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TTD 02,19

Washington, la capital, en una mañana bochornosa y a la hora de mayor tránsito. La escolta de motociclistas abría camino trabajosamente al «Cadillac», pero de todos modos avanzaba a paso de tortuga entre los otros vehículos. Venían desde Maclean, Virginia. Cuando hubieron franqueado el Chain Bridge se les unió otra escolta policial que lo condujeron a contradirección por el parque, asustando a fuerza de sirenas a los pocos automovilistas que salían de la ciudad.

El general Bannerman, derrumbado en el asiento trasero del «Cadillac», sentía un odio intenso hacia el mundo entero. Ese capitán de mierda había ido a llamar a su puerta cuando hacía apenas una hora que estaba acostado; ni siquiera había cerrado los ojos. Los de la escolta, seguramente, no tenían idea de quién iba en el coche, ni por qué les habían hecho acudir tan temprano a ese barrio. Pero el capitán lo sabía muy bien. Tras conseguir la dirección de Bannerman por medio de su ayudante, salió como una bala en ese coche para despertarle; hasta había visto la cabeza de la rubia que compartía el lecho con el general, antes de que éste le mandara al diablo y le ordenara esperar fuera. La escolta les esperaba en la esquina.

Bannerman se frotó la prominente mandíbula, allí donde se había cortado al afeitarse con demasiada prisa, y se preguntó si aún sangraría mucho.

—Usted no está en mi personal, ¿verdad, capitán? —preguntó al conductor.

—No, señor. Soy del G2, especialmente asignado a la Casa Blanca.

Bannerman gruñó. Después bostezó profundamente. El capitán dijo:

—Si está cansado, señor, tengo aquí un poco de bencedrina En el bar.

—¿Quién le dijo que estoy cansado?

—Estuvo en la fiesta hasta después de las cuatro, señor.

Bueno, bueno, de modo que le vigilaban. Siempre lo había sospechado, pero culpaba de ello a la paranoia generalizada de Washington. Sacó del bar un vaso de cristal, lo llenó de agua y tragó una de las píldoras que había en el frasquito verde. Cuando iba a guardar el vaso titubeó y optó por servirse dos dedos de whisky.

—Usted está muy al tanto de lo que hago, capitán. ¿Le parece prudente?

—No sé si es prudente, señor, pero son mis órdenes. Es el Servicio Secreto el que verifica todos sus actos, para su propia protección, claro está: yo actúo como enlace.

Por un momento volvió la cabeza para mirar al general, pero tuvo el buen tino de no sonreír ni guiñar el ojo. En cambio agregó, muy serio:

—Usted es dueño de su vida, general, pero debemos saber dónde está para protegerle. De todos modos, somos muy discretos.

—Ojalá. ¿No sabe a qué se debe esta reunión?

—No, señor. Me dieron su dirección y me ordenaron llevarle a la Casa Blanca lo antes posible.

Bannerman asintió, con la mirada perdida entre los edificios que desfilaban ante la ventanilla. Volvió a bostezar y terminó su whisky. Estaba acostumbrado a no dormir, pues estaba al mando de una división de caballería armada, cosa que le había dado abundante experiencia. Tenía sesenta y un años, pero representaba diez menos; además, tenía la resistencia de un hombre de cuarenta. Al menos eso le había dicho Beryl hacía poco más de una hora, y ella tenía una buena base para juzgar. La idea le hizo sonreír. Pero ¿qué diablos querría Bandin a esa hora de la mañana? Seguro que había problemas con los árabes: siempre era culpa de los árabes. Desde que le habían nombrado miembro del Estado Mayor Conjunto casi todas las reuniones versaban sobre el petróleo y los árabes.

El coche se detuvo ante la discreta entrada trasera de la Casa Blanca. Bannerman bajó del coche y recibió el saludo de los dos guardias apostados allí. Allí estaba ese alcahuete de Charley Dragoni, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro como si tuviera ganas de orinar.

—Es el último, general Bannerman —dijo, señalando el ascensor—. Los demás ya están esperando.

—Mejor para ellos, Charley. ¿Para qué nos han reunido?

