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—Dígale que suba volando —dijo Bandín.

Colgó violentamente el receptor y extendió la mano hacia la taza de café. Era de tarde en Rusia, rompía el alba en Washington y él había dormido como máximo una hora. Se arropó en la bata y sorbió el café. Helado.

—¡Lucy! —gritó.

Enseguida recordó que la habitación era a prueba de ruidos y oprimió el bolón del intercomunicados.

—Sí —respondió una voz trémula.

—Café. Una buena jarra de café.

Y cortó la comunicación antes de que ella pudiera responder. Había sirvientes que podían encargarse de eso, pero el café de la mañana traído por Lucy era la costumbre de toda la vida. Nunca le había preguntado si le molestaba hacerlo; rara vez preguntaba a nadie esa clase de cosas. Las daba por sobreentendidas. Si él estaba levantado, Lucy debía estarlo también; preferentemente un poco antes, para asegurarse de que el café estuviera recién hecho.

Ella lo trajo; era una muñeca pálida y envejecida. Bandín cogió la cafetera sin darle las gracias y llenó una taza, a la que agregó cuatro cucharaditas de azúcar.

—¿Me necesita para algo más? —preguntó Lucy, casi en un susurro.

Él meneó la cabeza, farfullando un «no»; ni siquiera notó la retirada de la mujer. El intercomunicador emitió su suave señal y la voz de Charley Dragoni anunció a Simón Dillwater.

—Que pase.

Sorbió el café caliente y fulminó con los ojos aquella puerta cerrada. Aunque el cuarto estaba caldeado sintió el frío del cansancio y se ajustó la bata en torno a las piernas.

Entró Simón Dillwater, anunciándose con un leve golpe a la puerta. Era alto, muy delgado y sumamente distinguido; tenía sendos mechones blancos sobre las orejas y se movía con ese aire especial que sólo se obtiene tras una vida pasada en total seguridad: una buena familia, la mejor escuela secundaria, Harvard…, y sobre todo la abundancia de dinero, más del que se podría gastar en doscientos años de vida. Bandín le envidiaba aquella vida fácil que se lo había ofrecido todo en bandeja de oro. Tal vez no habría sido igual si hubiera nacido, como Bandin, en la familia de una farmacéutico de Kansas y se hubiera educado en un colegio religioso de segunda categoría, para elevarse después entre los distintos rangos de la maquinaria partidista. Pero Dillwater era así y Bandin le envidiaba, aunque nunca lo admitiera, ni aun para sí.

—¡Dillwater! ¿Qué significa todo esto?

—Una demora larga. Los detalles de ingeniería…

—Eso puede esperar. ¿Cuánto tardarán?

—Por lo menos cuatro horas; tal vez más.

—¿Y entonces?

—Los técnicos dicen que la inestabilidad del sistema se presentará después de la tercera hora y que hay peligro de fallos mecánicos con el combustible criógeno.

Bandin sorbió ruidosamente el café.

—Dígales que sigan con el proyecto. Son chicos inteligentes y pueden solucionar cualquier problema. Al menos eso es lo que me han hecho creer durante años.

—Esta vez no, señor presidente. El peligro es demasiado grande. Quieren dar por terminada esta operación y empezar de nuevo.

—¡No! ¡Terminantemente no! ¿Están todos locos? Todo el mundo está mirándonos, y después de lo que hemos prometido será mejor que cumplamos. Me he jugado las pelotas en esto y no tengo interés en que me las corten. Los opositores, los periódicos, incluso ese maldito Congreso, todos se entretienen hablando del tiempo y los costos que ha requerido Prometeo. Tenemos que enviar arriba ese montón de chatarra y hacerlo funcionar. Me importa un bledo si no llega a producir electricidad ni para encender una bombilla. Lo quiero. Lo necesito. Y no vamos a cancelar la misión. He dicho.

—Pero el peligro…

—Nadie es eterno en esta vida. Los astronautas sabían en qué se estaban metiendo cuando firmaron el contrato, así que estarán de acuerdo con mi decisión. Y apostaría cien a uno a que Polyarni piensa lo mismo que yo.

El teléfono sonó en ese mismo instante, como respondiendo a una señal. Bandin levantó el auricular, escuchó y volvió a colgar con un gruñido.

—Tal como le dije. Llamada de Moscú. No se mueva.

Esa última orden se debía a que Dillwater había dado un paso hacia la puerta. El presidente agregó:

—Quiero que escuche esta decisión histórica, para que conste en las crónicas que nuestras dos grandes naciones están completamente de acuerdo por una vez.

Tomó el teléfono rojo y se enjugó la frente con el pañuelo. Ya no hacía frío en la habitación.