El académico A. A. Tsander era ya anciano y tenía perfecta conciencia de ello. Su imagen era la del frágil octogenario de barba blanca y rizada y pelo en forma de corona. Nunca había sido corpulento, pero los años le habían encorvado de tal modo que caminaba perpetuamente inclinado; para mirar a sus interlocutores no tenía más remedio que torcer la cabeza hacia atrás. Sin embargo, no era tan frágil ni tan débil como parecía, y así lo había descubierto mucha gente con el correr del tiempo. Si había alcanzado tan alto rango en la Academia de Ciencias era gracias a una gran habilidad profesional y un perverso talento para la lucha política. Aunque estaba bien dotado para ambas cosas, tenía ya ochenta y tres años y lo sabía, de modo que reservaba la energía para los momentos de necesidad.
En ese momento dormía, acostado de espaldas en el diván de cuero de su despacho, con los largos y blancos dedos entrelazados sobre el pecho. Su respiración era tan imperceptible que se le podía confundir con un cadáver. Sin embargo, aunque estaba profundamente dormido, abrió los ojos en cuanto giró el pomo de la puerta y un rayo de luz penetró en el cuarto.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Cerca de medianoche, profesor. Ha llegado el coronel norteamericano. Usted pidió que le…
—Sí, claro. Enseguida bajo.
Llevaba tres horas de sueño, más que suficiente para la prolongada noche que sin duda le esperaba. Echó un poco de agua de la jarra en la jofaina, se lavó la cara y las manos y se secó con la toalla. Después encendió un papirossi, uno de esos finos cigarrillos que pretería a los demás, con más abundancia de papel que de tabaco; guardó el resto del paquete en el bolsillo y salió del cuarto. Los vestíbulos de cada piso estaban silenciosos y oscuros; los recorrió lentamente, mientras reunía fuerzas. Tenía la seguridad de que le iban a ser necesarias.
En el interior del Centro de Control de Tierra había luces y ruidos que contrastaban directamente con los pasillos oscuros del resto del edificio. Allí residía el corazón palpitante de Kasputin Yar, el comando central que recogía todos los datos y emitía todas las órdenes. El coronel O'Brian, de pie en la parte trasera del inmenso salón, parecía muy feliz de estar allí. Toda esa zona había permanecido en secreto absoluto durante muchas generaciones; sólo la mencionaban los informes de la CÍA, y eso en términos generales. El CCT de KY (los soviéticos tenían tanto cariño a las siglas como los mismos norteamericanos) era el centro de las operaciones secretas y de los lanzamientos de satélites. Bueno, las operaciones secretas habían terminado; eso no importaba, aunque la CÍA debía estar enterada. Y lo que quedaba de los mandos para satélites estaría a punto para el aterrizaje de los propulsores separados de la Prometeo Y puesto que se trataba de un proyecto conjunto soviético-norteamericano, era necesario mantener contacto y permitir por lo menos la presencia de un observador.
¡Cuántos debates y malestar habían sufrido por eso los soviéticos! Y la responsabilidad pasó a niveles cada vez más elevados, hasta que el comité central del Partido Comunista acabó por heredar el problema. Al fin llegó un abúlico asentimiento. Y al día siguiente llegó el coronel O'Brian, que llevaba años enteros aguardando esa oportunidad.
Equivalía a ceder un poco, pues la mayor parte de los secretos soviéticos eran, como siempre, una mala costumbre. Después de todo, allí no se hacía nada que no se hiciera también en Houston, sólo que se hacía mejor. De todos modos, era interesante estar presente, pues podía descubrirse mucho sobre las operaciones secretas. O'Brian no era un frío guerrero, pero pertenecía al Ejército, y cuanto más descubriera sería mejor para él. Pertenecía a la nueva especie de oficiales graduados en matemática y física, pero siempre sería oficial. Llevaba el maletín bajo el brazo y observaba las mesas y las instalaciones, que le eran ya familiares. No se trataba del equipo más moderno del mundo, pero funcionaba, y muy bien, por cierto.
—¿Son las cifras prometidas? —preguntó en ruso una voz profunda.
—Lo son, señor —respondió O'Brian en el mismo idioma, con toda fluidez.
Y se volvió para saludar al corpulento teniente general V. F. Bykovsky, a cargo de todo aquello. Bykovsky le devolvió el saludo con un indiferente gesto de la mano, aparentemente tranquilo y algo tonto. Pero O'Brian no se dejó engañar. El general era presidente de la CEUS, derivado de la CIC (Comisión para la Exploración y la Utilización del Espacio, dependiente de la Comisión Interdepartamental Permanente de Comunicaciones Interplanetarias). Eso le convertía en el personaje principal de toda actividad espacial soviética, sólo responsable ante el Comité Central. Toda una personalidad, por cierto. O'Brian abrió su maletín y sacó un grueso fajo de papeles.
