«A la gente sólo le importa lo que pasa en su pequeño rincón del universo», meditó I. L. Flax. Después se dirigió en inglés a Vandelft, que dirigía el equipo de ingenieros norteamericanos.
—Señores, ¿se dan cuenta de que en cuarenta y cinco minutos debo estar en la primera conferencia de prensa del proyecto Prometeo? Satélites de transmisión televisiva, periodistas de todo el mundo, obras…
Enseguida repitió lo mismo en ruso para Glushko, que dirigía el equipo soviético. Lo poco que cada uno hablaba del idioma del otro había quedado olvidado en el calor del momento. Uno era de Siberia; el otro, de Oshkosh, pero se parecían de un modo sorprendente. Gafas con montura de oro, pelo escaso, dedos manchados por el cigarrillo, bolsillos repletos de lápices y bolígrafos y la inevitable calculadora colgando como un revólver junto a la cadera.
—Lo sé, Flax —replicó Vandelft, tamborileando los nerviosos dedos sobre el tablero—. Pero esto no le llevará más de quince minutos, quizá diez. ¿Para qué diablos tanta conferencia de prensa si las pruebas finales quedan suspendidas? En ese caso no podremos efectuar a tiempo el lanzamiento.
—No hay ningún problema —dijo Glushko, con una mirada fría y asesina que esquivó la de su colega—. Son los norteamericanos los que han detenido el trabajo. Nosotros estamos listos para actuar.
—De acuerdo, allá voy; en bien de la unidad, de la paz, mir. Recuerden que éste es un proyecto conjunto; les agradecería que al menos actuaran como si estuviesen de acuerdo en trabajar unidos.
Repitió lo mismo en ruso mientras avanzaba hacia la puerta. Todo el calor del día cayó sobre él; las gotas de sudor se convirtieron en chorros bajo el sol. Vandelft estaba al volante de uno de los carritos de golf que el personal de la NASA utilizaba para trasladarse por la extensa base. Flax se deslizó a su lado. Glushko, que como todos los rusos despreciaba esa decadente forma de transporte, estaba ya en su bicicleta y llevaba la delantera.
«Uno jamás termina de acostumbrarse a ese tamaño —pensó Flax—; en un par de días tendré que sentarme en mi sitio, allá en Control de Misión, para poner ese pájaro en órbita. ¡Qué lejos está Pszczyna!».
Flax no solía acordarse de su ciudad natal, pues Norteamérica era su patria desde los once años. Pero Polonia era su tierra de origen, la Polonia alemana; allá su familia era considerada todavía alemana, aunque llevaba varias generaciones en el lugar. El padre era director de la escuela local, hombre instruido a todas luces, y había educado a su hijo de la misma forma. En la casa se hablaba alemán; en la escuela y en las calles, polaco; así el pequeño Flax habló desde un comienzo los tres idiomas. Cuando la familia emigró a los Estados Unidos ante la amenaza de la guerra, el padre no dejó que los olvidara. El muchachito, siempre con exceso de peso y medio rata de biblioteca, tenía pocos amigos y ninguna amiga. El Ejército se negó a enrolarle por su gordura, cosa que le humilló más aún, obligándole a refugiarse aún más entre los libros. Por entonces estudiaba Ingeniería en la Universidad de Columbia. Cuando se programó el primer curso de electrónica, Flax olió su oportunidad: se trataba de un terreno tan nuevo que ni siquiera había libros de texto; era necesario trabajar sobre notas ciclostiladas el mismo día de cada clase. Se dedicó a la investigación del radar; después, ya trabajando para el mismo Ejército que le había rechazado años antes, sintió que la justicia empezaba a ponerse de su lado. Cuando se organizó la NASA, él formó parte de ella desde los comienzos; sus conocimientos técnicos y su dominio de los idiomas le mantuvieron a la cabeza, aun cuando los científicos alemanes especializados en cohetes cedieron paso a los rusos, cuyo progreso era evidente. Ya no volvió la mirada hacia atrás; muchos creían que Flax y el Control de Misión eran una sola cosa, y él nunca lo desmintió. En ese momento el proyecto conjunto ruso-norteamericano marcaba la culminación de su carrera. Sin embargo, era necesario reconocer que a veces aquello resultaba agotador.
