—Que comience la cuenta atrás —dijo Samson Kletenik.
En ese mismo instante los números del reloj digital que colgaba frente al Control de Lanzamiento, inmóviles hasta ese momento, cambiaron de 95.00 a 94.59.
En cada mesa de control había un grueso volumen de cuenta atrás abierto en la primera página; ese volumen era más grueso de lo habitual, pues cada una de las instrucciones figuraba por duplicado: en una columna, en ruso; en inglés, en la otra.
Todos los artefactos que operaban el suministro de combustible, los motores, las bombas y el equipo auxiliar, estaban a cargo de técnicos soviéticos; los instrumentos de la cubierta de vuelo y el ordenador, en cambio, corrían por cuenta de los norteamericanos; pero había una fase intermedia que no se refería solamente a la carga útil o a los propulsores. Era allí donde se mezclaban ambos países; con frecuencia trabajaban dos técnicos, uno de cada país, cada uno verificando el trabajo del otro, listo para la respuesta instantánea, que podía exigir la operación. El Proyecto Prometeo llevaba ya el tiempo suficiente de gestación como para que el Instituto Berlitz y su equivalente soviético hubieran tenido tiempo de meter un poco de idioma incluso en las cabezas más duras. Teóricamente, todos los técnicos e ingenieros de Control de Lanzamiento hablaban, bien o mal, los dos idiomas. Tal vez no supieran mantener grandes conversaciones, pero todos eran capaces de manejar el limitado vocabulario de los cohetes y de los sistemas de mando, de modo que podían trabajar a la par. También podían hacer otras cosas a dúo, como quedó demostrado cuando una técnica rusa fue devuelta a su casa en avanzado estado de gravidez.
En los archivos había siete peticiones de autorización para contraer matrimonio mixto soviético-norteamericano; eso significaba que las decisiones serían tomadas una vez que la Prometeo estuviera en órbita y no antes. La cooperación entre ambos países no debía ser sometida a presiones innecesariamente intensas.
Samson Kletenik era en sí el Control de Lanzamiento. Era alto, corpulento, de brazos largos, hablaba con lentitud y pensaba con celeridad; rara vez sonreía. Tampoco tenía motivos para hacerlo. Los años de esfuerzo dedicados a la construcción y al montaje habían llegado a su término. Cada parte de la compleja función de lanzamiento estaba controlada desde su mesa. Suya era la responsabilidad definitiva. Como para empeorar las cosas, él sabía que cada paso de sus operaciones era verificado por Flax y el resto del equipo de Control de Misión, a muchos kilómetros de allí, en Houston. Una vez que el vehículo hubiera despegado, toda la responsabilidad pasaría a ellos, pero eso pertenecía al futuro. En ese momento era Kletenik quien estaba a cargo de todo, obligado a mover interruptores con toda cautela, a hablar en tono bajo y mesurado, aparentando calma y seguridad.
En Control de Misión, en Houston, Flax no tenía ninguna de esas dos cosas. La seguridad quedaba para después; en cuanto a la calma, era un papel a representar cuando hablaba por radio. A medida que iba aproximándose el instante del lanzamiento crecía su tensión. Observó el orden febril de Control de Lanzamiento a través del circuito de televisión y después contempló a sus propios técnicos, cómodamente relajados en sus mesas en torno a él. Que ellos se relajaran; para él era imposible. Sentía un nudo cada vez más apretado en el estómago, ese nudo siempre presente en ocasiones parecidas, que sólo desaparecía cuando la misión estaba concluida. Mientras los astronautas disfrutaban de la recepción triunfal y del saludo presidencial, a él le llevarían subrepticiamente al Hospital Naval de Bethesda para internarle en una habitación individual. Allí los doctores le mirarían, moviendo la cabeza de un lado a otro, y tratarían de sacarle del paso, antes de que su condición preulcerosa se convirtiera en una úlcera duodenal hecha y derecha, capaz de abrirle un agujero en la barriga. No era sólo la cadena de cigarrillos fumados, ni las interminables tazas de café, ni los bocadillos a medio comer o la falta de sueño: era ese nudo. Solía perder siete u ocho kilos durante la semana de tratamiento; la dieta líquida no era muy apetitosa; por otra parte le tenían medio dormido, bajo el efecto de píldoras que no le permitieran echar de menos los cigarrillos, las bebidas y el café. Al salir tardaba aún uno o dos meses en volver a la normalidad: a la langosta, al champán, los habanos y todas esas otras cosas que contribuyen a hacer grata la vida.
