—¡Yo no puedo decirles eso! ¡No puede pedirme que les diga semejante cosa!
Flax meneó la cabeza con tanta energía que le rebotaron las mejillas. De pronto notó que estaba hablando a gritos ante el teléfono y que los ocupantes de las otras mesas se volvían a mirarle. Eso no importaba. Ya nada importaba. La tragedia les cercaba por todas partes. Él no podía hacer frente a todo. Colgó el auricular antes de que Simón Dillwater acabara de hablar No era forma de tratar al jefe, pero ya nada importaba gran cosa. Se volvió lentamente, guiñando los ojos irritados por la fatiga.
—Mike —llamó, dirigiéndose al que ocupaba la mesa vecina.
—¿Qué pasa, Flax? ¡No me digas que hay más problemas!
—Ya te contaré. Oye, coge estas llaves. Son del escritorio grande de mi oficina, último cajón. Allí hay una botella de slivovitz. Tráemela.
—¿Slivo que?
—Licor de cerezas. Es la única botella. Ve volando.
—Flax, ya sabes que aquí está prohibido tomar bebidas alcohólicas. Mira que…
—No miro nada. Al diablo con las prohibiciones. Mi gente se está muriendo allá arriba.
Notó con enorme sorpresa que tenía los ojos llenos de lágrimas. Empezaban a deslizarse poco a poco por las mejillas, pero eso tampoco importaba. Estaba de luto por los muertes. Ese último descubrimiento, el de las manchas solares, ya era demasiado. ¿Cómo haría para decírselo? En esa misión todo había salido mal desde el principio y, para colmo, todavía no había terminado.
Lanzó un trémulo suspiro sin darse cuenta. Era un pobre gordo cansado, atosigado por sus ataduras. Se enjugó el sudor y las lágrimas con un pañuelo ya empapado y perdió la mirada en el vacío hasta que le trajeron el slivovitz.
Era un líquido transparente y espeso, de aspecto inofensivo; otro tanto podía decirse de la nitroglicerina. Destapó la botella y aspiró profundamente el fuerte olor del fermento. Olía peor que la tequila, otra de sus bebidas predilectas. Junto al codo tenía un vasito de café medio vacío. Apenas consciente de lo que hacía, volcó los restos fríos en el suelo y llenó el recipiente con slivovitz.
¡Maravilloso! Le abrió un surco en la garganta y cayó sobre el estómago como una bomba, enviando cálidas oleadas a sus extremidades. Maravilloso. Y mientras durara el efecto convenía utilizar el micrófono.
—Adelante, Prometeo; aquí Control de Misión.
Tuvo que repetir dos veces la llamada antes de obtener respuesta.
—Hola. Flax.
Era Patrick, pero su voz sonaba espesa y farfullante.
—Sí, aquí Flax. ¿Eres tú, Patrick?
—Sí. Coretta me ha dado una inyección para calmar el dolor y no puedo hablar muy bien. El dolor pasó. Le dije que le aplicara a Nadia una dosis más grande y le pareció bien. Nadia se ha quedado dormida. En cuanto a Ely, no hay cambios. Nosotros dos tenemos los ojos vendados; Coretta no sabe si la ceguera es momentánea o permanente.
Lo dijo sin alterar siquiera el tono de voz. Enseguida preguntó:
—¿Averiguaste quién nos arrojó aquello?
—Aún no. Te lo diré en cuanto lo sepamos.
—Eso espero. Gregor se ha vestido y está listo para salir. Yo transmitiré las indicaciones del equipo y Coretta manejará los umbilicales desde aquí.
—No es conveniente.
—¿Qué diablos quieres decir, Flax? Si no arreglamos ese motor estamos listos.
—Oye, Patrick, parece que no habrá tiempo para hacer funcionar el motor antes de que haga contacto con la atmósfera.
—Según mi reloj todavía faltan dieciocho horas.
—Los cálculos han cambiado.
—¿Qué?
—Escúchame. He estado hablando con un tal profesor Weislman, que es especialista en superficie solar. Pronto se presentarán tormentas solares que perturbarán la parte superior de la atmósfera y lo cambiarán todo.
—¿Cuándo deben producirse?
—En cualquier momento.
—¿Es seguro, Flax? ¿No hay posibilidades de que sea un error?
—No hay posibilidades de error en cuanto a la rotación del sol. Las manchas eran pequeñas cuando él las fotografió, hace un par de semanas. Si han seguido los esquemas normales de actividad solar, han de estar ya en plena irradiación.
