—Me parece mejor que nos acostemos en las literas y nos atemos —dijo Patrick—. Ya sé que será aburrido, pero quizá la espera acabe dentro de diez minutos.
—¿Cuántas veces lo has dicho ya? —observó Ely.
—Demasiadas. Vamos, Ely, correas y hebillas.
Las cuatro literas de aceleración estaban dispuestas de dos en dos en el suelo del compartimiento para la tripulación. Cada una había sido diseñada y construida para albergar a uno de los astronautas, otorgándole la mayor seguridad y protección posibles durante la aceleración. Ely tomó asiento en el borde de la suya, con un pequeño libro entre los dedos. Patrick permaneció de pie, en silencio. Al fin el físico lanzó un dramático suspiro y levantó las piernas para que el otro le ayudara a colocar las correas.
La litera de Coretta estaba próxima a la suya, frente a un panel de instrumentos. Ella ya se había sujetado y estaba estudiando los indicadores, cuya información era el duplicado de los datos biosensores que revisaba constantemente Control de Misión. Cada uno de los astronautas estaba conectado a un circuito que suministraba datos vitales, tales como la presión sanguínea, el pulso, la respiración, la temperatura del cuerpo y todos los aspectos biológicos que debían ser verificados sin cesar, a fin de que los astronautas pudieran mantenerse vivos en el espacio.
Una vez asegurado el cuarto compañero en el compartimiento interior, Patrick pasó por la escotilla de la pared. Naturalmente, los términos «pared», «techo» y «suelo» sólo tenían sentido mientras permanecieran en la Tierra. Una vez en órbita, ya carentes de peso, las cosas cambiarían. Las paredes y el techo de ese compartimiento estaban cubiertos de instrumentos y armarios para alimentos y equipo, algunos de los cuales no ofrecían por el momento acceso posible, pero que no presentarían el menor inconveniente cuando pudieran flotar en cualquier dirección.
La Prometeo en sí, la única parte de esa inmensa nave que entraría en órbita, estaba dividida en cuatro secciones. En el vértice estaba la carga útil: mil trescientas toneladas de generador, reflector y transmisor, la causa de todo lo demás. El otro extremo, a sesenta metros de allí, albergaba el motor nuclear, con su reserva de combustible U-235, la máquina que los elevaría hasta la órbita final. Encima del motor estaba el escudo biológico, la barricada de veinticinco toneladas que protegía a la tripulación de la radiación, una vez que el motor se ponía en funcionamiento. Más allá, a modo de barrera contra la radiación, había una inmensa cantidad de hidrógeno líquido destinado a la máquina, contenido en un tanque cuya longitud superaba los treinta metros.
Emparedado entre la carga útil del frente y el tanque de hidrógeno de la parte posterior se encontraba el módulo de la tripulación, la rodaja más fina en la gran longitud de la nave. Se dividía asimétricamente en dos compartimientos. El interior era el de mayor tamaño y ocupaba las dos terceras partes del lugar. Era el alojamiento de los tripulantes, donde estaban instaladas las literas de los cuatros miembros que no pilotaban la nave; allí se guardaban también los alimentos y el equipo adicional. Una pared interior, provista de una escotilla sellada, lo separaba de la sala de vuelo. En ésta se encontraban las literas de los dos pilotos, todos los instrumentos de vuelo, las ventanillas, los periscopios y las conexiones de televisión que les permitían observar el exterior y guiar el poderoso vehículo. Pero ahora estaban cegados, pues las cámaras permanecían tapadas por la cubierta que las protegería, así como a la carga útil, de la fricción atmosférica provocada por el despegue. Nadia estaba ya en su puesto de copiloto y hablaba con Control de Misión.
—Acaba de entrar, Flax —dijo—. Hablará con usted en cuanto tome la conexión.
—¿Alguna novedad? —le preguntó Patrick mientras se dejaba caer en la litera y tomaba los auriculares.
—No. El presidente no podrá hablar contigo.
—¿Y Polyarni?
—Igual respuesta. Control de Lanzamiento se puso en contacto conmigo, pero estaba conferenciando con tu presidente.
—No quieren pasar a la historia por haber retrasado este vuelo.
Enseguida accionó el interruptor de la radio y preguntó:
—¿Estás ahí, Flax?
