Las palabras del coronel Kuznekov retumbaron en el interior de los cascos y en el altavoz del compartimiento para la tripulación. El silencio fue la única respuesta, pero nadie supo qué decir. Fue Nadia quien lo rompió para retransmitir, con voz neutra y profesional, un mensaje de Control de Misión.
—Mayor Winter, Control de Misión quiere hablar con usted.
—Diles que se vayan al diablo.
—Hola, Control de Misión, aquí Prometeo. El mayor Winter no puede hablar con ustedes en este momento. Sí, en efecto, está ayudando al coronel Kuznekov, que inspecciona los desperfectos. Roger, se pondrá en contacto con ustedes en cuanto pueda.
—¿Qué querían? —preguntó Patrick.
—Más comunicaciones por radio y que conectaras una de las cámaras para que pudieran vernos para una transmisión general.
—Nada de eso. No vamos a hacer de espectáculo para los amiguitos de allá abajo precisamente ahora. Kuznekov, quédese donde está. Saldré a ver.
—Está bien, Patrick. Trae el equipo de herramientas y el soldador de oxiacetileno. Creo que ya sé cómo cortar esa biela.
—Roger. Allá voy.
Patrick sujetó el soldador y las herramientas a su espalda y se lanzó por la abertura; enseguida enganchó la grapa al asa más próxima y tiró de sus umbilicales hasta dejarlos ondulando en el espacio en toda su extensión. Sólo entonces soltó la grapa e inició la marcha a lo largo de la Prometeo, deteniéndose de cuando en cuando para comprobar que los umbilicales no se enredaran. El soldador y la voluminosa caja de herramientas carecían de todo peso en caída libre. Cuando ya había cubierto casi toda la distancia que le permitían los umbilicales, Kuznekov se estiró para cogerle de la mano y facilitarle el resto del trayecto.
—Ahí está —dijo—. Enseguida verás cuál es el problema.
Un círculo de luz se deslizó por la pulida superficie de metal hasta llegar al motor nuclear, revelando las formas angulares de los pistones que debían haber separado las dos partes de la nave. Los más próximos estaban totalmente extendidos; entre el extremo de cada uno y la base de la Prometeo se veía una brecha. Pero allí, en el lado opuesto, todo era un revoltijo de metales retorcidos y pistones a medio extender, entre la forma intacta de una gruesa biela de acero. Kuznekov mantuvo sobre ella el rayo de luz.
—Un cerrojo explosivo que no explotó —dijo—. Lamento tener que decirte que es norteamericano.
—Y esos soportes y pistones son soviéticos —replicó Patrick con voz cansada—. El punto débil es la conexión entre las dos técnicas, la relación entre un sistema y el otro. Bueno, ya estamos advertidos, aunque ahora no importa mucho que lo estemos o no. Pero… esa biela está al menos a cinco metros de aquí. Es imposible llegar hasta ella.
—¿No sería posible conseguir una vara larga y sujetar el soldador a un extremo?
—No hay nada que sirva a bordo. Tendremos que improvisar. A ver, ¿dónde hay algo lo bastante resistente? Además, tendríamos que descender el soldador aquí y acercarlo a ese extremo, pasándolo por entre todas esas tuberías del motor atómico. Si llegáramos a dañar algo sería un desastre total.
—Cierto —corroboró el coronel, mientras abría la caja de herramientas.
En el interior había herramientas especialmente diseñadas para trabajar en el vacío y en la baja temperatura del espacio, manejadas por manos entorpecidas por los guantes; cada una estaba sujeta por una grapa. Kuznekov sacó el soldador.
—Ya había pensado en todo eso que acabas de decir. La única forma de cortar esa biela es que alguien vaya a cortarla.
—Tendremos que sacar uno de los UMA.
—No hay tiempo para eso. Tú mismo lo dijiste. Pero, si me ayudas, yo me encargaré de ir a cortarla. En primer lugar veremos si el soldador funciona. A ver, el encendedor… Magnífico. Lo apago…
—Coronel Kuznekov, ¿de qué está hablando? Los umbilicales no llegan hasta allí.
—Es obvio. Así que aspiro una buena cantidad de aire, lo desconecto, hago ese trabajo y vuelvo. Puedo contener el aliento durante tres y hasta cuatro minutos. Será suficiente. Si me desmayo tendrás que reconectarme el oxígeno a tiempo.
El intercomunicador bramó con los gritos de varias voces:
—¡Deténlo!
—No puede hacer…
—¡Silencio! —gritó Patrick—. Si tienen algo que decir, hablen por turno. A ver, Nadia.
—Yo… Nada. Tú eres el comandante y la decisión es tuya Hay que cortar esa biela. —¿Coretta? ¿Ely? Hubo una pausa antes de que Ely dijera:
—Supongo que no hay nada que decir. Aquí somos simples pasajeros. Pero ¿no hay otro modo de hacerlo?
—No —dijo bruscamente Kuznekov—. Ahora empecemos a trabajar. No hay tiempo que perder.
