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TTD 23,27

Simón Dillwater apretaba con fuerza el montón de papeles, estudiando la gran fotografía del globo solar. Después revisó las hojas de cálculos y finalmente levantó la vista.

—Supongo que estos cálculos están bien revisados, profesor Weisman —dijo.

—En una cosa así no se cometen errores —dijo el anciano—. Las pasé varias veces por el ordenador, de arriba abajo, de atrás hacia adelante. No hay errores.

—Y si me permite la pregunta, ¿por qué los de nuestro equipo no lo descubrieron?

—¿Cómo lo iban a descubrir? Es un campo muy pequeño y reciente. Por otra parte, no son muchos los astrónomos solares; y los que nos interesamos en la interacción con la atmósfera superior, apenas un puñado. Ni siquiera eso. Si contamos a los que están bien informados sobre el tema, sólo dos: Moish y yo.

—¿Moish?

—Así le llamo yo en privado. No nos conocemos personalmente, pero mantenemos una constante correspondencia. Es el académico Moshkin.

—¿Un ruso?

—Por supuesto.

—Sí, por supuesto —asintió Dillwater, irguiendo el cuerpo alto y delgado hasta borrar la figura del pequeño profesor—. Quiero darle las gracias por lo que ha hecho y por su rapidez en ponerse en contacto con nosotros. Transmita igualmente mi agradecimiento a sus colaboradores.

Se inclinó ligeramente en dirección a Margaret Tribe y al subsecretario. Enseguida prosiguió:

—Someteré estos hechos a la consideración del presidente cuanto antes. A él le interesarán mucho. ¿Dónde puedo comunicarme con usted, profesor Weisman?

—En Filadelfia…

—¿A estas horas de la noche? —protestó la doctora, con firmeza—. No. El profesor se quedará en mi casa. Dejaré la dirección a la recepcionista.

—Gracias, muchas gracias…

Un portazo interrumpió sus palabras. ¿Un portazo? ¿Desde cuándo había portazos en la Casa Blanca? Pero también se oían pasos apresurados que retumbaban por el pasillo exterior. Un momento después pasó corriendo un oficial del Ejército, flanqueado por dos miembros de la Policía Militar y provisto de un maletín.

—Un momento, por favor —se disculpó serenamente Simón Dillwater.

Pero interiormente no estaba nada sereno al salir de su despacho. Estaba ocurriendo algo muy serio. Tenía que volver inmediatamente a la reunión de Gabinete. Sentía deseos de echar a correr, pero se dominó, consiguiendo un paso firme y regular.

Eran ya más de las once, pero por doquier se notaba una intensa actividad. También habían reforzado la guardia ante los despachos de los ejecutivos. El capitán a cargo de la vigilancia se adelantó con la mano levantada.

—¿Puedo ver su identificación, señor?

—¿Qué? ¡Pero si me dejó salir de esta sala hace unos minutos!

—Disculpe, señor. Su identificación, por favor.

¡Buen Dios, tenía la mano apoyada en la culata del atina! Dillwater mostró la tarjeta de identificación, que debería haber llevado prendida en la chaqueta y no en el bolsillo. El oficial consultó una lista y asintió.

—Correcto, señor Dillwater.

Pero cuando éste hizo ademán de pasar, el militar volvió a levantar la mano.

—Permítame, señor, una última formalidad. ¿Puede decirme cuál es el nombre de pila de su suegra?

—¿Qué? ¿Qué significa esto?

—No puede entrar si no me lo dice. Son Medidas de Extrema Seguridad. Acabo de sacar este libro de la caja fuerte.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé, señor. Me limito a cumplir órdenes. ¿El nombre…?

—María.

—Está bien. Pase, por favor.

Más guardias ante cada puerta y a lo largo de los pasillos Al fin Dillwater llegó a la sala de conferencias. Se detuvo ante la puerta, aturdido, incrédulo. Hasta hacía algunos minutos la atmósfera de esa habitación era mansa y silenciosa; todos estaban demasiado cansados para hablar y se limitaban a estudiar los últimos informes suministrados por Control de Misión. Ese agotamiento había dado paso a la hecatombe. Bandin, en pie hablaba a gritos… y Bannerman le respondía gritando también.