—Roger. En cuanto a tu conversación con el presidente, hablé con el primer ayudante, pero él está al teléfono con el premier Polyarni y no puede hablar contigo ahora. Lo hará en cuanto le sea posible.
—Dime, Flax, ¿esta conversación queda grabada?
—Por supuesto.
—En ese caso hablaré para la grabación.
—La demora ha sido larga, Patrick, y debes estar cansado.
¿Por qué no…?.
—No. Para la grabación.
—Hablé con los médicos de aquí, Patrick. Tu pulso y tu ritmo cardíaco revelan una intensa conmoción. Sugieren que trates de descansar, de dormir, si te es posible; tu copiloto se hará cargo.
—Acaba con eso, ¿quieres, Flax? Soy el comandante, y lo que yo diga tiene cierta importancia. Tal vez ahora no, pero sí más adelante, para la grabación.
—Claro que sí, Patrick. Yo quería.
—Ya sé lo que querías. Lo que yo quiero es dejar constancia de ciertos hechos. Llevamos ya casi dos horas en lo que se denomina período de riesgo, según el plan de vuelo que tienes delante…
—Es sólo un cálculo estimado.
—Cierra el pico. No estoy discutiendo, sino estableciendo un hecho. Todos los datos indican que, según avanza este período de riesgo, la condición de la nave se deteriora en forma tal que la misión debería ser cancelada. Los cálculos anteriores daban por cancelada la misión tras media hora de iniciado el período de riesgo. Como comandante de esta misión pregunto por qué no se hizo así.
—Aún se están discutiendo las decisiones entre las distintas autoridades.
—No es eso lo que pregunté. Quiero saber por qué no se ha adoptado el procedimiento recomendado y por qué la misión sigue en marcha a pesar de la decisión primitiva de suspenderla al llegar a este punto.
—La observación posterior indica que los cálculos originales eran tal vez demasiado pesimistas.
—Dame esos resultados, ¿quieres?
Hubo un murmullo de voces en el otro extremo de la línea, después volvió a oírse la voz de Flax, con evidente alivio.
—Control de Lanzamiento quiere entrar en comunicación con vosotros. La demora ha terminado. Continúa la cuenta atrás desde cero menos doce minutos.
Patrick abrió la boca para protestar, pero la cerró, optando en cambio por cerrar el micrófono.
—Todavía podemos hacer suspender la misión —dijo, volviéndose hacia Nadia—. Yo puedo hacerlo en mi condición de piloto, pero mi decisión pesaría más si tú estuvieras de acuerdo.
—Lo sé —dijo ella, muy serena—. ¿Es eso lo que tú quieres?
—No estoy seguro. Sólo estoy seguro de que si despegamos nos meteremos en problemas, posiblemente en problemas muy grandes. Pero si suspendemos…
—… todo el proyecto Prometeo puede quedar en la nada. ¿No es eso lo que estás pensando?
—Algo así. Costó demasiado dinero, y la gente empieza a quejarse, cada vez son más numerosos los que se oponen al proyecto. De cualquier modo, este problema no existe en tu país.
—Existe, pero no de la misma manera. El Politbureau es el Politbureau. Una de estas noches se reunirá y a la mañana siguiente Polyarni será ministro de Estado de Cría Porcina; en el mismo instante Prometeo estará acabado. Bien, ¿qué hacemos?
—Si despegamos ahora arriesgaremos la vida.
—Ya la arriesgamos al unirnos al proyecto. Creo que ¿cómo lo decís vosotros?… que la cosa vale la pena.
Patrick la miró en silencio por un largo instante, asintiendo con expresión sombría. Al fin dijo:
—Siempre he pensado que esto valía la pena, pero se trata de algo diferente. Si despegamos ahora estamos arriesgándolo todo.
—Y si no despegamos, también.
—Adelante, Prometeo —dijo la voz de Kletenik a su oído—. A cero menos nueve minutos. ¿Cuál es el nivel de PDA?.
Patrick escrutaba los ojos de Nadia, en busca de una respuesta a su pregunta. Pero ya estaba contestada: ella quería seguir adelante. ¿Y quién era él para no estar de acuerdo? Sus superiores, los cerebros del Gobierno, querían proseguir. Él podía oponerse a ese criterio y suspenderlo todo. Eso equivaldría a arruinar su carrera y tal vez a abortar todo el proyecto. Era demasiada responsabilidad para tomarla sobre sus hombros. Conectó el micrófono.
