ROCKY Childers era fiscal de Ford County desde tiempos inmemoriales. Cobraba cinco mil al año, y ese trabajo, que ocupaba la mayor parte de su tiempo, le destruía toda posibilidad de ganarse una clientela como abogado. A los cuarenta y dos estaba profesionalmente quemado, atrapado en un callejón sin salida: su único horizonte era ser elegido regularmente cada cuatro años. Afortunadamente, su esposa tenía un buen empleo que les permitía conducir Buicks nuevos, pagar las tarifas del club de campo y, en general, exhibir la ostentación propia de los blancos educados de Ford County. En su juventud, tuvo ambiciones políticas, pero los votantes le habían disuadido, teniendo que resignarse a quemar su carrera acusando a borrachos, ladronzuelos y delincuentes juveniles y a soportar los insultos del juez Bullard, a quien despreciaba. De vez en cuando había un poco de emoción, cuando individuos como Cobb y Willard metían la pata, y Rocky, como autoridad competente, se ocupaba de la vista preliminar y las sucesivas hasta que el caso pasaba a la Audiencia Territorial y al verdadero, al auténtico fiscal del distrito, el señor Rufus Buckley de Polk County. Buckley había sido quien había arruinado la carrera política de Rocky.
Normalmente, una solicitud de libertad bajo fianza carecía de importancia para Childers, pero este caso era un poco distinto. Desde el miércoles, había recibido docenas de llamadas telefónicas de negros que aseguraban ser votantes registrados y a quienes preocupaba enormemente que a Cobb y Willard se les concediera la libertad. Querían que permaneciesen en la cárcel al igual que los negros cuando se metían en algún lío, que siempre esperaban detenidos hasta el juicio. Childers había prometido hacer todo lo que estuviera en su mano, pero les explicaba que el juez del condado, Percy Bullard, era quien tenía la última palabra, y su número de teléfono estaba en la guía. En Bennington Street. Todos habían prometido asistir a la vista del lunes para vigilarlos, tanto a él como a Bullard.
A las doce y media del lunes, el juez llamó a Childers a su despacho, donde le esperaba en compañía del sheriff. El juez estaba tan nervioso que no podía permanecer sentado.
—¿Cuánto quiere de fianza? —preguntó inmediatamente el juez.
—No lo sé, señoría. No he pensado mucho en ello.
—¿No cree que ya va siendo hora de que lo haga? —exclamó sin dejar de pasear entre su escritorio y la ventana.
Ozzie se divertía en silencio.
—No lo creo —respondió sin levantar la voz—. La decisión es suya. Usted es el juez.
—¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! ¿Cuánto piensa pedir?
—Siempre pido más de lo que espero recibir —contestó tranquilamente Childers, enormemente divertido por la neurosis de su señoría.
—¿Cuánto es eso?
—No lo sé. No he pensado mucho en ello.
—¿Usted qué opina, sheriff? —preguntó Bullard, terriblemente sulfurado, con la mirada fija en Ozzie.
—Yo sugeriría unas fianzas bastante altas. A esos muchachos les conviene permanecer en la cárcel, por su propia seguridad. Los negros están inquietos. Puede que les ocurra algo si salen en libertad. Es preferible que las fianzas sean altas.
—¿Cuánto tienen?
—Willard está sin blanca. Cobb no se sabe. El dinero de las drogas es difícil de contabilizar. Puede que logre reunir veinte o treinta mil. He oído decir que ha contratado a un abogado famoso de Memphis. Hoy tendría que estar aquí. Debe de tener algún dinero.
—Maldita sea, por qué no me entero yo de esas cosas. ¿A quién ha contratado?
—A Bernard. Peter K. Bernard —respondió Childers—. Me ha llamado esta mañana.
—Nunca he oído hablar de él —exclamó Bullard con aire de superioridad, como si llevara en la mente una especie de registro judicial de todos los abogados.
El juez contempló los árboles a través de la ventana mientras el sheriff y el fiscal se guiñaban mutuamente el ojo. Las fianzas serían exorbitantes, como siempre. A las financieras les encantaba Bullard por sus desmesuradas fianzas. Observaban con deleite cómo las familias desesperadas reunían e hipotecaban todo lo que podían para pagar el diez por ciento que cobraban por depositar la fianza. Bullard fijaría una fianza muy elevada y lo haría a gusto. Le favorecía políticamente fijar fianzas muy cuantiosas y retener a los delincuentes en la cárcel. Los negros se lo agradecerían, lo cual era importante a pesar de que el condado era en un setenta y cuatro por ciento blanco. Les debía algunos favores a los negros.
—Fijemos cien mil para Willard y doscientos mil para Cobb. Eso podrá satisfacerles.
—¿Satisfacer a quién? —preguntó Ozzie.