El ascensor de alta velocidad salió disparado hacia arriba por la torre de servicio y se encontró en la comodidad del Edificio de Montaje Prometeo, dotado de aire acondicionado. El EMP era un edificio sin base; su estructura, de cinco plantas, pendía en el aire en la cima de la torre de servicio que encerraba toda la estructura superior de la nave espacial. Eso se debía a que los inmensos propulsores y el cuerpo central eran demasiado grandes para ser armados en un edificio de montaje normal; además habría sido demasiado difícil moverlos una vez cumplida esa etapa. Por tanto, ese trabajo había sido realizado al aire libre, empleando protecciones eventuales en los puntos vulnerables. El proyecto había tenido en cuenta esas dificultades al diseñar el vehículo, por lo que las inclemencias del clima no podían ser perjudiciales.
Pero la Prometeo, en sí, no podía ser tratada de modo tan rudo. La habían construido en el Centro Espacial Kennedy, en las habituales condiciones de esterilidad y verificación constante, aire acondicionado a toda hora para proteger los circuitos de la corrosión y temperatura controlada por ordenadores. Después de desarmada, todas sus partes habían sido transportadas a la Unión Soviética por una flota de C5-A, especialmente adaptada. De allí la necesidad del Edificio de Montaje Prometeo, suspendido por encima de los cohetes, cuyo ambiente adecuado permitía el nuevo montaje de los componentes.
Los técnicos se hicieron a un lado para que entraran los tres hombres. Flax iba al frente. Cruzó la escotilla de entrada entre resoplidos y contempló la cabina de vuelo, que ya le era familiar.
Como en cualquier otra cabina, los mandos y los instrumentos ocupaban la mayor parte del espacio útil. Yuri Gagarin había subido al espacio sentado frente a doce instrumentos distintos. Desde entonces las cosas habían cambiado bastante. Proliferaban los sistemas de toda especie, y cada uno tenía sus medidores e indicadores y palancas de mando; todo eso llenaba por completo el espacio disponible ante los dos asientos de los pilotos. Sólo para aprender la colocación y la función de cada instrumento se requerían miles de horas dedicadas al estudio, y mucha práctica en la Cabina de Vuelo Simulado.
—¡Fíjese! —exclamó Vandelft, furioso—. ¡Los rusoskis lo han dejado hecho mierda!
—¡Mierda! —gritó Glushko, que en sus meses de trabajo con los norteamericanos había llegado a aprender por lo menos esa palabra.
—Por favor, señores —rogó Flax, con un ademán tranquilizador—. Ya veo dónde está el problema, el asunto que ha motivado la discusión. Ahora bien, si los dos se callan trataremos de solucionarlo.
Debería hallar una respuesta que satisficiera a ambas partes… cosa nada fácil. Bajo cada llave, indicador o medidor se había fijado una pulcra plaquita donde se indicaba su función. Etiquetas tales como Abort PDI SRC no tenían mucho sentido para los legos, pero eran importantísimas para los pilotos. La misma información, deletreada según el alfabeto cirílico, había sido colocada junto a cada abreviatura. Pero había algo más.
Por todas partes, bajo las etiquetas originales o alrededor de ellas, había trozos de papel pegados con cola: papel amarillo, hojas de cuaderno, todo cubierto con una enmarañada escritura rusa.
—Parece el tablero de un supermercado —protestó Vandelft—. ¿Qué es esto? ¿Una tienda de neumáticos usados, una agencia de colocación o una nave espacial?
—¡Son imprescindibles por la inadecuada información de las etiquetas en inglés! —aulló Glushko, sofocando con su voz la del otro ingeniero—. Mis técnicos deben verificar el funcionamiento del circuito, y para eso las indicaciones deben estar en ruso. Además… ¡Vea! ¡Ustedes hacen lo mismo! ¿Por qué no nosotros?
Y señaló, con ademán victorioso, ciertos cartoncitos muy discretos que Patrick Winter había fijado a los medidores más utilizados durante el despegue: eran datos específicos sobre límites insuperables y cifras a vigilar.
—No creo que sea lo mismo —observó Flax, levantando la mano para interrumpir la protesta del ingeniero ruso—. De cualquier modo, podemos hacer un trato. Ustedes pueden dejar sus etiquetas mientras los técnicos estén trabajando aquí. Después tendrán que sacarlas… ¡todas! Por muy útiles que les resulten aquí, en cuanto la nave despegue no servirán de nada a los pilotos. ¡Glushko! Déjeme terminar antes de montar en cólera. Las etiquetas de papel serán retiradas, pero la piloto rusa puede agregar cualquier cartel que necesite, tal como lo ha hecho el nuestro. Que ellos lo discutan; nosotros aceptaremos su decisión. ¿De acuerdo?
