—Mortadela, salchichón o queso, señor Flax. No hay otra cosa. Con pan blanco o pan blanco.
Flax fulminó con los ojos la bandeja de tristes bocadillos.
—¿Es posible, Charley? —pregunté—. En cuanto comienza una misión al administrador se le acaban todos los comestibles y empieza a mandarnos estas porquerías. Supongo que hasta el pan está mohoso.
—Es cierto, señor Flax. Pero después de todo son más de las siete de la tarde. No se puede pedir que…
—¿Qué es lo que no se puede pedir? ¿Comida decente? ¿Estamos fuera del horario dispuesto por el sindicato o algo así? Aquí hay gente que hace veinticuatro horas que está trabajando sin descanso. ¿No se le puede ofrecer nada mejor que un bocadillo de cualquier cosa?
—Yo no tengo la culpa, señor Flax. No hago más que repartirlos. ¿Quiere uno?
—Los mendigos no pueden elegir —gruñó Flax.
Su enojo se había disipado tan súbitamente como apareció. Movió el cuerpo en la silla para estirar las piernas entumecidas, pensando que le convendría caminar un rato. Después, en cuanto hubiera comido algo.
—Dame uno de cada cosa. Gracias.
Quitó el trozo de pan superior a cada uno de los bocadillos y unió el resto en uno triple. Era casi comestible. Masticó lentamente un gran bocado mientras escuchaba las instrucciones impartidas por el equipo del motor de fisión a los astronautas.
—… es ése, el amarillo que va hacia la derecha. Tendrán que cortar parte de la tubería y cegar la parte inferior. Bien…
Ni durante la conversación anterior ni mientras comía había perdido conciencia de esa voz, de los dos hombres que trabajaban en el vacío, tratando de componer los motores atómicos, corriendo contra el tiempo. Automáticamente levantó los ojos hacia el reloj: ttd 16,43; en ese momento pasó a 44. Se estaba agotando el tiempo.
En el panel se encendió una luz. Flax movió el interruptor correspondiente.
—Aquí la mesa de contacto con los rusos, Flax. He estado en comunicación con ky y Baikonur. Juran que no tienen ningún cohete en condiciones de reunirse con la Prometeo antes del momento fatal. Dentro de dos días tendría que salir una Soyuz, pero no hay modo de acortar el plazo salvo en unas pocas horas. Eso coincide con la información que tenemos. Y si me permite que lo diga, también con los datos de la CÍA. Los consulté sin preguntarle a usted, espero que…
—No importa, está bien, gracias. En fin, no hay posibilidades de enviar un cohete soviético a tiempo.
—Ninguna, lo siento. Un fracaso total.
—Gracias, de todos modos.
Cerró el interruptor. De los soviéticos no podía esperar ayuda. Y el proyectil de la NASA no estaría listo antes de siete días, por lo menos. De todos modos lo estaban preparando con suma urgencia, pues si la Prometeo lograba escapar de esa órbita quizá necesitara ayuda.
¡Si al menos la Fuerza Aérea tuviera listo el proyectil de inmediato! Tendrían que haberlo preparado de antemano, a modo de precaución. Pero eso también era llorar en vano; no tenía sentido culparse ahora de todo. Todo era muy secreto, muy reservado, aunque no había modo de evitar que esas operaciones fueran conocidas por la gente que estaba en cuestiones parecidas. La carga útil que llevaría el cohete, eso sí era realmente secreto, aunque todo el mundo se imaginaba qué eran aquellas veinte toneladas: los militares no abandonaban sus costosos deportes.
Bannerman había dicho que no había ningún cohete listo para disparar, y no había nadie más informado que él; sin embargo no había dicho cuánto se tardaría en preparar uno. Esa podía ser una posibilidad. Si era cosa de un par de días podría servir de algo, siempre que la Prometeo lograra elevarse un poco más. ¿Y si le preguntara a Bannerman? No, no tenía sentido molestar a la Casa Blanca otra vez; el gabinete aún estaba reunido.
¿Y si llamaba al cabo? Mientras consideraba la posibilidad extendió la mano hacia la taza, gruñendo, y terminó de tragar los insípidos bocadillos con el café frío. ¡Vaya festín! No, no era cosa de llamar directamente a los encargados de un proyecto secreto; en uno o dos años le darían la respuesta. ¿Y qué se podía hacer en cambio? Entrar por la ventana, puesto que la puerta estaba cerrada. ¿Tenía algún amigo entre los que trabajaban en ese proyecto, alguien lo bastante íntimo como para llamarle y hacerse dar una noticia por debajo de la mesa? Entre los militares no, por supuesto, pero entre los ingenieros… ¡Por supuesto! Quien formula la pregunta correcta obtiene la respuesta adecuada. ¡Wolfgang Ernsting! Habían trabajado juntos durante muchas horas antes de que Wolfgang optara por ganar mucho más y se dedicara a las investigaciones secretas. Pertenecía al equipo original Peenemunde que Von Braun había traído con él.