—Los últimos datos de la órbita, calculados hace una hora para las tres circunvoluciones próximas —dijo.
—Muy bien —aprobó el general Bykovsky, alargando la mano.
—Muy bien no, excelente —corrigió el académico Tsander, a espaldas de ellos—. Los necesitamos para corregir nuestra propia órbita.
No llegaba a los hombros de aquellos dos grandes militares, pero allí la estatura no contaba para nada: lo importante era la responsabilidad, y su responsabilidad era el aterrizaje de los propulsores. Los papeles eran suyos. Les echó una mirada rápida mientras se alejaba arrastrando los pies y murmurando para sí:
—¿Qué piensan hacer con el propulsor del cuerpo central? —preguntó O'Brian en tono indiferente.
Bykovsky recibió la pregunta con una ligera sonrisa, pero sus ojitos tártaros permanecieron serios.
—Hacerlo aterrizar, por supuesto —replicó—. ¿No es ésa nuestra misión?
—Claro que sí, general. Pero usted sabe que hubo algunos problemas con la ignición. La prensa menos seria comienza a hablar de un posible aterrizaje violento.
Tsander reapareció con un cigarrillo colgándole de los labios y el pelo blanco alborotado por detrás. El fajo de papeles que llevaba bajo el brazo había aumentado de tamaño.
—Tenemos que hablar, señores —dijo—. Valery Fiodorovich, ¿puedo usar su oficina?
—Naturalmente —respondió Bykovsky, señalando el camino.
Sabía muy bien lo que pensaba el académico: su oficina tenía micrófonos ocultos; allí era imposible hacer tratos secretos, y tampoco se podría afirmar después que los habían hecho. No era por casualidad que Tsander había llegado a esa edad y a ese puesto sin sufrir daño alguno.
—Tomen asiento, señores. Vodka, por supuesto.
Tsander lo rechazó; O'Brian, en cambio, aceptó el vaso con placer. Sabía exactamente hasta dónde podía beber aquel relámpago transparente sin perder la lucidez, y entonces no tomaba una gota más. Era vodka polaco, aromatizado con hierbas, tal como a él le gustaba.
—¡Zdarovya! —dijo Bykovsky, mientras vaciaban los vasitos que él volvió a llenar de inmediato—. ¿Qué debemos discutir, académico?
—Usted lo sabe muy bien; el aterrizaje de ese último propulsor. Lo que quiero saber es si lo discutiremos a solas o en compañía del coronel O'Brian.
Bykovsky suspiró en secreto en tanto vaciaba otro vaso, pensando en todos los micrófonos ocultos en ese cuarto y en todos los oídos que estarían escuchando esa conversación. Por suerte había tenido en cuenta esa posible contingencia; tras varias llamadas telefónicas contaba con una decisión tomada por los superiores. Estaba a salvo.
—La respuesta es evidente —manifestó. (¡Evidente! ¡Horas enteras de llamadas telefónicas!)—. Se trata de un proyecto conjunto en todo sentido. Las cifras que el coronel nos ha proporcionado son de un valor incalculable, ¿verdad? Pero no tiene responsabilidad alguna en el aterrizaje del propulsor. ¿Le resulta satisfactoria esa respuesta?
«Bonita forma de quedarse con todo», pensó O'Brian mientras sorbía otro vodka con una expresión perfectamente neutra. Si el aterrizaje se efectuaba sin problemas… lo habrían manejado ellos solos. Si había dificultades, la responsabilidad era compartida y se podía culpar de ello a las cifras proporcionadas por Estados Unidos. Típicamente soviético. Frente a ella, la política del Pentágono parecía elaborada por niños de pecho. Finalmente asintió.
—En ese caso está decidido —dijo Tsander con firmeza—. He aquí nuestro problema. Los primeros intentos de conectar el cuerpo central no tuvieron éxito. Según parece, el motor tres está en dificultades y lo han desconectado. Supongo que también se ha desconectado el motor uno para que el impulso de los otros dos quede equilibrado. Pero éstos no funcionan.
—¿Qué hay de los motores de orientación? —preguntó O'Brian.
—Aún no han sido probados, y no lo haremos hasta que se tome una decisión con respecto al procedimiento. Otro problema es el combustible que todavía resta dentro del propulsor. Es aproximadamente el veinticuatro por ciento de su capacidad total.
