—¡Dios mío, qué grande es! —susurró ásperamente Harding—. Nunca había imaginado que algo pudiera ser tan grande.
La palabra grande no alcanzaba a definirlo. Un reluciente rascacielos en medio de la llanura; una torre de metal sin ventanas, que empequeñecía a cuantas construcciones la rodeaban. No era un edificio, sino una nave espacial. Veinte mil toneladas que pronto bramarían con las llamaradas de sus motores y se elevarían con un estremecimiento, lentamente al principio, con más y más velocidad después, para lanzarse finalmente como una flecha hacia lo alto. El más grande artefacto espacial que el hombre construyera o soñara en el curso de su historia.
El cuatrimotor de propulsión, enorme como era, quedaba reducido a la insignificancia. Era una mosca junto a un campanario. Allí estaban los seis relucientes propulsores, todos idénticos, cada uno más grande que la mayor nave espacial construida por los americanos. Durante el vuelo debían desprenderse cinco de ellos, una vez agotado el combustible, para que el propulsor central se encargara de proporcionar energía a la carga útil. Pero el término «carga útil» era demasiado trivial para ser aplicado a la Prometeo. Prometeo, el mortal que robó el fuego a los dioses para traerlo a la Tierra, convertido en la Prometeo, la máquina que circunvolaría la Tierra a 32 300 kilómetros de altura y recogería en sus brazos extendidos la energía solar para enviarla a la Tierra. Era la respuesta al problema energético de la Humanidad, la solución definitiva que proporcionaría un ilimitado poder. Para siempre.
Tal era el plan. Y en ese momento, ante la mera inmensidad de la Prometeo, Patrick Winter empezaba a comprender su verdadero alcance. Cuando su avión hubo completado el círculo enderezó el volante y lo dejó caer hacia la pista de aterrizaje. Pero su atención no estaba del todo centrada en la tarea, y era lo bastante buen piloto como para reconocerlo.
—Por favor, coronel, hágase cargo del aterrizaje —pidió.
Harding asintió y se encargó de los mandos. Comprendía los pensamientos de su compañero. Ante él también pendía, como un recuerdo, la imagen de aquella pulida torre metálica. La apartó de su mente y se concentró; las ruedas tocaron tierra; él invirtió entonces el impulso de los motores y frenó, aminorando la marcha. Sólo volvió a hablar cuando avanzaban hacia los hangares.
—Y usted va a pilotar esa hija de puta…
Era una mezcla de afirmación y de pregunta, tal vez la sospecha de que algo tan grande como esa máquina jamás podría despegar del suelo. Patrick percibió el tono de su voz y comprendió lo que implicaba.
—Sí —dijo con una amplia sonrisa, mientras se soltaba el cinturón de seguridad para levantarse—. Voy a pilotar esa hija de puta.
Volvió a la cabina principal. I. L. Flax le hizo señas de que se acercara. Estaba tendido en su asiento, recostado hacia atrás, con el auricular del teléfono casi perdido en su enorme mano. Por lo común, a Flax le desagradaba viajar en avión, pues solía sentirse apretado. Su estatura superaba el metro ochenta; el diámetro, también, probablemente. Así, con las piernas muy separadas, llenaba el sofá totalmente. Tendía a transpirar excesivamente; su cráneo, afeitado y liso, estaba cubierto de gotitas de sudor.
—Sí, muy bien —dijo al teléfono, con su voz clara y su imperceptible acento extranjero—. Manténganse en comunicación con ellos. Volveré a llamar en cuanto acaben las formalidades.
Su interlocutor podía estar en cualquier parte del mundo. El aparato Uno de la Fuerza Aérea tenía las mismas posibilidades de comunicación que un portaaviones. Flax colgó el auricular y apartó el teléfono, mientras miraba distraídamente hacia la ventanilla con el ceño fruncido.
—Sigue en observación —dijo—, pero los médicos creen que es apendicitis. Le operarán dentro de un par de horas. Magnífico. Cualquiera pensaría que un médico debe de cuidarse mejor que nadie. ¿Cómo diablos es posible que un doctor tenga apendicitis?
Y movió la cabeza, incrédulo; sus fláccidas mejillas parecieron aletear.
—Aunque usted no lo crea, Flax, los médicos también tienen apéndice.