Flax levantó el auricular y dijo:
—Quiero una llamada de persona a persona con Florida.
Una súbita tormenta se abatía contra las ventanas del pequeño cubículo; diminutos riachuelos de agua se abrían paso por entre el hollín de Nueva York. Cooper, el director de Ciencias de la Gazette-Times, contemplaba la lluvia sin verla ni tener conciencia de ella. Estaba totalmente concentrado en la conversación de hechos y especulaciones en prosa encendida. Mordisqueó por última vez sus uñas manchadas de tinta para ordenar las ideas y comenzó a golpear febrilmente con dos dedos su vieja Underwood.
«Se está preparando un gran desastre», escribió, «un desastre que, por comparación, reducirá a la insignificancia la tragedia de Cottenham New Town. La muerte aullante que cayó del límpido cielo sobre aquella ciudad indefensa era un solo propulsor entre el complejo sistema de seis que llevó a la Prometeo hasta su órbita. Allí está ahora, en posición inestable, pasando sobre nosotros cada ochenta y ocho minutos. Cada uno de los propulsores es un juguete si lo comparamos con la nave en sí, pues, contando la carga útil, el vehículo pesa más de dos mil toneladas. Es una cifra demasiado grande como para captar su significado, a menos que la comparemos con algo conocido. Por ejemplo, un bombardero de la Marina de los Estados Unidos. Un bombardero que pende sobre nosotros, con cañones, blindajes, máquinas, bombas, cápsulas y municiones, todo listo para precipitarse. Ha de caer, y cuando lo haga traerá consigo algo mucho peor que la simple masa: ¡veneno radiactivo! La Prometeo lleva como combustible doscientos cincuenta mil kilos de uranio. Cuando choque contra el suelo y explote, con la energía de una pequeña bomba nuclear, el impacto será en verdad atómico, pues el venenoso metal radiactivo se convertirá en gas radiactivo en menos de un instante. Será suficiente para causar la muerte de dos millones de personas, en el caso de que se distribuya con amplitud. ¿Y dónde ha de caer esta bomba atómica del espacio exterior? Se precipitará…».
¿Dónde diablos caería eso? Cooper se volvió hacia un planisferio extendido sobre el escritorio. En la parte superior había una hoja transparente sobre la cual estaba dibujada la órbita de la nave. Con cada circunvolución ese trayecto variaba, puesto que la Tierra giraba por debajo del satélite. Entonces… A ver… En la vigésimo octava órbita, cuando la nave tocara la atmósfera, estaría por…
¡Justo en el medio de Estados Unidos!
Cooper, estremecido, levantó la vista hacia el oscuro cielo. Las aves negras de sus predicciones descendían para el festín. Mucho más próximas de lo que él habría deseado.
—Debemos sopesar todas las posibilidades, señor presidente —dijo el doctor Schlochter, meneando la cabeza—. Hay grandes probabilidades de que la Prometeo se desintegre.
—No quiero pensar en eso. Cuando lo pienso me ataca la úlcera. Dragoni, otro whisky, y que sea pronto.
—Sin embargo, hay que tenerlo en cuenta. Debemos considerar los aspectos internacionales de otro desastre. ¿Cómo afectará nuestras relaciones con la Unión Soviética y los otros países?
—¡Eh! —exclamó Grodzinski—. ¿Y no debemos pensar también en las cinco personas que van en la nave y en cómo se puede ayudarlas?
Dillwater hizo un gesto al secretario de Trabajo que era casi una agradecida reverencia. Grodzinski, a pesar de sus burdas imperfecciones, era al menos capaz de pensar como un ser humano sobre otros seres humanos.
—Ellos no caen bajo nuestra responsabilidad —observó Schlochter, dilatando las fosas nasales.
—Tengo que disentir con el secretario de Estado —afirmó Dillwater—. En nombre de la NASA afirmo que esas cinco vidas son de un incalculable valor. No podría ser de otro modo.