—¡Quiero que se levante todo el mundo! ¡Hay que apretar ese botón y dar la alarma general…!

—¡Señor presidente, usted no tienen ningún derecho a hacer semejante cosa! Podría ser un grave error. La Línea Directa, vaya a la Línea Directa y pregúntele a Polyarni qué ha pasado Explíqueles que sabemos sólo una cosa: que no fue nuestro. Y dígaselo bien claro si no quiere que comiencen a volar los misiles.

—La alerta…

—La Alerta de Intercepción ya está funcionando. Eso es todo cuestión interna, así que no habrá caos. Pero no haremos nada más mientras usted no hable con Polyarni.

El presidente estaba demasiado fatigado y confundido como para tomar una decisión. Fue el secretario de Estado quien rompió el silencio siguiente:

—El general está en lo cierto, señor presidente. Por el momento se ha hecho cuanto debía hacerse. Ahora usted debería hablar con Polyarni y decirle todo lo que sabemos. Que nuestros satélites y nuestras estaciones de investigación han registrado una explosión atómica en el espacio, sobre la Unión Soviética. Y que no se trata de un proyectil nuestro. Nada más.

Dillwater se dejó caer sobre un asiento mientras intentaba comprender los hechos. ¿Qué significa eso? ¿Una explosión atómica? De inmediato halló la respuesta.

En ese momento sonó el teléfono que le comunicaba en línea directa con Control de Misión; en un gesto automático levantó el auricular. Flax estaba en el otro extremo. Lo que le dijo le dejó frío, aturdido. Parecía imposible, pero debía ser verdad. Tomó varias notas sobre un bloc y finalmente consiguió articular palabra.

—Gracias, Flax. Se lo diré. Sí, está bien.

Colgó el auricular y se levantó lentamente.

—Señor presidente —dijo.

Su voz pasó ignorada, sin que nadie le escuchara. Repitió esas palabras con un tono algo más alto sin que nadie reparara en él. Entonces el enojo acabó por dominarle. Estremecido, con el rostro arrebatado, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡A ver si se callan todos!

Los demás obedecieron, atónitos ante ese arranque colérico en un hombre que nunca había levantado la voz por encima de lo que indicaba la más estricta cortesía. La sala quedó en silencio absoluto por un instante. Bandín fue el primero en recobrarse, pero Dillwater no le dio tiempo a hablar.

—Control de Misión informa que se ha lanzado un proyectil atómico contra la Prometeo. Alguien trató de hacerla estallar.

—¿Qué…? ¿Por qué…?

Era el presidente quien hablaba por todos.

—Aún no se sabe. Control de Misión informa que, al parecer, el proyectil no dio en el blanco, pero se han producido daños. En cuanto haya más detalles volverán a llamar.

En ese momento sonó nuevamente el teléfono. Tras responder, Dillwater dijo:

—Señor Dragoni, ¿quiere pasar esta llamada por el altavoz? Es un informe de la Prometeo.

Control de Misión llamando a Prometeo. Adelante.

Aquí Prometeo. Gregor Salnikov al habla. Es increíble que haya pasado algo así…

Pero su voz se perdió en un balbuceo.

Adelante, Prometeo, por favor. El presidente y su gabinete están escuchando la conversación. ¿Qué ha pasado?

Una explosión, una explosión atómica en el espacio. No tengo medios de saber a qué distancia se produjo. La doctora Samuel y yo estábamos en el compartimiento de la tripulación y sólo percibimos el estallido. Pero los pilotos, que estaban mirando hacia fuera, la vieren. Sufren mucho y están cegados… Debo irme, la doctora me llama.

La comunicación se cortó.

—Control de Misión —dijo Dillwater—. ¿A qué distancia de la Prometeo se produjo la explosión?

Todavía no se sabe. Hemos tratado de activar las cámaras dos y tres, pero no responden. Si se han quemado, eso significaría que la explosión fue debajo y detrás de la nave. La radiación de ¡a cabina lo confirma.