—Por el ascensor, general, por favor.

Una de las tuyas, pensó Bannerman. Al cadetito de Bandin se le estaban subiendo los humos. Mientras el ascensor subía, el viejo general meditaba alegremente sobre el modo de deshacerse definitivamente de Dragoni.

Un guardia de la Marina abrió la puerta grande. El general hundió el vientre, sacó pecho y entrechocó los talones con tanta fuerza que las espuelas resonaron: sabía que con eso molestaba a esa gente, y por eso lo hacía. Bandin presidía la gran mesa de caoba, con Schlochter a un lado. Cosa extraña: la única persona presente era Simón Dillwater. Qué interesante. El secretario de Estado, Dillwater, que era el principal de la NASA, y él mismo. ¿Qué tenían en común? La respuesta era obvia.

—¿Hay problemas con la Prometeo, señor presidente? —preguntó.

La mejor defensa es un buen ataque.

—Por el amor de Dios, Bannerman, ¿no tiene radio? ¿Para qué piensa que estamos aquí?

Bannerman apartó la silla y se sentó lentamente.

—Trabajé hasta muy tarde con mi personal; después de retirarme he dormido profundamente.

Nadie, ni siquiera Dragoni, reveló el más ligero cambio de expresión. A lo mejor ese capitán estaba en lo cierto y el Servicio Secreto sabía mantener el pico cerrado.

—Explíqueselo, Dillwater; en términos bien simples, si no le molesta.

—Por supuesto, señor. La Prometeo está pasando por serias dificultades. La primera etapa resultó perfecta; los propulsores se desprendieron y han aterrizado según estaba planeado, pero el cuerpo central no funciona ni se desprende por completo.

—¿Sigue adherido? —preguntó Bannerman, instantáneamente alerta.

—Parcialmente.

—¿A qué altura están?

—Aproximadamente a ciento veinticinco kilómetros en el perigeo.

—¡Qué mierda de órbita!

—El calificativo es apropiado.

—¿Qué medidas se han tomado?

—Aún están intentando separarse. Si lo consiguen, la Prometeo podrá subir hasta una órbita apropiada gracias al motor atómico.

—Bueno, háganlo pronto. Esa órbita debe ser decreciente. ¿En cuánto tiempo puede estallar?

—Nuestro último cálculo era de treinta y tres horas.

Bannerman tamborileó con los dedos la mesa, mientras pensaba a toda velocidad.

—Si eso estalla se perderán dos mil millones de dólares y tal vez todo el proyecto.

—Yo pensaba en las seis personas que están a bordo —repuso fríamente Dillwater.

—¿De veras, Simón?

El general hizo una pausa. Enseguida agregó:

—Tiene que poner eso en una órbita estable. Cuanto antes.

—Tiene toda la razón del mundo —intervino Bandin—. Escuche la voz del sentido común, Dillwater. Hay que pensar en el prestigio del país. Es necesario tener en cuenta a todo el proyecto Prometeo, a esos malditos rusos y a la ONU, que por esta vez están de nuestra parte; además, están las próximas elecciones y otro montón de cosas. Nos preocuparemos por los tripulantes si llega el momento y si no hay más remedio. Mientras tanto hay otras cosas de qué ocuparse. Schlochter le contará lo que dijo Polyarni mientras Dragoni consigue los últimos informes. Es de absoluta prioridad que ese artefacto ascienda antes de que estalle. Es lo único que importa. Lo único, ¿entendido?

Dragoni, que estaba discretamente sentado ante una mesita instalada junto a la puerta, alargó la mano ante el teléfono para pedir los informes requeridos por el presidente, pero el aparato sonó antes de que pudiera tocarlo. Levantó el auricular, recibió el mensaje y volvió a colgar. Enseguida se levantó sin hacer ruido y permaneció junto a Bandin hasta que éste reparó en su presencia.

—¿Qué pasa? ¿Alguna novedad?

—Aún no he llamado, señor presidente. He recibido una llamada urgente de su secretario de Prensa; dice que un diario de Nueva York acaba de publicar cierto artículo sobre la Prometeo.

