—Ahora comienzan nuestras pequeñas vacaciones, ¿no? —dijo el coronel Kuznekov, sonriendo a los otros cinco.
A sus espaldas, la pesada puerta se cerró con un silbido; hubo un repiqueteo de cerrojos.
—Es una cuarentena —dijo Ely Bron—; no creo que podamos considerarlo vacaciones.
—Claro que podemos, doctor Bron —insistió Kuznekov.
Noventa y seis horas de paz, mientras comienza la cuenta final. En este mismo instante los técnicos están…, ¿cómo dicen ustedes?…, sudando la gota gorda para que todo salga bien. Y, en cambio, nosotros, ¿qué trabajo tenemos? Nos han encerrado en este magnífico edificio de apartamentos, donde las bacterias y los microbios no nos pueden alcanzar. Tenemos cocineros que nos prepararán la comida y sirvientas que se encargarán de la ropa y la limpieza. Todos tenemos trabajo que hacer, y los pilotos más que nadie; siempre les veo estudiando esos enormes libros. Pero no trabajamos como los otros. Tenemos tiempo para conocernos sin que nos distraigan los políticos, la publicidad, los periodistas y otras mil cosas. Para hablar con nosotros tendrán que usar el teléfono y cuando suene podemos estar ocupados.
En ese momento sonó el teléfono. Todos guardaron silencio por un segundo, antes de estallar en una carcajada.
—¿Quiénes están ocupados para el que llama? —preguntó Patrick, en tanto alargaba la mano para atender.
Al coger el aparato se encendieron las luces. No era un teléfono común, sino un circuito cerrado de televisión. La silla instalada frente al aparato estaba atornillada al suelo y tenía una cámara enfocada hacia ella. Al otro lado de la mesa había una pantalla con la imagen del interlocutor. En este caso se trataba de I. L. Flax.
—¿Qué pasa? —preguntó Patrick—. Acaban de cerrar la puerta y ya suena el teléfono.
—Lo siento. Una periodista quiere entrevistar a Coretta. Debía haber llegado ayer, pero hubo problemas con el cambio de avión.
—¿Quién es? —preguntó Coretta, alzando la voz.
—Una muchacha llamada Smith. Dice que usted le prometió una entrevista exclusiva para la revista «Mujer de Color».
Aunque nadie miraba directamente a Coretta, todos estaban pendientes de la conversación.
—Dígale que espere un poco —respondió la muchacha tras un momento de vacilación—. Me pondré en contacto con ella. Ahora no tengo tiempo.
Ely aconsejó:
—Desenchufa el aparato cuando cuelgues, Patrick, ¿quieres?
—Lo haría con gusto. Pero propongo que todos hagamos como Coretta: no recibimos llamadas. El coronel Kuznekov tiene razón: tenemos mucho que hacer antes del despegue. Pero tenemos que conocernos mutuamente. Somos un equipo y debemos aprender a trabajar como tal. Nadia y yo somos los pilotos y ya sabemos trabajar juntos. En este momento yo estoy al mando y así será hasta que lleguemos a la órbita final. Entonces se apagarán los motores y el coronel será quien dé las órdenes.
—No del todo, Patrick. El generador está bajo mi responsabilidad y también el montaje. Necesitaré personas fuertes que sepan caminar por el espacio. En ese aspecto daré las órdenes. Pero en todo lo demás, en el mantenimiento de la estación espacial, las comunicaciones y todo el resto, usted seguirá siendo el comandante.
—Tiene razón, Pat —dijo Ely, volviendo la página del libro que estaba leyendo—. Tú eres el capitán de la nave y eso no cambiará. Nadia es tu primera auxiliar. Yo estoy a cargo del motor de fisión, pero sólo tengo que hacerlo funcionar para entrar en órbita y apagarlo. Después de eso no me queda más que ayudar al coronel Kuznekov con su generador solar.