Pero en ese momento el nudo de tensión apenas comenzaba; era un pequeño retortijón premonitorio que pronto se convertiría en una ardorosa bola de fuego, merced a la cual se vería obligado a tomar Benitol por litros. Todavía no ocurría nada malo, pero ya llegaría; siempre había algo que salía mal. En cierto modo, esperar que apareciera el inconveniente era peor que sufrirlo ¿Sería una nadería o algo tan grande que Control de Lanzamiento no podría solucionarlo?
Experimentó casi una sensación de alivio al oír las palabras que pondrían en acción a Control de Lanzamiento:
—No tengo presión en el sistema de helio antipogo. No hay presión en cuatro, hasta 31 bajo siete.
—¿Quiere que detengamos la cuenta? —preguntó Kletenik.
—No, al menos por ahora. Tenemos diez minutos para solucionarlo. Manténgase en contacto conmigo y hágame saber cuáles son las condiciones dentro de nueve minutos.
—Roger[2]. ¡Oh-chin ogay!.
«Un OK americano en ruso, el nuevo idioma combinado de la era espacial», pensó Flax, mientras observaba y escuchaba como silencioso espectador. Los norteamericanos, a su vez, habían empezado a decir vas ponyal (entendido) en vez de Roger. No era mala idea; un poquito de paz le venía bien al mundo en esos días. Cuanta más, mejor; especialmente en África, donde las masacres proseguían.
No hubo necesidad de detener la cuenta atrás a causa del combustible. La válvula de toma auxiliar funcionó correctamente y la defectuosa fue reemplazada. Pero aquello era sólo uno de los inconvenientes menores que cabía esperar. En la cuenta atrás se había calculado el tiempo suficiente para corregir los pequeños desperfectos, incluso para solucionar inconvenientes mayores; en estos casos se detenía la cuenta atrás y todo el mundo permanecía a la espera hasta que el problema estaba solucionado. Pero esas demoras no podían ser muy numerosas ni demasiado prolongadas, pues aquellos complicados sistemas sólo podían tolerar un tiempo limitado en condición de despegue. La vida útil de algunos sistemas se calculaba en días, a veces en horas; después, sus combustibles criógenos los hacían inseguros. Si las demoras se multiplicaban podían motivar la anulación de toda una misión. En el caso de que este vuelo se pospusiera, quizá pasaran meses enteros antes de poder efectuarlo nuevamente. Y eso era inconcebible. Ese momento había exigido muchos años de preparación. Estaba en juego la reputación de dos naciones y de los dos líderes que contemplaban el lanzamiento. El mundo entero observaba. Y quien estaba en observación era Flax. El nudo se apretó más.
Una luz roja en un tablero, un tablero entre muchos. Algunas llaves puestas en posición de prueba, una llamada telefónica y una respuesta. Finalmente, a Kletenik:
—Tenemos problemas aquí, en el veintisiete. ¿Puede venir?
Fue esa voz inexpresiva lo que perturbó a Kletenik, esa calma forzada, síntoma evidente de que alguien estaba preocupado. Y eso le preocupaba a su vez. Se quitó los auriculares y se dirigió rápidamente hacia la mesa veintisiete.
En las habitaciones de aislamiento, Patrick se estaba poniendo el traje de presión con la ayuda de Ely. No le haría falta mientras no estuvieran en órbita, listos para montar el receptor solar; puesto que la Prometeo había sido diseñada como estación espacial permanente, toda su estructura estaba a presión normal y permitía el uso de ropa normal de trabajo. Pero Patrick había tenido problemas con su traje espacial.
