Eran casi las siete y media de la noche en Washington. Tanto las oficinas de la Administración como las calles estaban desiertas; todos los trabajadores estaban en sus casas, con el aire acondicionado a toda marcha. El consumo de electricidad sufría el habitual aumento vespertino al ponerse en funcionamiento las cocinas y los televisores. Esa noche todos estaban encendidos; casi todos sintonizados en las constantes informaciones sobre el desastre de Inglaterra. Sólo un canal, que transmitía una importante serie de partidos, no se unió a la cobertura por temor a que los fanáticos del béisbol incendiaran la emisora, tal como habían hecho una vez, cuando un fallo técnico les dejó sin transmisión en el último tiempo de un partido. Pero sólo los fanáticos más recalcitrantes estaban mirando el encuentro. En Inglaterra había más acción.
En la Casa Blanca proseguía la reunión de Gabinete. Llevaban dos horas y media y no parecía que fueran a terminar. Bandin había cambiado unas palabras con el premier soviético, sin que eso resolviera nada. Polyarni ocultaba muy bien sus cartas y mantenía el pico cerrado. Tanto él como sus consejeros continuaban elaborando la política a seguir o reordenando los hechos para presentarlos debidamente; o quizá buscando la forma de hacer que los socios norteamericanos participaran del nuevo fracaso de la Misión Prometeo. Mientras no decidieran todos esos aspectos era muy difícil hablar.
El Gabinete norteamericano analizaba los mismos puntos, salvo que desde el punto de vista opuesto.
—No podemos cargar toda la responsabilidad a los rusos —insistía Simón Dillwater.
—¿Por qué no? —preguntó el doctor Schlochter—. Ahora no se trata de un asunto técnico, sino de un aspecto político, de modo que el departamento de Estado tiene la última palabra. Somos socios, sí, pero este desastre es culpa de ellos y hay que tomar precauciones para que no nos carguen el fardo. El arte de gobernar, como dijo el gran Metternich…
—¡A la mierda con Metternich! —dijo el general Bannerman, mordiendo brutalmente la punta de su cigarro y escupiendo el trocito en el suelo—. Si usted saca su pócima, yo sacaré la mía. Por cada cita de su preferido yo le diré una de Clausewitz que le superará. Aquí hay que olvidar la diplomacia y la guerra fría y salir a la palestra junto con los rusoskis. Es un proyecto conjunto. Si les damos una patada en el culo no querrán jugar más y los Prometeo no pueden subir sin los propulsores Lenin-5. ¿No está de acuerdo, señor presidente?
El general Bannerman era zorro viejo en esas lides; por algo había llegado a presidente del Estado Mayor Conjunto en vez de seguir instruyendo soldados. Schlochter había abierto la boca para responder en el preciso momento en que el militar cedió la palabra a Bandin; no tuvo más remedio que cerrar el pico y enrojecer más todavía. Bannerman le tenía aprecio. ¡Era tan susceptible! No habría durado una hora en el ejército.
—No tengo más remedio que aceptarlo —respondió Bandin—. Ningún departamento de Estado mencionará que se trata de un propulsor soviético. Es una tragedia de la era espacial; no representa, por cierto, el primer sacrificio para el bienestar de la Humanidad, sino un accidente inevitable; es como cruzar la calle y caer bajo un camión. Y ofreceremos toda nuestra ayuda a los británicos. Están destrozados; les hará falta.
—Llamada desde Control de Misión de Houston, señor presidente —dijo Charles Dragoni.
—Pásela por el altavoz.
—Adelante, el señor presidente está al teléfono.
—Control de Misión al habla, señor presidente. En la Prometeo se han producido novedades de las que quisiera informar a usted y al señor Dillwater.
La voz manaba claramente del altavoz instalado sobre la mesa.
—Está aquí, conmigo, Flax. ¿De qué se trata?
—Del motor de fisión. El problema está localizado. La cubierta ha dañado la cámara de combustión y el cuarto motor está averiado. Las posibilidades de repararlo se reducen a cero.
—¿Qué? ¿Qué? —exclamó Bandin—. Dillwater, ¿qué significa todo eso? ¿Qué diablos dice ese hombre?
—La cubierta de metal que protege a los motores nucleares durante el despegue se ha movido, tal vez al producirse la separación defectuosa del cuerpo central, y averió uno de los motores. No hay posibilidades de repararlo.
—¿Eso significa que la Prometeo está inmovilizada allá arriba y en dificultades, tal vez como esa chatarra que hizo volar la ciudad inglesa?
—No creo que la situación sea aún tan desesperada, señor. Los otros cuatro motores parecen estar en buen estado. ¿Puedo hablar con Flax?
Blandin asintió.
—Hola, Control de Misión. ¿Están estudiando la forma de desconectar el motor averiado para usar los otros cuatro?
—El ordenador está trabajando en un programa en este mismo momento. En cuanto lleguemos a una solución le informaremos.
—¿Será posible hacerlo en el tiempo que aún queda?
—Es la única oportunidad. Un momento, por favor.
Hubo un murmullo de voces en el otro extremo de la línea. Después Flax volvió al aparato.
—Tenemos un mensaje de la Prometeo. Desean hablar con usted.
—Haré que pasen la llamada a otro teléfono.
—Cójala aquí —indicó Bandin.
—No quería molestarle, señor presidente.
—¡Molestarme! Éste es el único compromiso de nuestra agenda mientras ese artefacto no esté donde le corresponde. Póngales en contacto, Flax.
—Sí, señor.