—Nivel de pda en verde. ¿Cuáles son los datos de combustible?
Flax, tumbado en su silla como una bolsa de patatas, chorreaba sudor, ya no podía deslizarse más hacia adelante sin caer. Pero toda su tensión desapareció de sus miembros al oír las palabras de Patrick. La misión estaba en marcha. Aún había peligro, pero los ordenadores y los programas podían enfrentarse a los riesgos. Él se encargaría de todo. El programa proporcionaría las respuestas y los pilotos accionarían las llaves, pero la misión era suya, de Flax, desde el momento en que la nave despegaba. Que ellos se encargaran de la caminata espacial, de la radiación, de los desfiles triunfales, en buena hora. Pero nadie podía ocupar su sitio en Control de Misión, la araña en el centro de todos los hilos, el contacto entre hombre y máquina, gracias al cual todo seguía funcionando. Una pieza debilitada había provocado la demora, un fragmento de maquinaria, y él la había compuesto. Otra pieza, una rueda humana, se había rebelado, pero también había vuelto al orden. Cinco minutos más y…
—Detener en cero menos cinco —dijo una voz en Control de Lanzamiento—. Tengo luz roja en propulsión sustentadora. Es la presión del amortiguador de pogo a oxígeno líquido.
—Y parece, señoras y señores, que tenemos una nueva demora a cinco minutos exactos del lanzamiento; puedo asegurar que en esta oportunidad la tensión es general. Aquí en Control de Tierra la ansiedad es tan intensa que casi se la puede respirar. Pasamos a la unidad móvil de Bill White, que está entre la multitud colocada en el palco, a fin de saber cuáles son las reacciones en ese lugar. Adelante, Bill.
En los millones de televisores encendidos en todo el mundo la escena cambió bruscamente. El febril orden de Control de Tierra se convirtió en el palco de observación, situado a siete kilómetros del punto de lanzamiento. Desde allí la Prometeo parecía un juguete recortado contra el horizonte; era imposible hacerse una idea de su verdadero tamaño. Y, sin embargo, la distancia había sido objeto de muchas discusiones, pues en caso de explosión la plataforma de los espectadores resultaría dañada; pero si se aumentaba la distancia, la nave seria casi invisible y no tendría sentido instalar esa plataforma. Al fin se llegó a un acuerdo: se pondrían palcos de tamaño reducido para las celebridades de segundo orden; si alguna explosión se llevaba a unos cuantos periodistas y a algún general retirado, el horror colectivo haría que pasasen desapercibidos. Claro que esa decisión había sido analizada y discutida sólo entre las autoridades máximas. Muchos caballeros de edad se sintieron agradablemente sorprendidos al descubrirse en las listas de invitados.
Hacia el fondo, entre los espectadores y la nave distante, se veía el arrugado y familiar rostro de Bill White. Mientras hablaba, la imagen de la Prometeo quedó cubierta por una imagen superpuesta de la misma nave, tomada por telescopio.
—Aquí, en la plataforma de observación, la expectación es tan intensa como en Control de Tierra y Control de Misión, tal como ustedes podrán imaginar. Lo mismo debe ocurrir en todos los rincones de la Tierra, puesto que el mundo entero está observando el desarrollo de este increíble acontecimiento. Aquí, en Baikonur, estamos ya en el atardecer; hay dos horas de retraso con respecto al horario fijado para el despegue. Ahora, a pocos segundos de ese momento, se produce una nueva demora. No es difícil imaginar cómo han de sentirse los astronautas, hombres y mujeres, en el interior de esa gigantesca nave. A pesar del entrenamiento profesional recibido, la situación debe ser insoportable. No creo que nadie deseara estar en su lugar. Se están portando magníficamente y el mundo entero admira su coraje. Ahora Harry Saunders, en Control de Tierra. ¿Se ha producido algún cambio, Harry?
—La situación es exactamente la misma, tanto aquí como en la Prometeo, cuya imagen pueden ustedes ver en las pantallas.
