—Flax, voy a armar un verdadero escándalo; así que prepárate.
—¡Patrick, piensa un poco! Bien sabes que hay compromisos políticos, y la política es precisamente la que mantiene a la NASA. No hace falta que te lo diga.
Estaban ante las pesadas puertas de cristal que daban al sol poniente; éste era una bola ígnea en el horizonte. El interior del edificio tenía aire acondicionado, pero la tarde rusa seguía siendo muy calurosa; los dos guardianes de la policía militar que flanqueaban la puerta (un ruso y un norteamericano) tenían manchas oscuras bajo los brazos y un aspecto fatigado. Más allá, la calle desierta.
—Me dijiste que ella estaba en camino —observó Patrick.
—El avión ya aterrizó y había un coche esperando. Pero ya sabes cómo se pierde el tiempo en los aeropuertos rusos.
—Ely estaba enterado de algo. ¿Recuerdas la apuesta que nos hizo? Lo sabía o lo imaginaba. Pero ¿quién podía imaginar que iban a salir con algo así? No, esto es una jugada demasiado sucia para ser de la NASA; aquí se ve la mano de Bandín.
—No es tan sucia, Pat. Esa mujer es una buena profesional…
—El mundo está lleno de buenos médicos, pero son muy pocos los que pueden ser miembros de una tripulación espacial. ¿Recuerdas el apodo que se ganó en el Congreso? Le llamaban «Goma» Bandín. Era capaz de estirarse en cualquier dirección, pero siempre recuperaba su forma original. Es un viejo zorro de mil caras, de los que ya no se estilan. Los republicanos vendieron su imagen al público norteamericano como si fuera un ramo de plátanos, pero sigue siendo el mismo «Goma» Bandín. Haría cualquier cosa por ganar un voto o un dólar.
—No es mal presidente…
—Tampoco es bueno. Tal vez no esté tan corrompido como Tricky Dicky[1], pero es más hábil. Fíjate lo que ha hecho en este caso. A lo mejor echa a perder todo el Proyecto Prometeo, pero sin duda se habrá ganado el voto de las mujeres y de los negros. No, no voy a aceptarlo.
—Tranquilízate, Patrick. Piénsalo bien —pidió Flax, cogiéndole por el brazo con dedos húmedos y calientes—. ¿Cuánto hace que estás en proyectos espaciales? ¿Nueve años? Es toda una carrera, y este vuelo representa la culminación; tú eres el piloto. Si dices algo te harán pedazos. Los dueños de los periódicos están de parte de Bandín, y ellos manejan a los que escriben esos mismos periódicos. Nadie sabrá de qué hablabas… y te encontrarás en la calle. Dirán que obraste por resentimiento y te hundirán. Y la Prometeo partirá de todos modos, sin atrasos, con otro piloto. ¿Crees que tu suplente es tan eficiente como tú? Si no lo es, en ese caso estás saboteando el proyecto. Sólo por abrir la boca.
—Es algo sucio, Flax. Tú lo simplificas mucho, pero es sucia política.
—Patrick, usa la cabeza. Todo es política. ¿Recuerdas esos antiguos cuentos de ciencia-ficción sobre los cohetes a la Luna? Cualquier industrial millonario construía uno en el patio trasero de su casa, o a lo mejor era un sabio loco el que lo armaba con barrotes… y allá iba. Pero ninguno de esos escritores acertó; nadie pensó en que serían pilotos del Ejército o de la Armada los que llegarían a la Luna. A nadie se le ocurrió que la raza espacial sería precisamente eso: una raza; mucha gloria nacional, mucha bandera. Si no llegamos primero se nos adelantarán los rusos, vamos, pronto, pongan dinero, arriésguense y confiemos en la suerte.
—Allí viene un coche. ¿Quieres decir que las cosas siguen siendo así?
—No lo pongas en duda. Los soviéticos cuentan con grandes propulsores; nosotros, con el resto del material y la mejor tecnología. Ninguna de las partes podría llevar a cabo el proyecto de aquí a diez años, por lo menos, de modo que este asunto de la cooperación ha sido una obra maestra de la política creativa. No se te ocurra arruinarla a estas alturas. ¿Bandin está sacando provecho político de esto? ¿Y qué? Si todo sale bien beneficiará a todos y eso es lo que importa, compañerito.
