MOSS Junior Tatum, subjefe de policía, charlaba tranquilamente con Jake en las dependencias de Ozzie mientras otros agentes, reservistas, ayudantes y carceleros reunidos en una abigarrada sala adjunta esperaban la llegada del nuevo preso. Dos de los agentes miraron a través de las persianas a los periodistas y cámaras que esperaban en el aparcamiento, entre la cárcel y la carretera. Había furgones de las televisiones de Memphis, Jackson y Tupelo aparcados en distintas direcciones entre la muchedumbre. Descontento con la situación, Moss se acercó pausadamente a la acera para ordenar que la prensa se agrupara en cierta área y moviese los furgones.
—¿Va a hacer alguna declaración? —gritó un periodista.
—Sí, muevan los furgones.
—¿Puede decirnos algo acerca de los asesinatos?
—Sí, dos personas han muerto.
—¿Puede darnos algún detalle?
—No. No estaba presente.
—¿Tienen a algún sospechoso?
—Sí.
—¿De quién se trata?
—Se lo diré cuando hayan movido los furgones.
Se movieron inmediatamente los vehículos y se agruparon las cámaras y los micrófonos cerca de la acera. Moss dio órdenes e instrucciones hasta que se sintió satisfecho. Después se acercó a la muchedumbre mascando tranquilamente un palillo y con ambos pulgares en los pasadores delanteros de su cinturón, bajo la protuberante barriga.
—¿Quién lo ha hecho?
—¿Lo han detenido?
—¿Está involucrada la familia de la niña?
—¿Están ambos muertos?
—Uno por uno —sonrió Moss, mientras movía la cabeza—. Sí, tenemos a un sospechoso. Está detenido y llegará dentro de un momento. Mantengan los furgones alejados. Eso es todo.
Dicho esto, Moss entró de nuevo en las dependencias policiales mientras le seguían haciendo preguntas que no se molestó en responder. Regresó a la atestada sala.
—¿Cómo está Looney? —preguntó.
—Prather está con él en el hospital. Está bien; sólo tiene un rasguño en la pierna.
—Claro, eso y un ligero ataque al corazón —sonrió Moss.
Los demás se rieron.
—¡Ahí llegan! —chilló uno de los funcionarios.
Se asomaron todos a las ventanas conforme una procesión de luces azules entraba lentamente en el aparcamiento. Ozzie conducía el primer coche, con Carl Lee, sin esposas, sentado junto a él. Hastings saludaba a las cámaras desde el asiento posterior mientras el vehículo avanzaba entre la muchedumbre y junto a los furgones hasta la parte trasera del edificio, donde Ozzie aparcó. Los tres entraron tranquilamente en las dependencias policiales. El sheriff entregó a Carl Lee a un carcelero y siguió por el pasillo hasta su despacho. Jake estaba allí, esperándolo.
—Podrás verle dentro de un momento, Jake —dijo Ozzie.
—Gracias. ¿Estás seguro de que ha sido él?
—Sí, estoy seguro.
—¿No habrá confesado?
—No, no ha dicho prácticamente nada. Supongo que ha recibido instrucciones de Lester.
—Ozzie, esos periodistas quieren hablar contigo —dijo Moss después de entrar en su despacho—. Les he dicho que los verías dentro de un minuto.
—Gracias, Moss —suspiró Ozzie.
—¿Alguien lo ha visto? —preguntó Jake.
—Sí, Looney puede identificarle —respondió Ozzie mientras se frotaba la frente con un pañuelo rojo—. ¿Conoces a Murphy, ese pequeño tullido que se ocupa de la limpieza de la Audiencia?
—Claro. Es muy tartamudo.
—Lo ha presenciado todo. Estaba sentado en la escalera este, exactamente enfrente de donde ha ocurrido. Estaba almorzando. Se ha llevado tal susto que ha pasado una hora sin poder hablar —dijo Ozzie antes de hacer una pausa y mirar fijamente a Jake—. ¿Por qué te lo cuento?
—¿Qué importa? Tarde o temprano lo averiguaré. ¿Dónde está mi hombre?
—En el pasillo del calabozo. Han de hacerle fotografías y todo lo demás. Tardarán unos treinta minutos.
Ozzie salió del despacho y Jake llamó por teléfono a Carla para recordarle que viera las noticias y las grabara.
—No voy a responder a ninguna pregunta —declaró Ozzie ante los micrófonos y las cámaras—. Hemos detenido a un sospechoso. Su nombre es Carl Lee Hailey y es de Ford County. Pesan sobre él dos acusaciones de asesinato.
—¿Es el padre de la niña?
—Sí, lo es.
—¿Cómo sabe que ha sido él?
—Somos muy listos.
—¿Algún testigo presencial?