En ese momento la imagen cambió; la Prometeo llenó la pantalla: en primer término, la cabina de vuelo; después la cámara se volvió hacia los grandes propulsores y los escapes humeantes. Harry Saunders repasó sus anotaciones en cuanto la cámara dejó de enfocarle. Las demoras habían sido tan prolongadas que se estaba quedando sin cosas para decir y sin gente para entrevistar. Ojalá esa bendita nave despegara o estallara de una vez. Empezaba a quedarse afónico. Mientras rebuscaba frenéticamente entre las notas garabateadas, su voz describió, tranquila, aquel Leviatán del espacio. Ah, sí, la descripción en detalle; hacía rato que no la utilizaba. Ahí estaban las cifras exactas.
—Aún nos cuesta comprender el verdadero tamaño de la Prometeo. Sólo podemos captarlo en parte cuando decimos que su altura es la de un edificio de cuarenta pisos y su peso el de un acorazado. Pero ni siquiera así logramos hacernos una idea de su complejidad, pues en realidad se trata de siete máquinas en una. Este programa se transmite tanto por radio como por televisión, y ustedes, los afortunados televidentes, han de comprender que para un habitante de alguna aldea asiática, por ejemplo, es imposible imaginar esta nave, dado que en toda su vida sólo ha visto unas pocas sencillas máquinas. Tal vez la manera más fácil de comprender su construcción sea la siguiente: si extendemos los dedos en toda su longitud y los unimos después en un círculo, se pueden comparar los dedos a los propulsores, cada uno de los cuales es un cohete totalmente individual, con su propio combustible, sus motores, etcétera. Ahora bien, si tomamos un bolígrafo y lo colocamos de punta entre los dedos, con el capuchón hacia arriba, tendremos una idea del esquema al que obedece la Prometeo. Los dedos y el bolígrafo, que sería el cuerpo central, son la misma cosa: un cohete espacial completo. El capuchón sería la carga útil, es decir, la Prometeo: la parte de la nave que entraría en órbita en torno a la Tierra, para permanecer eternamente allí.
»En el momento del despegue se encienden todos los propulsores, así como el cuerpo central. El combustible que los impele es el más poderoso del mundo; consiste en una mezcla de oxígeno e hidrógeno, que será consumida a razón de cincuenta y tres mil litros por segundo. Pero esta compleja máquina no se limitará a quemar combustible en esa asombrosa cantidad, sino que además transferirá el combustible de los propulsores exteriores hacia el cuerpo central; éste se irá llenando con la misma rapidez con que queme su propio combustible, de modo tal que, cuando los propulsores hayan agotado su carga y se desprendan, el cuerpo central estará lleno. Una vez desaparecidos los propulsores, el cuerpo central se pondrá en funcionamiento, a fin de impulsar a la Prometeo hacia la órbita inferior, para desprenderse también, ya cumplida su misión. En ese instante la Prometeo encenderá su propio motor nuclear, a fin de subir más y más hasta la órbita definitiva. Es complejo, sí, pero muy inteligente, pues los propulsores Lenin-5 llevan cumplidas muchas misiones con buen resultado, y transportan al espacio cargas útiles cada vez mayores. Además… Un momento. ¡Sí, el reloj que indica la cuenta atrás se mueve otra vez! La demora ha terminado. Es de esperar que sea la última. Volvemos a Control de Tierra…
—Dos minutos —dijo Patrick—. Esto es cosa hecha. A partir de ahora la cuenta atrás es automática e irreversible. Ya no pueden detenernos.
Y agregó, volviéndose hacia el intercomunicador de la nave:
—Compartimiento de la tripulación, ¿están ustedes listos?
—En posición —respondió Coretta—. No hay alteraciones, los biomonitores funcionan bien y todos los datos están dentro de los parámetros esperados.
—Lo cual significa que nadie ha muerto aún de miedo ni de aburrimiento —comentó Patrick—. Roger. Pueden escucharlo todo, pero por mi parte no tendré tiempo de volver a hablar con ustedes hasta que se hayan desprendido los propulsores. Todo listo, tripulación. ¡Estamos en marcha!
—Un minuto, quince segundos y contando.
El ordenador estaba ya a cargo de toda la operación; era él quien suministraba instrucciones a hombres y a maquinarias, abría o cerraba los circuitos… y contaba hacia el cero, hacia el despegue.