—Todos tenemos una función que cumplir —dijo Kuznekov—, como si fuéramos un hormiguero espacial. Patrick y Nadia nos ponen en órbita y vigilan el funcionamiento de todas las máquinas que nos mantienen con vida. Yo superviso el montaje de la planta generadora, y una vez que eso esté listo, la electricidad queda a cargo de Gregor.
Éste asintió, agregando:
—Mientras se monte el generador yo me encargaré de erigir las antenas transmisoras en la Prometeo. La primera emisión será baja, pero bastará para llevar a cabo el programa piloto: conversión de los turbogeneradores a 3,3 GHz y posterior irradiación a las estaciones receptoras de la Tierra. No veo ningún problema. El equipo ha sido probado y funciona como es debido.
—Muy bien, de primera —intervino Coretta—. Según todo eso, yo soy harina de otro costal, sin otra tarea que ayudarles a llevar el equipo de un lado a otro. Pero debo recordarles que en esa nave habrá una sola máquina no diseñada para trabajar en el espacio: el cuerpo humano. Estaremos en órbita, en caída libre, por lo menos durante un mes, hasta que llegue la nave de relevo. Por tanto, mi tarea será conseguir que todos mantengamos la salud durante ese período, y si es posible por más tiempo. Como poner un hombre en el espacio, sea ruso o norteamericano, cuesta un millón de dólares, cuanto más nos mantengamos en pie mejor será. Vengan a verme por cualquier molestia; ofreceré aspirinas y consuelo a cualquier hora.
Coretta había dado en el clavo. Cada uno de ellos acababa de resumir su función para los otros, y una vez comenzado aquello debía proseguir. Pero ella había coronado la conversación haciéndoles reír. Patrick sintió que ése era el momento adecuado para dejar los temas serios y hacer vida social. Antes de poder trabajar juntos era necesario aprender a convivir.
—Luz verde para unos tragos —dijo—. Ya sé que entre los norteamericanos no hay abstemios; tampoco en el equipo de pilotos. ¿Y usted, coronel?
—Sólo bebo vodka, coñac, cerveza, kvass y vino, aunque durante la guerra aprendí a gustar del schnapps alemán y del whisky escocés.
—No será difícil complacerle. Falta ver qué pasa contigo. Gregor.
El rubio ingeniero miró a su alrededor.
—Por favor, no se preocupen por mí. Un vasito de vino, tal vez. Aunque estoy dispuesto a probar cualquier cosa.
—Buenos bebedores todos —observó Patrick—. Como comandante oficial de este equipo, será un placer elegir la primera botella. Será un bebida típica de Estados Unidos, una especie de whisky agrio. Les gustará. En caso contrario, probaremos otra cosa.
Sirvió las copas y las pasó. Nadia dio las gracias con un ademán de la cabeza, sin levantar la vista, enfrascada en una conversación con Gregor. Tal vez le encontrara atractivo, lo era, dentro del deprimente estilo ruso: un ingeniero de aspecto triste, viudo desde hacía dos meses, no podía dejar de despertar los instintos maternales de cualquier mujer. Quizá no se limitara a eso; dentro de un rato ella le cogería la mano para animarle. O más que eso. ¡Oh! Eso haría más agradable el viaje. ¿Qué le importaba a él? Nadia era segundo piloto; él, el comandante, eso era todo. Sin embargo, al tomar la botella para servir la segunda copa, vio claramente ante sí la imagen de la muchacha tal como la había tenido aquella vez, desnuda y suave como la seda bajo sus dedos, los labios húmedos aún donde se habían apretado contra los suyos. El recuerdo fue tan vivo que debió hacer una pausa y resistir el impulso de parpadear sacudiendo la cabeza. Sirvió la bebida con mano firme. Todo aquello era cosa pasada, un instante fuera del tiempo, algo sin importancia. Por un momento había resultado agradable, pero algo salió mal. No tenía idea de cuál había sido el problema, ni le interesaba averiguarlo. Había otras mujeres en el mundo; en ese mismo vuelo, sin ir más lejos. Ahí estaba el Movimiento de Liberación Femenina, con una venganza que llevar a cabo. Y Coretta le era mucho más comprensible que Nadia. Después de todo, algo debía haber de cierto en aquello de que «Oriente es una cosa y Occidente es otra». Eran la tecnología y la necesidad mutua lo que había impulsado el Proyecto Prometeo, sin que en eso tuviera nada que ver la urgencia de cada país por meterse en los asuntos del otro. Ely y el coronel estaban en lo cierto: mientras todo se mantuviera en un plano técnico, no habría problemas. Patrick les acercó los vasos.
