«Qué voy a hacer, ¡oh, Dios!, qué voy a hacer», se preguntaba Irene, desesperada la noche anterior Henry se había sentado a la mesa de la cocina para escribir a aquella pensión de Blackpool donde se había alojado los dos últimos meses. Acababa de saber la fecha de sus vacaciones y quería reservar con anticipación las mismas habitaciones. Le había dejado la carta para que la echara al correo, pero aún seguía en la repisa, contra el jarrón de porcelana que habían comprado allá como recuerdo. ¿Se atrevería a echarla al correo? Precisamente esa mañana, escasa de dinero para comprar la carne del domingo, había sacado hasta el último centavo de la Caja de Ahorros. El último; parecía increíble. Pero así era: no quedaba nada. En vez del montón de libros que debía servir para los regalos de Navidad y para las vacaciones, nada. Tarde o temprano Henry lo iba a descubrir, ¿y entonces?
Irene se cubrió el rostro con el delantal y se meció sollozando, en silenciosa angustia. «¿Qué voy a hacer, qué voy a hacer?».
Judy y May ignoraban por completo las aflicciones de su madre. De haberlo sabido se habrían preocupado… por un ratito. Para ellas la vida estaba llena de problemas mucho más simples: sacar buenas notas en la escuela sin esforzarse demasiado, conseguir ropa y zapatos nuevos, cosas todas que guardaban relación directa con su nuevo interés por los muchachos, súbitamente descubierto; hasta hacía pocos meses esas criaturas les parecían sucios animales que era preferible evitar.
Henry Lewis tensó el cuerpo, apretó los dedos del pie contra la barra y levantó el brazo derecho, entrecerrando el ojo izquierdo. Ceñudo y atento, respaldado por muchos años de práctica, miró la punta de acero, echó el brazo hacia atrás y dejó volar el dardo. ¡Lástima! ¡Un poquito fuera del doble siete que le habría hecho ganar!
—¡Buen tiro, Henry!
—Por lo menos no la clavaste en la puerta del lavabo.
Tomó un buen trago de cerveza y no respondió, aparentemente impávido ante los comentarios. No era ninguna tragedia, pero le fastidiaba; tendría que haber acertado. De cualquier modo se le daría otra oportunidad, pues Alí no puntuaría en esa vuelta El vaso había quedado vacío; lo llevó al mostrador para llenarlo de nuevo. George estaba secando unas copas, sin apartar los ojos del televisor. Henry empujó hacia él su jarra.
—Dice el locutor que los rusos tienen líos con ese cohete —informó George mientras lo llenaba con al chorro espumoso.
—Dinero tirado, eso es.
Alí había tallado, de modo que todavía le quedaba esa oportunidad. Esta vez lo conseguiría. Henry be volvió hacia la diana con paso decidido.
—El periódico dice que puede ser peligroso.
—Nada que nos ataña, nada —dijo Henry, dejando el vaso sobre el mostrador.
Giles Tanner no hallaba ningún atractivo a aquella noche calurosa. Estaba en pie desde las cuatro de la mañana y se sentía fatigado hasta los huesos. El trabajo de la granja nunca había sido agradable, pero ese verano era agotador. Los días resultaban demasiado largos y había demasiadas cosas para hacer. En cuanto acababan las lluvias y el maíz estaba seco era el momento de recogerlo. Para colmo el chico había pescado la gripe; no era cosa de enojarse con él por estar enfermo, pero no podía habérsele ocurrido en peor momento. Azuzó con un palo a la vaca que se había desviado del sendero y el animal se reunió con los otros para seguir rumbo al corral.
Allí tendría que ordeñar; Will ya se habría encargado de eso, de no estar en cama, pero en esas condiciones Giles no tenía más remedio que interrumpir la siega para ocuparse de esa tarea; incluso con las ordeñadoras automáticas era pesado. Después, de nuevo al campo, al tractor, a la siega. ¡Qué mierda de vida!