—Menos once segundos y contando.
—Menos diez.
—Menos nueve.
Un latido subió por la gigantesca estructura mecánica al encenderse los enormes motores: era más vibración que sonido. Las llamas se hundieron en el foso, lanzando una corriente de vapor y humo a los costados. Segundo a segundo fue aumentando la presión, que encontraría salida al llegar al cero, cuando se soltaran las grapas que sujetaban la nave a la Tierra.
—Tres… dos… uno… ¡cero!
Los motores, a toda potencia, generaron una fuerza levemente mayor que el inmenso peso de la Prometeo. Las grapas se soltaron. Una cortina de llamas envolvió la torre umbilical. En ese instante el suelo tembló bajo la energía de los cohetes; un ruido increíble atronó los aires.
Lentamente, con infinita lentitud, el imponente conjunto de cohetes se elevó del suelo; sólo tres metros en el primer segundo.
—¡Hemos despegado!
Ruido, vibraciones, estruendo. Patrick se vio arrojado hacia adelante y hacia atrás, a pesar de las correas, en tanto los motores orientadores giraban en sus montajes para mantener el rumbo en dirección vertical. Los seis primeros segundos fueron críticos; una vez que sobrepasaron la torre umbilical la velocidad aumentó. El reloj digital seguía operando; sus números habían pasado de 00.00.00 a 00.00.01; el constante caer de los segundos marcaba el ttd: Tiempo Transcurrido desde el Despegue.
00.00.04. Empezaba a sentirse la fuerza de gravedad que los aplastaba contra las literas.
00.00.06. Había pasado el primer peligro. Todos los instrumentos indicaban normalidad.
La velocidad iba en aumento segundo a segundo; pasó por 4—5 G y llegó a 5 G; allí se mantuvo. Cinco Gs les oprimían contra las literas, pesando sobre el pecho y dificultándoles la respiración. Todos habían aprendido a respirar bajo alta gravedad; nunca se debían vaciar por completo los pulmones: bastaba con dejar escapar un poquito de aire y reponerlo de inmediato.
Presión y aceleración. Velocidad, los motores tragaban sesenta toneladas de combustible por segundo, empujando la enorme estructura a velocidad creciente.
—El despegue ha sido completado, Prometeo —dijo Control de Lanzamiento.
Las palabras sonaron apenas en el oído de Patrick. Las fuerzas gravitatorias le oprimían los ojos, reduciendo su visión a una especie de túnel, pues sólo podía mirar hacia adelante. Le costó un esfuerzo enorme girar la cabeza para observar los instrumentos.
—Todo normal —informó.
—Manténganse alerta para la próxima etapa en cero uno treinta. Ahora les pasaremos comunicación con Control de Misión.
—Roger.
Siempre la enorme gravedad instalada sobre el pecho. Los dígitos de ttd seguían pasando. Aunque las vibraciones y la presión parecían inacabables, la primera etapa del despegue había durado apenas un minuto y medio. Cuando el ttd indicó 00.01.30 cesó el ruido de los motores y se encontraron sin peso alguno. Patrick conectó su micrófono al intercomunicador.
—Acabamos de completar la primera etapa —dijo—. Ahora estaremos en caída libre durante varios minutos; tienen la oportunidad de acostumbrar el estómago a esa sensación. Les avisaré antes de iniciar la segunda etapa. En este momento los propulsores están bombeando las reservas de combustible y oxígeno en el vehículo central que está detrás de nosotros. Después se desprenderán…
Un súbito estremecimiento recorrió la nave entera.
—Allí van. Trataré de conseguir imagen para que lo vean. La televisión es para uso de Control de Misión, pero puedo retransmitirla a las pantallas que ustedes tienen delante.
Había cámaras de televisión instaladas en el casco, protegidas y cubiertas hasta entonces por la mole de los propulsores. Patrick localizó las llaves para manejarlas (eran tres, entre otros cientos de ellas). Y las bajó. Al principio no hubo más que oscuridad De pronto se vio una llamarada. Dirigió la cámara hacia ella y la enfocó sobre uno de los pequeños motores que apartaba el propulsor correspondiente. Al alejarse apareció tras él la superficie de la Tierra.
—¡Es Rusia! —exclamó Nadia—. ¡Allá está el lago Baikal!