Cada astronauta tenía uno hecho a medida; dos, en realidad: uno era para el entrenamiento, para los rigores del uso diario; el otro quedaba reservado para la caminata espacial. Ambos estaban construidos del mismo modo: con varias capas de tela y goma, cosidas y pegadas entre sí con infinito cuidado.
El traje debía ser lo bastante flexible como para permitir el libre movimiento del usuario, pero también lo bastante fuerte como para contener la presión de aire que le permitiera subsistir. Debía ser flexible en las articulaciones y duro entre ellas. En una palabra, constituía un auténtico desafío. Y no siempre se conseguía que fuese perfecto; los refuerzos podían hincarse en la piel en forma irritante, y en esos casos era necesario hacer ajustes. En el traje de Patrick había una molesta pieza de metal que le rozaba el hombro; lo habían enviado a arreglar tres veces consecutivas. La última vez lo habían devuelto precisamente cuando se iniciaba la cuarentena. Era de esperar que estuviera bien; de lo contrario no habría tiempo para volver a corregirlo de nuevo.
En primer término, la ropa interior de algodón, para evitar el roce. Después, algo un poco humillante, pero indispensable: la colocación de la bolsa plástica triangular para la orina, puesto que en el espacio no es posible ir hasta el baño. Ely alzó la bolsa para admirarla.
—¡Qué maravilloso invento! —exclamó—. Es el símbolo de la conquista del espacio por parte del hombre.
—Bastante mejor que el símbolo femenino de esa misma conquista —replicó Patrick—. Supongo que la sonda debe ser bastante incómoda.
—En ese caso, alégrate de tener sólo ese pequeño anillo de goma en la esquina de la bolsa, que se ajusta tan bien a tu miembro. Otra prueba de que la era de la ciencia se está convirtiendo en la era del conformismo. Aunque los hombres presentan cualquier tamaño, desde el pigmeo de un metro de estatura hasta los escandinavos de dos metros y pico, parece ser que sus órganos sexuales vienen sólo en tres tamaños: pequeño, mediano y grande. Estas bolsas traen los anillos en tres tamaños, ¿verdad?
—Denominados siempre extragrande, enorme e increíble, a fin de afirmar el orgullo masculino. Pero cuando elijas el tamaño adecuado no te dejes influir por el orgullo. Si eliges uno demasiado grande te encontrarás con filtraciones, cosa que se denomina «mojadura trasera» y que no es nada agradable.
—Ya me lo han advertido. A ver, deja que te ayude a ponerte ese traje.
Ponerse un traje espacial no tenía nada en común con la operación de vestir ropas normales; antes bien, era como si una víbora intentase volver a entrar en la piel desechada. Patrick se esforzó por meter los pies a través del resistente forro plástico. Después tuvo que doblarse en dos para pasar los brazos por las mangas, lo suficiente como para poder sacar la cabeza por la abertura del cuello. Ely tiró con fuerza hasta que el cráneo de Patrick asomó por allí.
—Gracias —jadeó el piloto—. Creo que me has pelado todo el cuello.
—Podrías haber seguido con tu tranquila profesión de piloto de pruebas en vez de dar este gigantesco paso para la Humanidad.
—Súbeme el cierre de la espalda, ¿quieres?
No se molestó en ponerse los guantes; ya tenía bastante calor como estaba. Se levantó y anduvo a grandes pasos por la habitación, balanceando los brazos.
—Parece que me queda bien. A ver qué pasa si me agacho…
Algo andaba mal. Lo notó de inmediato. El reloj de la cuenta atrás (había uno en cada habitación) se había detenido en 83.22.
—Es una demora —dijo—. Ve a averiguar qué ocurre mientras yo me saco esto.
Cuando llegó al salón principal les encontró a todos reunidos allí; Nadia estaba colgando el receptor del teléfono.
—Aún no han localizado la causa del problema —informó—, pero se ha interrumpido el suministro de combustible.
—Eso puede ser peligroso dado que los tanques están a medio llenar —observó Patrick.
