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TTD 05,32

Flax tragaba el Benitol con café solo, cosa que no le beneficiaba en absoluto. La barriga le bramaba constantemente, lanzándole súbitas llamaradas, como un volcán a punto de estallar. Además el café le bajaba directamente a la vejiga, y él ya no recordaba cuánto tiempo llevaba sin pasar por el baño; era como sí tuviese un verdadero balón de fútbol allá abajo. Pero en ese momento no podía salir de su mesa.

—Escucha, Patrick, por favor —dijo, consciente de que su tono era de súplica—. Estuviste fuera de contacto allá en el espacio durante cuarenta minutos, te sabíamos vivo sólo gracias a los datos de los biosensores. Y cuando Kuznekov cortó los umbilicales se nos pusieron los pelos de punta. Y no has empleado el circuito de televisión más de quince minutos en todo el vuelo.

Tuvimos varios problemas, Control de Misión.

—Lo sé, y no pretendo minimizarlos, en absoluto. Pero la situación que vivimos aquí abajo, sin entrar en detalles, requiere tu ayuda. Necesitamos desesperadamente esa transmisión, Patrick.

Te escucho, Flax, y aquí están todos de acuerdo. Antes de restablecer la presión en la cabina de vuelo te enviaré un enfoque desde el exterior de la escotilla. No corte, Control de Misión.

Flax se recostó en el asiento con un suspiro; introdujo los pulgares entre la camisa y el cinturón y empujó hacia fuera para aliviar en algo la presión sobre la vejiga. Tomó un sorbo de café. Ante él, en el pupitre de los monitores de televisión, surgió una señal y una imagen rápidamente dominada. Encendió su propia pantalla y conectó el teléfono a la red que ligaba todas las mesas.

—Tenemos imagen, Bob. ¿Cuál es tu situación?

—Todas las redes en funcionamiento y listas para recibir la transmisión.

—Diles que aguarden. Sesenta segundos.

En el tablero se encendió una luz. Flax accionó la llave correspondiente. Una voz llegó hasta sus auriculares.

—Señor Flax, el señor Dillwater quiere hablar con usted.

—Tendrá que esperar.

—Pero…

—Ya me ha oído. Me comunicaré con él en cuanto acabe la transmisión de Prometeo. Él sabrá comprender, sin duda.

Cortó el contacto con esa voz antes de que pudieran responderle. La imagen estabilizada en su pantalla le arrancó una señal de satisfacción: la escotilla aumentó de tamaño y se desvaneció para dar sitio a la Tierra vista desde el espacio.

—Estamos recibiendo una imagen perfecta, Patrick. Mantenía allí, ¿quieres? Las redes están preparadas. ¿Listo para transmitir?

Roger.

—Dales la señal —ordenó.

Flax se vio a sí mismo muy pequeño en la pantalla, tomad por la cámara conectada a la red general, que operaba desde la parte trasera de Control de Misión.

—Pasemos ahora a la cámara de la Prometeo. Allí está Pueden ver ustedes la Tierra, vista por la escotilla abierta. El mayor Winter es quien maneja la cámara; ahora la está moviendo. Hable, Prometeo.

Ésta es la Tierra tal como la vemos, cubierta de nubes. En este momento estamos cumpliendo nuestra tercera órbita y… No sé si se puede apreciar a través de las nubes, pero estamos pasando sobre el Pacífico; Perú acaba de surgir a la vista; allí el aire está despejado. Voy a mover la cámara… Un momento.

Allí está, los espectadores pueden ver el cuerpo central ya se parado de nosotros Está en órbita a nuestra popa y nos sigue en un ángulo de unos quince grados.

Flax pulsó uno de los botones de su mesa y ordeno.

—Corte el sonido de la red general, manteniendo la imagen Diga que se trata de una dificultad técnica.

Enseguida volvió a establecer contacto con la Prometeo.

—Hola, Prometeo Buena imagen y bonito comentario, Patrick Lo que te digo ahora no se escuchara en la red general. ¿Ves esa mancha luminosa hacia la izquierda del propulsor?