Patrick se había detenido frente al gran espejo para hacerse el nudo de la corbata. Tenía treinta y siete años, pero se conservaba muy bien. En comparación con Flax era todo un Adonis; claro que cualquiera lo habría sido. Tenía el vientre plano y hacía bastante gimnasia para mantenerse en línea. Era lo bastante buen mozo como para que las chicas no huyeran espantadas, aunque la mandíbula resultaba demasiado grande y el pelo retrocedía un poco más cada año que pasaba. Ajustó el nudo de la corbata y alargó la mano para coger la chaqueta.
—Además —agregó—, Kennelly tiene un buen suplente. Todos hemos trabajado con Feinberg; no habrá problemas.
—Veinte a diez a que no le veremos el pelo —dijo Ely Bron.
Estaba sentado junto a la ventanilla, con la narizota metida en su libro (su postura favorita). Nadie habría dicho que prestaba atención a la charla, pero tenía la desconcertante capacidad de leer y conversar al mismo tiempo. Era capaz de imponerse en una discusión y recordar al mismo tiempo cada palabra del capítulo leído. Volvió la página sin decir más.
—¿Qué apuesta es ésa? —preguntó Patrick—. Feinberg es el único médico suplente. Tiene que venir.
—¿De veras? A ver tus diez dólares.
—Hecho —replicó Flax—. ¿Acaso sabes algo que nosotros ignoramos, Ely?
—Saber, adivinar, oír a través de las paredes. Todo es lo mismo.
—Bueno, si quieres tirar el dinero —dijo Patrick—, acepto también.
Se abrochó la chaqueta del uniforme y cepilló el polvo invisible de sus insignias de mayor. Tal vez estaba tirando diez dólares a la basura: el doctor Ely Bron tenía la costumbre de estar en lo cierto y de ganar todas las apuestas. Además, no era de los que dejan pasar el triunfo. Patrick hacía todo lo posible por cobrar afecto a ese colega, físico nuclear, pero era consciente de que no lo estaba consiguiendo.
—Vamos —dijo Flax, irguiendo su pesada mole, en tanto la máquina se detenía—. Banda, guardia de honor, políticos, la gentuza de costumbre.
—¿Qué hay que decir, buenas tardes o buenas noches? —preguntó Patrick, echando una mirada a su reloj.
—Dobry Vyecher sirve para cualquier hora —respondió Flax—. O Zdractvooyeti.
A través de la portezuela abierta llegaron las primeras notas del himno nacional estadounidense, algo desafiante y fuera de ritmo; se parecía más a una canción folklórica rusa que al sitio del fuerte McHenry. Las alineadas cámaras se pusieron en funcionamiento con un chasquido en cuanto ellos aparecieron en la escalerilla, y el comité de recepción dio un paso adelante. Hubo algunos misericordiosos discursos de bienvenida en ruso, seguidos por agradecimientos igualmente breves de los recién llegados; finalmente pudieron pasar al vodka y al caviar. Y a las garras de la prensa. Para Patrick fue un verdadero alivio que Flax se hiciera cargo de casi todas las preguntas, alternando entre el ruso, el polaco, el alemán y el inglés sin vacilar siquiera. Ely Bron parecía desenvolverse cómodamente en francés y en alemán, aprendidos sin duda en los ratos libres que le permitía la tecnológica, cuando no estaba inmerso en alguna otra licenciatura o cualquier doctorado. Patrick había estado estudiando detenidamente el vocabulario técnico y se sentía capaz de gobernar una nave en ruso, pero no estaba en condiciones de conceder una entrevista. Tendría que ser en inglés o nada. Un hombre bajito, de traje muy arrugado, se abrió paso por entre la multitud hasta llegar a él. Tenía las gafas sucias y salpicaba saliva al hablar.
—Soy Pilkington, del World Star, de Londres —dijo con un acento medio arrabalero, mientras le acercaba un micrófono—. Mayor Winter, supongo que usted, como comandante de esta aventura, ha de tener ideas muy definidas al respecto. En primer lugar, el peligro…
—No creo que el término «aventura» sea apropiado.
Patrick sonrió al responder; en ambas márgenes del Atlántico había tropezado con gentes de ese tipo. Había periodistas a la caza de hechos, de noticias consistentes. Otros, en cambio, escribían principalmente para aquéllos que mueven los labios al leer. En su opinión, el World Star era muy bueno para forrar los cubos de basura, pero tuvo en cuenta el entrenamiento recibido: «Hay que ser amable con los periodistas».