Frente al edificio se detuvo un automóvil negro con la bandera norteamericana flameando a un lado. De él salieron un coronel y un agregado a la Embajada, que se dieron la vuelta para ayudar al otro pasajero. Patrick les observó, tratando de contener su cólera y sus dudas, sin saber cómo actuar. Una muchacha bajó del automóvil y se dirigió hacia la entrada.
Allí estaba. Menuda, más bien baja; apenas llegaba a los hombros de los dos hombres que la acompañaban. Piel oscura; no precisamente negra, pero bastante oscura. Pelo corto y pulcramente ondulado. Bonita; hermosas facciones, nariz casi egipcia. También la figura era hermosa, modelada por el ligero traje color crema. Buenas caderas, piernas torneadas, andar elegante. ¡Por Dios! ¿Qué estaba diciendo? ¿Contemplando un desfile de belleza o estudiando a la doctora espacial que podía colaborar en el éxito del vuelo o llevarlo a la ruina?
Enseguida estuvieron dentro del edificio y se iniciaron las presentaciones. La mano de la doctora era fresca; su apretón, firme. Muy poco después quedaron solos con Flax.
—Siento hacerla trabajar tan pronto, doctora, pero la entrevista estaba fijada para las…
—Llámeme Coretta, por favor, doctor Flax.
—Lo mismo digo, Coretta; todo el mundo me llama Flax. Como se puede imaginar, tenemos que hacer relaciones públicas. Newsweek ha planteado las cosas con un punto de vista bastante similar al nuestro; han enviado un periodista que lleva la voz cantante en su especialidad. Se llama Redditch; pertenece al personal directivo de la revista. Ya ha hablado con casi todos los otros y tendría que haberse marchado, pero se quedó para esperarla. Si no se siente demasiado cansada…
—En absoluto. Ha sido un viaje magnífico y todavía me dura el entusiasmo. Será un placer hablar con ellos.
—Muy bien. Por aquí. Patrick, tú ya sabes por dónde es. Tal vez no era casualidad que la gran ventana de la sala dedicada a Relaciones Públicas diera a la plataforma de lanzamiento, donde se erguía la Prometeo, enmarcándola nítidamente contra las nubes rosadas del crepúsculo. Coretta se detuvo involuntariamente y juntó las manos con una exclamación de asombro:
—¡Oh, Dios mío! ¡Es una maravilla, realmente una maravilla!
—¿Puedo citar su frase? —preguntó un hombre sentado ante el bar.
Era delgado y de hombros caídos; tenía grandes orejas y nariz de patata, pero irradiaba buena voluntad. Su atenta mirada no dejaba escapar detalle.
—Doctora Samuel, le presento al señor Redditch, de la revista Newsweek —dijo Flax—. Antes de empezar, ¿quiere tomar algo?
—Un whisky con hielo, no demasiado fuerte. —Yo se lo traigo— dijo Patrick, dirigiéndose hacia el bien provisto bar.
Siempre se traía lo mejor para la prensa. Se sirvió un abundante «Chivas Regal» con soda y un «Jack Daniels» etiqueta verde para la muchacha. Todos se habían sentado ya en torno a la mesa; el periodista puso el magnetófono en el centro. Patrick levantó un vaso, interrogando a Flax con un movimiento de cejas, pero éste movió la cabeza. El piloto dejó entonces los vasos en la mesa y se unió a ellos.
—Quiero dejar algo en claro —dijo Redditch—: No estoy especializado en temas científicos. De los cálculos y los planos se encargan nuestros técnicos; yo, de las entrevistas personales. A los lectores les gusta conocer a los protagonistas y salirse de los datos técnicos. ¿Entendido?
—Perfectamente —replicó Flax—. Estamos dispuestos a colaborar.
—Bien. Comenzaré por usted, Coretta, ya que acaba de llegar y es la única a quien no conozco. ¿Qué puede decirme sobre sí misma?
—No puedo agregar nada a los datos que ya se dieron a la prensa. Estudios, investigaciones, más investigación en la NASA…
—Sin duda su vida deber ser mucho más interesante de lo que está diciendo. Una mujer que triunfa en un terreno tan masculino ha de interesar mucho al público. Más aún tratándose de una mujer de color. Usted ha avanzado mucho; seguramente debe haber vencido muchas dificultades.