Afirmativo.

—¿Es…?

—Sí, es el coronel Kuznekov El también nos sigue en órbita Y antes de que me pidas nada te contesto que no. No pienso tomar ningún primer plano del cadáver ni nada que se le parezca.

—No pido mas que un informe.

Ya te lo he dado Te concederé un minuto mas para la transmisión, después tendremos que cerrar la escotilla y restablecer la presión Tenemos mucho trabajo.

—Devuelvo el sonido a la red general —exclamo Flax con un suspiro, mientras daba la señal.

El cuerpo central quedara lentamente rezagado en esta orbita hasta que baje a Tierra para posarse con suavidad Ahora estamos en la cabina Entregaré la cámara a la mayor Kahnina mientras yo cierro esta escotilla en cuanto hayamos restablecido la presión de la cabina podremos prepararnos para modificar nuestra órbita.

La imagen dio un salto al pasar de una mano a la otra Flax gruñó para si y se preguntó en que momento iba a reventar su vejiga En el tablero se encendió una luz.

—El señor Dillwater insiste en hablar con usted señor Flax.

—Unos instantes más.

—No esta aquí Acaba de pasar a Control de Mistan.

—¡Maldición!

Flax desconecto la comunicación e hizo girar la silla Allí estaba la silueta oscura, entrando por la cubierta superior Tenia que ser él. No había otro hombre en todo Texas capaz de ponerse en verano un traje oscuro con chaleco Caminaba tranquilamente, a grandes pasos, en línea recta hacia su mesa.

—Señor Flax, se requiere su presencia en la sala de prensa.

—Ojalá pudiera ir, señor Dillwater, pero como le hice decir por teléfono, me es imposible abandonar ahora este puesto. El motor atómico…

—Su ayudante se hará cargo. He venido desde Washington para asistir a esa conferencia que muy bien pude realizar allá. Si decidimos que fuera en Houston fue para su comodidad. Comprendo lo que usted vale, señor Flax, y reconozco también su aplicación al trabajo. Pero si no viene ahora mismo conmigo será su ayudante quien se haga cargo de este puesto y usted dejará de trabajar para la NASA. ¿Me explico?

Flax se encontró sin respuesta por primera vez en su vida. Los segundos transcurrían ciegamente, revelando que no había argumentos para negarse. En realidad bien podía tomarse un descanso mientras restablecían la presión de la cabina de vuelo y se quitaban los trajes espaciales. Tenía tiempo.

—Spendlove, hágase cargo —ordenó.

Se quitó los auriculares y los dejó caer sobre la mesa.

—Voy con usted, señor Dillwater. Pero antes necesito ir al lavabo.

Al erguirse sintió que su vejiga estaba a punto de estallar. Avanzó hacia el lavabo, tratando de no moverse demasiado. El cartelito que señalaba el servicio de caballeros se presentó ante él como si indicara las puertas del cielo. Se dejó caer contra la puerta y la abrió.

Dillwater le aguardaba aún cuando salió. ¿Acaso las cejas levemente arqueadas? Tal vez por la sorpresa; Flax estaba seguro de haber batido el récord mundial de meada, pero no estaba como para explicárselo a Dillwater. Ambos se dirigieron hacia el ascensor.

—¿Puede ponerme al tanto? —preguntó Flax.

—Es muy simple. Un periódico neoyorquino publicó un artículo hace algunas horas, esta mañana. Desde entonces hasta ahora ese artículo ha sido recogido por todos los medios de difusión y se ha convertido en un bola de nieve. ¿No se ha enterado?

—Alguien me dijo algo de eso. Cosa de chiflados; decían que la Prometeo podría convertirse en una bomba atómica, ¿no? ¡No tiene pies ni cabeza!