—La Operación Prometeo es un proyecto conjunto soviético-norteamericano que combina los conocimientos especializados de ambos países, de forma tal que ha de beneficiar al mundo entero.
—¿Eso quiere decir que en ciertos aspectos los rusos superan a los norteamericanos?
El micrófono se movió más cerca; Patrick, manteniendo aún su sincera sonrisa, sentía deseos de hacérselo tragar.
—Lo que estamos haciendo está más allá de las rivalidades políticas o nacionales. La Operación Prometeo proporcionará energía libre de contaminación ambiental, justamente en una época en que las fuentes tradicionales empiezan a agotarse. A su debido tiempo suministrará esa energía a todos los países de la Tierra…
—¿Pero por el momento será sólo para los rusos y los norteamericanos?
—Por el momento, sólo los rusos y los norteamericanos construyen y financian este proyecto, que ha costado veintidós mil millones de dólares. Una vez en marcha, podremos ampliarlo a menor costo. De todos modos, cualquier refuerzo a las fuentes de energía beneficiará al mundo entero.
Pilkington se limpió los labios con el dorso de la mano y se retorció. Enseguida ensayó otro jaque.
—El peligro, ésa es la preocupación general. Ese rayo de la muerte que ustedes dispararán podría aniquilar ciudades enteras, ¿verdad?
—Eso no es del todo cierto, señor Pilkington; me temo que usted ha estado leyendo su propio periódico.
Fue un golpe rápido; enseguida lo lamentó.
—El coronel Kuznekov —prosiguió—, que ha desarrollado esta técnica, la ha sometido a todas las pruebas posibles. En el espacio se genera la electricidad a partir de la luz del sol, por simples métodos térmicos, en un generador a turbina; después se transmite bajo la forma de un rayo de ondas cortas de alta potencia. Una vez recibido en la tierra se le convierte de nuevo en electricidad.
—Pero ese rayo, ¿no podría escaparse del control y aniquilar a toda una ciudad?
—Las ondas de radio son exactamente iguales a las que nos rodean actualmente, aunque más fuertes, más concentradas. Admito que si alguien se pusiera en el punto exacto podrían calcinarle…
Su voz, al hacer ese comentario, no dejaba duda alguna sobre quién debía ser calcinado.
—… pero es una posibilidad muy remota. Las antenas receptoras están situadas en parajes muy remotos; además, hay muchos controles automáticos que detendrían la transmisión si se produjera alguna emergencia.
Patrick observó la sala por encima de la cabeza del periodista; allí estaba Nadia, en pie contra la pared, en el otro extremo.
—Tendrá que disculparme —se interrumpió—; allá me necesitan. No olvide decir a sus lectores que la red eléctrica de Gran Bretaña es ideal para distribuir este tipo de electricidad. Llegará un día en que satisfaga todas las necesidades energéticas del Reino Unido…, eliminando al mismo tiempo la contaminación ambiental que se provoca al quemar carbón o petróleo, elementos hasta ahora irreemplazables. Gracias.
Pasó por debajo del micrófono y se abrió paso por entre la gente, deteniéndose sólo para tomar dos diminutos vasos de vodka helado que le ofrecían en una bandeja. Ella se dio la vuelta al verle llegar. La cara jamás olvidada, los ojos transparentes, de un azul frío, ligeramente arrugados en los extremos, el pelo dorado como el trigo de Ucrania. Vestía uniforme, un ancho cinturón de cuero sobre la chaqueta larga y una hilera de medallitas con sus cintas prendidas en la curva del pecho.
—Nadia…
—Bien venido a la Unión Soviética, mayor Winter —le saludó. Después tomó uno de los vasos y lo levantó sin sonreír.
—Gracias, mayor Kalinina.
Él bebió su vaso con un solo movimiento, sin dejar de mirarla a los ojos, pero no percibió ningún cambio de expresión.
—Nadia, cuando esto haya terminado quisiera hablar contigo.
—Habrá muchas ocasiones de conversar, mayor, durante nuestras tareas oficiales.
—No es eso, Nadia. Tú sabes a qué me refiero. Quiero explicar…
—Ya sé a qué se refiere, mayor, y no hace falta ninguna explicación. Si me permite…
Su voz permaneció tan inalterable como su expresión, pero al volverse hizo volar su falda, tal vez más de lo que pretendía y la tela formó un remolino antes de caer nuevamente sobre sus lustradas botas de cuero. Patrick contempló con una sonrisa aquella retirada. Era mujer, después de todo; tal vez le odiara, pero estaba lejos de la indiferencia.
