos si votáramos por nosotros mismos. No, ni hablar de esa bomba, Bannerman. Por muy necesaria que parezca, no la vamos a lanzar.
—¿Y con dinamita o nitroglicerina? —preguntó Grodzinslki—. Cuando era joven trabajé con eso en las minas. Podrían hacer volar esa nave en pedacitos.
—En efecto —confirmó Dillwater—. Pero hay un pequeño problema: ¿cómo poner los explosivos en el satélite? En realidad tienen un tanque lleno de hidrógeno y quizá oxígeno suficiente como para provocar una explosión química si se combinaran, pero sería difícil y también está fuera de toda posibilidad. Cualquier explosión química, a esa altura, liberaría la mayor parte del U-235, que caería hacia la Tierra. Si se dispersara podría provocar un desastre peor que la explosión. Hay que descartar toda explosión química.
—Bueno, ¿qué diablos hacemos? —preguntó el presidente Bandin, mirándoles uno a uno—. ¿Nos quedamos sentados aquí mordiéndonos los codos hasta que caiga, a ver si revienta en algún lugar sin importancia? ¿No hay otra cosa que hacer?
Por lo visto no la había, pues sólo el silencio respondió a su pregunta. Simón Dillwater observó calladamente a los otros, aguardando alguna sugerencia. No hubo ninguna. Al fin acabó por aceptar lo inevitable y se puso en pie, con una carpeta de color anaranjado. No contenía muchas hojas; en la cubierta se leía, escrito en letras negras: secreto. Todas las miradas se centraron en él.
—Puesto que parece no haber otra solución a este difícil problema, creo que debo informarles sobre la existencia de este programa para casos de emergencia. No es mi consejo que se adopte; tampoco les digo que no se debe adoptar. Me limitaré a ponerlo en conocimiento de ustedes. Se trata de un programa llamado escorpión. Como ustedes saben, se han elaborado muchos programas diversos antes de comenzar con la Misión, como se hace siempre. Esos programas cubren todas las contingencias posibles. Algunos son bastante realistas; otros, un poco inverosímiles. Escorpión cae dentro de la última categoría; es obra de ciertos ingenieros a quienes en ese momento consideré algo morbosos. De todos modos, cuando supe de su existencia lo leí, lo clasifiqué como secreto y lo hice archivar…
—Vamos, Dillwater, ¿de qué diablos se trata? —exclamó Bandín, ya en el límite de su paciencia.
—Le pido mil disculpas, señor presidente, pero quiero dejar todo en claro. Escorpión consiste en una técnica que permite desintegrar la Prometeo mediante una explosión autoprovocada. Naturalmente, ésta no destruiría sólo la nave, sino también el combustible radiactivo.
—No entiendo —dijo Grodzinski.
—Me suena bastante simple —respondió el general Bannerman—. Ha de ser alguna conexión con el motor atómico que provocaría una explosión.
—No es exactamente así, pero ésa es la idea fundamental. Me han asegurado que si se llevan a cabo correctamente todos los procedimientos, se provocará una explosión atómica en la nave. Ahora bien, debo recalcar que esos procedimientos deben ser efectuados por alguien que esté a bordo de la nave. En otras palabras, quienes preparen la explosión volarán también. No hay modo de hacerlo por control remoto.
—Usted sugiere que se suiciden para salvar al mundo —observó Bandín.
—Yo no sugiero nada, señor. No hago más que explicar un programa existente. Que se lleve a cabo o no, gracias a Dios, no es cosa mía.
—De cualquier modo van a morir —dijo Bannerman, con toda tranquilidad—. Sugiero que se les expliquen los detalles de inmediato para que pongan manos a la obra. Es la única posibilidad que nos queda.
—Tal vez convendría preguntarles antes si quieren hacerlo —dijo Dillwater.
—No hay tiempo para esos lujos —respondió Bannerman—. El mayor Winter es militar, la mayor Kalinina, también. Ambos deben obedecer las órdenes. Habría que decirles inmediatamente lo que deben hacer. Les aseguro que se sentirán orgullosos ante la oportunidad de evitar una catástrofe a la Tierra. Si vamos a adoptar ese plan no hay tiempo que perder. Señor presidente, le solicito una decisión inmediata.
—Tendría que hablar con Polyarni para que ellos se encargaran de la Kalinina.
—Polyarni no nos consultó antes de lanzar el proyectil contra la nave; sin embargo, hemos respaldado esa explicación medio idiota que inventó. Podemos corresponderé con ésta. Estamos esperando, señor presidente.
—¿Nadie tiene otra cosa que decir? —preguntó Bandín.
Se traslucía un acento de angustia en su voz. Había llegado a ese alto cargo no tomando decisiones, sino evitándolas. Nadie respondió.
—De acuerdo. Todavía no podemos ordenarles nada, pero sí explicarles el programa escorpión, darles detalles. Tal vez la decisión parta de ellos mismos, con lo que no nos veremos obligados a ordenárselo. Es un último recurso, Bannerman: lo de la miel y el vinagre. De cualquier modo están condenados a morir, pero así podrán dar un sentido a su muerte, salvando la vida de muchos compatriotas. Es una gran acción. Pónganse en contacto ahora mismo y háblenles de escorpión.
—Escorpión —dijo Grodzinski, con la cara iluminada—. Acabo de entender: el animal que se mata con su propio veneno.
—¡Cállese! —rezongó Bannerman, ya cansado.