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TTD 02,37

Todos se habían reunido en el compartimiento de la tripulación para compartir las raciones de la primera comida que tomaban desde el despegue. Nadia se había encargado de abrir los armarios y sacar alimentos, pues los otros optaron por pasar al compartimiento de los pilotos en cuanto estuvieron libres. En el alojamiento interior no había ventanillas y resultaba bastante desagradable para quienes debían estar acostados allí, sujetos a las literas. Uno a uno fueron regresando al cuarto interior, silenciosos, tan sobrecogidos por el espectáculo de la Tierra que por un momento olvidaban el aprieto en que se hallaban.

—Las fotografías no le hacen justicia —observó Coretta—. Es increíble.

Gregor farfullaba frases entusiastas ante el coronel, que asentía con la cabeza. Para él no era novedad ver la Tierra desde el espacio, pues había pasado incontables horas en órbita, pero siempre disfrutaba de esa imagen. Además, había acompañado a sus camaradas para ayudarles a soportar la ausencia de gravedad, puesto que ninguno estaba habituado. A pesar del cambio sufrido por las condiciones, todos mantenían las posiciones anteriores; al volver tomaron asiento en las literas y se ataron a ellas, desconcertados ante la postura del coronel, que flotaba tranquilamente cabeza abajo, vaciando un tubo plástico de caldo de pollo.

—Me gustan las raciones que preparan los norteamericanos para el espacio. Mucha variedad.

—Un lío sin sentido —afirmó Ely, mientras abría una lata de salmón ruso—. Gastamos una fortuna en inventar comidas espaciales, envases adecuados y otro montón de tonterías. Ustedes, en cambio, cargan las naves con alimentos envasados y conservas en lata, sencillamente. Este salmón es mucho mejor que esa porquería.

—Tal vez, tal vez —dijo el coronel, mientras chupaba el tubo con cara de satisfacción.

Patrick terminó de comer en la cabina de vuelo y regresó al otro compartimiento cuando los compañeros limpiaban ya los restos. Bajo la mirada atenta de Ely, flotó hasta una litera y se sujetó a ella.

—¿Hay noticias? —preguntó Ely.

El silencio fue total. Aquélla era la única pregunta que importaba.

—No pueden hacer nada por cambiar la situación. Lo tienen todo estudiado, pero desde la Tierra no se puede solucionar nada Vean este diagrama.

Desenrolló una lámina y la extendió ante ellos.

—Aquí, aquí y aquí. Son los cerrojos explosivos que nos unen al cuerpo central. En realidad ese nombre no es muy apropiado, pues no explotan: el gas y los residuos liberados por una explosión podrían dañar el motor nuclear. El estallido queda limitado al eslabón hueco del cerrojo, de modo que se deforman, se inflan como globos. Eso acorta la longitud del cerrojo que mueve el mecanismo de liberación, en el otro extremo. Entonces se ponen en funcionamiento estos pistones, aquí, que separan las dos estructuras. Teóricamente simple e infalible.

Ely soltó un bufido desdeñoso, ante el gesto afirmativo de los otros.

—Cuando volvamos quiero hablar con cierta gente sobre los aspectos de ingeniería de este proyecto.

—Todos pensamos igual, Ely, pero eso quedará para después. Ahora no tenemos tiempo que perder. Control de Misión dice que ya no pueden hacer nada para separarnos.

—Eso significa que corre por nuestra cuenta hacerlo —observó Nadia.

—Exactamente.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Coretta.

—Caminar por el espacio —respondió Patrick—. AEV, Actividad Extra-Vehicular. Alguien tendrá que ponerse un traje y salir a echar un vistazo para ver si eso se puede desprender o no. Espero que los umbilicales sean lo bastante largos como para llegar hasta allí.

—¿No convendría poner en funcionamiento una UMA, la Unidad de Maniobra Astronáutica? —sugirió Ely.

—Eso no figuraba en esta etapa. Todos tenemos trajes de presión con conexiones de aire. Hay dos equipos de umbilicales, aire, cables y línea telefónica que se pueden conectar a la cabina de vuelo. Teníamos que usarlos cuando estuviéramos en órbita para abrir la escotilla exterior y sacar los UMA, que permiten trabajar sin umbilicales. Nadie pensó que harían falta antes de montar el generador.

—Otro fallo de la planificación —criticó Ely.

—No lo creo. Son lo bastante grandes como para llenar este compartimiento casi por completo. En este caso no fue culpa de los planificadores.

—¿Y no podemos sacarlos ahora? —preguntó Coretta.

—Rodemos, pero nos llevaría mucho tiempo: dos o tres horas para abrir y dar presión, y tal vez otro tanto para volver a cerrar herméticamente. No tenemos tanto tiempo. Alguien tendrá que salir con los umbilicales.

—Será bueno volver a trabajar —comentó el coronel Kuznekov, impulsándose hacia los armarios más altos—. Me vestiré enseguida.

—Un momento, coronel. Todavía no hemos decidido…

—Son las circunstancias las que deciden, muchacho.

Soltó metódicamente las correas de su traje y lo separó, mientras explicaba:

—Por los informes sé que tú tienes experiencia en cuanto a paseos espaciales. Nadia, por su parte, es una experta piloto, pero nunca ha salido de la nave. ¿No es así, Nadia?