—Me alegro de que lo crea así, señor Flax, pero le ruego que reserve sus argumentos y su indignación para cuando esté frente a los periodistas. El presidente Bandin me envió aquí en cuanto llegaron los primeros informes, para que convocara una conferencia de prensa y desmintiera los rumores antes, de que sigan expandiéndose. Acabo de pasar un rato muy desagradable en un avión supersónico de la Fuerza Aérea; tendrá que disculparme si estoy un poco malhumorado.

—¿A quiénes han reunido?

—A todo el mundo. Hay representantes de todos los medios de difusión. Tenemos que estar muy alerta. Cuento con usted en todo sentido.

Flax se sintió asustado. No le gustaban las grandes multitudes ni el verse asediado por periodistas suspicaces. Cuando se veía arrinconado solía chillar como una rata, cosa que divertía a todo el mundo menos a él. Si al menos hubiera podido tomar un trago antes de partir… Había un bar tras la sala de conferencias, pero ¿qué pensaría Dillwater? ¡Al diablo con lo que pensara!

—Tengo que pasar por la oficina de Jack —dijo, haciendo girar el pestillo.

—¿Y para qué? —preguntó Dillwater, arqueando las cejas.

—Para tomar algo, ya que lo pregunta.

Las cejas bajaron gradualmente: un atisbo de sonrisa tocó las comisuras de aquella boca rígida.

—Iré con usted.

Dillwater pidió un vasito de jerez seco; mientras tanto, Flax vació medio vaso de whisky diluido con agua.

—Dios mío —dijo, golpeándose ligeramente el abultado vientre con el pulgar del puño cerrado—, esto me cura o me mata.

Soltó un cavernoso eructo y se estremeció. Dillwater, tras el último sorbo de jerez, se tocó los labios con el pañuelo y señaló hacia la puerta.

—A la jaula de los leones, por favor, señor Flax. Lamentablemente no tenemos otra alternativa.

Utilizaron la entrada lateral, razón por la cual nadie reparó en ellos durante varios segundos. Minford, el encargado de Relaciones Públicas, estaba detrás de la tarima, atajando las preguntas. Si uno se guiaba por el sudor que le cubría el rostro, no cabía duda de que la cosa no le resultaba muy sencilla. En cuanto Flax y Dillwater cruzaron frente al público, todas las cabezas se volvieron hacia ellos y las cámaras comenzaron a funcionar. Minford tomó la expresión de quien acaba de ser salvado de los leones en el momento en que ya se abalanzaban.

—Por favor —dijo—, dentro de dos segundos podrán hacer todas esas preguntas a los dos hombres que están más al tanto de la situación. Al señor Dillwater le conocen todos; acaba de llegar de Washington para darles un informe completo. Le acompaña el doctor Flax, que ha estado en el centro mismo de Control de Misión desde el despegue, sin perder contacto con los astronautas. Les ruego que formulen a estos dos señores cuantas preguntas tengan que hacer.

Salieron a relucir lápices y cuadernos, hubo un agitarse de manos y ásperos gritos en demanda de atención. Minford les inspeccionó rápidamente y señaló al director de Ciencia de Los Ángeles Times; durante muchos años había trabajado con él y quizá se mostrara algo más compasivo.

—Doctor Flax, ¿cuál es la situación en este momento?

Flax se relajó imperceptiblemente; podría responder a esa pregunta sin problemas.

—Como ustedes saben, se ha logrado la separación. En estos momentos la tripulación está dedicada a restablecer la presión en la cabina de vuelo para poder trabajar en un ambiente normal. El programa exige a continuación que se revise el motor nuclear en el compartimiento inferior, pues ese motor será utilizado para elevar a la Prometeo hasta su órbita definitiva.

Las manos volvieron a agitarse; Minford señaló al más cercano.

—¿Qué pasa con el cuerpo central, el último propulsor, que sigue en órbita? ¿No podría causar una inmensa destrucción si cayera a Tierra? ¿Tanta como una bomba atómica?

Todos guardaron silencio y aguardaron la respuesta. Flax respondió con lentitud, indicando los puntos principales con los dedos.