El palo volvió a caer, esta vez sin motivos, y la vaca dio un brinco hacia adelante con un mugido de protesta. Giles las condujo hasta el corral. Un atardecer sereno, de cielo despejado; no iba a llover, gracias a Dios; al menos podría recoger el maíz. ¡Qué tarde era! Entró al establo con un gruñido y cerró la puerta tras él.
Andrew vio la estrella y echó una mirada a su reloj. Era la hora; no convenía llegar demasiado temprano para esperar en la puerta, ni demasiado tarde e impacientar a sir Richard. Acabó las últimas gotas de whisky con un suspiro de satisfacción; malta de la mejor. Secó la jarrita de metal y la guardó en la guantera. El motor arrancó al primer golpe de llave. ¡Qué máquina, el Rolls Royce! Puso la marcha y comenzó a bajar la colina hacia la fábrica. Era una vida aburrida, pero feliz.
Sir Richard apagó el magnetófono y volvió a arrojar las cartas sin atender en la bandeja correspondiente. Esperarían hasta el día siguiente. Se estiró con un bostezo, se ajustó la corbata y abrochó el cuello de su camisa. Sólo después de ponerse la chaqueta, cuando iba ya hacia la puerta, sintió el aguijonazo de una duda: ¿era obligatorio llevarse todas las noches la cartera a casa? De cualquier modo, esa noche había motivos: aún no había echado siquiera un vistazo a los nuevos cálculos de compra, y los proveedores de productos químicos llegarían a las once en punto del día siguiente.
Tomó el maletín, apagó la luz y se encaminó hacia la entrada principal. El portero de noche, que estaba inclinado sobre la mesa, se levantó al verle pasar.
—Le abriré la puerta, sir Richard. Qué hermosa noche, ¿no?
—Últimamente tenemos buen tiempo, al parecer. Buenas noches.
Andrew le esperaba ya con la portezuela abierta. La noche era hermosa, por cierto. Sir Richard se detuvo un instante para saborearla, y observó los últimos colores del crepúsculo.
El último de los propulsores había quedado solo, lejos estaban la Tierra y los nombres que lo habían construido pero quienes deseaban controlarlo aún mantenían contacto. Llevaban horas enteras habiéndole; sus mensajes invisibles eran recogidos por los circuitos cerrados de las antenas, que los transmitían al ordenador, el cerebro mecánico de aquella criatura espacial. Este cerebro se había comunicado con el gran ordenador de Tierra para responder exhaustivamente a todas sus preguntas. Y finalmente había recibido sus órdenes. Eran simples y fáciles de obedecer. De las toberas surgieron pequeños chorros de gas comprimido. El enorme cuerpo rotó sobre sí y se lanzó en órbita. Cuando los ordenadores y sus amos estuvieron satisfechos, se detuvo y aguardó la orden final, la señal que daría comienzo a la maniobra definitiva.
Llegó bajo la forma de ondas de radio codificadas. Fue recibida por las antenas, transmitida al ordenador a través de los circuitos de comunicación, convertido en órdenes. Por los cables corrieron ondas eléctricas; se lanzaron relés, se giraron llaves, se abrieron válvulas. Las bombas lanzaron el combustible de hidrógeno a través de los orificios que abrían paso al motor, donde se combinaría con el oxígeno necesario para arder. Contacto. Una chispa… y la llama surgió en una lengua ígnea y larguísima.
Uno de los dos motores en funcionamiento pareció tartamudear. La llama se apagó, volvió a surgir, desapareció por segunda vez y originó una nube de partículas que habían escapado a la combustión. El otro motor siguió rugiendo durante algunos segundos, hasta que su compañero arrancó nuevamente y disparó su poderosa llama para igualarlo. Los dos rugieron a la par para alcanzar la aceleración debida.
Pero en ese momento no debían estar en funcionamiento. Se había indicado una breve eyección para que el cuerpo central iniciara la órbita descendente hacia las estepas rusas, donde los motores entrarían otra vez en funcionamiento para descender suavemente. Las cosas no serían así. Las constantes eyecciones impulsaron el cohete hacia la atmósfera a velocidad creciente, hasta que los motores acabaron por detenerse, agotado ya el combustible.