—¿A cuánto equivale eso? —preguntó Bykovsky.
O'Brian, que había estado haciendo repiquetear velozmente su calculadora, respondió:
—Cerca de seiscientos mil kilos. Hidrógeno y oxígeno. La combinación química más explosiva que se puede emplear como combustible.
—Lo sé muy bien —replicó Bykovsky, sin inflexiones—. Siga, por favor, Tsander.
—Dije que el combustible era un problema, pero no hay por qué preocuparse en demasía. Gran parte de él se consumirá durante el aterrizaje, y mi personal asegura que el resto no representa amenaza alguna. Hervirá inofensivamente en cuanto el propulsor esté en tierra, siempre que podamos poner en funcionamiento los motores y dominar el artefacto. Dije «siempre que podamos»; téngalo en cuenta. Es necesario estar preparados por si no logramos que esos motores funcionen debidamente.
—Sí —acordó O'Brian—; tal vez sea mucho pedir de un sistema de controles que ya ha fallado dos veces y ahora parece estar fuera de funcionamiento.
—Tal vez, pero esa dificultad ha sido calculada. Ahora deberíamos tener control digital directo del encendido. Nuestra única alternativa es quedarnos cruzados de brazos hasta que acabe la órbita, dentro de pocas horas, y el propulsor se destruya.
—¿Se destruirá? —preguntó O'Brian, serenamente.
—Ah, sí, coronel —respondió Tsander, mientras le guiñaba un ojo engañosamente manso—. Usted se refiere a lo que dicen los periódicos. Son tonterías escritas por quienes no tienen la menor noción de lo que es una órbita ni conocimiento alguno de física. Este propulsor no podría soportar su propio peso si no estuviera presurizado. En un envase de plancha muy delgada que contiene en estos momentos una gran cantidad de material altamente explosivo, como usted mismo acaba de señalar. Arderá tranquilamente en la atmósfera, de un modo bastante espectacular, puedo asegurárselo. Pero además es una máquina muy costosa, el verdadero corazón del Programa, pues éste depende de que podamos recuperar los propulsores y volver a usarlos. Por otra parte, nos convendría revisar los motores y los circuitos para descubrir en qué consistió el fallo, a fin de que no vuelva a repetirse.
—Las razones son excelentes —dijo O'Brian—, pero apuesto a que usted no quiere ser responsable de algún enorme hoyo en el planeta o de algunos ciudadanos hechos polvo.
Tsander encendió otro cigarrillo y se inclinó con benevolencia.
—Lenguaje directo el suyo, a la norteamericana. Sí, ése es el quid de la cuestión. ¿No está usted de acuerdo, general?
—Por supuesto —respondió Bykovsky.
Comenzó a pasearse por el cuarto como un oso enjaulado, con las manos a la espalda, en profundas cavilaciones.
—En ese caso nos vemos ante dos decisiones posibles —dijo—. O no hacemos nada y esperamos que el propulsor se incendie, afrontando la remota posibilidad de que haya un impacto, o intentamos la ignición y el aterrizaje bajo control. ¿No cabe la tercera posibilidad de que logremos ignición y podamos enviarlo a una órbita más alta, para pensarlo después?
—Es posible, pero sería contraproducente. Equivaldría a admitir que hay peligro, que no podemos dominar nuestras propias máquinas y las echamos al espacio cuando se ponen difíciles.
—Y no tenemos ningún interés en admitir semejantes cosas, profesor. Por tanto, quedan sólo dos alternativas: cruzarnos de brazos y dejarlo arder o tratar de que descienda intacto. Si fallamos, siempre habrá tiempo para dejarlo arder.
—Es exactamente lo que yo pienso, general —dijo Tsander—. La pasividad acabará con el propulsor. La actividad puede destruirlo también…, o recuperarlo, lo cual sería muy ventajoso.
—Bueno, la respuesta parece obvia, ¿verdad, coronel? —concluyó el general, volviéndose hacia O'Brian con la cabeza ligeramente inclinada, como si aguardara ansiosamente una respuesta.
—Me siento tentado a darle la razón —acordó el norteamericano con lentitud—. De todos modos ese propulsor parece destinado a arder, pero al menos así le daremos una oportunidad. No puedo darles ningún consejo, puesto que aquí soy un mero observador, pero por lo visto tienen la decisión tomada.
Tsander arqueó las cejas ante los comentarios de O'Brian.