¿Cuánto hacía que ella se había marchado de Houston? Apenas cuatro meses, tras las interminables semanas de entrenamiento en el simulador de vuelo. Al principio él, como todos los norteamericanos incluidos en el programa, sintió cierta irritación al verse obligado a tenerla como copiloto. Claro, todos sabían que los rusos ponían mujeres en los vuelos espaciales; tras Valentina Tereshkova hubo otras. Pero para el proyecto de Prometeo, tan ambicioso, debería exigirse lo mejor…, y los soviéticos enviaban una mujer. Una imposición de la propaganda política, ni más ni menos. ¡Ah, la vieja Rusia, cuna de la igualdad política y racial, brillante ejemplo para la Norteamérica capitalista, donde los machos fascistas hacían restallar el látigo sobre las mujeres y los negros! Tal vez con esa idea habían escogido a Nadia; no habría modo de saberlo. De cualquier modo, ella era buena en lo suyo, hasta tal punto que nadie pudo criticarle nada. Demasiado buena. Desde el primer momento tuvo a Patrick a la defensiva.
—Ya orchen rad vctretitsa s vamy —había dicho Patrick.
—Encantada de conocerle, mayor Winter. Pronuncia muy bien; veo que no tendremos problemas cuando sea necesario hablar en ruso durante las operaciones. Pero ¿no podríamos hablar en inglés por ahora?
«Claro —pensó Patrick—, porque tu inglés es perfecto y, en cambio, yo debo parecer un minero analfabeto del Cáucaso». Ni siquiera de eso pudo estar seguro, pues ella se apresuró a agregar que hasta entonces no había visitado ningún país de habla inglesa y prefería perfeccionar su conocimiento de ese idioma con los nativos. Y él, sintiéndose muy nativo, estuvo de acuerdo.
Aunque el entrenamiento era duro, Nadia lo sobrellevó sin el menor asomo de fatiga. Al igual que Patrick, se había dedicado a pilotar bombarderos antes de especializarse en vuelos de prueba. Pero ella había vuelto a la escuela para obtener un diploma en navegación orbital, después de lo cual figuró en varias misiones Soyuz y Salyut. A veces Patrick agradecía el hecho de contar con una misión más que la joven, además de haber intervenido en la última etapa del proyecto Prometeo como diseñador norteamericano; de lo contrario, el puesto de copiloto le habría correspondido a él, sobre todo considerando que Nadia había sido ascendida a mayor un mes antes que él. Era suficiente para provocar en cualquier hombre normalmente superior un intenso complejo de inferioridad.
Y eso no era todo: también era endiabladamente bonita. Pelo rubio, ojos azules y nariz respingona, todo muy bien puesto, aunque casi nunca sonreía y usaba un vestido que más parecía una bolsa durante los entrenamientos. Pero los domingos nadie trabajaba en Houston, según las normas de la NASA. En la segunda semana de su estancia aceptó una invitación para comer hamburguesas junto a la piscina del doctor Kennelly. El doctor era un irlandés robusto y sonriente que tenía una mujer pecosa y siete hijos revoltosos; a pesar de las bromas y del whisky irlandés, era el mejor médico espacial que pudiera encontrarse. Tal vez Nadia habría preferido rechazar la invitación, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.
Se presentó a la fiesta con un vestido ruso de algodón, de tan irredimible fealdad que, por contraste, la hacía parecer más femenina y atractiva. May Kennelly le echó una mirada de horror y la hizo entrar en la casa. Tras alguna discusión femenina, apoyada por el ardoroso verano de Houston, Nadia reapareció luciendo un airoso bikini azul que arrancó un silbido de admiración a los concurrentes masculinos. Ella los aceptó con una ligera reverencia y se zambulló en la piscina. Después de aquello, la tarde fue maravillosa. Una vez desprovista de su uniforme se le notaba más accesible, dispuesta a hablar de temas triviales y a sonreír.
Cuando el doctor gritó: «¡Venid a buscar los platos!», Patrick cogió dos platos de cartón y se acercó a ella. Nadia se estaba secando el pelo con una toalla gruesa; el bikini le quedaba muy bien.
—¿Hay apetito? —le preguntó.
—Muchísimo. Me siento como un lobo siberiano.