—Pues a la gente, a esos de la calle. ¿Está usted de acuerdo?
—Me parece bien —respondió Childers—. ¿Y la vista? —agregó con una sonrisa.
—Habrá una vista, una vista imparcial, y a continuación fijaré las fianzas en cien y doscientos.
—Supongo que querrá que pida trescientos por barba para que su decisión parezca razonable —aventuró Childers.
—¡Me importa un rábano lo que pida! —gritó el juez.
—A mí me parece justo —dijo Ozzie mientras se dirigía a la puerta.
—¿Piensa llamarme a declarar? —preguntó a Childers.
—No, no le necesitamos. No tiene sentido que la acusación llame a nadie en una vista tan imparcial.
Abandonaron el despacho del juez, dejando a Bullard muy agitado. Éste cerró la puerta con llave, sacó una botella de un cuarto de vodka de su maletín y dio un buen trago. El señor Pate esperaba junto a la puerta. Al cabo de cinco minutos, Bullard entró en la sala, que estaba abarrotada de gente.
—¡Levántense para recibir a su señoría! —exclamó el señor Pate.
—¡Siéntense! —chilló el juez antes de que tuvieran tiempo de levantarse—. ¿Dónde están los acusados? ¿Dónde?
Trajeron del calabozo a Cobb y a Willard, quienes se sentaron junto a la mesa de la defensa. El nuevo abogado de Cobb sonrió a su cliente cuando le retiraron las esposas. Tyndale, abogado de oficio de Willard, no le prestó atención alguna.
Los negros que habían acudido el miércoles estaban de nuevo en la sala, acompañados ahora de algunos amigos. Observaban atentamente a los dos blancos. Lester los vio por primera vez. Carl Lee no estaba en la sala.
Desde el estrado, Bullard contó a los agentes de policía: nueve en total. Todo un récord. Contó a los negros: centenares de personas agrupadas, con la mirada fija en los dos violadores sentados entre sus abogados junto a la mesa de la defensa. El vodka le había sentado bien. Tomó otro sorbo de lo que parecía agua fría en un vaso de plástico y sonrió ligeramente. Sintió un ardor que le descendía hacia el estómago y se le subieron los colores a las mejillas. Lo que debería hacer sería ordenar la retirada de los agentes de policía y entregar a Cobb y a Willard a los negros. Sería divertido y se haría justicia. Imaginaba a aquella negra horda caminando por la sala mientras los hombres descuartizaban a los muchachos con navajas y machetes. Entonces, cuando hubieran terminado, volverían a reunirse para abandonar pacíficamente la sala. Sonrió para sus adentros.
—Hay un cuarto de litro de agua fría en el cajón de mi escritorio —susurró al señor Pate, después de llamarle para que se acercara al estrado—. Sírvame un poco en este vaso de plástico.
El señor Pate asintió y se retiró.
—El objeto de esta vista es el de considerar la solicitud de libertad bajo fianza —declaró en voz alta— y mi intención es que sea breve. ¿Está lista la defensa?
—Sí, señoría —respondió Tyndale.
—Sí, señoría —dijo el señor Bernard.
—¿Lista la acusación?
—Sí, señoría —respondió Childers sin levantarse.
—Bien. Llame a su primer testigo.
—Señoría —dijo Childers—, la acusación no llamará a ningún testigo. Su señoría conoce perfectamente los cargos contra estos acusados, puesto que su señoría presidió la vista preliminar el miércoles pasado. Tengo entendido que la víctima ha regresado a su casa y, por consiguiente, la acusación no anticipa nuevos cargos. El lunes se solicitará que la Audiencia Territorial formalice contra ambos acusados los cargos de violación, secuestro y agresión. Dada la naturaleza violenta de dichos delitos, la edad de la víctima y los antecedentes penales del señor Cobb, la acusación solicita que no se rebaje en un solo centavo la fianza máxima.
Bullard casi se atraganta con su agua fría. ¿Qué fianza máxima? No existía tal cosa.
—¿Qué cantidad sugiere, señor Childers?
—¡Medio millón por barba! —declaró con orgullo el fiscal antes de volver a sentarse.
¡Medio millón! Inconcebible, pensó Bullard. Dio un buen trago y miró fijamente al fiscal. ¡Medio millón! Conmoción en la sala. Mandó al señor Pate a por más agua.
—Puede proseguir la defensa.
El nuevo abogado de Cobb se levantó ceremoniosamente. Se aclaró la garganta y se quitó las aparatosas gafas de concha.
—Con la venia de su señoría. Me llamo Peter K. Bernard, soy de Memphis, y he sido contratado por el señor Cobb para representarle…
—¿Está usted debidamente colegiado para ejercer en Mississippi? —interrumpió Bullard.
La pregunta cogió a Bernard desprevenido.