Aquello se prolongó durante casi cinco horas. Sólo Ely parecía indiferente al problema; enterró la nariz en un libro de ajedrez y se dedicó a reproducir un torneo de maestros. Un rato antes había intentado jugar con el coronel Kuznekov, pero la partida debió ser abandonada, pues la atención del militar se volvía invariablemente al inmóvil reloj. Los números seguían paralizados en 83.22. A menos de doce horas de iniciada la cuenta atrás se producía ya una demora importante.
Al fin los números volvieron a cambiar. Casi inmediatamente sonó el teléfono; fue Patrick quien atendió.
—Sí, ya vemos —dijo—. Bueno. Ojalá todo siga así.
Así fue, durante un día, dos, tres… Y llegó el momento de subir a la Prometeo.
—En verdad —comentó Coretta, juntando las manos—, decir que uno va a hacer algo es una cosa, pero hacerla es otra muy distinta. ¿Seguro que no puedo tomar un trago, Patrick?
—Contraindicado. Nada de alcohol para los pilotos de aviones a reacción durante las veinticuatro horas anteriores al vuelo. Para nosotros, cuarenta y ocho. El vuelo espacial es cosa seria.
—Pero los pilotos sois tú y Nadia. Nosotros somos algo así como pasajeros.
—Lo siento. Vosotros sois mi tripulación. No creo que surjan situaciones donde precise de vuestra ayuda, pero podrían surgir. Cálmate y piensa en cosas bonitas.
Se inclinó y la sujetó por los brazos, como para compartir su fuerza con ella. Estaba asustada, y ambos lo sabían; también sabían que ella debía superarlo. El mundo entero les observaba. En ese momento las cámaras estaban enfocadas en la cuenta atrás de Control de Lanzamiento, pero se centrarían en los astronautas en cuanto éstos salieran. Sus manos eran firmes; Coretta se tranquilizó un poco, apoyando la cabeza en su pecho. Había un olor de perfume en su pelo y Patrick resistió la tentación de acariciarlo.
—Quiero que se haga control de lluvia sobre este punto —dijo.
Coretta levantó la cara hacia él y sonrió.
—Sabes levantar el ánimo a las mujeres, Patrick. Cuando volvamos de este pequeño viaje de placer me gustaría verte más frecuentemente.
—Prometido —respondió él.
Y le besó. Fue una promesa que los dos entendieron.
—Ya es hora —dijo Nadia desde la puerta—. Nos están esperando.
Tanto su voz como su rostro carecían de toda expresión.
—Ya vamos… —replicó Patrick, con la misma falta de emoción.
No soltó a Coretta hasta que Nadia se volvió.
—Tú y Nadia no os lleváis tan bien como deberíais —observó Coretta, arreglándose el peinado frente al espejo.
El momento de pánico había pasado; ya estaba tranquila. Los médicos no deben dejar traslucir sus sentimientos; se aprende muy pronto a adoptar un aire tranquilo como si fuera una armadura. Pero aunque ya pudiera hacerlo, no dejaba de reconocer que le había hecho falta el apoyo de Patrick.
—Trabajamos bien juntos —respondió él, mientras contemplaba sonriendo la mancha de lápiz de labios en el pañuelo que usó para limpiarse los labios—. Para serte franco, esto es mucho mejor que cuando en la NASA éramos todos hombres.
—Creo que eres demasiado sexual. Te daré unas pastillas de salitre para que te calmes. A ver, aquí te quedó una mancha. Vámonos ya.
Ya estaban todos allí, vestidos con plateados trajes de una sola pieza. En aras de la igualdad, los soviéticos habían abandonado la vestimenta roja y los norteamericanos la azul, para adoptar el neutro plateado, que simbolizaba las grandes alas de Prometeo extendidas en el espacio. En el pecho, hacia la izquierda, había el símbolo de Prometeo I: el espacio estrellado, con el espejo plateado del generador solar en el centro, tal como aparecía una vez desplegado. A un lado estaba la estrella roja (debidamente situada a la izquierda) y en el otro la enseña de bandas y estrellas. Sin embargo, una carta dirigida al Times de Londres había señalado que, desde el punto de vista heráldico, la izquierda es equivalente a la derecha.