Ellos tenían que aceptar el trato; no podían hacer otra cosa, Flax echó una mirada a su reloj. ¡Santo Dios! Ya era tarde.
La conferencia de prensa había comenzado sin esperarle. El auditorio estaba lleno de periodistas y fotógrafos, y muy iluminado, para facilitar la labor de las cámaras de televisión. La plataforma parecía aún más atestada que el resto, pues todos los funcionarios de ambas naciones habían tratado de estar presentes. La cúpula de la NASA rivalizaba con la CSEE (Comisión Soviética para la Exploración Espacial). Los astronautas y cosmonautas parecían perdidos entre tanta gente. Junto a ellos había un asiento vacío que había sido reservado para Flax.
A éste le resultaba muy poco agradable hacer una entrada tardía y tan evidente, sobre todo porque atraería sobre sí toda la atención, que debía centrar al funcionario soviético que tenía la palabra en esos momentos; pero no había otra solución. Tomó aliento. En ese mismo instante alguien le tocó en el brazo. Era un capitán de la Policía Militar, flanqueado por dos sargentos; los tres estaban armados.
—Una información ultrasecreta, señor, de la oficina de codificación. ¿Me permite su tarjeta de identificación?
—¡Por el amor de Dios, capitán! ¡Nos conocemos desde hace un año!
Su protesta se extinguió ante la cara impasible del oficial; Flax sacó la tarjeta; el capitán la observó atentamente, como si nunca la hubiera visto hasta entonces, y asintió.
—Sargento, anote este número, seguido por la fecha y la hora.
Flax pasó el peso del cuerpo de un pie a otro, mientras el sargento escribía lentamente los datos en un cuaderno. Cuando todo estuvo en orden, y sólo entonces, el oficial abrió una cartera encadenada a su muñeca y sacó de ella un sobre de papel sellado en cuya cubierta se leía: alto secreto, en coléricas letras rojas. Flax sé lo metió en el bolsillo mientras se volvía para proseguir la marcha; pero aún no habían acabado con él.
—Por favor, firme el registro, señor. Aquí… y aquí… Ponga sus iniciales en esta casilla… y aquí, en la segunda hoja.
Libre al fin, Flax avanzó rápidamente por el pasillo, notando, con incomodidad, que todas las cabezas se volvían hacia él.
Sólo el ministro prosiguió con su charla sin reparar en nada. Flax se detuvo al pie de los peldaños y aguardó a que la luz roja de la cámara se apagara; se encendió entonces otra luz en la cámara vecina, dispuesta para tomar un primer plano del orador; y él aprovechó la ocasión para subir al estrado tan velozmente como le pareció razonable y ocupar su asiento. Ely Bron, vestido con un traje oscuro, de buen corte e indudable calidad, se inclinó hacia adelante para susurrarle al oído:
—Supongo que estabas demasiado bien acompañado como para llegar a tiempo. ¿Me darás su dirección cuando te canses de ella?
—Cállate, Ely —siseó—. Eres peor que un dolor de barriga.
El ruso se sentó entre un moderado aplauso; un funcionario de la NASA ocupó su sitio para decir aproximadamente lo mismo, pero en inglés. Flax se enjugó el sudor de la frente con tanta discreción como le fue posible y aguardó a que se le normalizara la respiración. Entonces recordó el informe que tenía en el bolsillo de la chaqueta.
Casi todos los papeles que llegaban a sus manos tenían el sello de Secreto; pero una información ultrasecreta, con tantas firmas, guardias y precauciones, era mucho menos vulgar. Sin duda resultaría mucho más interesante que los discursos. Sacó disimuladamente el sobre del bolsillo y se las ingenió para abrirlo al abrigo de las piernas cruzadas, ocultándolo entre sus enormes manos. Cuando la cámara volvió a centrarse sobre el orador pudo leer rápidamente el mensaje.
La frente se le cubrió de sudor. Volvió a leerlo.
Después quedó inmóvil, aturdido, hasta que Ely le dio unas palmaditas en el brazo.
—Flax, despierta; es tu turno. Anda y hazles polvo, muchacho.
Flax se adelantó lentamente y ajustó el micrófono a su altura. Se oyó el chasquido de los flashes; los ojos impávidos de las cámaras de televisión se volvieron hacia él. Todo el mundo aguardaba. Tosió un poquito y empezó a hablar.