—No lo veo de ese modo —respondió ella, con calma—. Estados Unidos es un país civilizado, donde las mujeres con talento pueden progresar tanto como los hombres. Y el color de la piel no tiene ninguna importancia.
—¿De veras? —exclamó Redditch, alzando las cejas—. Esa será una buena noticia para los ghettos.
Y agregó, mientras tomaba nota:
—¿Me permite ser franco, Coretta? Llevo muchos años como periodista y sé cómo son las cosas. No soporto que se rían de mí.
—Las cosas son como le digo; nadie está bromeando.
Redditch levantó las manos como si se rindiera.
—¡De acuerdo! No vamos a pelear. Usted dice las cosas según las ve y yo tomo nota.
Enseguida se dedicó a hojear un cuaderno de informes proporcionados por la NASA.
—No —observó—; en esta copia no mencionan ni su boda ni su divorcio.
—Parece que no ha perdido el tiempo —comentó ella, llevándose el vaso a los labios—. El matrimonio no llegó a durar un año. Él era un antiguo compañero de estudios. Fue un mutuo error. No tuvimos hijos. Estamos divorciados, pero nos vemos de cuando en cuando. ¿Quiere nombres y fechas?
—Gracias, esos datos los tengo. Basta con su opinión personal. Una pregunta más, si me permite. ¿Cree usted que las conveniencias políticas influyeron para que usted, nueva en el programa espacial, fuera elegida para este vuelo?
Ahí estaba la pregunta clave, la que Redditch venía preparando; lo primero había sido sólo un juego. Patrick, inmóvil, notó que el cuello de Flax enrojecía súbitamente. Ninguno de los dos dijo una palabra. Redditch movió algún mando del magnetófono mientras Coretta sorbía el whisky y dejaba el vaso sobre la mesa.
—No lo creo —replicó después, con voz tranquila y sin prisa—. No soy nueva en la NASA; al contrario, llevo cinco años en la investigación espacial. Siempre he deseado practicar mi especialidad en su propio medio, es decir, en el espacio. Supongo que mi edad tuvo cierta influencia; aunque muchos de mis colegas tienen mayor antigüedad, no tienen la resistencia física necesaria para un vuelo espacial prolongado. He sido muy afortunada al salir elegida precisamente para esta misión tan importante. Para mí es una gran alegría formar parte de la tripulación.
«Bien contestado», pensó Patrick, mientras iba a servirse otro whisky. Con frialdad, sin precipitarse y sin olvidar los discursitos preparados por la NASA, palabra por palabra. Había estudiado muy bien su papel. A Redditch le costaría atraparla.
Pero el periodista no lo intentó. Tras formular la misma pregunta desde uno o dos puntos de vista diferentes pareció perder interés. La sonrisa de Coretta se ensanchó tal vez, imperceptiblemente, cuando el hombre inició la retirada. Mientras tanto Flax se había instalado junto al bar para servirse un vaso de agua helada y otro más. Redditch recogió el cassette y se volvió hacia Patrick.
—Y ahora —dijo—, la pregunta por el premio mayor. Ya sé que se lo han preguntado trescientas veces, por lo menos, pero confío en que no le molestará contestar otra vez. ¿Cuál es la finalidad de la Prometeo?.
—Antes de decir para qué sirve el proyecto, ¿puedo hacer un poco de historia?
—Responda como prefiera; dispongo de todo el día. Pero trate de evitar los términos técnicos. Hágase cargo de que no pude aprobar la aritmética en la escuela elemental.
—De acuerdo. En primer término, tengamos en cuenta la escasez de energía. No se trata ahora de política, de la avaricia de los árabes ni de lo que ganan las compañías petrolíferas, sino de la simple realidad: si el consumo se mantiene como hasta ahora, en un par de años más habremos consumido todo el petróleo de la Tierra. Por tanto, hay que tomar medidas drásticas y esa medida es la Prometeo. En realidad, el petróleo cumple dos funciones: no es sólo el combustible que utilizamos para propulsar coches y aviones, sino también la materia prima indispensable para muchas industrias, para productos químicos, fertilizantes, etcétera. Por eso cada gota que quemamos como combustible es una gota que no podrá ser utilizada para otras funciones vitales. Por tanto, si satisfacemos nuestras necesidades energéticas por medio de otra fuente que no sea el petróleo, todas las reservas quedarán disponibles para los otros usos. ¿Entendido hasta aquí?