—De acuerdo —manifestó Patrick—. El primer problema será desconectar los umbilicales del traje sin perder todo el oxígeno. Si lo desenchufamos directamente se irá en un segundo.
—Ya he pensado en eso. Creo que tengo una solución.
El coronel abrió la caja de herramientas y buscó algo. Todos aquellos adminículos guardaban muy poca semejanza con sus equivalentes terráqueos, debido a las condiciones insólitas en que se trabajaba en el espacio. No era posible sostener con facilidad una herramienta pequeña con la mano metida en un guante grueso ni manejarla en movimientos delicados. Tampoco se podía contar con el auxilio de la gravedad. Nadie piensa en la gravedad hasta que ya no está; en la Tierra es muy simple colocar un destornillador sobre la ranura de un tornillo y hacerlo girar hasta que quede fijo. En el espacio, en caída libre, las cosas cambian; cuando la gravedad ya no actúa como ancla, la tercera ley de Newton alcanza su mayor vigencia y cada acción provoca una reacción equivalente, pero de sentido opuesto. Si la barrena del taladro gira en una dirección, quien sostiene el instrumento lo hace también en la otra. Por tanto, cada una de las herramientas utilizables en el espacio estaba provista de una batería incluida; había en ellas volantes interiores que giraban en una dirección para que el instrumento pudiera girar en la otra. El operador debía mover una palanca que ponía en funcionamiento un motor a fin de realizar el ajuste.
El coronel Kuznekov cogió una llave inglesa, muy distinta a la herramienta que reemplazaba; los dos picos ajustables se movían por medio de un motor y se podían abrir o cerrar según lo que se indicara en una escala.
—¿Qué piensa hacer con eso? —preguntó Patrick.
—Ya lo verás. Ahora el soldador, ¿quieres? Creo que será mejor sujetar los tanques a mi espalda, donde no se interpongan en el camino.
Los dos tanques gemelos quedaron fijos en su sitio; Patrick pasó los tubos flexibles por encima de los hombros del coronel hasta fijarlos a la pistola llameante que éste sujetaba en la mano. Un gran gatillo abría el flujo de gas; un botón de ignición instalado sobre las baterías provocaba una gran chispa que encendía la mezcla de oxiacetileno; junto a ese botón había una palanca que graduaba la mezcla hasta reducir la llama a una fina aguja.
—Primer paso —dijo Kuznekov—. Ahora, Patrick, sujétame el soldador por un momento. Apúntalo para otro lado, por favor.
El coronel dejó de hablar para aspirar profunda y lentamente, llenando sus pulmones para introducir en la sangre la mayor cantidad posible de oxígeno. El piloto le vio asentir con una sonrisa en cuanto estuvo listo. Después, con un veloz movimiento, acercó al pecho la llave inglesa y la ajustó a los umbilicales, activando al mismo tiempo el mecanismo. Las mandíbulas se fueron cerrando más y más, oprimiendo los cables eléctricos y de intercomunicación, aplastando las paredes del tubo flexible que le suministraba el aire, hasta que se unieron por completo.
—No más aire —susurró Kuznekov, sin soltar el aliento—. Soldador.
Tomó el artefacto encendido que le ofrecía Patrick y cortó los umbilicales con una sola aplicación, dejando la llave inglesa aferrada al muñón. Enseguida apagó el soldador, agitó la mano en señal de despedida y se lanzó hacia la popa de la Prometeo aferrándose con firmeza al metal.
—¿Qué pasa?
Al oír la pregunta por los auriculares Patrick recordó que los otros no tenían idea de cuanto estaba ocurriendo.
—El coronel Kuznekov va a cortar la biela. Cerró el tubo de oxígeno con una llave inglesa para que el aire del traje no se perdiera en el espacio y cortó los umbilicales con el soldador.
En ese momento Patrick notó que no estaba pensando con claridad: el umbilical cortado giraba en el espacio como una manguera de riego, pero en vez de echar agua soltaba una lluvia de cristales helados.
—Nadia —ordenó—, cierra el suministro de aire con la válvula del tablero; está surgiendo al espacio.
—Ya está —informó ella, mientras aquella reluciente llovizna cesaba poco a poco—. ¿Y ahora qué pasa?
—Está a mitad de camino. El avance por ese laberinto de máquinas sin cordel de seguridad es lento. ¡Cuidado!.
Gritó la última advertencia sin recordar que el coronel, cortados los umbilicales, estaba fuera de contacto con todos. Kuznekov, luchando contra el tiempo, corría riesgos que nunca habría aceptado en condiciones normales, como todo astronauta experimentado. Pero estaba obligado a ello. Los últimos metros que le separaban de la biela le exigían pasar por encima de una explanada de metal liso. Hasta entonces se había movido de asa en asa, pero al llegar allí calculó la distancia y se lanzó hacia el objetivo, flotando libremente en el espacio.