—En ese caso está de suerte. Las hamburguesas de Doc no tienen nada que ver con esas suelas que nos sirven en el comedor. Solomillo picado, cebolla de Bermuda, queso Cheddar canadiense y, para acompañamiento, la ensalada secreta de May: alubias, col, ajos en vinagre y patatas fritas. Se le puede agregar ketchup o cualquier otra cosa. Coma.
Nadia obedeció, con un apetito igual al suyo, mientras regaban abundantemente la comida con cerveza que cogían de un bidón lleno de hielo.
—Está riquísimo —observó.
—Es la verdadera cocina casera norteamericana de los domingos por la tarde. Si estuviéramos en Rusia, ¿qué estaríamos comiendo ahora?
—Depende de la zona. La Unión Soviética es muy extensa, no lo olvide, y poblada por gente muy distinta. En Leningrado, donde yo vivía, podría ser arenque y pan integral, tal vez pepinos con crema agria, muy buenos en verano, y kvass para beber.
—¿Kvass?
—Ustedes no la conocen. Es una bebida hecha con pan viejo.
—No parece gran cosa.
—Pues lo es. Parece cerveza. Muy buena cuando hace calor.
Era una charla intrascendente, sin importancia, pero agradable. Nadia se recostó en el césped con los brazos detrás de la cabeza, y Patrick se sintió incapaz de ignorar el subir y bajar de sus senos.
—¿Tiene familia en Rusia?
—Sí, un hermano y una hermana, los dos casados. Ya me han hecho tía por tres veces. Cuando vuelva a mi patria tengo muchos parientes para visitar.
—¿Y no se ha casado?
—No. Tal vez algún día me decida a hacerlo, pero hasta ahora he estado demasiado ocupada. Pero usted no puede hablar mucho; todos los informes de la NASA dicen que es el único astronauta soltero. ¿A qué se debe?
—A nada en particular. Creo que me gusta ser soltero, no sentirme atado. Será que me gusta la juerga.
—Esa expresión… no la entiendo.
—Es algo así como la diversión, pero no exactamente. Salir con chicas y llevar una saludable vida sexual, sin preocuparme por la marcha nupcial.
Nadia se sentó bruscamente y se echó la toalla sobre los hombros, recobrando su impávida expresión.
—En la Unión Soviética no hablamos de esas cosas.
—¡No me diga! Bueno, aquí, sí. Con sólo hablar a solas con cualquiera de estas buenas esposas oirá cosas fascinantes. Tranquila, Nadia; las cosas son así, después de todo. Yo soy un hombre sano de treinta y siete años. No pretenderá que sea virgen, ¿verdad? Y usted, según decía el informe, tiene treinta y es muy hermosa; de modo que también ha de…
—Discúlpeme —le interrumpió ella, levantándose—. Debo dar las gracias al doctor Kennelly y a su esposa por su hospitalidad.
Jamás volvieron a hablar en ese tono, y no porque Nadia se mostrara esquiva o poco amistosa, sino porque la relación se mantenía en términos profesionales. Si alguna vez tuvieron oportunidad de charlar sobre naderías, entre las sesiones de entrenamiento, durante alguna avería del ordenador, se limitaron a los temas que podrían tocar dos pilotos casi desconocidos durante un vuelo: cosas triviales, pero nada personal. Tal situación se prolongó durante todo el período de adiestramiento, hasta el mismo final. Trabajaban muy juntos y cada uno cumplía con su tarea como buen profesional. Terminada la labor no volvían a verse, a menos que fuera en algún acto oficial, como ocurrió en la fiesta de despedida.
Había acabado esa etapa del entrenamiento; por la mañana el equipo soviético volvería a Baikonur (Ciudad Estrella), el gran complejo espacial de los soviéticos. El encuentro siguiente sería en Baikonur, cuando llegara el momento del lanzamiento.
Hacía calor y el aire acondicionado no daba abasto; para colmo, todos vestían de uniforme. Hubo muchos brindis. Al fin Patrick notó que le hacían falta tres parpadeos para enfocar la vista en el reloj. Eran más de las dos de la madrugada. Hora de marcharse. Había ido en su coche, y no estaba tan bebido como para no poder conducir hasta su casa por las amplias y desiertas calles. Pero no debía seguir bebiendo. Pasó por encima de una copa rota y buscó la puerta de salida. Dos rusos arrastraban la mole inconsciente de un tercero por los escalones. Patrick pasó junto a ellos, mientras buscaba las llaves en su bolsillo.