—Perfecto. Claro como el agua. Siga.
—Bien. Vamos ahora a las otras fuentes de energía. En principio, toda nuestra energía proviene del Sol.
—Eso no lo entiendo. ¿Y el carbón, el petróleo, el viento? ¿Qué tienen que ver con el Sol?
—Están muy relacionados. El carbón y el petróleo contienen energía solar almacenada por las plantas hace millones de años. El Sol calienta nuestra atmósfera y ésta, al moverse, produce el viento. El viento, al soplar, levanta olas en el océano, de modo que hasta la energía hidroeléctrica proviene indirectamente del Sol. Ha llegado el momento de emplear directamente esa energía solar, libre de contaminación ambiental, eternamente disponible. Y lo haremos mediante el Proyecto Prometeo.
—Más despacio. Sólo para comenzar con el proyecto se requieren miles de millones de dólares. ¿No sería mejor invertir ese dinero en la Tierra, captando la energía solar del desierto, por ejemplo?
—No. Se interpone la atmósfera; además, de noche no hay sol; por tanto, el suministro no sería continuo. La construcción es muy cara, y hay otra cantidad de detalles que dificultarían la realización de este sistema. Se podría hacer, sin duda, pero jamás podría igualar el alcance y la eficacia de Prometeo. A su debido tiempo, Prometeo suministrará la energía necesaria para el mundo entero, eternamente y sin costo alguno. Eso es lo que se intenta.
—¿De qué modo?
—Mire por la ventana. La nave más grande que se haya construido hasta el momento. La primera de una serie de cincuenta. Vivimos en un mundo grande y superpoblado que requiere muchísima energía. Este proyecto incluye cincuenta cargas; quién sabe cuántas vendrán después.
—Se diría que es muy caro.
—Lo es —reconoció Patrick—, pero una vez en marcha el proyecto se mantendrá solo. La electricidad se suministrará al precio medio de dos centavos y medio por kilovatio, lo que bastará para financiar más lanzamientos y nuevos generadores. Una vez que la nave está en órbita, la generación de electricidad es muy simple. La mayor parte de nuestra carga consiste en el mismo material plástico con que se envuelven los restos de comida para guardarlos en la nevera. Puesto que en órbita no hay gravedad ni fricción, ese delgado plástico se puede extender sobre muchos kilómetros cuadrados. Como está recubierto de aluminio, actúa como un gran espejo, reflejando los rayos solares hacia un punto focal, donde sirve para calentar un fluido que, a su vez, impulsa una turbina generadora de electricidad. Es simple.
—Muy simple. Pero no me ha explicado cómo se devuelve la electricidad a la Tierra. ¿No es allí donde entra en juego ese «rayo de la muerte»?
Patrick sonrió.
—Los viejos rumores son los más difíciles de erradicar. Cualquier tipo de radiación podría denominarse «rayo de la muerte», pero sólo si es lo bastante fuerte y concentrado. Una bombilla eléctrica nos calienta la mano, pero si uno se pone frente a un reflector del Ejército quedará asado. Quien vaya en un bote podría ayudarse a encontrar el camino por medio del radar, pero si se pone en el punto focal del radar quedará frito, coagulado como un huevo duro. Grado y concentración. Una vez que la electricidad haya sido generada en el espacio se la convertirá en ondas de radio, en microondas de baja densidad, para irradiarla a la Tierra. La doble antena direccional la proyectará hacia un receptor instalado en Siberia y hacia otro ubicado en el Estado de Washington. Rusia recibirá la cantidad necesaria para satisfacer los requerimientos de Siberia. Nosotros podremos proveer de energía a los cinco Estados del Oeste. Energía gratuita, procedente del espacio.
—Todo parece muy razonable, pero me duele descartar tan fácilmente el «rayo de la muerte». Se me ocurre que la cantidad de energía necesaria para hacer todo eso, aun bajo la forma de ondas de radio, podría ser un poquito fuerte al tocar tierra.
—Está completamente en lo cierto. En primer término, el rayo queda encerrado en el receptor y es capaz de corregirse a sí mismo. En segundo lugar, si a pesar de eso la onda se esparciera demasiado, quedaría automáticamente anulado. Según la teoría, ese rayo no ha de ser lo bastante fuerte como para provocar daños en la Tierra, pero, para mayor seguridad, el receptor estará instalado en las montañas, a muchos kilómetros de la casa más cercana.