Patrick veía lo que estaba oculto a sus ojos: los tanques que llevaba a la espalda coincidían exactamente con uno de los pistones extendidos y chocarían directamente contra él. Patrick no pudo sino contemplar la escena, horrorizado, mientras Kuznekov avanzaba con la mano extendida, listo para agarrarse al cerrojo que no había explotado.
Los tanques golpearon en el sitio que Patrick había previsto. Kuznekov dio un salto mortal en el espacio y perdió de vista la biela. La fuerza del impacto hizo que saliera disparado hacia atrás, con lo que sus botas chocaron contra la base de la Prometeo. En el rebote el coronel lanzó un manotazo hacia la biela, pero no logró alcanzarla. Quedó flotando a la deriva, a la altura de la intersección entre el propulsor y la estación-satélite, avanzando de cabeza hacia las profundidades del espacio y sin nada a que aferrarse.
Un astronauta con menos experiencia se habría dejado llevar por el impulso, lanzando manotazos inútiles hacia los objetos más cercanos, pero fuera de todo alcance. El coronel no cayó en ese error. Aprovechando el lento movimiento de rotación que le había imprimido el último impacto, recogió las piernas contra el pecho con suma rapidez, con lo que logró aumentar la velocidad de su giro. Así como una piedra sujeta al extremo de un hilo gira a mayor velocidad cuanto se acorta el cordel que la sostiene, así el coronel empezó a girar con más rapidez. Inmediatamente estiró el cuerpo por completo y alargó el brazo hacia uno de los soportes en ángulo.
Un torrente de afligidas preguntas inundó los oídos de Patrick. Entonces recordó que había contemplado aquel drama espacial en horrorizado silencio.
—Ya pasó, todo está bien —dijo—. El coronel ha tenido dificultades para llegar a la biela, pero está a punto de alcanzarla.
—¡Debe de estar quedándose sin aire! —exclamó Gregor, con la voz ronca por el miedo.
—Todavía no —afirmó Patrick—. Antes de desconectarse hiperventiló sus pulmones; además, aún tiene oxígeno en el traje. Lo va a conseguir.
El coronel estaba en vías de conseguirlo. Alcanzó la biela con un último empuje y la examinó por un largo instante; sólo entonces retrocedió tanto como pudo para sujetar a la base de la Prometeo una grapa que llevaba en el cinturón. Después, cautelosa, metódicamente, encendió el soldador, graduó la llama a su gusto y la aplicó al acero.
—¡Resultó! ¡Lo está cortando! —gritó Patrick, en voz tan alta que retumbó en los confines del casco y le aturdió por completo—. Es acero duro, pero comienza a ceder. Desde aquí veo que caen gotas de metal… Ya casi está… ¡Listo!
El final fue realmente dramático. La presión de los pistones hidráulicos era tan grande que la biela saltó antes de haber sido cortada por completo. Libres al fin, los brazos de metal se extendieron según había sido planeado. Las dos grandes siluetas metálicas se apartaron en silencio absoluto. El movimiento prosiguió: el cuerpo central se alejó lentamente de la Prometeo.
—¡Ya está, funcionó! —anunciaba Patrick—. Logramos la separación. Y Kuznekov está bien; está soltando el cordel de seguridad para volver hacia aquí.
Pero no dijo que el coronel daba señales de agotamiento. Los minutos habían transcurrido, uno a uno, y ya había acabado con su provisión de oxígeno. Sus movimientos eran lentos y torpes. Se lanzó hacia adelante, cogió el extremo de la biela y la empleó para acelerar el avance hacia Patrick. Pero la mano resbaló de su sitio y quedó flotando sin fuerzas. Kuznekov sacudió la cabeza como si intentara alejar la oscuridad que le amenazaba. Después, con el último resto de fuerza y de conciencia, apoyó ambos pies en la biela, aguardó hasta que su posición fuera la correcta y se impulsó con firmeza.
Flotaba junto a la boca del motor atómico, cruzando la popa de la Prometeo, en línea recta hacia Patrick. Totalmente indefenso y apenas consciente. Pero la línea no resultó tan recta. La mano pendía hacia fuera, laxa; sólo la tela del traje mantuvo el brazo en posición. Patrick se aferró al borde metálico con la mano izquierda y se alargó cuanto le permitieron los tensos umbilicales para alcanzar los dedos de Kuznekov, que ya estaban próximos.
Estaban próximos, pero no lo bastante. El piloto, jadeante por el esfuerzo, luchó contra la tensión de los umbilicales, estirándose cuanto pudo. La mano de Kuznekov, en silenciosa deriva, pasó a pocos centímetros de la suya, sin que ninguno de sus manotazos la alcanzara. Bajo la intensa luz del sol, Patrick pudo ver los ojos cerrados del coronel y su rostro arrugado, ya tranquilo y en paz.
La silueta pasó flotando a su lado, con los brazos aún extendidos como en saludo postrero, y se alejó hacia el espacio, hacia la nada.