Alguien aguardaba en pie bajo un árbol, cerca de los automóviles; al acercarse vio que se trataba de Nadia.
—Buenas noches —la saludó—. Nos veremos en Baikonur.
Iba a seguir caminando, pero se detuvo y preguntó:
—¿Tiene algún problema?
—No, ninguno. No quiero que me lleven aquellos tres hombres, eso es todo.
—Tiene razón. Si no se desmayan antes de llegar al coche, mañana figurarán entre las noticias de sucesos. La llevaré yo.
—Gracias, pero ya llamé un taxi.
—Todo el mundo los llama, pero son pocos los que vienen. A esta hora, y siendo sábado, es lo mismo que esperar una nevada en verano. Suba, su casa está a sólo una manzana de la mía.
Consciente de que había bebido mucho, Patrick condujo despacio y con mucha concentración, sin sobrepasar de sesenta millas y obedeciendo todas las señales de tráfico. A pesar de todo, estuvieron a punto de figurar también entre las noticias de sucesos.
El rugiente automóvil tomó la curva y se dirigía hacia ellos, con las luces largas y por su mismo carril. Patrick respondió con los adiestrados reflejos de todo piloto: si trataba de pasarlo por la izquierda, el otro coche podía atropellarle en su intento de volver al carril correspondiente. Hacia la derecha había varias casitas apartadas; al frente, césped y flores; no se veían árboles.
Hizo girar el volante a toda velocidad y subió a la acera hasta llegar al césped; enseguida pisó el freno y trató de enderezar el vehículo. El otro había desaparecido sin detenerse. Cuando Patrick hubo dominado aquella zigzagueante tonelada de metal, ya de nuevo en la ruta, se detuvo.
—¡Qué hijo de puta! —protestó, contemplando las luces traseras que se perdían en la distancia.
—¿No ha pasado nada?
—No, nada, pero ese idiota chiflado estuvo a punto de matarnos.
La calle estaba silenciosa. No se habían encendido luces, nadie mostraba interés en el incidente. Tal vez los chirridos de frenazos fueran algo habitual en la zona. Las marcas negras de sus neumáticos habían abierto un surco en el césped.
—La llevaré a su casa y desde allí llamaré a la Policía. Los del seguro se encargarán de cambiar los rosales.
De pronto había desaparecido todo el efecto del alcohol. Se detuvo frente a la casa de Nadia y esperó a que ella abriera la puerta. Mientras llamaba por teléfono se preguntó si valía la pena molestarse. Puesto que no había heridos ni coches estropeados, la Policía de Houston no mostraría el menor interés en averiguar detalles. De cualquier modo les dio todos los datos, por si las moscas, y colgó el auricular. Nadia, a su lado, le ofreció un gran vaso de whisky con hielo; él comprendió de pronto que estaba demasiado sobrio; necesitaba un buen trago antes de que el efecto de la adrenalina se perdiera del todo.
—Bendita sea —dijo, tomando el vaso.
Echó un buen trago y dejó el vaso encima de la mesa. Mientras apoyaba las manos en la cintura de Nadia, comentó:
—Qué mal momento, ¿no?
—Sí, parecía muy peligroso.
—Terrible. Esos chiflados estuvieron a punto de matarnos. Habrían retrasado diez años el programa espacial soviético-norteamericano.
Y de pronto, aquello resultó muy poco gracioso.
—Tuve miedo —agregó—. Por ti, no por mí. No quería que… te pasara nada…
Cesaron las palabras; sin saber lo que hacía, la atrajo hacia él para besarla con una pasión nada artificial, que le sorprendió por su intensidad. Ella devolvió el beso, cálidos los labios y la lengua; tampoco se apartó cuando las manos de Patrick le recorrieron el cuerpo como llevadas por su propia voluntad.
La ropa interior de Nadia no tenía nada de proletario; era un encaje oscuro muy delicado. La alfombra era suave y mullida; todo fue bien. Sin embargo, en un determinado momento él se descubrió solo, solo por completo. Ella estaba allí, sin duda, desnuda y adorable, pero no parecía sentir nada. No se movía; tenía las manos laxas a los costados. Lo que juntos habían sentido, lo que debían haber sentido juntos, estaba olvidado. Patrick deslizó sus dedos por el seno y por el vientre redondo y firme; ella no se movió.
—Nadia…
No supo qué agregar. Ella tenía los ojos abiertos, pero no le miraba.
—Soy demasiado mayor para violar a nadie —dijo, sentándose.