Ely, en pie sobre una silla, ajustaba el foco del circuito de televisión. Kuznekov estaba sentado frente a la pantalla, hablando con el técnico cuya imagen se proyectaba allí.
—Un poco más arriba, ahí, eso es —dijo el hombre—. Sería mejor que corrieran un poco más al centro los dos libros del lado. Un poco más. Eso es, perfecto.
Patrick miró los libros que Nadia había estado colocando en el suelo y abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Puedo preguntar qué significa todo esto?
—Estás en tu derecho —replicó Ely, mientras bajaba de la silla—. Alguien, entre la gente importante, ha decidido que nos sentiremos mucho mejor si nos dan la oportunidad de hablar con Bandin y Polyarni antes del vuelo. Dentro de algunos minutos les tendremos aquí.
—¿En carne y hueso? Supongo que no.
—Dios nos libre. Bandin está en Washington y Polyarni en el Kremlin, según creo. Un milagro de la tecnología mal aplicada nos permitirá hablar con ellos. Vamos.
Los libros indicaban el sitio donde debían colocarse; con cierta dosis de buena voluntad, todos ocuparon sus sitios. Tuvieron que amontonarse un poco para entrar en el campo de la cámara, pero enseguida llegó el momento.
—Quietos —dijo el técnico.
Su rostro fue reemplazado por una pantalla dividida en dos; a un lado apareció Bandin, el premier soviético al otro.
—Éste es un gran momento en la historia de la Humanidad —dijo Bandin.
Polyarni asintió y dijo poco más o menos lo mismo, pero en ruso. Patrick asintió a su vez y trató de poner cara de inteligente, sabiendo que los otros estaban tensos a su lado; trató de luchar contra la imaginación, que insistía en representarle la escena como si ellos fueran un grupo de ositos de trapo plateados. Polyarni volvió a abrir la boca para hablar, pero Bandin se le adelantó.
—Cuando digo que es un gran momento en la historia del mundo, lo digo en toda la acepción de la frase. Sí, es una victoria de la tecnología, del trabajo, del valor de aquellos hombres y mujeres que en nuestras dos grandes naciones crearon el Proyecto Prometeo, los mismos que se encargarían de llevarlo hasta su gloriosa concreción. Pero por encima de todas las cosas es una victoria para toda la Humanidad, parafraseando las palabras de Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la Luna: éste es un gran paso para la Humanidad.
Bandin cometió el error de detenerse para respirar, momento que aprovechó Polyarni para interrumpirle.
—Estoy de acuerdo, señor presidente… Una tradición de grandeza en la exploración espacial, que comenzó con Yuri Gagarin, el primer hombre que voló en órbita.
Uno a uno, empatados.
—Sí, claro, muy cierto. Pues la Humanidad en sí está en el umbral de una nueva era. Una nueva era que comenzará cuando la Prometeo deje su feroz estela hacia los cielos para recoger la inextinguible energía solar. Entonces estaremos libres por siempre de la dependencia que nos ata a los combustibles fósiles, ya en vías de agotarse, y podremos abandonar para siempre la era de la sospecha y la desconfianza entre las naciones para entrar en otra de paz y prosperidad sobre la Tierra para todos.
Hubo más palabras por el estilo por parte de los dos, mientras Patrick pasaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, a fin de no tener calambres ni dormirse. El reloj de la cuenta atrás era bien visible bajo la pantalla; el piloto sintió un gran alivio cuando vio que llegaba a 02.00. Avanzó un paso con decisión y saludó a los dos hombres con una inclinación de cabeza. Se hizo un instante de silencio.
—Gracias, señor presidente. Balshoya Spaseebo tovarich presidvent. Ahora que hemos hablado con ustedes nos sentimos mejor preparados para esta misión. En nombre de mi tripulación les doy las gracias. Pero la cuenta atrás ha llegado al punto en que debemos partir hacia la nave espacial. Nuevamente gracias, y adiós.
Salió apresuradamente de la zona de visión de la cámara; los otros le siguieron, tratando de no mostrarse demasiado bruscos. La transmisión cesó. Kuznekov bostezó, desperezándose.