—Como encargado del Control de Misión, mi tarea es actuar como vínculo entre la tripulación de la Prometeo y el equipo de tierra, ya sean hombres o máquinas, ensamblando los dos elementos en una sola unidad. Hoy, entre ustedes, mi tarea será la de presentar a los astronautas y cosmonautas que estarán a cargo de este primer vuelo. Sin embargo, quiero leerles antes una información que acabo de recibir del Centro Espacial de Houston. Como ustedes ven, tengo a mi lado cinco personas, y deberían ser seis. El doctor Kennelly, el médico espacial que debía ir en la Prometeo, ha sufrido una repentina enfermedad. No es nada grave; es decir, no está en peligro. Fue operado ayer de apendicitis, con ciertas complicaciones, y el pronóstico indica que se recobrará por completo. De cualquier modo, no estará en condiciones de partir con la nave. Por tanto, ha sido designado otro médico de la NASA para que le reemplace. Como todos ustedes saben, cada miembro de la misión cuenta con un suplente a fin de que las vicisitudes individuales no afecten el desarrollo del proyecto. Voy a leerles la información que acaba de llegar a mis manos.
Flax cogió la hoja de papel y los chasquidos de las cámaras fotográficas se intensificaron.
—Comienza con un informe clínico sobre el estado del doctor Kennelly; después agrega: «Considerando lo establecido, se han tomado las medidas correspondientes para reemplazarle por un suplente debidamente preparado y adiestrado, que ya se ha puesto en camino desde Houston a Baikonur. Dicho suplente es C. Samuel, del Centro de Investigaciones Médicas de Houston. La doctora Samuel tiene treinta y dos años de edad y se tituló en la Universidad “Johns Hopkins”, Baltimore, Maryland…
Un murmullo creciente de los periodistas interrumpió su lectura en tanto quienes comprendían inglés captaban el significado de lo que él estaba diciendo. La traducción simultánea siguió ronroneando; un momento después los oradores rusos se irguieron y el murmullo creció. Flax, silencioso e inmóvil, esperó a que se hiciera silencio.
—¿Has oído eso, Ely? —susurró Patrick, enojado.
—Cosas de la política, amigo mío.
—¡Por supuesto! ¡Maldición! Esa mujer cosmonauta era un punto para Moscú; así que en cuanto Kennelly se puso enfermo deben haber revuelto cielo y tierra hasta hallar una mujer que cupiera en el programa. No pueden haberla entrenado con tanta celeridad. Darán al traste con Prometeo sólo por hacer política…
—¿Puedo continuar? —dijo Flax—. Al terminar sus estudios, la doctora Samuel ingresó como interna en el hospital «Johns Hopkins». En este mensaje constan todos sus datos biográficos, que quedarán a disposición de la prensa en cuanto acabe esta reunión. La doctora Samuel proviene del Medio Oeste; aunque nació en Mississippi, se educó en Detroit. Antes de ingresar en el «Johns Hopkins» se diplomó en artes en el Instituto «Tuskegee».
Aquel nuevo dato fue revelador sólo para los norteamericanos; el resto del público tomaba notas y escuchaba. Ely permanecía tan silencioso que su misma mudez era un mensaje. Patrick tenía la mandíbula tensa, tanto que los músculos le sobresalían. Nadia, a su lado, le oyó maldecir por lo bajo y montó en cólera.
—¿Por qué hablas así? —susurró—. ¿Acaso no crees que las mujeres estén en condiciones de tomar parte en esta misión? ¿Las consideras inferiores?
—Es política. Es toda una maniobra política.
—¿Y qué? Siempre que ella sea capaz, es una gran cosa.
—¿No te das cuenta? Es un juego muy sucio. Como los soviéticos habían incluido una mujer en el vuelo, ellos debían hacer lo mismo. Pero les superaron. Así ganarán votos y se reirán de los rusoskis.
—¿Por qué te ensañas tanto?
—¿Por qué? ¿No lo has entendido? ¿No oíste el nombre de la escuela donde se graduó? ¡Tuskegee!
—Lo oí, pero no conozco ese instituto.
—Bueno, yo sí. Es de negros. Sólo para negros. ¿Qué piensas ahora? Si reemplazar a un gordo irlandés-norteamericano por una mujer de raza negra no es hacer política, ¿quieres explicarme qué diablos es?