—Oye, Patrick —dijo Ely—, ¿sabías que nuestro amigo el coronel fue quien creó, junto con Patsayev, el cable superconductor que estamos instalando en Alaska?
—No lo sabía, pero lo creo. A lo mejor porque no sé casi nada sobre superconductores.
—Es el descubrimiento más grande que se ha hecho en física desde el monopolo. Eso demuestra la estupidez de la CÍA. Mandaron un informe de quince páginas sobre el coronel; dice de todo, desde cuándo se afilió al Partido Comunista hasta cómo se llama su perro, pero no figura una sola palabra de su verdadera obra. Vamos, Patrick, no pongas esa cara de niña escandalizada. ¿Acaso piensas que el coronel no está enterado de los extensos informes que recibimos sobre cada miembro de la tripulación?
—¿O es que piensa que nosotros no recibimos algo parecido? —agregó el coronel, mientras tomaba un largo sorbo de su vaso con gesto aprobador—. No es vodka, pero tiene cierto encanto propio.
—Así es —replicó Patrick, bajando la guardia, sonriendo para sí—. Evidentemente, los de seguridad se ganan el sueldo a ambos lados del «telón de acero». Por otra parte, supongo que en realidad no importa. Prometeo es un proyecto conjunto en el que se enfrascaron los dos países porque los dos necesitaban nuevas fuentes de energía, puesto que las antiguas se están agotando. En los Estados Unidos tuvimos los grandes apagones de Seattle y de San Francisco, además de los incendios. Ustedes han sufrido pérdidas de cosechas y la plaga de hambre de Siberia. ¿O tal vez eso no salió en los periódicos rusos?
—Nuestra prensa es reacia a publicar las malas noticias —dijo el coronel, en tono seco—. Pero las entusiastas transmisiones de La Voz de las Américas y la BBC nos mantienen informados sobre los desastres.
Coretta bebía su vaso a solas, con la vista fija en el líquido. Patrick consideró que había llegado el momento de reparar algunas ofensas.
—Quiero hablarle sobre lo que pasó el día de su llegada —dijo.
—¿Qué dice?
Al parecer no tenía intención de facilitar las cosas.
—Creo que usted entendió mal.
—No lo creo, mayor Winter.
—Este viaje va a ser largo. ¿Por qué no me llama Patrick?
—Si yo le dijera Patrick usted empezaría a tutearme, y no estoy dispuesta a eso.
—Esto no es una batalla a ganar, doctora Samuel. En cambio podemos perderlo todo. Si seguimos peleando pondremos el vuelo en peligro y habrá que reemplazar a uno de nosotros. ¿Qué ganaríamos con eso? ¿No podemos comenzar desde cero, como si no nos conociéramos, como si yo acabara de entrar por esa puerta? Así yo podría acercarme sigilosamente a usted y decirle que se parece a cierta muchacha que salía conmigo en la escuela secundaria; que yo recuerde, fue la primera. No entorne los ojos, lo digo en serio. Ya sé que tengo el color de piel y toda la pinta de un racista, pero las apariencias engañan. Aquella muchacha se llamaba Jane y era negra; eso fue antes de que empezara a usarse el término «de color». Tenía un físico bárbaro. Le pedí el coche a mi padre y la invité al autocine. Creí que había salido todo a las mil maravillas, especialmente los manoseos en el asiento trasero, pero cuando la llevaba a su casa me dijo que difícilmente volvería a salir conmigo. Naturalmente, eso fue todo un golpe a mi orgullo masculino; le pregunté por qué, si era porque yo no le gustaba. Recuerdo que me dio una palmadita en la mejilla y dijo que sí, seguro, yo le gustaba y sabía besar y qué sé yo. Pero que mi conversación era muy aburrida. Ella siguió estudiando, acabó mucho antes que nadie y ahora está de profesora de sociología en la Universidad de Columbia. Esa parte no me humilló demasiado, porque en ese tiempo el manoseo era más importante que los libros, pero jamás olvidé el episodio.