—Y allí hay otro propulsor —agregó Patrick—. Paso a cámara dos. Podremos ver los cinco. Control de Misión, ¿se capta allá?
—A la perfección, Prometeo. Una imagen magnífica.
Uno a uno, los propulsores aparecieron a la vista; eran grandes cilindros oscuros contra el brumoso azul del planeta; enseguida se alejaron hasta desaparecer. Cada uno de ellos estaba manejado desde el Control de Tierra de Baikonur, de modo tal que las órbitas se pudieran verificar por separado, pues el éxito del Proyecto Prometeo dependía de que los propulsores se recuperaran intactos. Todos mantenían una posición estable, con la punta hacia lo alto, tal como estaban al despegar de Tierra. La tobera de cada motor actuaba como freno, a fin de disminuir la velocidad de descenso y mantenerlo en la posición correcta.
Al aproximarse a tierra el motor se pondría en marcha con el combustible restante para que el propulsor se posara suavemente en la estepa rusa. Así serían recogidos los cinco, uno a uno, y llevados a Baikonur para la etapa siguiente: Prometeo II. Uno a uno, los cohetes ascenderían llevando la carga necesaria para construir y expandir los generadores solares, hasta que la gran tarea se completara con la Prometeo Cincuenta. Pero el proyecto se pondría en funcionamiento mucho antes de que se lanzara la última nave; por entonces ya estaría enviando electricidad a un mundo sediento de energía.
Reinaba la esperanza. Aún estaban lejos de la órbita definitiva, establecida a 33 300 kilómetros de la superficie terrestre. En ese punto de las operaciones, aunque estaban a gran distancia del planeta y en caída libre, seguían atados a él por los lazos invisibles de la gravedad. La Prometeo era como una bala de cañón disparada hacia el cielo que se iba arqueando hacia el cénit de su viaje; después caería hacia la Tierra. Los propulsores múltiples les habían elevado a gran altura y con mucha celeridad, pero no hasta la velocidad de huida, la que permite a un cuerpo desprenderse de las fuerzas gravitatorias para no regresar.
—Cubierta desprendida, listos para conectar el cuerpo central —dijo Patrick, sin apartar la vista del reloj de ttd—. Nos llevará aproximadamente dos minutos y medio elevarnos hasta una órbita más alta. Aquí va.
El vehículo central alcanzaba sólo un sexto de la fuerza liberada en el despegue, pero aun así era enormemente potente. Las Gs aumentaban con menor rapidez, pero llegaron nuevamente a cinco. En ese momento, por primera vez, se produjo una alteración en el curso de los acontecimientos. Un súbito temblor se apoderó de la nave y aumentó, sacudiéndolo todo con fuerza, para cesar bruscamente.
—Tengo efecto de pogo —dijo Patrick, secamente.
—Bajo control, presión de pogo restablecida.
La sacudida acabó tan súbitamente como había comenzado. Todos los tripulantes se relajaron, sabiendo que lo peor había quedado atrás. Los tres debutantes eran ya veteranos en el espacio: habían sobrevivido al despegue, al momento de ignición en el que se imaginaba lo inimaginable, instalados en una cabina sobre la mayor bomba química construida por el hombre. La energía allí bloqueada les había elevado al espacio en vez de explotar. Y habiendo superado todo eso podían relajarse.
Coretta y los médicos de Tierra notaron, por medio de los datos de pulso y presión sanguínea, que todo iba bien. Y aunque en Control de Misión el trabajo era febril, también allá se relajaron; hubo más sonrisas que ceños fruncidos. Flax sacó el cigarro de la victoria y lo mascó sin encenderlo.
Todo marchaba según los planes.
—Apagado —dijo serenamente Patrick, en tanto los motores cesaban de funcionar—. ¿Cuál es ahora nuestra órbita, Control de Misión?
—Cuatro ceros, Prometeo. El último dígito es un uno, sólo uno como desviación de cinco ceros.
Una buena órbita, con 0,00001 de error con respecto a la ideal. Patrick se desperezó y soltó su cinturón para hablar con sus tripulantes.
—Ahora marchamos por inercia —explicó—, pero no se levanten de las literas, por favor. Voy a bajar para verles personalmente.