—¡Boshetnoi! ¡Qué aburridos son los políticos de todos los países! Supongo que son un mal necesario, pero yo ya he tenido suficiente.
—Nadie ha muerto por lo que ellos no hayan dicho —corroboró Ely—. En realidad no dicen nada; se les elige por su simpatía, por su carisma o por representación proporcional; algo así.
—Dejemos la charla para más tarde —observó Patrick—. El vehículo ya debe estar sellado a la puerta de salida. Antes de salir quiero que guarden todos sus efectos en las bolsas de plástico, incluso lo que lleven en los bolsillos. En este vuelo no se pueden llevar bocadillos de jamón, sellos de correos, ni retratos del Papa o de Lenin. Nada. Ése fue el trato; será mejor respetarlo.
Kuznekov replicó, sonriente:
—Nosotros no tenemos esos instintos capitalistas que inducen a romper los acuerdos honrados, de modo que aceptamos gustosamente. Pero ¿no habrá alguna pequeña ventaja capitalista para recompensarnos por sacrificar la iniciativa personal?
—Sabe perfectamente que la hay —respondió Ely—. Ambos países nos dan trescientos sellos de primera emisión y un matasellos especial para que lo apliquemos en el espacio. Nos tocarán cincuenta a cada uno, que podemos conservar o vender para hacer lo que nos plazca con el dinero. Supongo que la mayor parte se nos irá en pagar impuestos.
Patrick inspeccionó la bolsa de plástico transparente que llevaba cada uno de los astronautas. En ellas sólo había artículos personales comunes.
—Es la hora —dijo, mirando su reloj—. Vamos ya.
Empezó la marcha hacia la salida, deteniéndose sólo para cambiar un apretón de manos con el cocinero y las dos camareras encargadas del servicio durante la cuarentena.
—Quiero volver a probar tus pasteles de patata, Iván —dijo trabajosamente en ruso.
—¡Cuando aterrice, mayor, le estaré esperando con una bañera llena de pasteles!
En la puerta de salida ya estaba encendida la luz verde. Patrick hizo girar la rueda que aseguraba la puerta y la presión se igualó con un siseo. Los alojamientos de cuarentena habían estado herméticamente aislados del exterior para evitar que los astronautas contrajeran resfriados u otras infecciones; junto con ellos habían sido encerrados allí los alimentos y el agua necesarios para todo el período. El aire que respiraban les era bombeado a través de complicados filtros; la presión interior se mantenía algo más alta que la exterior, a fin de que cualquier pérdida de aire se produjera de dentro hacia afuera, para evitar que penetrase aire posiblemente contaminado. Había llegado el momento de abandonar ese reducto…, pero todavía estaban en cuarentena.
Al abrirse la puerta quedó a la vista, a pocos centímetros, una segunda puerta, húmeda aún por el desinfectante con que la habían rociado. Patrick la abrió también y todos entraron al vehículo herméticamente sellado. Era, en realidad, una gran caja montada sobre un camión y dotada de grandes ventanas laterales.
En el alojamiento de cuarentena no había ventanas, como parte de la adaptación psicológica a las condiciones en que vivirían en el espacio. La comunicación con otras personas se hacía por medio del teléfono, casi siempre para hablar sobre asuntos técnicos; también hacían llamadas de larga distancia a los familiares. Y al concentrar toda la atención en su trabajo habían perdido la noción de la enorme cantidad de personas involucradas en el proyecto, del gran interés mundial puesto sobre ellos.
En ese momento volvieron a descubrirlo. Había gente por todos lados. Todos agitaban las manos, gritaban, se empujaban mutuamente para ver a los astronautas. Los fotógrafos, en primera fila, hacían funcionar incesantemente las cámaras en la lucha por conservar el puesto. Ni siquiera las aislantes paredes del vehículo podían apagar los gritos de la multitud. Varios soldados abrieron paso al vehículo, que avanzó lentamente. Los astronautas, súbitamente enmudecidos por la magnitud de lo que ocurría, respondieron a los saludos agitando los brazos.