—Dime qué probabilidades hay, Flax. El sol no es un horno que se pueda encender y apagar a hora fija. ¿Qué posibilidades hay de que la erupción sea importante?
Flax vaciló, pero tarde o temprano tendría que decirlo.
—De ochenta a noventa por ciento a favor de una erupción importante.
—Bueno, ¡qué bien!
La voz de Patrick indicaba algo más que amargura.
—Voy a informar a los otros. Corto.
Flax cortó la comunicación y conectó el panel de comunicaciones.
—Vuelva a llamar al profesor Weisman —pidió—. Pregúntele qué personas se dedican a la observación constante del sol en el continente europeo; pídale nombres y números de teléfono. Después póngase en contacto con todos ellos. Quiero un informe incesante de esas manchas solares y de los niveles de radiación. En Astronomía pueden encargare de registrar los datos Que sea ahora mismo.
—Tengo una llamada para usted.
—No quiero llamadas.
—Usted la solicitó. Es del señor Wolfgang Ernsting.
—Ah, sí. Póngame con él.
Flax volvió a sorber el slivovitz, pero ya no parecía causar efecto, por lo que arrojó el vasito al cesto de papeles.
—Hola, Wolfgang, ¿eres tú? Te habla Flax.
—Me enteré de los problemas que tienes. Terrible…
—Y eso no es todo —observó Flax, apretándose la frente con los dedos—. Discúlpame la molestia. Ya es demasiado tarde para preguntarte lo que deseaba saber.
—Si puedo ayudarte lo haré con mucho gusto.
—Lo sé, gracias. Pero no creo que logremos ya poner a la Prometeo en una órbita más alta. Así que ya no importa. Iba a preguntarte cuánto tiempo podía pasar antes de que la Fuerza Aérea pudiera poner ese cohete en condiciones de lanzamiento. Sé que tienen iniciada una cuenta atrás de una semana y quería saber por dónde andaban. Pensaba que a lo mejor podíamos mejorar un poco la órbita para alargar el plazo en algunos días. En ese caso habría sido posible efectuar un lanzamiento para rescatar a esa gente.
—Claro. Bueno, pero ya no hay posibilidades, como dices. Si te sirve de consuelo, recuerda el viejo dicho alemán: «Rufen Sie mich zu Hause in dreizig Minuten an». Adiós.
—Adiós, Wolfgang.
Flax cortó lentamente la comunicación, mientras se preguntaba qué quería decir aquello. Había, efectivamente, un antiguo dicho alemán que significaba «Telefonéame a casa dentro de treinta minutos». Echó una mirada al reloj y garabateó una nota en su bloc. Al parecer, Wolfgang no podía hablar en ese momento. ¿Por qué? Tal vez había alguien escuchando o tenía alguna interferencia por cuenta de Seguridad. Podía tratarse de cualquier cosa; el único modo de averiguarlo consistía en hacer esa llamada, pero ¿para qué? Tal vez fuera importante. Algún proyecto secreto de la Fuerza Aérea. Bien, de cualquier modo, ya no tenía importancia. Sin embargo, era desagradable dejar las cosas sin terminar.
Todos estos pensamientos contradictorios giraban interminablemente en el cerebro de Flax, como si fueran copos de nieve en torno a un centro duro y negro: la Prometeo estaba condenada. Estrujó la nota y la echó al cesto de papeles. En seguida la recogió, volvió a desplegarla y la prendió en un sitio bien visible. Al menos debía a Wolfgang la cortesía de hacer esa llamada.
—El señor Dillwater le llama, señor Flax.
—Está bien. Habla Flax.
—Ah, sí, señor Flax. El presidente Bandín tiene un mensaje personal para los astronautas…
—Han cortado el contacto.
—Es un asunto algo urgente.
—Siempre es urgente. No corte. Veré si puedo hacer contacto.
La improvisada tienda de oxígeno estaba constituida por bolsas de plástico que Gregor había pegado por los bordes con toda paciencia. Se infló como un globo arrugado y así quedó, manteniendo su forma gracias a la presión interna del oxígeno, algo superior a la del compartimiento. Ely estaba muy pálido; su respiración era casi imperceptible. Coretta tuvo que echar una ojeada a los datos de los biosensores para asegurarse de que aún estaba vivo. El corazón palpitaba con ritmo estable, pero débil, y lo mismo podía decirse de la respiración. Estaba vivo, pero apenas. Coretta ajustó la transfusión de glucosa a presión, comprendiendo que no podía hacer gran cosa por él. ¿De qué serviría, si ya casi no les quedaba tiempo? No podía recordar sin una sensación de pánico las pocas horas, tal vez los pocos minutos que les quedaban. No quería morir; cada vez se hacía más y más difícil mantener la calma.