—Primero: es imposible que «caiga» algo que está en órbita, a pesar de todo lo que se haya dicho. Este último propulsor seguirá el procedimiento de los cinco anteriores, es decir, entrará en órbita descendente y aterrizará con toda suavidad, como los otros. Segundo: si algo sale mal, aunque esto es imposible, lo peor que podría ocurrir sería que el propulsor quedara destruido por combustión en la atmósfera.

—Si los percances son imposibles —dijo una voz potente—, ¿cómo llama usted al desperfecto de los motores centrales y a la falta de separación?

Flax empezaba a sudar copiosamente.

—Quizá no me expresé correctamente. Es posible que el aterrizaje escape a nuestro control, en cuyo caso el propulsor se incendiará.

—¿No puede caer sobre una ciudad o explotar?

—Imposible. Ya se han lanzado miles de cohetes, todos con propulsores descartables, y todos se han incendiado al tocar la atmósfera, sin que uno solo haya causado daños.

Un periodista estaba reclamando atención desde el principio de la entrevista. Minford no pudo seguir pasándole por alto.

—Señor Redditch —indicó.

El corresponsal del Newsweek era allí veterano y bien conocido por todos los periodistas. Sus colegas guardaron silencio, sabiendo que sus preguntas respaldarían las de todos.

—Comprendo sus argumentos, doctor Flax —dijo Redditch—, pero ¿no se refiere usted a propulsores más pequeños que éste?

—Posiblemente. De cualquier modo, éste no es tan grande.

—¿Le parece que no? —replicó el periodista, en tono de franca incredulidad—. Este tipo de propulsores es mucho más grande que los demás, y la Prometeo es a su vez mucho más grande que el propulsor. ¿Me equivoco?

—No, pero…

—Olvidemos el propulsor por el momento. ¿Qué pasaría si la Prometeo, la nave en sí, cayera sobre la Tierra? ¿No hará acaso un terrible agujero en el suelo?

—Pero la Prometeo no tiene por qué caer a tierra —replicó Flax, sintiendo que le corría el sudor por debajo de la camisa—. Ya está en órbita y muy pronto hará funcionar su motor para subir un poco más.

—¿No está ahora en lo que se denomina órbita descendente? ¿No es cierto que si el motor no funciona el satélite completo puede caer a Tierra en cuanto haga contacto con la atmósfera? ¿No es cierto que esa órbita descendente no puede durar más de dieciocho horas?

Flax no supo qué responder. ¿De dónde había sacado esas cifras? Alguien había pasado el dato: eran precisamente los cálculos de la NASA. ¿Qué diablos podía hacer contra ese tipo?

Dillwater le salvó el pellejo. Frío y sereno como siempre, carraspeó frente al micrófono y se dirigió a Redditch.

—Hoy se ha hablado mucho y sin sentido —dijo—. Se trata de especulaciones sin fundamento puestas en circulación por una minoría irresponsable. Ustedes, los caballeros de la prensa, están en una posición muy correcta: han oído esas especulaciones y quieren saber qué hay de verdad en ellas o si se trata de meros rumores sin base, incluso peligrosos, se podría decir. Ustedes no comercian con chismes, pero como representantes de una prensa libre cuyo propósito es decir la verdad…

—Bien, ¿podemos conocerla? —interrumpió Redditch, sin dejarse impresionar—. Sigue en pie mi pregunta. ¿Qué pasará si, transcurridas esas dieciséis horas, la Prometeo entra en la atmósfera?

—Nada. Porque la Prometeo no hará nada de todo eso. Mientras nosotros mantenemos esta charla los astronautas están revisando el motor de fusión, que muy pronto servirá para impulsarles. Se han presentado dificultades, pero están ya todas solucionadas. Estamos en marcha.

«Oh, criatura, espero que tengas razón», pensó Flax. «Que tengas toda la razón del mundo». Y sus dedos se deslizaron, a escondidas de los periodistas, hacia la parte posterior de la tarima, para golpear muy levemente la madera.