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TTD 13,12

Eran más de las dos de la madrugada: la Plaza Roja de Moscú estaba desierta. Incluso la cola de visitantes que aguardaban frente a la tumba de Lenin había desaparecido por unas cuantas horas. Los dos guardias armados que la custodiaban observaron sin gran interés la llegada de un gran coche negro que giró hacia la plaza y aceleró con rumbo al Kremlin. Esa clase de coches pasaba por allí a cualquier hora, siempre con el mismo destino. Tal vez esa noche fueran más numerosos que de costumbre, pero nadie sabía por qué. La radio no había anunciado aún la tragedia de Cottenham New Town y, por una vez en la vida, La Voz de las Américas tampoco parecía muy deseosa de llevar la sombría noticia al pueblo ruso.

El ingeniero Glushko abrió la marcha, atravesando sin dificultades el círculo exterior de guardias y funcionarios. Tanto él como el académico Moshkin, que venía detrás, habían estado varias veces allí. Las tarjetas de identificación sirvieron de mucho: cualquier persona vinculada con el Proyecto Prometeo tenía algo que hacer allí esa noche. Entre esos muros todo el mundo estaba bien enterado de cuanto había ocurrido; también se sabía que Glushko era jefe de ingenieros proyectistas y que el menudo profesor también estaba relacionado con el proyecto.

A pesar de que esos dos hombres no tenían ningún compromiso en el Kremlin a esas horas, no encontraron obstáculos hasta llegar al círculo interior de guardias, que debían su autoridad, en partes casi iguales, a su inteligencia, a su capacidad y a sus eternas sospechas. Un hombre canoso, sentado tras una mesa, envuelto en humo de cigarrillo y con ceniza en las solapas, pareció al principio ser igual a todos los que acababan de cederles paso. Sin embargo, no tardó en demostrar que no lo era. Revisó la tarjeta de identificación por todos lados, como si buscara algún detalle imperceptible.

—Muy bien, tovarich, ya veo que ocupan altos cargos en el Proyecto Prometeo; todo figura aquí, en estos papeles. Pero no veo por ningún lado el motivo que les trae por aquí.

—Ya se lo dije —repuso Glushko—. El profesor y yo debemos ver inmediatamente al camarada Polyarni. Es de suma importancia.

—No lo pongo en duda; de lo contrario, no estarían aquí. ¡Qué carrera!, ¿eh? Hace unas horas estaban en Baikonur, después en un avión militar, después en el coche que les esperaba en el aeropuerto… Toda una carrera. Pero sigo sin ver los motivos de tanta prisa. ¿Qué les trae por aquí?

—¿Está al tanto de lo… ocurrido con el cohete propulsor?

—En efecto —respondió el funcionario, con expresión grave—. Un trágico accidente. Todo el país está de duelo, ¿es eso lo que les ha traído hasta aquí?

—En cierto modo sí, aunque no es exactamente eso. Mire, camarada, no quiero que me entienda mal, pero tanto yo como el profesor Moshkin, uno de los principales astrónomos de la nación, somos gente muy ocupada. ¿Acaso le parece que venimos a jugar a las adivinanzas?

—¡No, claro que no! Pero si no me explican de qué se trata me será imposible ayudarles. Espero que me comprendan.

Glushko suspiró y levantó los hombros.

—Sin duda. Pero como ya le he dicho, sólo puedo hablar con el premier, con nadie más.

—Está en una conferencia. Si quieren esperar…

—Tarde o temprano veremos al premier. Conviene que reciba nuestras noticias lo antes posible. Y quien se haga responsable de retrasarnos no será visto con agrado. ¿Me entiende?

El funcionario entendía muy bien. No era la primera vez que escuchaba esa clase de velada amenaza. Si la cosa era seria, bueno, se vería en problemas. Pero si era una exageración y él les prestaba ayuda sólo recibiría una reprimenda. La decisión era simple. Optó por levantarse.

—Por supuesto. Y créanme que sólo quiero ayudarles en lo posible. Si esperan aquí veré cuándo puede recibirles.

—Bien —replicó Glushko, firme la voz y erguido el cuerpo.

Así permaneció hasta que la puerta se hubo cerrado; después se dejó caer en la silla más próxima.

—Esto es agotador, profesor. Supongo que ya lo sabe. Si sus cálculos no están en lo cierto nos meteremos en un gran problema.

—No es éste el problema que más me preocupa en este momento —respondió su acompañante.

Y agregó, palmeando su gastado maletín de cuero:

—El verdadero problema está aquí. Y los cálculos son correctos: cualquiera puede comprobarlo.

Glushko miró su reloj y empezó a tamborilear los dedos sobre el muslo.

—En ese caso será mejor que esta gente se dé prisa.

En el lado opuesto del mundo, en la ciudad de Filadelfia, Pensilvania, caía ya la noche. Era lo bastante tarde como para que todas las oficinas y los laboratorios estuvieran cerrados; profesores y alumnos se habían retirado. Sin embargo, el profesor Weisman, sentado en medio de su desordenada oficina, contemplaba el caer de las sombras con el auricular del teléfono apoyado contra la oreja, escuchando la interminable llamada. No era la primera vez que nadie respondía. Colgó y estiró los dedos sobre la mesa, preguntándose qué podía hacer.