Menudearon los chasquidos y los ruidos electrónicos en tanto se establecía la comunicación entre radio y teléfono. Eso llevó unos momentos. Finalmente, Flax dio su visto bueno.
—Prometeo, están en comunicación con el director Dillwater, que se encuentra en este momento con el señor presidente. Adelante.
—Señor Dillwater, señor presidente, les habla el mayor Winter desde la Prometeo.
—Adelante, Patrick —indicó Dillwater.
—¿Están enterados de nuestras dificultades con los motores nucleares?.
—En efecto.
—Separados ya del cuerpo central, la masa modificada nos da aproximadamente veintiocho horas hasta que la órbita entre en descenso y toquemos la atmósfera. En ese aspecto no ha habido cambios en los cálculos. Si tenemos en cuenta el tiempo necesario para poner en funcionamiento el motor nuclear, es muy probable que no logremos hacerlo con la presteza necesaria para salir de esta órbita. ¿Entienden?.
—Por supuesto.
—En ese caso les pregunto, con todo respeto, qué planes tienen para rescatar a la tripulación de la Prometeo antes de que se produzca el impacto con la atmósfera.
—A la tripulación… Bueno, ninguno. No habíamos tenido en cuenta la posibilidad.
—Bien, confío en que ahora lo hagan.
En la voz de Patrick había cierta tensión que no se percibía al comienzo de la conversación.
—Sí, claro. Pero usted ya sabe que el relevo espacial sólo estará listo para despegar dentro de un mes. Tardaremos al menos seis días en prepararlo.
—Lo sé, pero pensaba en los soviéticos. ¿No tendrán un cohete espacial que pueda reunirse en órbita con nosotros? ¿O la Fuerza Aérea? Ya llevan bastante tiempo trabajando con proyectiles. ¿No tienen nada listo para el despegue?.
—No lo sé, pero el general Bannerman está aquí. Se lo preguntaré.
Y dirigió al general un inquisitivo movimiento de cejas.
—Nada —respondió Bannerman, inexpresivamente—. Dispararemos un cohete dentro de algunos días, pero no podemos lanzarlo en las diez horas que quedan.
—¿Oyeron, Prometeo?.
—Sí. De cualquier modo queda en pie la posibilidad de los soviéticos. Por favor, infórmenos cuanto antes.
—Lo haremos, Prometeo. Un momento. El presidente quiere hablar con ustedes.
—Había el presidente, mayor Winter. Quería decirle tan sólo que le acompañamos en todo momento, a usted y a su tripulación, con toda el alma. La seguridad y el éxito de la Prometeo son cuestiones de la máxima importancia, lo que implica, naturalmente, la seguridad de sus tripulantes. No dude que no dejaremos piedra por remover en nuestros esfuerzos por llevarles al éxito.
—Gracias, señor presidente. Corto.
—Ese muchacho es demasiado inquieto Le convendría cuidar la lengua —observó Grodzinski.
—Esa gente está bajo cierta tensión —explicó Bannerman.
—De cualquier modo.
—Cállese, Grodzinski —ordenó Bandín—. Estamos frente a un gran problema Tenemos que pensar en esos cinco tripulantes y también en el millón de toneladas de metal que les soporta Dillwater, supongamos que no podemos ayudarles ¿Qué pasará dentro de veinticuatro horas?
—La Prometeo tocará la atmósfera —respondió Dillwater mientras se quitaba las gafas para frotarse el dolorido puente de la nariz—. En cuanto a lo que ocurra después no podemos estar seguros Nunca se ha dado el caso con un objeto tan grande como la Prometeo Podría desintegrarse y arder o caer en una sola pieza y chocar contra la superficie terrestre.
—O sea, que se produciría una segunda tragedia como la primera.
—Siento comunicarle, señor presidente, que sena mucho peor No sólo porque la Prometeo es mucho más pesada, sino también porque contiene combustible para los motores de fisión Son unos doscientos mil kilos de uranio radiactivo No puedo asegurar que estallen o no en el impacto.
—No hace falta que estallen —replicó Bannerman—, basta con que se enciendan, se licúen o se difundan bajo la forma de gas radiactivo. ¡Bonita cosa para que aterrice en el patio de casa!
—El patio de su casa o de la casa vecina Depende de cual sea su situación dentro de la órbita en el momento en que toque la atmósfera Podría caer sobre cualquier punto de gran parte del planeta.
—Eso no lo entiendo —dijo el presidente.
—Guarda relación con la rotación de la Tierra, señor La Prometeo la circunvala una vez cada ochenta y ocho minutos en órbita más o menos oval, pero mientras tanto la Tierra también gira bajo esa órbita Por tanto, con cada circunvalación el satélite pasa sobre puntos diferentes de la superficie Desgraciada mente, en un cierto momento pasó sobre Inglaterra.
Bandín se vio asaltado por un súbito pensamiento.
—¿Nadie calculó dónde estará cuando acabe ese plazo de veintiocho horas?
—Si, señor está calculado —respondió Dillwater mientras ponía un pliego de papel ante el presidente—. La órbita estará bajando desde el Pacífico Norte, cruzando el golfo de Alaska.
—Ah, vamos. No vamos a preocuparnos por unos cuantos osos polares y algunos témpanos.
—No, señor; pero esa órbita, la vigésimo octava, continúa hacia el Sur a lo largo de la costa Oeste de nuestro país. Sigue por encima de Seattle, Portland, San Francisco, Los Ángeles y San Diego.
La enormidad de aquella información se hundió lentamente entre el grupo, en medio de un atónito silencio.