—¿Cómo está? —preguntó Gregor, acercándose.
—No hay cambios.
—Tal vez es el más afortunado. Todo pasará sin que él se entere.
—Oh, Dios mío, es demasiado horrible; me cuesta creerlo.
Se aferró a Gregor y ocultó la cara en su pecho…, pero no pudo llorar. Se puede llorar la muerte de otros; la propia, jamás.
—Aquí Control de misión. Adelante, Prometeo.
La llamada se repitió una y otra vez sin que nadie respondiera. Nadia, en la otra litera, se agitó en sueños.
—¿Cómo es que Patrick no contesta? —preguntó Coretta.
—Tendremos que ir a ver qué pasa.
Patrick se había quedado dormido. El cansancio absoluto de los días pasados, el dolor, la droga calmante, todo había colaborado. Todo eso, coronado por la noticia de que tantos esfuerzos serían en vano, pues no les quedaba ya tiempo, había sido demasiado para sus fuerzas. Ya no había razones para permanecer despierto; morir por morir, daba lo mismo hacerlo dormido.
—Adelante, Prometeo, adelante, por favor. El presidente está en la línea.
La llamada se repitió sin cesar desde los altavoces de la pared.
—¿No sería mejor despertarle? —preguntó Gregor, contemplando al comandante dormido.
Coretta estaba a su lado. Ambos tenían las manos entrelazadas, tanto para no apartarse flotando como por el placer de experimentar el calor humano. Ella movió la cabeza.
—No lo creo. Patrick necesita descansar. Y después de esa buena noticia que acaban de darnos, ¿qué otra cosa nos pueden decir?
Lo dijo con cierta indiferencia; al menos intentó hacerlo así, pero interiormente sentía un miedo atroz.
—Pero es el presidente de tu país el que desea hablaros.
La preocupada expresión del ruso la hizo sonreír.
—Querido Gregor, sientes demasiado respeto por la mera idea de autoridad. Bandín es un fantoche político y siempre lo será. Cuando no era más que congresista estaba en la Comisión para el estudio del transporte escolar integrado… y su distrito estaba perfectamente dividido en blancos y negros. Fue entonces cuando comenzaron a llamarle Goma Bandin. Era capaz de estirarse para llegar a cualquier cosa sin perder un solo voto y sin cumplir una sola promesa. Era inevitable que en esas condiciones le eligieran presidente.
—¡Por favor, Coretta! No deberías hablar así de tu líder. —Para ser revolucionario te portas como un buen burgués, mi pequeño oso ruso. ¿Acaso tu Polyarni no es el heredero de la antigua banda de Stalin? ¿No estuvo mezclado con esas facciones?
—No hables así —insistió él, preocupado, mirando por encima del hombro.
Coretta sorprendió ese gesto y se echó a reír sin poder dominarse, hasta que las lágrimas le corrieron por la cara. Aún reía cuando logró hablar:
—¡Es una lástima que no te hayas visto la cara! Te diste la vuelta para ver si alguien escuchaba… en un cohete perdido en el espacio y que está a punto de estallar. Discúlpame, no quería reírme de ti, sino de nosotros, de todos nosotros. Siempre con nuestros pequeños orgullos nacionalistas y nuestros temores. Al menos aquí podemos olvidarnos de todo eso en el poco tiempo que nos resta.
Se acercó a él y le besó apasionadamente.
—Me alegro de haberte conocido, de veras. Claro que no tanto como para justificar todo esto…, pero al menos como para compensar un poco.
—Pienso lo mismo con respecto a ti.
—La llamada, respondan a la llamada —dijo Patrick torpemente, debatiéndose contra las correas que le sostenían contra la litera.
Se llevó las manos a los ojos vendados; había olvidado lo ocurrido y no comprendía el porqué de tanta oscuridad. Al recobrar la triste noción de las cosas dejó escapar el aliento y su mano cayó sobre el panel de comunicaciones.
—Aquí Prometeo. Adelante, Control de Misión.
—El presidente quiere hablar con todos ustedes. ¿Están listos para recibir su mensaje?
—Que se ponga —respondió Patrick con total indiferencia.
Pocos instantes después se oyó la voz de Bandin:
—Les habla el presidente de los Estados Unidos…
—Es capaz de hacer que una simple llamada telefónica parezca el discurso de Gettysburg —dijo Coretta, volviéndose con un gesto de desafío.