—Ninguno, que sepamos.
—¿Ha confesado?
—No.
—¿Dónde le han encontrado?
—En su casa.
—¿Ha sido herido un agente de policía?
—Sí.
—¿Cómo está?
—Bien. Está en el hospital, pero no corre ningún peligro.
—¿Cuál es su nombre?
—Looney. DeWayne Looney.
—¿Cuándo tendrá lugar la vista preliminar?
—No soy el juez.
—¿Tiene alguna idea?
—Puede que mañana, tal vez el miércoles. Basta de preguntas, por favor. Esto es todo lo que puedo decirles en estos momentos.
El carcelero retiró la cartera, el dinero, el reloj, las llaves, el anillo y el cortaplumas de Carl Lee e hizo un inventario que el detenido fechó y firmó. En una pequeña sala contigua le fotografiaron y le tomaron las huellas digitales, tal como Lester se lo había contado. Ozzie le esperó junto a la puerta y le condujo a un pequeño cuarto al fondo del pasillo, donde se sometía a los borrachos a la prueba del alcoholímetro. Jake estaba sentado junto a una pequeña mesa, al lado del aparato. Ozzie les dejó a solas.
Uno a cada lado de la mesa, abogado y cliente se observaban atentamente. Sonrieron ambos con admiración, pero sin decir palabra. Hacía cinco días que habían hablado por última vez, el miércoles, después de la vista preliminar al día siguiente de la violación.
Carl Lee estaba ahora más sereno. Tenía el rostro relajado y la mirada clara.
—Jake, creías que no lo haría.
—Realmente, no. ¿Lo has hecho?
—Sabes que sí.
—¿Cómo te sientes? —sonrió Jake, después de asentir y cruzarse de brazos.
Carl Lee se relajó y se acomodó en su silla plegable.
—Me siento mejor. No estoy satisfecho de todo lo sucedido. Preferiría que no hubiera ocurrido. Pero también me gustaría que mi hija estuviera bien. No tenía nada contra esos muchachos hasta que se metieron con mi hija. Ahora han recibido lo que ellos empezaron. Lo lamento por sus madres; y sus padres si los tienen, cosa que dudo.
—¿Tienes miedo?
—¿De qué?
—De la cámara de gas, por ejemplo.
—No, Jake, para eso te tengo a ti. No pienso ir a ninguna cámara de gas. Te he visto salvar a Lester; ahora sálvame a mí. Puedes hacerlo, Jake.
—No es tan sencillo, Carl Lee.
—¿Cómo no?
—Uno no puede matar a varias personas a sangre fría, decirle al jurado que se lo merecían y esperar que se le declare inocente.
—Lo lograste con Lester.
—Pero cada caso es distinto. Y la gran diferencia aquí es que tú has matado a dos chicos blancos y Lester mató a un negro. Una diferencia enorme.
—¿Tienes miedo, Jake?
—¿Por qué tendría que tener miedo? No soy yo quien puede acabar en la cámara de gas.
—Parece que no estás muy seguro de ti mismo.
¿Serás imbécil?, pensó Jake. ¿Cómo podía sentirse seguro de sí mismo en semejante trance? Los cadáveres todavía no estaban fríos. Claro que se sentía seguro de sí mismo antes de la matanza, pero ahora era distinto. Su cliente se enfrentaba a la cámara de gas por un crimen que admitía haber cometido.
—¿De dónde sacaste el fusil?
—De un amigo de Memphis.
—¿Te ha ayudado Lester?
—No. Sabía lo que me proponía y quiso ayudarme, pero no se lo permití.
—¿Cómo está Gwen?
—Muy trastornada en estos momentos, pero Lester está con ella. No sabía nada.
—¿Y tus hijos?
—Ya sabes cómo son los niños. No quieren que su papá esté en la cárcel. Están apenados, pero se les pasará. Lester cuidará de ellos.
—¿Va a regresar a Chicago?
—De momento no. Jake, ¿cuándo vamos al Juzgado?
—La vista preliminar probablemente tendrá lugar mañana o el miércoles. Depende de Bullard.
—¿Es el juez?
—Lo será en la vista preliminar, pero no en el juicio, que tendrá lugar en la Audiencia Territorial.
—¿Quién es el juez de la Audiencia Territorial?
—Ornar Noose, de Van Buren County, el mismo que juzgó a Lester.
—Me alegro. Es un buen juez, ¿no es cierto?
—Sí, es un buen juez.
—¿Cuándo se celebrará el juicio?
—A finales de verano o principios de otoño. Buckley insistirá en que se celebre cuanto antes.
—¿Quién es Buckley?
—Rufus Buckley. El fiscal del distrito. El mismo que acusó a Lester. ¿No lo recuerdas, un tipo alto, con una voz potente…?