En pocos segundos la atmósfera golpeó contra él con toda su fuerza; la fricción entre las moléculas de aire y el metal que descendía a cinco millas por segundo lo calentó más y más, hasta que todas las aristas centellearon al rojo vivo y, finalmente, al rojo blanco. Como la presión no era uniforme, el gran cohete vaciló, se meció en la ligera atmósfera y empezó a girar.
Había sido diseñado para mantenerse con la proa hacia arriba, a fin de aterrizar sobre la popa. Con relativa facilidad volvió hacia abajo las grandes toberas de los motores, hechas de material ablativo para resistir el calor de la caída. Pero nada podía resistir esa velocidad ni ese recalentamiento. Ardió y comenzó a disgregarse en fragmentos encendidos. Pocos momentos después toda su estructura empezaba a desintegrarse.
Pero ya era demasiado tarde. La velocidad era excesiva. La masa incandescente de fuego y metal abrió un agujero en la atmósfera, a través, de las nubes. Descendía en dirección a la Tierra, hacia el paisaje que se extendía por debajo.
Sir Richard miró por última vez el cielo crepuscular, aspirando el aire del atardecer. Las primeras estrellas estaban ya en el horizonte; una de ellas asomaba en el cénit; parecía una estrella errante.
No, no era estrella; era una luz, una llama. Se presentó como un punto luminoso; enseguida fue un disco; finalmente, una espada flamígera, increíble, que apuntaba directamente hacia él, lanzada para atravesarle.
Por un instante su espantado rostro se inundó de un resplandor rojizo; la tierra, los edificios, todo quedó iluminado, como ante una aurora de terrible carmesí.
Enseguida vino el impacto.
Seiscientas toneladas en forma de cohete golpearon la tierra a cinco millas por segundo, convirtiendo aquella aterradora velocidad en energía, en calor que estalló hacia afuera con el poder de una bomba atómica. La fábrica, los edificios de Cottenham New Town, los jardines de la biblioteca; las tiendas, las tabernas: todo lo que había sobre la colina desapareció en un instante.
Edificios, ladrillos, cuerpos, árboles, muebles, automóviles, todo destruido en una fracción de segundo, evaporado en el calor, desgarrado y desprendido de la existencia. Toda la fábrica y media ciudad desaparecieron en la primera explosión; el resto le siguió tan de cerca que no hubo tiempo ni advertencia. Tal vez algunos percibieron fugazmente el increíble estruendo del impacto y el relámpago subsiguiente; quizá unos pocos supieron que lo imposible había ocurrido; entonces habrían sentido el principio de un pánico que fue cortado de raíz antes de formarse.
Tras la explosión, la onda expansiva. El aire, bajo aquella presión que superaba en mucho su capacidad de absorber más energía, hizo circular aquella carga tremenda apenas un segundo después, como un toldo mortal que se expandía en todas direcciones. Pasó a través de una bandada de pájaros, una milla más allá, y absolutamente todos cayeron muertos.
En la superficie del suelo fue como el ataque progresivo de invisibles cañones que levantaron la corteza, los árboles y las cercas, las plantas, los animales, los edificios, para convertirlos en polvo. Pasó por la granja de los Tanner mezclando hombre, vacas, leche y máquinas en un revoltijo repugnante. En el mismo instante voló la casa en donde estaban la mujer y el hijo de Giles.
El dardo jamás alcanzó el blanco, el juego quedó sin terminar, los planes para las vacaciones ya no se llevarían a cabo. Irene no tenía por qué preocuparse por la cuenta de Ahorro Postal; ese año no irían a Blackpool.
Para veinte mil novecientas treinta y una personas, hombres mujeres y niños, ya no habría vida ni futuro. En el sitio que ocupara esa ciudad, burbujeante de movimiento, sólo quedaba un páramo devastado, un desierto de muerte entre las verdes praderas inglesas, pudorosamente oculto, por el momento, por una mortaja de polvo y humo que velaba todo aquel espanto.