—Me encanta la irrestricta restricción de sus restringidos comentarios —observó secamente—. Si algún día abandona el Ejército, coronel, le espera un brillante porvenir en la política.
O'Brian se inclinó ligeramente, sonriendo. Después volvieron a ponerse serios.
—Nos estamos quedando sin tiempo, general —dijo Tsander—. ¿Qué decisión hay que adoptar?
—Creo que la decisión es forzosa. Debemos hacer lo posible por recuperar el propulsor intacto. Comience con el programa de rescate.
No había más que decir. Tsander aguardó a que los otros acabaran un último vaso de vodka y después volvió al Centro de Control de Tierra. Allí tenía O'Brian su oficina, especialmente construida para su tarea de enlace. Se trataba de un rincón separado con cristales, donde contaba con indicadores que le proporcionaban los datos de casi todas las mesas agrupadas más allá. Su personal constaba de seis sargentos, de los cuales había uno de turno a cualquier hora. La disciplina era muy relajada: el sargento Silverstein se limitó a saludarle con un gesto del pulgar y se volvió hacia el teletipo para informar de su llegada. La máquina respondió con un parloteo.
—Le esperaban con impaciencia, coronel —dijo Silverstein—. Washington y Houston quieren saber urgente opinión soviética reorbitación aterrizaje suave posibilidades cuerpo central.
—O sea, quieren saber qué diablos va a pasar con esa porquería.
—Más o menos de eso se trata.
—Informe que se está haciendo intento recuperación completa aterrizaje suave mediante aceleración y frenaje orbital. Enviaré detalles.
—Roger.
El teletipo volvió a repiquetear mientras O'Brian conectaba los circuitos de comunicación. El ordenador de ese salón estaba en contacto directo con el instalado en el propulsor, formulando preguntas y obteniendo respuestas. La posición del aparato era muy importante; lo primero era averiguar hacia dónde apuntaba la proa: si hacia las estrellas o hacia la Tierra. Debido a la fallida separación, el cuerpo central había girado sobre sí y ya no estaba en la dirección correcta para recibir aceleración e impulsarse hacia una nueva órbita. Los cohetes de maniobra tendrían que encargarse de ajustar su posición Sería la primera prueba de destreza para quienes debían controlar el gran cohete y llevarlo a ciento veinticinco kilómetros de altura.
—Comiencen con el programa —dijo serenamente el profesor Tsander en cuanto se hubo hecho todo lo posible.
—En marcha.
Transcurrieron algunos minutos antes de que todos los datos fueran correlacionados; enseguida estallaron muestras de júbilo en la cámara superior.
—Los rusoskis parecen muy contentos, coronel —observó Silverstein.
—Ya han logrado la mitad del triunfo, sargento. Puede informar que las maniobras de órbita parecen tener éxito. Propulsor en posición correcta para operación de cohetes principales si es que operan. Eso último no lo diga.
—Entendido, señor.
Era el gran momento. Pasaron casi dos horas, antes de que el programa y los resultados pudieran considerarse satisfactorios. El motor averiado y el opuesto debían estar desconectados y corregido el fallo que había impedido la ignición desde la Prometeo. Ahora debía funcionar correctamente.
«Debía»…, pero las dudas eran muchas, según pensó O'Brian, muy feliz de que la decisión no le hubiese correspondido. Se sirvió un poco del café del termo y contempló el reloj de la cuenta atrás, que iniciaba la marcha. «Ahí va», pensó; «ahí va».
La cuenta llegó al cero. La señal de radio salió disparada hacia el receptor que aguardaba en el propulsor. Se pusieron en funcionamiento llaves invisibles y de inmediato llegó el informe de los monitores.
—¡Hay contacto!
El júbilo fue moderado. Era un gran éxito, pues habían puesto en funcionamiento los motores tras el fracaso del equipo a cargo de la Prometeo. Peor para los ingenieros norteamericanos; eran propulsores soviéticos y se entendían bien con los controles del mismo origen.
De pronto una aguja saltó hacia el máximo, y luego otra. Se oyó el ruido del ordenador; en los listados aparecieron columnas de cifras.
—Hay dificultades.
—El funcionamiento de los motores es inconstante.
—¡Ataquen!
—Siguen en marcha. No podemos apagarlos.
O'Brian se volvió hacia Silverstein, gritando:
—Importantísimo. Problemas de ignición en propulsor. Funcionamiento inconstante. Parece fuera control. Informaré detalles.
—¿Malas noticias, señor? —preguntó Silverstein mientras operaba el teclado.
—Buenas no son, de eso estoy seguro. Muy pronto veremos hasta qué punto son malas.