—Son muy valiosas, muy valiosas —protestó Bandin mientras agitaba el hielo dentro del vaso—. Pero en este momento no estamos hablando de eso, sino de algo completamente distinto. ¿Qué pasará si no consiguen arreglar ese motor? ¿Y si dentro de veintiséis horas cae a la Tierra? ¿Vamos a permitir que arrase una ciudad norteamericana, como pasó en Inglaterra? ¿Qué haremos para evitarlo?
—Hay un remedio —dijo Bannerman.
—¿Para evitar todo eso? —preguntó Bandin.
—No es eso lo que dije, señor presidente. Dije que había un remedio para evitar que la Prometeo cause otro desastre en la Tierra.
—¿Cuál?
—Podríamos destruirlo mientras estuviera en el espacio.
—¿Eso quiere decir lo que estoy pensando, Bannerman?
—Exactamente, señor. Tenemos cohetes listos para despegar en cualquier momento, a fin de desbaratar cualquier ataque nuclear por sorpresa. Están preparados para interceptar a otros cohetes apuntados hacia Estados Unidos, destruyéndolos de inmediato. Sería una buena forma de probarlos.
Simón Dillwater, con un enorme esfuerzo, dominó la repugnancia que le ahogaba la voz.
—¿No pretenderá usted destruir deliberadamente cinco vidas humanas, general? Sobre todo considerando que tres de esos tripulantes son ciudadanos norteamericanos.
—Así es —replicó Bannerman, sereno, impertérrito—. En una guerra se pierden muchas vidas más y nadie protesta. Entre esta noche y mañana habrán muerto cincuenta individuos en accidentes de circulación. En este caso no importa el número de vidas ni la nacionalidad de las víctimas. Sólo debemos pensar en evitar un desastre peor, como el que se produciría si el cohete chocara contra la Tierra.
—¿Ha pensado en lo que sería del Programa Prometeo si se hiciera eso? —volvió a preguntar Dillwater.
—Eso no cuenta por el momento —respondió Bannerman, con su tono más gélido—. Si la Prometeo hubiese estado mejor diseñada no tendríamos tantos problemas.
—No puede culparnos de…
—¡Basta! —gritó Bandin—. Discutan más tarde, ¿quieren?
Ahora tenemos que resolver este problema. General, déme un informe actualizado sobre esos cohetes defensivos. Si están listos para despegar y todo eso… y con qué anticipación deben recibir la orden de partida para alcanzar esa nave antes de que caiga en los Estados Unidos.
—Sí, señor presidente, la tendrá en unos minutos.
—¿Cómo funcionarían? Quiero decir, ¿qué clase de proyectil?
—Atómico. Discúlpeme, pero voy a usar el teléfono.
Se hizo el silencio en la sala. Grodzinski jugaba con el lápiz sobre la mesa y parecía abatido. Dillwater, aunque mudo y erguido, no podía esconder su íntimo horror. Sólo Schlochter permanecía impávido.
—Debemos estar preparados para lo peor —dijo—, para la completa pérdida de la misión en todo sentido. Si ocurre esto, ¿cómo afectará al Proyecto Prometeo en general, señor Dillwater?
—El proyecto… sí, claro, se atrasaría al menos por un año, pues deberíamos rehacer la estación espacial. Hay que comprender algo importante: tras iniciar la construcción del generador, el vehículo, con sus motores atómicos, debía servir desde la órbita alta como última etapa para los lanzamientos posteriores, a fin de transportar los otros elementos necesarios para la construcción. Sin él no podremos iniciar las operaciones.
—Un año. ¿Un año entero? No puede ser —protestó Bandin lívido.
—Lo siento, señor, pero es lo mínimo.
—Eso nos costaría las elecciones —dijo Bandin—. El año que viene esta silla servirá de asiento a algún palurdo charlatán; ustedes también se habrán quedado sin trabajo. Si la perspectiva no les gusta tendrán que pensar una solución sin pérdida de tiempo.
—A menos que logren reparar el motor atómico —observó Bannerman—. Por el momento es la única oportunidad. Que lo intenten hasta el final.
—Y lo van a hacer, no lo dude —dijo el presidente—. ¿Cómo andan, Dillwater? ¿Cuáles son las últimas noticias?
—Todo sigue igual, señor presidente. El piloto y el doctor Bron están fuera del vehículo, realizando las reparaciones que les indica Control de Misión. Las cosas están saliendo según lo previsto.
—¿Cuánto tardarán?
—No puedo decirlo con exactitud, pero… —Diga.
—En un cálculo aproximado, bolo una suposición; diría que pueden terminar dentro de una hora. —Ojalá.— Todos estamos rogando que sea así, señor presidente.