—¿Y qué saben en Nueva York que no sepamos en Washington?

—No lo dijo, señor, pero hay un informativo especial de I; NBC dentro de tres minutos. Me aconsejó que lo viéramos.

—Vuelva a llamarle y averigüe qué significa todo esto.

Bannerman observó con calma.

—Tal vez convenga encender también la televisión. Es posible que nos informemos más a fondo.

—Sí, supongo que sí. Vamos a mi despacho.

Todos cruzaron por la puerta intermedia. Bandin se deje caer en su silla, tras la enorme mesa, y apretó un botón. Se deslizó entonces una pared de madera sobre el cual colgaba un retrato de George Washington y quedó al descubierto una pantalla de setenta y dos pulgadas. El presidente la encendió con otro botón.

Dos pastillas de jabón que bailaban al compás de un estudio de Chopin se sumergieron finalmente en un fregadero lleno de agua. Esa escena desapareció de inmediato para dar paso a una imagen de Vance Cortwright en tamaño natural. Ya no lucía la sonrisa familiar que le había hecho familiar a millones de personas, sino el ceño fruncido, igualmente popular, utilizado para indicar que las noticias eran graves. Depositó ante sí un montón de papeles y dijo hacia la cámara, en tono muy solemne:

—Buenos días, señoras y señores. Muchos de ustedes habrán permanecido levantados anoche hasta tarde para presenciar el espectacular lanzamiento de la Prometeo seguramente se acostaron con la reconfortante seguridad de que esta nave, la mayor de todas las construidas, había iniciado satisfactoriamente el vuelo. Quienes hayan leído las ediciones matutinas de los periódicos tienen idéntica impresión. Pero la radio y la televisión acaban de informar sobre ciertos acontecimientos que alteraron dramáticamente la situación. Se han presentado algunas dificultades al poner en marcha el cuerpo central, el propulsor final encargado de elevar a la Prometeo hacia la órbita más alta. En este momento están a una altura aproximada de…

Se detuvo para consultar sus notas y agregó:

—… ciento veintinueve kilómetros de la superficie terrestre; tanto la nave como el propulsor describen una órbita completa cada ochenta y ocho minutos.

Su imagen desapareció para ser reemplazada por un dibujo animado que mostraba a la Prometeo y al cuerpo central, aún adherido, en órbita alrededor de la Tierra.

—Acompañamos de corazón a estos seis valientes astronautas, que están literalmente atrapados en órbita. Mientras no se halle el modo de hacer funcionar el propulsor la Prometeo no podrá elevarse hasta la altura correcta, donde ha de comenzar el ambicioso proyecto de proporcionar energía solar a un mundo agotado. No sólo les es imposible subir más, sino que tampoco pueden volver a la Tierra en la Prometeo, creada exclusivamente para permanecer en órbita eterna: la nave no posee motores adecuados, energía ni combustible para realizar esa función. Está prisionera en el espacio, al igual que sus seis tripulantes. En este momento es imposible determinar cuál será su destino.

Cortwright reapareció en la pantalla. Junto a él se veía a un hombrecillo que vestía un traje vulgar. La encargada de maquillaje le había peinado cuidadosamente hacia atrás el pelo largo, pero evidentemente no era ésa su condición habitual, pues, a impulsos de sus nerviosos movimientos, un largo mechón se desprendió del rostro y quedó colgando frente a un ojo. Cortwright se dirigió a él.

—Me acompaña en el estudio el doctor Cooper, director de Ciencia del Gazette-Times. Aquí tengo un ejemplar de la edición matinal de su periódico, doctor Cooper. El artículo principal es alarmante, más que sorprendente. Me permitiré leer sólo el titular. Dice, en letras muy grandes: bomba en el cielo.

Vance Cortwright sostuvo el periódico frente a la cámara para mostrar aquel alarido en rojo que cubría media página.

—Son palabras enérgicas, doctor Cooper, y también el artículo que sigue. En su opinión, ¿son ciertas?

—Naturalmente, así es, los hechos…

—¿Podría usted explicarnos cuáles son los hechos que han inspirado esta edición extra de su periódico?