—… Con profunda pena me dirijo a ustedes en lo que puede ser el último mensaje a cinco valientes astronautas, ciudadanos de dos países, unidos en un lazo de hermandad para esta gran misión que parece destinada a acabar tan lamentablemente. Tengo el triste deber de informarles de la causa de la explosión atómica que afectó hace muy poco a esa nave…
—¡Lo descubrieron!
—¡Silencio!
—Acabo de tener una larga conversación con el premier Polyarni y él me ha pedido que les manifieste su inmenso pesar por tan terrible accidente. Eso ha sido, precisamente. Fue un hombre del Comando de Defensa Soviético quien lanzó por síj cuenta ese misil…
—¡No! ¡Uno de los nuestros, no! —exclamó Gregor, pasmado.
—Ha sido detenido y degradado, pero ya no se podía remediar el hecho. Su desesperación es comprensible, pues el mundo villero está sumido en el terror. Tras la increíble catástrofe ocurrida en Gran Bretaña, el resto de los países afectados por la órbita de la Prometeo viven con el terrible pensamiento de que pueden ser la próxima víctima. Debemos comprender a ese oficial, aunque naturalmente no es posible perdonar su perverso acto. Me uno al premier Polyarni en su demanda de comprensión, en su profunda pena por la desgracia que ha caído sobre ustedes, en su tristeza por lo que parece ser un lamentable final para el comienzo de una era, y finalmente en la esperanza de que otros lleven a cabo la valiente batalla que ustedes han iniciado. Adiós.
Tras el mensaje del presidente se hizo un silencio total. Al fin lo quebró la llamada de Nadia, procedente del compartimiento de la tripulación.
—¿Dónde están? No puedo salir de esta litera.
—Yo te ayudaré —dijo Coretta, dirigiéndose hacia la escotilla.
—¿Eres tú, Coretta? Me despertó una voz. Escuché lo que dijo. Por favor, llévame a donde están los demás.
Salieron juntas a la cabina de vuelo. Nadia se cubría los ojos ciegos con su mano.
—¿Has oído, Gregor? —preguntó—. ¿Lo crees?
—¿Qué quieres decir?
—Lo sabes muy bien. Ese cuento del oficial enloquecido que apretó el botón. ¿Es cierto?
Gregor aspiró profundamente… y meneó la cabeza, desesperado.
—No, es imposible. En nuestro país no pasan esas cosas. Se trata de un., ¿cómo lo decís vosotros? Una pantalla. Ese misil despegó con órdenes superiores. Si hubo pánico debió ser en las esferas más altas. Ahora tratan de ocultar la verdad. Me siento avergonzado de lo que ha hecho mi país y pido disculpas…
—No tiene importancia —dijo Patrick—. Tarde o temprano, por no decir «temprano…», todo acabará igual.
—Patrick tiene razón —dijo Coretta—. El resultado es el mismo. Y apostaría a que en nuestro país hay uno o dos generales envidiosos que quisieran imitar a los vuestros.
—Basta, Coretta —dijo Patrick bruscamente—. Soy militar y no puedo permitir que hables así.
—Lo siento, Patrick. Son los nervios.
Fuera verdad o no, Coretta reconocía interiormente que había hecho mal en decir eso. Al menos podían vivir en paz los últimos instantes.
—Pero tienes razón —prosiguió—. Eso no cambia nada, ¿no es así?
—No, lamentablemente. ¿Qué hora es?
—El TTD es de 24,59.
—La mancha solar ya debe haber aparecido. ¿Se nota alguna diferencia, Coretta?
—No soy astrónoma.
—No importa. ¿Me darías algo para beber? Eso que me inyectaste me ha dado sed.
Flax echó una mirada al TTD. 24,59, y aún no se habían producido aumentos en la radiación solar. En ese momento reparó en el trozo de papel y se fijó en la hora. Wolfgang ya estaría en su casa. Conque era ésa la excusa oficial: un viejo loco y el asunto del botón. ¿Quién podía creerlo? Nadie, tal vez. Pero salvaría el honor, cosa muy importante, tanto para las naciones grandes como para las pequeñas. Quizá pensaban todavía seguir adelante con el Proyecto Prometeo. ¿Por qué no? La energía seguía siendo necesaria, y cada día más. Otro lanzamiento, un nuevo intento…
¿Qué querría Wolfgang? Flax hizo la llamada. El teléfono sonó repetidas veces, pero no hubo respuesta. ¡Al diablo!
Flax arrugó por última vez el trozo de papel y lo lanzó al cesto.