—Oiga, señor, son las once menos cuarto de la noche. Hace ya cinco horas que el Smithsoniano está cerrado. No va a haber nadie allí.
El taxista andaba por los cincuenta años; era un negro amable y no le gustaba la idea de abandonar a ese viejecito simpático en medio de Washington a esas horas, con tantos atracadores como había por allí.
—Tengo una amiga que trabaja allí —explicó con paciencia el profesor Weisman, aferrado a su cartera.
—¿Le parece que va a estar trabajando a esta hora?
—No, seguramente no, pero allí habrá alguien que conozca su dirección.
—¿No buscó en la guía?
—No figura.
—Mire, suba. Le llevo a ver si encontramos al sereno. Pero no le voy a dejar allí con las cosas como están.
Con el escaso tráfico nocturno no tardaron mucho en llegar desde la estación al Instituto Smithsoniano. Era un edificio de ladrillos rojos, al estilo Victoriano; parecía un castillo fortificado, en completo desacuerdo con las construcciones circundantes, ultramodernas o del tipo de los templos griegos. El taxista se detuvo a la entrada y observó cautelosamente las sombras antes de abrir la puerta trasera.
—Allí, bajo esa luz, hay un timbre. Parece que la calle está tranquila.
—Gracias, no se preocupe —respondió Weisman, bajando del coche.
—Tengo mis razones. Anoche asaltaron y mataron a una chica a una manzana de la Casa Blanca. Esto no es nada divertido.
—¡Vaya! Bueno, gracias.
Weisman, faltando a su costumbre, apretó el paso y llegó jadeando a la puerta. Desde allí escuchó sus largos timbrazos, que retumbaban en el interior del edificio. El sereno tardó todo un minuto en aparecer. El vientre abultado le alzaba la parte delantera de la camisa, descubriendo la culata del revólver sobre la que mantenía la mano derecha.
—¿Qué quiere? —gritó a través del cristal, sin intenciones de abrir—. Ya hemos cerrado.
—Necesito ver a la doctora Tribe.
—Está en su casa. No vuelve hasta mañana.
—Tengo que hablar con ella. ¿No me puede dar su dirección o su número de teléfono?
—Oiga, señor, ya hemos cerrado. Y de todos modos no le puedo dar esos datos.
Se alejaba ya, pero un nuevo timbrazo le obligó a regresar, ceñudo.
—Comprenda, por favor —insistió el profesor—. Se trata de algo muy urgente, cuestión de vida o muerte. Sírvase telefonear a la doctora Tribe; dígale que el profesor Weisman ha venido para hablar urgentemente con ella. Ella me conoce.
El sereno, profundamente molesto por esa falta a la rutina, aceptó el encargo, pero no abrió la puerta. El profesor Weisman, desde los peldaños, le vio alejarse pesadamente hacia el teléfono; después, algo preocupado, observó las sombras de la calle. Los minutos seguían corriendo. El taxista le miró moviendo la cabeza con expresión afligida. A pesar del calor mantenía la ventanilla casi cerrada. Los cinco minutos que tardó el portero parecieron todo un siglo.
—Dice la doctora que vaya a su casa, ya que tiene un taxi esperando. La dirección es Connecticut 4501.
Weisman volvió alegremente a la seguridad del coche, secándose la frente. Cuando cruzaron el puente de Rock Creek Park ya se sentía mejor: la doctora Tribe sabría cómo proceder.
Ella le ofreció asiento y le trajo una taza de café. Después le escuchó atentamente, dejando enfriar la suya. Finalmente echó una mirada a los papeles que él le había dado y le miró con ojos extraviados.
—¿Estás seguro de que es así, Sam? ¿Completamente seguro?
—¿Qué duda cabe? Allí tienes las cifras, las fotografías, todo. Es la única conclusión forzosa.
—Claro, por supuesto. ¿Se lo has dicho a alguna otra persona?
—A nadie. No sabía con quién hablar; llamé a varias personas para pedir consejo, pero no encontré a nadie en su casa. Me sentía muy confundido. Se me ocurrió que tú, estando aquí, en Washington, sabrías cómo actuar.
—Y lo sé, por suerte —respondió ella, mientras se acercaba al teléfono—. Conozco a un subsecretario de Estado. El vendrá a buscarnos con el coche y nos llevará.
—¿Adónde? —inquirió Weisman, ya cansado y totalmente confuso.
—A la Casa Blanca, por cierto. Sólo el presidente puede recibir una información como la que traes.