Aquél era el día, el gran día.
Lenta, cuidadosamente, el camión avanzó, dobló una esquina y se alejó del complejo dedicado a laboratorios… La Prometeo aguardaba al final de la ancha ruta; sus flancos metálicos relucían bajo el sol ardoroso, entre las nubes blancas que brotaban de los escapes de gas. Aún se parecía más a un rascacielos que a una estructura diseñada para el vuelo. El conjunto de propulsores medía cuarenta y cinco metros de diámetro y alcanzaba los ciento treinta y cinco metros de altura. Y allí arriba, sobre la punta de aquellos enormes tubos, se erguía el único proyectil, la Prometeo misma, completamente a la vista, libre ya del edificio de montaje que la cubriera hasta entonces. Sólo quedaba la torre de lanzamiento, conectada a la nave y a sus propulsores por medio de sus Ramales de Servicio.
El camión, con lenta exactitud, retrocedió hasta la base de la torre y frenó. Al mismo tiempo se soltaron las amarras y el transporte fue llevado hacia atrás, hacia el ascensor; una vez más quedó enclavado en su sitio. Con un estremecimiento comenzó a elevarse lentamente en el aire.
—Estoy un poco asustada —dijo Coretta.
—También yo —confesó Ely—. Todos lo estamos. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?
Las interminables paredes de los propulsores se deslizaban por el exterior. Ely agregó:
—Apostaría hasta que nuestros pilotos, con sus nervios de acero, tienen el estómago revuelto. ¿No es verdad, Nadia?
—Claro que sí; sólo los estúpidos no tienen miedo. Pero, en realidad, lo peor es la espera. En cuanto la misión está en marcha uno se encuentra tan ocupado que no tiene tiempo para preocuparse ni para tener miedo.
El ascensor se detuvo con una ligera vibración: habían llegado. Los técnicos que aguardaban fuera hicieron avanzar la cabina. Uno de ellos señalaba hacia adelante, agitando las manos con desesperación.
—¿Qué es lo que dice ese hombre? —preguntó Patrick, súbitamente intranquilo.
—Hace ademán de mover interruptores y hablar frente a algo —observó Ely—. Espera, está escribiendo algo en un trozo de papel.
La cabina quedó fijada a la pared de la nave espacial; en ese momento el hombre acabó de escribir y levantó el papel. Decía: Conecten la radio enseguida. Patrick hizo un gesto de asentimiento.
—¿Qué pasa? —preguntó Nadia, intrigada.
El piloto se encogió de hombros.
—No lo sé. Tendremos que adelantarlos en la cuenta atrás y conectar la radio ahora mismo. Allí está la señal.
Una vez encendida la luz verde se podía abrir nuevamente la puerta. Allí fuera estaba el húmedo metal de la Prometeo. Patrick levantó la cubierta de los controles y los manejó; después dio un paso atrás, mientras la tapa de la escotilla giraba lentamente hacia él. Finalmente se inclinó para pasar el primero.
—Nadia —indicó—, cierra la escotilla cuando hayan pasado todos. Yo me ocuparé de la radio.
Se dejó caer en el asiento del piloto y conectó la radio.
—… ito. Kletenik llamando a Prometeo. ¿Me escuchan? Adelante, Prometeo, por favor. Repito…
—Hola, Control de Lanzamiento. Aquí Prometeo.
—Mayor Winter, aquí tenemos algunas dificultades. He discutido el asunto con las autoridades superiores y con el Control de Misión de Houston. Quieren hablar con usted. Le pongo con ellos.
—Adelante —replicó el piloto con calma, sin revelar la súbita punzada de temor que acababa de experimentar—. ¿Me escuchan, Control de Misión?
—Perfectamente, Patrick, con toda claridad. Escucha…, no tengo muy buenas noticias. Estuve hablando con Kletenik y fui también a la Casa Blanca.
—¿Qué pasa, Flax?
—Tenemos problemas. Hace falta una demora, una demora larga, y no creemos que haya bastante tiempo. Según parece, tendremos que suspender esta misión y aplazar el lanzamiento.