Conocía a pocas personas que habrían podido ayudarle y ninguna había respondido a su llamada: en algunos casos le atendió algún artefacto infernal que le ordenó dejar grabado su mensaje. No parecía haber tiempo para eso. Pero no estaba seguro sobre la forma de transmitir su vital información. Tampoco sabía a quién debía hacerla llegar.

La gente vinculada con el Proyecto Prometeo tendría mucho interés, naturalmente, pero todos los teléfonos que le había proporcionado la operadora estaban ocupados. Como pocas veces escuchaba la radio y no tenía televisor, el profesor no estaba al tanto del desastre acaecido en Inglaterra, cuyas noticias apenas comenzaban a circular. Sin embargo, aunque eso le habría resultado interesante, no alteraba en absoluto lo que debía hacer.

Washington. Indudablemente debía ir a Washington. Por lo común detestaba los viajes, solía decir que ya había viajado bastante al huir del Fraunhoffer lnstitute para cruzar toda Europa sin ponerse al alcance de los nazis. La vida era tranquila y fácil en la universidad de Pensilvania, cosa que le parecía perfecta. De todos modos tendría que romper esa paz por un momento; era necesario ir a Washington. Y mientras lo pensaba iba ya guardando metódicamente un grueso paquete de papeles en una cartera tan vieja y poco respetable como la que el profesor Moshkin tenía sobre las rodillas, en ese mismo instante, en la ciudad de Moscú.

Hubo un rumor de pasos por el corredor y unos nudillos golpearon el cristal esmerilado de la puerta. Weisman no respondió; estaba demasiado concentrado en sus pensamientos como para escuchar nada. Sólo levantó los ojos cuando se abrió la puerta. Una cara barbuda asomó por ella.

—Oye, Sam, ¿qué me cuentas? ¿Te enteraste de lo que pasó en esa ciudad de Inglaterra?

—¡Ah, Danny! Pasa. Quiero preguntarte algo.

—¡Ah! No te has enterado. Uno de los propulsores de la Prometeo hizo volar una ciudad entera. No se sabe cuántas víctimas ha habido. Dicen que ha sido peor que un bombardeo atómico…

—Danny, ¿sabes cómo se va a Washington, a la capital?

Danny estaba por hacer un gesto de asombro, pero se contuvo. Llevaba en su cátedra el tiempo suficiente como para saber ya que sus colegas no eran chiflados, sino individualistas con distinta capacidad de concentración y diferentes motivos de interés. Sam Weisman se había ganado una reputación mundial y un premio Nobel. No le importaban las ciudades arrasadas ni sabía cómo viajar hasta Washington, aunque estaba a ciento cincuenta kilómetros de distancia. Se encogió de hombros y olvidó momentáneamente lo de Cottenham New Town.

—Se puede ir en coche, en autobús o en tren.

—No soporto los vehículos motorizados.

Weisman arrugó el ceño; finalmente sacó del bolsillo un monedero pasado de moda y miró el contenido.

—Tengo cuatro dólares. No creo que sea suficiente.

—No, no lo es. ¿Qué quieres hacer en Washington?

Weisman pasó por alto la pregunta; estaba concentrado ya en la logística del viaje.

—Los Bancos están cerrados —observó—. Pero podrías cambiarme un cheque, ¿verdad, Danny? ¿Crees que bastará con quinientos dólares?

—Con quinientos sobra, pero no suelo llevar tanto dinero encima.

Revisó el contenido de su billetera y agregó:

—Estás de suerte, acabo de cobrar el cheque de mi sueldo. Te daré doscientos dólares; me los devuelves a tu regreso. Se te puede dar crédito.

Weisman se puso la chaqueta.

—¿Cuántas estaciones de ferrocarril hay en Filadelfia?

—No te preocupes, yo te llevaré. Saca pasaje hasta la capital. Trata de conseguir asiento en el Metroliner, porque los trenes viejos te producirán hemorroides antes de que lleves cinco kilómetros.

—Muy amable —agradeció el profesor, mientras se ponía el sombrero—. ¿Sabes dónde queda el Instituto Smithsoniano? Tengo una amiga allí.

—Trataré de dominarme; no te voy a preguntar qué tienes que hacer allí a esta hora, porque ya sé que no me contestarás. Cuando llegues a Washington busca un taxi y dale el nombre del Instituto. Lo encontrarás cerrado, sin duda, pero tal vez el sereno te dé la dirección de tu amiga. Sólo puedo desearte buena suerte.

El profesor Weisman se sentó en el coche, muy sereno, con la vieja cartera sobre las rodillas.

En Moscú el profesor Moshkin estaba sentado en la misma posición, con una cartera muy similar. Pero no era ésa la única semejanza.

Los dos eran astrónomos de reputación mundial.

Los dos estaban especializados en el estudio del sol.