—He reunido a toda la tripulación —dijo Patrick— para informarles de lo que ocurre con los motores, con… todo.
Notó con sorpresa que hablaba tartamudeando. Sus años como piloto de pruebas le habían habituado a trabajar durante muchas horas, incluso durante días enteros, dominando la fatiga. Pero nunca se había sentido tan agotado como en ese momento. Sólo la falta de gravedad le impedía derrumbarse en la litera.
Los otros no tenían mejor aspecto. Si sus ojos estaban tan enrojecidos como los de Nadia, era preferible no pasar frente a un espejo… Ely, pálido por la tensión y el cansancio, lucía unas ojeras que parecían pintadas con carbón. Los dos miembros restantes, en cambio, mantenían un aspecto más o menos humano. Gregor, aturdido todavía por las drogas, luchaba por mantener erguida la cabeza. Coretta estaba perfectamente serena; si experimentaba ansiedad, no lo demostraba. Pero observaba al piloto con grave preocupación.
—Tienes un aspecto horrible, Patrick —dijo—. ¿Te das cuenta de que hablas con dificultad?
—Claro que me doy cuenta, doctora. Y es porque estoy más que cansado.
—Y supongo que no aceptarás dormir un poco.
—Supones bien.
Ella fue hacia la pared y abrió el botiquín, diciendo:
—En otras circunstancias no haría esto, pero aquí tenemos varios estimulantes: bencedrina, dexadrina… ¿Quieres algo de esto? Recuerda que después te sentirás peor.
—Tal vez no haya después. Dame un puñado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Coretta, pasmada ante la súbita brutalidad de sus palabras.
Patrick tragó las píldoras con bastante agua antes de explicarse. Todos escuchaban, tensos; incluso Gregor se sacudió la somnolencia.
—Aclaremos todos los detalles —dijo el piloto—. Si cometemos algún error nos mataremos todos, y las posibilidades de sobrevivir son ya bastante escasas.
Levantó los ojos hacia el reloj que indicaba el TTD y agregó:
—En este momento estamos a 15,11. Seguimos en la órbita baja que terminará, según los cálculos, en la vigésima octava circunvalación.
—Pero ¿eso es cosa segura? —preguntó Coretta—. Si el aire ha de disminuir nuestra velocidad será una cosa gradual.
—No es así —corrigió Patrick—. A esta altura nos van frenando ya los vestigios de atmósfera, lo bastante como para que vayamos descendiendo en forma constante; pero no olvides que nuestra órbita no es completamente circular, sino elíptica. En el apogeo, nuestro punto más alto, más alejado, nuestra altura es cien kilómetros mayor que en el perigeo, es decir, en el punto más bajo. En la vigésima octava órbita, al llegar al perigeo, nos encontraremos con la atmósfera y será el fin. El fin del viaje.
—Los motores —dijo Gregor abruptamente—. Hay que poner en funcionamiento los motores.
Tenía otra vez el rostro tenso y las manos apretadas con fuerza, mostrando los nudillos blancos.
—Ojalá pudiéramos, Gregor. Pero los cuatro motores que están en buen, estado no pueden funcionar mientras no hallemos la forma de desconectar el averiado. Ely, ¿se te ocurre alguna idea para solucionar eso?
—Sí —respondió el físico, agitando el complejo diagrama que había estado revisando—. Los de Control de Misión han de darnos más detalles, pero he logrado algo por mi cuenta. El problema es que los cinco motores están interconectados; comparten el suministro de hidrógeno, tanto para combustible como para moderador. Teóricamente es posible anular el motor número cuatro. Tendríamos que salir al espacio y cerrar válvulas, cortar cables y tuberías, aislarlos… Pero es peligroso. Si cortamos una tubería que no corresponde volaremos irremisiblemente. Además, suponiendo que hagamos bien el trabajo y los motores funcionen, ¿cómo será el impulso? ¿Podremos soportar el desvío que provocará la distinta distribución de los motores? Espero que los de Houston nos aclaren estas dudas. Queda un factor vital, el definitivo.
Ely miró fijamente las caras que le rodeaban, pero no pudo aguantar la mirada de aquellos ojos y se volvió abruptamente:
—Dilo tú, Patrick. Eres el capitán de este barco que se hunde.
—Todavía no se ha hundido —observó Patrick—. La dificultad definitiva es que, aun si pusiéramos en funcionamiento los motores, difícilmente tendríamos tiempo para elevarnos antes de la órbita vigésimo octava. La parte superior de la atmósfera es una zona imprevisible y no hay forma de calcular las cosas con exactitud. Tal vez tengamos tiempo, tal vez no. Al menos probar.