Con un pequeño impulso se separó del asiento y flotó hacia el tabique de separación, diciendo:
—Voy a animar a la tropa, Nadia. ¿Quieres encargarte de los mandos?
—Nyet prahblem, vas pcnyal.
Al abrirse la escotilla hacia él, Patrick frenó su avance cogiéndose del borde. Levantó lentamente los pies y rozó la pared para detenerse con suavidad; después se lanzó de cabeza hacia las literas.
—¡Qué dramática entrada, comandante! —observó Coretta, conteniendo el impulso de apartarse al verle lanzado hacia ella—. ¿Cuándo nos toca ensayar esas pruebas?
—En cuanto entremos en la órbita final. ¿Cómo anda todo por aquí?
Al acercarse a la litera de Coretta flexionó los brazos, disminuyendo el avance, y se detuvo para probar las ligaduras. Ella asintió con una sonrisa.
—Ahora estoy bien…, pero ¿qué fueron esas sacudidas?
—¿El efecto de pogo?
—¡Ah! ¿Se llama así? ¿Cómo el juguete de muelles para saltar?
—En efecto. Cuando el tanque se vacía, las ondas de presión que corren por la tubería del combustible suelen retroceder, haciendo que los motores causen un movimiento similar al de los pogos. Para eso hay amortiguadores y sistemas de presión.
—Pues casi me saca hasta los empastes de las muelas.
—¿Lo demás está bien? —preguntó Patrick, echando una mirada a su alrededor.
Hubo un momento de vacilación; después Gregor dijo, con lentitud:
—Lo lamento, pero la caída libre, la sacudida… me tomaron por sorpresa. Tuve un… mi estómago… un pequeño accidente.
Llegó casi a ruborizarse al agregar:
—Por suerte está la bolsa de plástico; ahora estoy bien.
—Nos pasa a todos —dijo Patrick—. Son gajes del oficio. ¿Se te ha pasado?
—Sí. Lo siento mucho.
—No hay por qué. Cuando estemos en tierra firme te contaré algunas anécdotas de la Fuerza Aérea realmente traumatizantes.
—Ahora no, Patrick, ¿quieres? —observó Ely, por encima del libro que estaba leyendo; era una novela con título francés.
—Por supuesto. Quiero explicarles cuál es nuestra situación.
Todos le escucharon atentamente, inclusive Ely.
—Estamos a ciento treinta kilómetros de altura y continuamos subiendo. Aunque los propulsores ya se han desprendido, el vehículo central aún tiene combustible. Se encenderá una vez más para ponernos en órbita antes de agotarse. Después, en cuanto Control de Misión dé el visto bueno a la órbita, el vehículo central se desprenderá y nosotros estaremos librados a nuestra propia capacidad. Será entonces cuando Ely entre en acción.
—¡Trabajo, al fin! —comentó éste—. Estoy cansado de ser pasajero. Estoy ansioso de que el doctor Bron y su mágico motor atómico entren en acción. Será pequeño, no tendrá el empuje de los monstruos que hemos dejado atrás, pero es muy leal y tiene un corazón de oro. Se sacrificará para ponernos en la órbita perfecta.
—Ojalá. ¿Alguna pregunta? ¿Usted coronel?
—¿Cuándo comemos?
—Buena pregunta. Con todas las demoras que sufrimos yo también tengo hambre. Sugeriría que abriéramos los paquetes de alimentos ahora mismo, pero no creo que tengamos tiempo. Allí tienen tubos para beber un poco de limonada si quieren calmar el hambre. En cuanto entremos en la órbita baja comeremos, y después Ely podrá dedicarse a trabajar en su máquina.
Patrick se impulsó nuevamente hacia la cabina de vuelo y volvió a sujetarse.
—¿Cómo andamos de tiempo? —preguntó.
—Faltan más o menos tres minutos para el encendido —respondió Nadia, mirando el TTD.
—Bien. Yo me haré cargo.
Patrick levantó la cubierta de seguridad y puso el dedo sobre el botón de encendido del motor. El ordenador siguió marcando el TTD. En el momento exacto el piloto pulsó el botón, por si la señal de la computadora no lo activaba con precisión.
Las bombas zumbaron, el motor se encendió.
Funcionó a toda potencia durante tres segundos exactos. Después estalló.