En cuanto hubo terminado de pronunciar la frase se arrepintió de lo dicho, pero ya era tarde. La puerta del dormitorio se cerraba ya estruendosamente; sólo quedaban, como testimonio de lo que existiera sólo segundos antes, unos pedacitos de encaje y un vestido arrugado. Trató de hablar con ella a través de la puerta, de disculparse, de explicarse, pero Nadia no respondió. Él tampoco se expresaba con mucha claridad, pues ni siquiera estaba seguro de lo que había ocurrido. Al fin se vistió, se sirvió otro whisky doble y lo dejó intacto, para huir hacia la calurosa noche. En el último instante sujetó la puerta que se cerraba violentamente a sus espaldas: toda su cólera se convirtió en preocupación, que le obligó a cerrarla suavemente, mientras se interrogaba por sus sentimientos con respecto a ella A todo.
Jamás logró aclarar sus ideas por completo. Algunas cosas parecían evidentes y creyó haber encontrado las respuestas correctas, pero al verla allí, en esa repleta sala de Baikonur, todo volvía a cambiar. Cuatro meses. Todo seguía como entonces: la misma huida, la misma puerta cerrada. Envidió la seguridad de Nadia en sus decisiones, pues por su parte no estaba seguro de nada.
—Tovarich —dijo a sus espaldas una voz profunda.
Se volvió con alivio y cogió el vaso de vodka que le ofrecía el funcionario soviético.
—Mir, mir en esta época sangrienta, para siempre —respondió, vaciando el vaso.
—Reilly, ¿te das cuenta de que apenas son las nueve de la mañana? Hace tanto calor que este osciloscopio está como para freír un huevo. Este lugar es peor que El Cabo.
—Lo siento por ti, Duffy. Si no te gusta, ¿por qué firmaste contrato?
—Por lo mismo que tú. Cuando archivaron el proyecto C5-A sólo quedó la NASA. ¿Qué significan todas estas podridas letras?
—El alfabeto se llama cirílico, Duffy; no te hagas el ignorante. Zemlya 4451. Conexión de ese número. ¡Yevgeni…!
Se volvió hacia el inexpresivo técnico erguido en la plataforma ante ellos y farfulló una rápida pregunta en ruso. Yevgeni gruñó, hojeando el grueso manual que tenía entre las manos, hasta hallar el diagrama en cuestión. Reilly parpadeó bajo la intensa luz del sol; después leyó en voz alta la traducción:
—Circuito de arranque secundario primera etapa servos desconectados.
Duffy retiró los tornillos de acero inoxidable que sujetaban el soporte y examinó los multiconectores, donde los diferentes grupos de cables se insertaban en un tanque de helio a alta presión a través de un panel. Quitó cuidadosamente las pinzas; con un movimiento de vaivén retiró el primero de los cincuenta enchufes y limpió las doradas clavijas. Ya satisfecho, volvió a conectarlos e hizo una seña a Yevgeni, que anotó algo en su grueso cuaderno.
—Hay tres listas, y probablemente falten cuatro millones —dijo Duffy—. Pregúntale a tu compañerito cuál es el próximo. Oye, hay algo que me intriga: ¿cómo es posible que un buen tipo como tú, llamado Reilly, sea capaz de hablar esta jerga?
—En la Facultad mi tutor decía que era el idioma de la era espacial: el ruso y el inglés.
—Al parecer tenía razón. Yo estudié dos años de castellano, pero ni siquiera me sirvieron para regatear precios cuando aterricé en Tijuana.
El técnico ruso movió los mandos y la plataforma de inspección se elevó lentamente entre las cilíndricas torres de los propulsores. El suelo quedó a mil metros de distancia; los otros hombres, allí abajo, parecían diminutas hormiguitas. La pared de acero inoxidable se elevaba aún otros mil trescientos metros por encima de ellos. Unos grandes brazos unían los propulsores entre sí y al cuerpo central. Había líneas hidráulicas, tuberías de intercambio de combustibles, cables de energía, conductos para el oxígeno, indicadores y monitores de computación, líneas de telemetría, cientos de conexiones para toda clase de servicios, comunicando las distintas partes del vehículo.
Todo eso era necesario. Todo debía funcionar a la perfección. El fallo de un solo componente entre aquellos miles podía estropearlo todo.
Si la Prometeo estallaba se convertiría en la mayor bomba no atómica jamás construida por el hombre.