—¿Eso es todo, de veras? —preguntó Gregor con voz estridente.
—No. Me he puesto en contacto con Dillwater y con el presidente para ver si nos pueden rescatar antes de que lleguemos al momento fatal, en caso de que no podamos salir por nuestra cuenta.
—¿Se puede? —volvió a preguntar Gregor, lleno de ansiedad.
—No es nada fácil, pero siempre cabe la posibilidad. El cohete que debía traer la tripulación de relevo dentro de un mes no está preparado. Sin embargo, siempre están los cohetes militares de los Estados Unidos y de los soviéticos. Se están contemplando todas las posibilidades. Bien, ésa es la situación. En cuanto Control de Misión nos diga qué podemos hacer, trataremos de aislar el motor averiado y pondremos en marcha los demás. Con suerte nos elevaremos hasta la órbita correcta. Si resulta imposible, habrá algún plan para rescatarnos.
—Y si no… —inquirió Coretta en voz muy baja.
—No lo sé —respondió Patrick—. Supongo que quieres saber si podríamos salir con vida. Lamentablemente, no, no podríamos. La nave se desintegrará o caerá entera. En cualquiera de los dos casos no tenemos salvación.
—Pero ¿no es posible hacerla aterrizar?
—No hay ninguna posibilidad.
—Pero si la Prometeo cae, ¿no ocurrirá algo espantoso, como en el caso de la ciudad inglesa?
—Las posibilidades indican lo contrario —respondió el piloto, con tanta calma como le fue posible—. Las dos terceras partes de la Tierra están formadas por agua, de modo que la Prometeo caerá probablemente en el océano. En cuanto a la tierra firme, sus tres cuartas partes son montañas, selva, desiertos y cosas semejantes. No creo que se produzca otro desastre.
—¡No lo crees! —gritó ásperamente Gregor, dando la vuelta en el aire al intentar erguirse—. De cualquier modo sería un desastre para nosotros. ¿No basta con eso? ¡Vamos a morir, a eso se reduce todo!
—Tendrás que conservar la calma, Gregor. Por tu bien y por el nuestro…
Se oyó entonces la señal de la radio y Patrick se volvió hacia la escotilla.
—Yo me encargaré —dijo Nadia.
Antes de que él pudiera negarse había pasado ya por la escotilla. Estaba en lo cierto: Patrick hacía falta allí.
—Esto es duro para todos, Gregor —prosiguió el piloto—. Comprendo que te exaspere estar aquí encerrado sin nada que hacer. Pero tal vez salgamos de ésta, y en ese caso el hombre indispensable serás tú. No lo olvides. Todo este esfuerzo es para que tú llegues al espacio con el generador.
Nadia se reunió con ellos, siempre flotando, y todos se volvieron hacia ella.
—Dice Control de Misión que es posible aislar el motor defectuoso y encender los otros. Hay que hacerlo desde el espacio.
—Ya lo sabía —suspiró Ely—. Otra vez a la mina.
—Allá creen que todo saldrá bien —afirmó Nadia—. Dicen que el impulso desigual puede ser compensado y que el impulso será suficiente para llegar al espacio. Pero hay que empezar cuanto antes.
—Ya lo creo —exclamó el físico.
—Control de Misión tiene listo un programa de operaciones, paso a paso; nos lo irán transmitiendo, una por una. Preguntan si pueden salir dos personas al mismo tiempo. Saben que tenemos un solo umbilical.
—Diles que sí —dijo Patrick—. Voy a sacar una de las Unidades de Maniobra Astronáutica. Ely, vístete y espérame en la cabina con los umbilicales de interior. Cuando yo vuelva puedes ponerte los largos; yo saldré con la UMA.
—Ojalá podamos trabajar así —dijo Ely—. Vistámonos. Coretta, querida, ¿me das algunas píldoras antes de enfrentarme a esto?
—Por supuesto. ¿Y tú, Nadia?
La piloto iba a negarse, pero se detuvo.
—Por lo común no tomo estimulantes, pero creo que esta situación los requiere.
—Esta situación se presta para cualquier cosa, dooshenka —manifestó Ely—. Anda, únete a la brigada de los drogadictos.
—¿Volverán a cerrar la escotilla? —preguntó Gregor—. ¿Nos encerrarán una vez más?