—¿Qué significa eso?

En el momento del estallido sólo hubo un ligero aumento de la radiación dentro de la cabina. Esto es posible tan sólo si la base de la nave estaba dirigida hacia la explosión, pues el cuerpo de la nave, la pantalla biológica y el tanque de hidrógeno habrían detenido las radiaciones.

—Gracias a Dios. Pero ¿qué pasa con la vista de los pilotos? ¿Hay ceguera?

Aún no podemos decir nada. Ya daremos informes. Corto.

La llamada produjo un murmullo general y mucha confusión. Tales eran los hechos, pero ¿qué significaban?

—¿Quién podría lanzar una bomba hacia la Prometeo? —preguntó Bandin, tan confundido como los demás.

Sólo Dillwater sabía a qué atenerse. Estaba mirando fijamente la fotografía de la superficie solar. Al fin habló, tan suavemente que debieron esforzarse para oír.

—Yo sé quién lo hizo. Y sé por qué —dijo, levantando la vista—. Señor presidente, ¿esta habitación está libre de micrófonos?

—Por supuesto.

—En ese caso debo decirles que se trata indudablemente de un misil soviético lanzado contra la Prometeo.

—¿Puede probarlo? —preguntó Bannerman en tono gélido.

—No, general, tendrá que encargarse usted de eso. Sólo puedo explicarles las razones por las cuales lo creo así. Prometeo entra ahora en su decimosexta órbita. Dentro de ochenta minutos, aproximadamente, estará sobre Stalingrado. Hace unos pocos minutos, en el momento de la explosión, pasaba sobre las estepas siberianas, donde hay misiles atómicos instalados. Era la última oportunidad que tenían los rusos de volar la Prometeo antes de que completara la última órbita y cayera sobre Moscú.

—¿Qué es lo que está diciendo, Dillwater? —preguntó el presidente, lívido el rostro—. Quedan todavía veinte horas antes de que caiga. Y lo hará sobre los Estados Unidos, no sobre Rusia.

—Nada de eso, señor presidente. Acabo de recibir una nueva información que altera nuestros cálculos. Estoy seguro de que las autoridades soviéticas también están al tanto de este dato.

Y agregó, mostrando la fotografía:

—Es muy posible que ésta sea la última órbita. Es probable que dentro de una hora se estrelle y arda.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Es el Sol, señor presidente. Si en este momento se produjera una tormenta solar, una mancha en la superficie, el súbito aumento de la energía afectaría la atmósfera exterior, haciendo que se expandiera. La Prometeo, en las condiciones actuales, está rozando la parte superior de la atmósfera; en caso de expansión, el satélite chocaría contra ella.

—¿Y esa fotografía del sol tiene algo que ver con el asunto? —preguntó Bannerman.

—Así es, general. La tomaron hace unas dos semanas. ¿Ven ustedes esta serie de puntos negros? Son manchas solares que pasarían al otro lado del sol por efectos de la rotación. En cualquier momento aparecerán por el otro borde. Representan el principio de una tormenta solar. Si el desarrollo ha sido normal se habrán convertido en llamas gigantescas mientras permanecían ocultas a la vista. Cuando la rotación las vuelva a poner ante nosotros emitirán una poderosa reacción que afectará la atmósfera al cabo de ocho minutos y medio.

—Entonces la Prometeo chocará contra un sólido muro de aire —observó Bannerman.

—Correcto. Los soviéticos han de haberlo descubierto. Seguramente trataron de destruir la nave antes de que pudiera caer sobre Rusia.

—¡Qué hijos de puta!

—Si no me equivoco, general, usted mismo sugirió que se tomara aquí esa solución.

Dillwater no tuvo necesidad de poner ironía a sus palabras para que dieran en el blanco. El cuello del militar se puso rojo y no hubo respuesta.

—¿Está seguro de que los rusos lo saben? —preguntó el presidente.

—Casi con certeza, señor. De lo contrario no tenían motivos para disparar ese misil.

—Charley, comuníqueme con Polyarni. Será mejor que tenga una buena explicación para darnos.