—¡Patrick Winter! ¿Es cierto todo eso?
—Juro que sí. Y le enseñaré su fotografía, la que tengo en el álbum de la secundaria, con un gran beso marcado con lápiz de labios rojo sobre la firma.
—¿Y era negra?
—Bueno, no exactamente. He cambiado un poco esa parte para llamarle la atención. En realidad era mejicana, nacida en Estados Unidos; toda su familia había venido de allá. Pero pensé que para el caso el detalle no importaba demasiado.
La tensión de Coretta duró aún otro instante; después se relajó con una sonrisa.
—¿Sabe? Usted no es tan malo para ser blanco.
—Tampoco usted es tan mala para ser una feminista que ha pasado la vida luchando contra los machos fascistas. Brindemos por la paz… y por el éxito de Prometeo.
—¿Por qué no?
Entrechocaron las copas y bebieron. Ella agregó:
—Pero ¿hace falta brindar por el éxito? ¿Cabe alguna duda?
—En cualquier vuelo hay dudas. Cuantas más cosas involucra un despegue, más errores pueden producirse. En la primera Apolo a la Luna, el módulo lunar tocó suelo con sólo un dos y medio por ciento de combustible en los tanques. Tanto los soviéticos como nosotros hemos tenido problemas con los programas espaciales. Ahora se trata de seis enormes propulsores, los más grandes que se hayan construido hasta la fecha, unidos conjuntamente. Tienen que despegar a la vez y poner a la Prometeo en una órbita baja; y da la casualidad de que esta carga útil es también la mayor que se ha enviado hasta el momento. Una vez estemos en esa órbita baja (se denomina órbita decreciente porque caeremos pronto a la Tierra si no salimos de ella), una vez que estemos allí, tendremos que poner en marcha el motor a fisión de Ely para llegar a la órbita final. Ahora bien, en cuanto a ese motor, aunque en teoría funciona y se han probado modelos más pequeños en la Tierra…
—Déjame adivinar: ¿ese motor nunca se ha probado en el espacio?
—Acertaste. Y me preguntas si cabe alguna duda sobre el éxito de este vuelo. Pero antes de caer en la depresión escucha algo más; en este proyecto ha trabajado mucha gente, durante muchos años, para reducir todas esas dudas al mínimo posible. Según las estadísticas, estás mucho más segura en la Prometeo que tratando de cambiar una rueda en las autopistas de California; si tratas de hacerlo en el carril del centro, tus posibilidades de supervivencia son de veinticinco segundos.
—Me has animado mucho. Mientras me mantenga lejos de California puedo considerarme a salvo.
En ese momento apareció en la puerta un hombre alto que lucía gorro alto de cocinero.
—La cena está servida —dijo, con marcado acento extranjero.
—¿Qué hay para comer? —preguntó Ely.
Pero el cocinero había agotado sus conocimientos lingüísticos y se retiró.
—Un menú especialmente seleccionado —dijo Nadia—. He hablado con el cocinero; está muy orgulloso de lo que ha hecho: borscht, arenque, bistec a la Stroganoff y tallarines. Caviar y vodka también, por supuesto.
—Comida típica rusa —dijo Coretta—. En cuanto se me presente la oportunidad voy a enseñar a ese chef algunos platos auténticamente norteamericanos, como por ejemplo col rizada y costillas. Vamos, estoy muerta de hambre.