—¡Es obvio! ¡Allá en el cielo! —exclamó Cooper, agitando una mano por encima de la cabeza: enseguida la bajó y empezó a mordisquearse los dedos, para dejarla caer finalmente sobre el regazo—. Allá está la Prometeo, pasando sobre nosotros una vez cada hora y media. No sólo la nave en sí, sino también el propulsor adherido que no funciona. En este momento la Prometeo pesa algo más de dos millones de kilos; en cuanto al peso del propulsor será necesario calcularlo, pero dado que contiene aún gran cantidad de combustible, además de su propia masa, le asigno unos quinientos mil kilos. Es decir, allá arriba tenemos tres mil toneladas de metal y combustible explosivo. Si cayera…

—Un momento, por favor.

Cortwright levantó la mano. Cooper se interrumpió, tartamudeando, y no tardó en asestar un rápido mordisco a una uña.

—Si mal no recuerdo —prosiguió el locutor—, los científicos espaciales vienen repitiendo desde hace años que hace falta energía para efectuar cambios en el espacio. Se requirió mucha energía para poner a la Prometeo en órbita y hará falta mucha para hacerla descender. Supongo, por tanto, que permanecerá en órbita mientras no se la arranque de allí.

—Sí, sí, por supuesto —exclamó Cooper, que vibraba en la silla con la intensidad de sus sentimientos—. Así sería si la órbita estuviera más allá de la atmósfera, pero la Prometeo no ha llegado allí; a esa altura aún hay restos de aire. Ese aire irá frenando lentamente su marcha. Eso es lo que se denomina «órbita descendente».

—Cómo me gustaría matar a ese melenudo hijo de puta —murmuró Bandín.

—Como todo el mundo sabe, en el caso de un satélite la altura equivale a la velocidad. Cuanto más velocidad lleva, más sube, al igual que una piedra atada al extremo de un hilo. El hilo representa la fuerza de gravedad; la velocidad es lo que mantiene la órbita. Si la Prometeo pierde velocidad irá descendiendo y a medida que descienda se encontrará con aire cada vez más denso, debido a lo cual seguirá perdiendo velocidad. Al fin acabará por abandonar la órbita para caer a la Tierra.

—En ese caso se incendiará debido a la fricción de la atmósfera, como ha ocurrido con otros satélites y propulsores que cayeron —observó Cortwright, sereno.

—¿Está seguro?

Cooper se levantó de un salto, tan bruscamente que su cabeza desapareció por un momento, hasta que el cámara logró enfocarle otra vez.

—Los propulsores más pequeños, sí; arden como meteoritos. Pero la Tierra ha recibido el choque de muchos meteoritos, algunos de los cuales están en los museos. El Cráter del Meteoro, en Arizona, muestra el sitio donde un enorme objeto atravesó nuestra atmósfera y cavó ese hoyo inmenso en el suelo. En 1908 el meteoro Tanguska barrió un bosque entero en Rusia y mató…

—Pero la Prometeo, doctor Cooper, no es tan grande.

—¡Es bastante grande! Tiene el tamaño de un bombardero. Lo bastante como para caer sin desintegrarse a través de la atmósfera. ¿Se da cuenta de lo que pasaría si un bombardero cayera del cielo en un solo bloque y se estrellara contra esta ciudad?

—No parece muy probable.

—¿No?

La cámara volvió a correr tras Cooper, que se había vuelto hacia un gran globo terráqueo.

—Fíjese en el trayecto que sigue esa bomba estelar. En este momento pasa sobre nosotros, cruzando los Estados Unidos, Nueva York, el océano, y va bajando poco a poco hacia Londres, París, Berlín y Moscú. Va describiendo una trayectoria así.

Y con un marcador rojo trazó velozmente una línea entre todas esas ciudades.

—Es una bomba con toda la energía explosiva de la que arrasó Hiroshima. Si cayera sobre una de estas ciudades, ¿qué pasaría? ¿Qué opina usted?

En el despacho presidencial reinó un silencio absoluto. Al fin lo rompieron las suaves palabras del general Bannerman:

—Ahora sí que todo el mundo está enterado.