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. El gran malvado de Rufus Buckley. Lo había olvidado. ¿No es un tipo bastante mezquino?
—Es un buen tipo, muy bueno. Es corrupto y ambicioso, y se tragará esto a causa de la publicidad.
—Tú le has vencido, ¿no es cierto?
—Sí, y él me ha vencido a mí.
Jake abrió su maletín y sacó una carpeta. En su interior había un contrato para servicios jurídicos, que examinó aunque se lo había aprendido de memoria. Sus honorarios se basaban en las posibilidades del cliente, y las de los negros eran generalmente escasas, a no ser que tuvieran algún pariente próximo y generoso con un buen empleo en Saint Louis o Chicago. Solían ser pocos. En el caso de Lester había un hermano en California que trabajaba en Correos, pero no había querido o no había podido ayudar. Tenía algunas hermanas dispersas por diversos lugares, si bien pasaban sus propios apuros y lo único que pudieron ofrecer a Lester fue apoyo moral. Gwen tenía muchos parientes que no se metían en líos, pero tampoco eran prósperos. Carl Lee era propietario de algunas tierras alrededor de la casa, y las había hipotecado para ayudar a Lester a saldar la cuenta de Jake.
Le había cobrado cinco mil dólares por su defensa en el juicio por asesinato, la mitad por anticipado y la otra mitad a plazos a lo largo de tres años.
Jake detestaba hablar de honorarios. Era la parte más difícil de su profesión. Los clientes deseaban saber inmediatamente y por anticipado cuánto les cobraría, y sus reacciones eran siempre distintas. Unos se asustaban, otros se limitaban a poner mala cara, y alguno que otro abandonaba enojado el despacho. Alguien negociaba la minuta, pero la mayoría pagaba o prometía hacerlo.
Mientras examinaba el contrato, pensaba desesperadamente en unos honorarios razonables. Había abogados que aceptarían el caso prácticamente gratis. Sólo por la publicidad. Pensó en las tierras de Carl Lee, en su empleo en la fábrica de papel, en la familia y, por fin, dijo:
—Mis honorarios serán diez mil.
—A Lester le cobraste cinco mil.
Jake se lo esperaba.
—Contra ti pesan tres acusaciones. Lester sólo tenía una.
—¿Cuántas veces puedo ir a la cámara de gas?
—Tienes razón. ¿Cuánto puedes pagar?
—Mil al contado —respondió con orgullo—. Y pediré todo lo que pueda por mis tierras y te lo entregaré.
—Tengo una idea mejor —dijo Jake después de reflexionar unos instantes—. Pongámonos de acuerdo en cuanto a la cantidad. Me pagas ahora los mil y firmas un pagaré por el resto. Cuando hipoteques las tierras, saldas la cuenta.
—¿Cuánto quieres? —preguntó Carl Lee.
—Diez mil.
—Te pagaré cinco mil.
—Puedes pagar más.
—Y tú puedes trabajar por menos.
—De acuerdo, lo haré por nueve.
—En tal caso, puedo pagarte seis.
—¿Ocho?
—Siete.
—¿Lo fijamos en siete mil quinientos?
—Sí, creo que podré pagarlos. Depende de lo que me presten por las tierras. ¿Quieres que te pague mil ahora y te firme un pagaré por seis mil quinientos?
—Eso es.
—De acuerdo, trato hecho.
Jake rellenó los espacios en blanco del formulario y del pagaré, y Carl Lee firmó ambos documentos.
—Dime, Jake, ¿cuánto le cobrarías a alguien que tuviera mucho dinero?
—Cincuenta mil.
—¡Cincuenta mil! ¿Hablas en serio?
—Por supuesto.
—Oye, eso es mucho dinero. ¿Te los ha pagado alguien?
—No, pero tampoco he visto a mucha gente con tanto dinero acusada de asesinato.
Carl Lee quería información acerca de su fianza, el tribunal, el juicio, los testigos, quién formaría el jurado, cuándo podría salir de la cárcel, si Jake podría acelerar el juicio, cuándo podría revelar su versión y otras muchas cuestiones. Jake le dijo que dispondrían de mucho tiempo para hablar. Prometió llamar a Gwen y a su jefe en la fábrica de papel.
Cuando se marchó, encerraron a Carl Lee en la celda adjunta a la de los presos estatales.
Un furgón de la televisión impedía la salida del Saab y Jake preguntó por el propietario del mismo. La mayoría de los periodistas ya se habían marchado, pero quedaban algunos por si ocurría algo. Era casi de noche.
—¿Pertenece usted a la oficina del sheriff? —preguntó un periodista.
—No, soy abogado —respondió tranquilamente Jake procurando mostrarse desinteresado.