—Lo siento de veras —expresó Patrick, percibiendo el temor en la voz del ruso, pero incapaz de ayudarle—. Ésta tendría que ser nuestra última salida al espacio. Bien, acabemos de una vez.
—Yo también podría vestirme —dijo Gregor—. A lo mejor servía de algo…
—Claro, podría ayudarles en algo, ¿no es cierto, Patrick? —observó Coretta.
El tono de su voz debía revelar al piloto lo que no podía decirle directamente: como médica tenía perfecta conciencia de que Gregor estaba al borde de algo peligroso. Patrick movió la cabeza.
—Lo siento, pero no puedo evacuar toda la nave, y en la cabina de vuelo no hay lugar para nadie más. Además, no necesitamos ayuda. Nadia nos transmitirá las instrucciones a Ely y a mí, y nosotros haremos el trabajo. Trataremos de hacerlo lo más rápido posible.
Enseguida se vistieron y pasaron por la escotilla. Coretta y Gregor vieron cómo se cerraba, y vieron girar la rueda que la sellaba. Pronto se encendió la luz roja, indicadora de que en la otra sección se había evacuado todo el aire.
Coretta se volvió; su compañero estaba sentado, acurrucado sobre sí, con los brazos cruzados y la cabeza gacha. No podía permanecer sentado, por supuesto, pero ésa era la posición en que flotaba varios centímetros por encima de su litera.
—¿No quieres comer algo, Gregor? —preguntó.
No hubo respuesta.
—Aquí hay cosas muy sabrosas —insistió—. Para ser franca, vosotros los rusos hacéis maravillas con la comida espacial, cosas que a nosotros ni siquiera se nos ocurren. Mira esto: ¡caviar! Este frasquito cuesta fácilmente veinte dólares en la Tierra, y aquí tenemos más de una docena. Así vale la pena salir al espacio.
—Nada vale la pena. Es demasiado terrible.
No hacía falta ser médico para reconocer el pánico oculto en su voz.
—Bueno, reconozco que hasta ahora no ha sido un viaje de placer; pero ven a comer un poco de esto. Ya lo he abierto.
—No, nada. No volveré a comer. La vida se acaba.
Alzaba la voz más y más para hacerse oír por encima de las instrucciones que repetía el altavoz de la pared, conectado al circuito de radio por donde se transmitían los datos de Control de Misión para componer el motor. Coretta lo desconectó; no sólo perturbaba la conversación, sino que además les recordaba constantemente el trance el que se encontraban. Obedeciendo un impulso interior se volvió hacia las grabaciones de música y buscó un agradable concierto de piano que parecía de Rachmaninoff. En uno de los gabinetes había un reproductor que funcionaba constantemente en seis canales, entre los cuales se podía elegir a voluntad. El compartimiento se llenó con las claras notas del piano y el cálido sonido de las cuerdas.
—No tenía por qué terminar así —dijo Gregor—. Se cometieron demasiados fallos, se hicieron las cosas con demasiada prisa. Nos empujaron hacia el espacio sin preocuparse demasiado.
—¿De qué va a servirnos llorar, Gregor? Este caviar es delicioso. Lástima que no haya champán para acompañarlo. Eh, espera. Aquí tengo alcohol de cirugía. Si lo mezclamos con una parte de agua tendremos un excelente vodka. ¿Qué te parece, tovarich? ¿Un traguito de vodka?
—Demasiados fallos, demasiada prisa, y ahora vamos a morir.
Gregor seguía golpeando un puño contra otro sin escucharla. Necesitaba algo mucho más fuerte que el vodka. Coretta revisó el contenido del botiquín y volvió la mirada hacia el perturbado ruso. Los somníferos parecían no haber dejado efecto alguno, aunque eran lo bastante fuertes como para atontarle durante varias horas. ¿Podría convencerle de que tomara más? Parecía improbable; él ni siquiera le prestaba atención. Estaba perdiendo velozmente el dominio de sí mismo.
Coretta abrió una caja metálica, cogió la hipodérmica a presión y sacó una botella de noctex. Una buena dosis podía dormir a un elefante. Además existía la ventaja de que la hipodérmica a presión hacía innecesario el pinchazo: bastaba con oprimir el artefacto contra cualquier parte del cuerpo y hacer que el disparo de aire comprimido enviara las gotitas a través de la piel. Tenía que drogar a ese corpulento ruso, aunque fuera contra su voluntad, con una dosis que le mantuviera dormido mientras subsistiera el peligro. O hasta que todo hubiera terminado… pero no quería pensar en eso. Allí tenía a un paciente por el que debía hacer todo lo posible.