Ella asintió.

—No hay nada más que decir. Los otros han subido al espacio por primera vez. Nadia se hará cargo de los controles y tú manejarás los umbilicales, Patrick. Yo me encargaré de arreglar este lío. Eso no significa que yo quiera hacer de comandante. ¡Un viejo soldado como yo, jamás! Sólo te recuerdo que tengo más de mil horas de paseo espacial cumplidas mientras me ocupaba de mis proyectos criónicos. La única alternativa consistiría en que fueras tú y yo me quedara mirando, capitán; es tonto que el comandante corra ese riesgo si hay un viejo experto listo para hacerlo. ¿Oh-chin-ogay?.

Patrick abrió la boca para protestar, pero acabó por soltar la carcajada.

—¿Cómo es posible que no haya llegado a general, Kuznekov?

—Me lo ofrecieron, pero lo rechacé. Es trabajo burocrático de alto rango; no es para mí. ¿Vamos?

—De acuerdo.

Con la ayuda de tantas manos, la operación de vestirse fue mucho más rápida que de costumbre. Los largos fideos de los umbilicales salieron de los armarios para ir a la cabina de vuelo.

—Cerraremos herméticamente la escotilla que comunica este compartimiento con la cabina de vuelo para que ustedes sigan teniendo presión —dijo Patrick.

—¿Serviría de algo que nos vistiéramos? —preguntó Ely.

—No, lo siento. Ya estamos bastante apretados así. Nadia se hará cargo de los controles y se comunicará con ustedes por el intercomunicador. Ahí vamos.

—Buena suerte, Patrick —expresó Coretta—. Y también para usted, coronel.

En un súbito impulso se lanzó hacia Kuznekov hasta casi tocarle la cabeza con la suya y le besó la frente.

—¡Fantástico! —dijo el coronel—. No hay guerrero que haya salido a la batalla con mejor despedida.

Pero ya en la cabina de vuelo se impuso la seriedad. Una vez cerrada la escotilla, todos se colocaron el casco y lo aseguraron en su lugar. Nadia quedó conectada al suministro de aire contiguo al asiento del piloto. Los umbilicales de Patrick y del coronel, cada uno fijo al traje correspondiente, recibían el aire del equipo cercano a la puerta.

—¿Listo? —preguntó Patrick.

Oh-chin-ogay.

Avanzó con lentitud, con los torpes movimientos que el traje le permitía, e hizo girar la válvula instalada en el centro de la puerta de salida. Al abrirse, el pequeño artefacto dejó escapar la atmósfera de la cabina con un fuerte siseo.

—La presión ya ha bajado bastante —indicó Nadia.

—Roger. Abre la puerta.

Una vez eliminada la mayor parte del aire que llenaba la cabina era posible abrir fácilmente la puerta, sin luchar contra la presión interior. Giró silenciosamente sobre sí, dejando escapar el resto de la presión atmosférica; hubo una especie de neblina que se desvaneció en pocos momentos, a medida que los restos de aire se esparcían en el vacío. La abertura enmarcaba un negro absoluto en donde centelleaban sin pausa las estrellas de la infinita noche estelar. El coronel salió de cabeza por allí.

—Hay asas a lo largo de la nave —indicó Patrick.

—No te preocupes. Es como si me hubiera pasado la vida haciendo esto.

El coronel era, por cierto, un astronauta experimentado en paseos espaciales; su maciza y entorpecida silueta se movía con la ligereza de una pluma. Patrick fue soltando el umbilical a medida que él se alejaba, tocando apenas las asas para avanzar con rapidez.

—Queda poco —dijo el piloto, observando el trozo restante.

—Bastará con un metro más. Suelta todo lo que tengas. Eso es.

El coronel había sujetado el cordón de seguridad a la última de las asas y se lanzaba hacia fuera. Los umbilicales estaban ya muy tensos y apretados contra el borde de la escotilla. El coronel se alejaba más y más. Al fin tocó la popa de la Prometeo. Más allá estaba el gran bulto oscuro del cuerpo central, aún sujeto a la nave.

—¿Qué ve? —preguntó Patrick.

—Poca cosa. Aquí adentro está muy oscuro. Deja que saque mi linterna.

Cogió la linterna y la enfocó hacia la punta. El círculo de luz se deslizó sobre el extremo del cuerpo central, con el rayo en sí invisible en el vacío; finalmente desapareció.

—¡Ajá!

—¿Qué pasa?

—Aquí está el culpable. Es una de las bielas, que se ha torcido un poco, pero se mantiene. Todos los émbolos de alrededor están listos para separar; el problema consiste en que cuanto más pugnan, más se hunde la biela. Sin embargo, esto no es difícil de solucionar, según creo.

—¿Cómo?

—Unos golpecitos con el soldador de acetileno cortarán esa biela en dos segundos. Entonces el resto del mecanismo podrá funcionar como es debido y desprender este peso. Pero hay un pequeño problema.

Todos aguardaban en silencio. Tanto los astronautas como los tres pasajeros encerrados en el compartimiento interior habían oído todo por el intercomunicador; se oía incluso la respiración de los que estaban en los trajes de presión.

—¿Qué problema?

—No sé cómo llegaremos a esa biela. Está al otro lado y los umbilicales no alcanzan hasta allí.