—¿Es usted el defensor del señor Hailey?
—Efectivamente, así es —respondió Jake, después de volverse para mirarle fijamente, mientras otros escuchaban.
—¿Está dispuesto a responder a unas preguntas?
—Puede preguntar, no le garantizo que responda.
—¿Le importaría acercarse?
Jake se acercó a los micrófonos y las cámaras, como si le causaran una molestia. Ozzie y sus subordinados miraban desde el interior.
—Le encantan las cámaras —dijo el sheriff.
—Como a todos los abogados —agregó Moss.
—¿Cómo se llama usted?
—Jake Brigance.
—¿Es usted el abogado defensor del señor Hailey?
—Así es —respondió escuetamente Jake.
—¿Es el señor Hailey el padre de la niña violada por los hombres que han muerto hoy?
—Correcto.
—¿Quién ha matado a esos dos hombres?
—No lo sé.
—¿Ha sido el señor Hailey?
—Le he dicho que no lo sé.
—¿Qué cargos se han presentado contra su cliente?
—Ha sido detenido por los asesinatos de Billy Ray Cobb y Pete Willard. Oficialmente no se ha presentado ningún cargo contra él.
—¿Anticipa que se acusará al señor Hailey de los dos asesinatos?
—Sin comentario.
—¿Qué le impide comentar?
—¿Ha hablado con el señor Hailey? —preguntó otro periodista.
—Sí, hace un momento.
—¿Cómo está?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, quiero decir que cómo se encuentra.
—¿Se refiere a si le gusta estar en la cárcel? —preguntó Jake, con una ligera sonrisa.
—Sí.
—Sin comentario.
—¿Cuándo aparecerá ante el juez?
—Probablemente mañana o el miércoles.
—¿Se declarará culpable?
—Claro que no —sonrió Jake.
Después de una cena fría, sentados en el sofá-columpio de la entrada, contemplaban el rociador y hablaban del caso. Los asesinatos eran noticia en todo el país, y Carla había grabado todos los noticiarios que había podido. Dos cadenas cubrían los acontecimientos en directo a través de sus filiales en Memphis, y las cadenas de televisión de Memphis, Jackson y Tupelo mostraban la entrada de Cobb y Willard en el Juzgado rodeados de agentes de policía, y, al cabo de unos segundos, cuando los sacaban de la Audiencia envueltos en sábanas blancas. Una de las emisoras transmitió el ruido de los disparos al tiempo que mostraba a los agentes que corrían para refugiarse.
La entrevista de Jake había tenido lugar después de las noticias de la tarde, por lo que tuvieron que esperar, con el grabador preparado, a las noticias de las diez, y ahí estaba Jake, cartera en mano, esbelto, sano, apuesto, arrogante y enojado con los periodistas por la molestia que le causaban. Él creía que tenía muy buen aspecto por televisión y estaba emocionado de haber salido en la pantalla. Había salido brevemente en otra ocasión, después de que se declarara a Lester inocente, y los clientes del Coffee Shop le habían tomado el pelo durante seis meses.
Estaba contento. Le encantaba la publicidad y esperaba tener mucha más. No se le ocurría ningún tipo de caso, de circunstancias ni de situaciones que pudiera generarle más publicidad que el juicio de Carl Lee Hailey. Y la absolución de Carl Lee Hailey por el asesinato de los dos jóvenes blancos que habían violado a su hija a cargo de un jurado enteramente blanco en una zona rural de Mississippi.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Carla.
—Por nada.
—Claro. Estás pensando en el juicio, las cámaras, los periodistas, la declaración de inocencia, y en cómo saldrás del Juzgado con el brazo sobre el hombro de Carl Lee, acosado por las cámaras y por la prensa y rodeado de gente que te felicita. Sé exactamente lo que piensas.
—¿Entonces por qué me lo preguntas?
—Para comprobar si lo confiesas.
—De acuerdo, lo confieso. Este caso podría hacerme famoso y reportarnos un millón de pavos a la larga.
—Si lo ganas.
—Claro, si lo gano.
—¿Y si lo pierdes?
—Lo ganaré.
—¿Y de lo contrario?
—Piensa en plan positivo.
Sonó el teléfono y Jake habló durante diez minutos con el director, propietario y redactor único de The Clanton Chronicle. Volvió a sonar y charló con un periodista del periódico matutino de Memphis. Cuando colgó, llamó a Lester y a Gwen antes de telefonear al encargado de la fábrica de papel.
A las once y cuarto sonó de nuevo el teléfono y Jake recibió la primera amenaza de muerte, evidentemente anónima. Alguien le llamó hijo de puta amante de los negros que no sobreviviría si el negro salía en libertad.