Cerró en silencio el armario y ocultó la hipodérmica plateada tras el muslo. Después se abalanzó hacia Gregor, que estaba de espaldas, con la cabeza baja, ajeno a ella. La parte trasera del cuello, bajo el pelo rubio, ofrecía un lugar inmejorable. Bastaría con levantar la mano y apretar. Coretta se acercó un poco más, con la hipodérmica preparada.
—¡Lo que están haciendo con nosotros es un crimen! —gritó el ruso, enderezándose.
Y golpeó las piernas contra la litera en el preciso momento en que ella dirigía la jeringa contra el cuello. El chorro le dio en el hombro, torciéndoselo, y una ráfaga de gotitas le pasó junto a la cara.
—¿Qué es esto? —rugió, al ver el artefacto apuntando hacia él como si fuera una pistola—. ¡Quieres matarme! ¡No puedes hacer eso!
De un solo manotazo le hizo saltar la hipodérmica y la arrojó al otro lado del compartimiento, donde se estrelló contra la pared. La fuerza del golpe les hizo tambalear, girar sobre sí mismo y chocar el uno contra la otra. Entonces Gregor volvió a levantar la mano… contra Coretta.
—¡Quisiste matarme!
La bofetada fue torpe, pues la misma reacción de esa fuerza le hizo girar sobre sí antes de haber completado el movimiento. Sería imposible librar una pelea a puñetazos en caída libre. Pero el anillo de bodas golpeó la frente de Coretta, cortándole la piel. En la herida se formaron diminutas gotas de sangre que enfurecieron aún más al ruso. Le asestó nuevas bofetadas, con tan poco efecto como la anterior. Con los ojos inexpresivos, arrebatado por la cólera, tiró furiosamente de su vestido para acercarla a sí, mientras seguía golpeándola con la mano libre.
—¡Gregor! —gritó Coretta, esquivando los torpes golpes—. ¡Detente, por favor!
Giraron en el aire, rebotaron contra las literas, se lanzaron hacia la pared. La música arrolladora del concierto acompañaba, entre tanto, aquella danza demencial. Gregor jadeaba por el esfuerzo, enloquecido aún de furia y temor. Coretta, en un esfuerzo por esquivar sus golpes, se abrazó a él y ocultó la cabeza en su pecho para protegerse la cara.
La cólera del ruso se evaporó de inmediato en un profundo sollozo.
—Dios mío, qué estoy haciendo —exclamó, cubriéndose los ojos con las manos—. Tienes la cara ensangrentada. Es culpa mía.
—No importa. Ya pasó.
—No… ¡Perdóname, lo siento mucho! Te ruego que me perdones. Te he lastimado, puedo haberte roto un hueso…
—No, de veras, no es nada.
Toda su cólera se había convertido en aflicción. Le palpó los brazos, como si temiera encontrar alguna fractura, y la atrajo hacia sí envolviéndola entre sus brazos.
Coretta notó que su respiración se aceleraba, y trató de liberarse.
—Lo siento —dijo él, suavemente—, lo… siento.
—No te aflijas.
Ella también habló con la misma suavidad, consciente de que Gregor le acariciaba lentamente la espalda, oprimiéndola contra sí. La pasión de la ira se había convertido súbitamente en otra clase de pasión.
Coretta comprendió que aquello había ido ya demasiado lejos; sabía cómo ponerle fin, pero al pensar en eso se preguntó por qué debía hacerlo. Era mujer y había estado casada. Aquel ruso corpulento, sombrío y apasionado le resultaba atractivo. En ese momento se le ocurrió (y le costó no echarse a reír, convertir su carcajada en una sonrisa) que sería la primera vez en el espacio; un dato para la historia. Gregor, al verla sonreír, le tocó los labios con la punta de los dedos, susurrando dulces palabras de cariño en ruso. Un solo cierre de cremallera cerraba el uniforme de Coretta de arriba abajo; él lo abrió con lentitud, poniendo al descubierto la parda calidez de su piel.
No llevaba sostén; ¿para qué usarlo si no había gravedad? Sus pechos eran redondos y firmes. En ellos ocultó Gregor el rostro, buscando su calor, besándola una y otra vez. Coretta le sostuvo la cabeza y le ayudó a abrir su propia cremallera. Después se quitó el uniforme y ayudó a Gregor a hacer otro tanto. Era hermoso, extrañamente hermoso, flotar sin peso en el espacio, como en las profundidades del océano. Las ondas de la música rompieron contra ellos, una y otra vez.