—Enciende la tele, querido, mientras lavo las tazas —dijo Irene, mientras recogía la vajilla del té.
—De acuerdo —respondió Henry Lewis, apartándose de la mesa.
Se dirigió lentamente hacia el mueble del frente y encendió el aparato. Era antiguo y tardaba mucho en calentarse. Frente a la pantalla estaba su silla favorita; también había un paquete de Woodbines sobre la mesa. Encendió uno mientras abría el «TV Mirror» de esa semana.
—Lo que me temía —informó en voz alta—. Repiten ese partido de Leeds United, el que nos perdimos cuando estábamos en casa de tu madre.
La pantalla surgió a la vida con un parpadeo. Henry alargó un dedo para sintonizar ITV. Un hombre con cuello de bull-dog hablaba en algún idioma extranjero mientras otra voz traducía sus palabras al inglés. Henry, irritado, sintonizó BBC-1 sólo para encontrarse con el mismo hombre; en una última y débil esperanza pulsó la BBC-2; allí obtuvo su merecido: tres hombres sentados en sillas de madera tocaban la trompeta.
Ya disgustado apartó las zapatillas de un puntapié y se puso las botas. Mientras recogía la gorra y la chaqueta dijo a su mujer:
—Sabe Dios qué están dando… Me voy a dar un paseo.
—Hasta cuando cierren.
Era una noche hermosa. En realidad le gustaba salir de su casa. Tomó por New Town Road, más allá de los altos edificios de apartamentos, que no le gustaban. Más que edificios de apartamentos parecían barracas. Llegó hasta Las Armas del Rey, pero siguió caminando. Demasiado plástico, cerveza de barril y tocadiscos automático; una vez había entrado allí, pero no le gustaba ni le parecía un lugar decente. La aldea vieja estaba a diez minutos a pie, pero valía la pena.
Era como un remanso, circundado por la nueva ciudad. La carretera principal, que llevaba desde la fábrica a la autopista, había barrido media aldea; a su paso crecían por doquier los edificios de apartamentos. Pero el resto de la población estaba construido en un valle profundo; tal vez costaría más rellenarlo que dejarlo en paz. Quedaban allí unas cuantas cabañas, un par de tiendas y un edificio casi todo de madera sobre cuya puerta pendía un cartel descolorido: El Caballo y el Paje, Entrada Libre. Henry accionó el picaporte metálico y empujó la pesada puerta de madera.
—'nas noches, Henry —dijo el propietario, que estaba secando el mostrador.
—'nas noches, George.
Henry apoyó los codos sobre la madera oscura y guardó silencio mientras George servía una jarra de cerveza y se la acercaba.
Echó un buen trago y suspiró, lleno de felicidad. George hizo un gesto de asentimiento.
—Buen barril éste —dijo.
—Sí, es bueno. Pero no como los de antes.
—¿Cómo?
—Todo es igual. Hasta el tiempo anda mal.
—Dicen que son los cohetes.
—¡Los cohetes! Eso es lo que daban en la tele esta tarde, en vez del partido. Yanquis, rusos y más cohetes. Gracias a Dios no tenemos nada que ver con eso. Como si las cosas no anduvieran ya bastante mal. Al menos nosotros no gastamos dinero en esas payasadas.
—Porque no tenemos. Si no, esos malditos políticos ya lo estarían gastando.
—Es así, George. Políticos idiotas y cerveza aguada.
Apuró el vaso y lo empujó hacia el propietario.
—Sirve otra —dijo.