Redditch alargó la mano y apagó el magnetófono.
—Parece estar bien pensado…, y con esto concluyo el asunto. Gracias por la atención. Debo salir corriendo; hay un avión que quizá pueda alcanzar.
Hubo despedidas corteses; la puerta se cerró tras el periodista.
—Ahora sí puedo aceptarte esa copa —dijo Flax, dirigiéndose hacia el bar—. Tenía miedo hasta de mirar una botella frente a ese hijo de puta. ¿Quiere otro, Coretta?
—Sí, por favor.
Seguía sentada con elegancia, muy tranquila, con las manos cruzadas sobre el regazo. Patrick se sirvió otro whisky y se preguntó cómo podía ella mantenerse tan serena.
—Usted acaba de salir de Houston —observó—. ¿Se sabe algo más de Doc Kennelly?
—Lo que ustedes han de saber, nada más. La operación fue muy bien y el pronóstico es excelente.
—Qué coincidencia, ¿no?
—¿A qué coincidencia se refiere?
—Esa enfermedad, precisamente ahora. ¿Y qué pasó con Feinberg, el suplente? ¿No era suficiente con un judío para que la Prometeo…?.
—Patrick —interrumpió Flax—, ¿por qué no te callas, y dejas descansar un poco a Coretta? Debe de haber tenido un día agotador.
—No, Flax, déjele hablar. Aclaremos esto. Por mi parte, no tengo idea de lo que ha sido del doctor Feinberg; nadie se molestó en informarme. Hace unas siete semanas me iniciaron en un programa espacial, todo en el mayor misterio, con fuerza centrífuga, caída libre y demás. Y anteayer me dijeron que estaba incluida en la Prometeo. Eso es todo cuanto sé.
Patrick rió sin alegría.
—También es cuanto nosotros sabemos. ¡Siete semanas! Ese degenerado de Bandín lo tenía pensado desde entonces. ¿Será cierto que Doc tenía apendicitis? A lo mejor incluso eso fue planeado.
—¡Basta ya! —exclamó Flax, interponiendo su mole entre ellos—. Vete a tus habitaciones, Patrick. Has bebido demasiado; te conviene dormir.
—No —dijo Coretta—. Por favor, déjenos, Flax. Ya que hemos comenzado, tenemos que terminar este asunto. Aquí y ahora mismo.
Se irguió frente a Patrick, levantando la vista hacia él, con los puños apretados; por primera vez dejaba traslucir su emoción. Estaba enojada.
—Lo que usted está pensando es bastante obvio. Ese degenerado de Bandín, como usted le llama, ha estado haciendo maniobras políticas. Los comunistas metieron una mujer en el programa espacial, cosa que sentó como una patada en el hígado. Era cuestión de devolver el golpe metiendo a su vez a una mujer, y si conseguía que, además, fuera negra, llevaría las de ganar. ¿Se podía? ¿Y si Kennelly se pusiera enfermo y hubiera que sacarle del programa? Habría que reemplazar previamente a su suplente, pero en eso no había dificultades. En ese caso, ¿a quién se podía preparar rápidamente para reemplazar a Kennelly? ¡Pero vamos! ¡Ahí tenemos a la doctorcita Coretta Samuel, en lo más recóndito de la NASA! Eso no sólo prueba que la NASA proporciona igualdad de oportunidades para ambos sexos, sino que, además, sabe analizar muy bien las muestras de calcio. Y cómo no, si lleva cinco años haciendo ese trabajo. ¿Y si le diéramos una oportunidad incluyéndola en el equipo de la Prometeo? Es eso lo que usted piensa, ¿verdad?, o algo muy parecido.
En su enojo se acercó tanto a Patrick que él sintió en la cara su cálido aliento. Por toda respuesta asintió lentamente con la cabeza.
—Pues ahora escúcheme, señor piloto: yo también pensé lo mismo.
Se alejó un poco y le apuntó con el índice, prosiguiendo:
—Creo que esa forma de actuar es repugnante, que apesta a política y que incluso desde aquí se siente en esto el olor a Washington. Pero le diré algo más: ¡no me importa! Me importa un bledo porqué me incluyeron en la Prometeo. ¡Aquí estoy! El señor Redditch sabía muy bien que todo lo que dije sobre los negros de Estados Unidos era mentira; y no hablemos de las mujeres negras. Pero no seré yo quien haga propaganda racial con el proyecto Prometeo; hay quien se encarga de eso. Mi tarea consiste en ir con ustedes. Y soy capaz de hacerlo; para eso me entrenaron. Voy a subir al espacio, voy a cumplir con mi trabajo y después regresaré para recibir el aplauso de las multitudes. Para llegar adonde estoy he tenido que trabajar mucho y entregarme a fondo. En la historia de este país hubo un hombre excepcional llamado Martín Luther King. Le mataron por lo que estaba haciendo, pero su mujer siguió adelante con su obra. Sabe Dios a cuántas niñas negras bautizaron con el nombre de esa mujer; yo soy una de ellas. Ahora voy a llevar ese nombre al espacio, y allá trabajaré como sé hacerlo. Habrá una mujer que triunfó, una negra que sale adelante. Y eso jamás podrán quitárnoslo.
Golpeó el vaso contra la mesa con tanta fuerza que éste rebotó contra la superficie, volcándose; hielo y whisky se derramaron sobre la madera pulida. Antes de que nadie pudiera articular una palabra, Coretta había girado sobre sus talones para desaparecer tras la puerta.
—Reilly, todo esto es una pesadilla. Y yo no entiendo una palabra, con lo que las cosas no se simplifican en absoluto.
—Si quieres te enseño, Duffy; diez dólares por lección. Vale la pena. En poco tiempo hablarás ruso como los nativos y, además, ganarás cincuenta más por semana, como yo; es el suplemento por idioma extranjero.
—No me vengas con ésas. Apenas hablo inglés. A ver, dime: ¿qué significa este garabato en esta conexión?.
—Tanque bombeador bilateral de reserva 23 para la transmisión de combustible, línea de alimentación 19 a 104, tanque 16B, llave de presión normalmente cerrada 734LU.
—Gracias. Ahora que lo sé me siento mucho mejor.
El esquema principal de la sección estaba extendido sobre la cubierta; medía dos metros por dos metros y lo habían impreso en seis colores. Duffy verificó el circuito, murmurando para sí. Parpadeó una sola vez y perdió el hilo del diagrama. Finalmente se irguió para frotarse la espalda.
—Nosotros verificamos los circuitos —dijo, señalando los paneles abiertos y las conexiones eléctricas expuestas—. Increíble. Hay continuidad entre los mandos de la cabina de vuelo, el ordenador, los relés, los motores y los servos de las subunidades. Pero ¿qué se gana con eso? Las tuberías de los rusoskis están selladas y presurizadas con nitrógeno; ni siquiera se les puede echar un vistazo.
—Han pasado por doble control. Ya viste los registros.
—Sí, pero nosotros, ¿cómo lo sabemos?.
Reilly se encogió de hombros y se escarbó los dientes con el polo positivo del voltímetro digital, mientras observaba el correr de los números en el indicador.
—No lo sabemos, creo. Habrá que tener fe, compañerito. Concédeles confianza cuando se la merecen… Y hay que ver que estos degenerados saben volar. Dales materia prima y allá van, arriba, arriba. Motores múltiples y distintas bombas de combustible; para que si una parte falla, las otras sigan funcionando. Saben lo que se hacen.
—Pero también estallan, ¿o es sólo un rumor?.
—Una nave estalló, de eso estamos seguros. En 1968 un satélite fotografió a uno de estos pichones en la plataforma de lanzamiento. Otra foto, tomada al día siguiente, demostró que había desaparecido…, junto con la torre de lanzamiento y todos los edificios de un kilómetro a la redonda. Debió de haber estallado en el momento de despegar. Pero era uno de los primeros modelos.
—Eso es lo que tú dices.
—Está en los registros. Ya llevan un par de años utilizando estos propulsores en todos los lanzamientos, y todos han salido muy bien. Han tenido problemas con las plataformas de lanzamiento y sobre todo con la carga útil, pero estos pichones son muy capaces de levantar vuelo.
—Oye, ¿todavía no es hora de tomar un café?.
—No. Ahora tenemos que hacer esto.