—Bueno… No exactamente, señoría.
—Cuando dice «no exactamente», ¿se refiere a algo distinto a no?
Varios abogados que estaban en el palco del jurado intercambiaron risitas. Era uno de los trucos predilectos de Bullard. Odiaba a los abogados de Memphis y exigía que se asociaran a un colegiado local antes de aparecer en su sala. En otra época, cuando él ejercía como abogado, un juez de Memphis le había expulsado de la sala por no estar colegiado en Tennessee. Disfrutaba de su venganza desde el día de su elección.
—Señoría, no estoy colegiado en Mississippi, pero lo estoy en Tennessee.
—Eso espero —comentó el juez, con las consiguientes risitas disimuladas en el palco del jurado—. ¿Está usted familiarizado con las normas de Ford County? —preguntó.
—Creo que sí, señoría.
—¿Tiene una copia de las mismas?
—Sí, señoría.
—¿Y las ha leído atentamente antes de aventurarse a entrar en mi sala?
—Sí, señoría.
—¿Ha comprendido la norma número catorce cuando la ha leído?
Cobb miró a su nuevo abogado con suspicacia.
—Debo confesar que no la recuerdo —afirmó Bernard.
—Lo suponía. La norma catorce establece que los letrados colegiados en otros estados deben asociarse a un colegiado local antes de aparecer en este Juzgado.
—Sí, señoría.
A juzgar por su aspecto y ademanes, Bernard era un abogado sofisticado, o por lo menos se le conocía como tal en Memphis. No obstante, estaba siendo totalmente degradado y humillado por la mordacidad de un juez de una pequeña ciudad sureña.
—¿Y bien? —exclamó el juez.
—Sí, señoría, creo haber oído hablar de dicha norma.
—¿Entonces dónde está su letrado local?
—No lo tengo, pero me proponía…
—¿Es decir que usted se ha trasladado desde Memphis, ha leído atentamente las normas y ha hecho caso omiso de las mismas?
Bernard bajó la cabeza y fijó la mirada en un cuaderno en blanco que tenía sobre la mesa.
—Con la venia de su señoría —declaró Tyndale, después de levantarse lentamente—, para que conste y a efectos exclusivos de esta vista, me declaro letrado asociado del señor Bernard.
Bullard sonrió. Astuta jugada, Tyndale, astuta jugada. El agua fría le calentaba por dentro y se sentía relajado.
—Muy bien. Llame a su primer testigo.
—Con la venia de su señoría —dijo Bernard muy erguido, con la cabeza ladeada—, en nombre del señor Cobb llamo a su hermano, el señor Fred Cobb.
—Sea breve —susurró Bullard.
El hermano de Cobb prestó juramento y se dispuso a declarar. Bernard tomó la palabra y empezó un largo y detallado examen. Iba bien preparado. Adujo pruebas de que Billy Ray Cobb tenía empleo remunerado y tenía propiedades en Ford County, donde se había criado y donde vivían sus parientes y amigos y, por lo tanto, no tenía ninguna razón para huir. Era un buen ciudadano profundamente arraigado, con mucho que perder si se daba a la fuga. Un hombre en quien se podía confiar que apareciese ante el tribunal. Un hombre merecedor de una fianza moderada.
Bullard echó un trago, dio unos golpecitos con la pluma sobre la mesa y examinó los rostros de los negros entre el público.
Childers no formuló ninguna pregunta al testigo. Bernard llamó a la madre de Cobb, Cora, quien repitió lo que su hijo Fred había dicho acerca de su hijo Billy Ray. Logró derramar un par de lágrimas en un momento difícil y Bullard movió la cabeza.
Entonces le tocó el turno a Tyndale, que siguió los mismos pasos con la familia de Willard.
¡Medio millón de dólares de fianza! Menos sería poco y a los negros no les gustaría. Ahora el juez tenía otra razón para odiar a Childers. Pero le gustaban los negros, porque la última vez le habían elegido. Obtuvo el cincuenta y uno por ciento de los votos en todo el condado, pero la totalidad de los votos negros.
—¿Algo más? —preguntó cuando terminó Tyndale.
Los tres abogados se miraron inexpresivamente entre sí antes de mirar al juez.
—Con la venia de su señoría —dijo Bernard, después de ponerse de pie—, me gustaría resumir el caso de mi cliente respecto a la concesión de una fianza moderada…
—Olvídelo, amigo. Ya he oído bastante de usted y de su cliente. Siéntese. Por la presente, fijo una fianza de cien mil dólares para Pete Willard y de doscientos mil para Billy Ray Cobb. Los acusados permanecerán en prisión preventiva hasta que logren satisfacer la fianza. Se levanta la sesión.
Acto seguido se retiró a su despacho, donde vació la botella de cuarto de litro y abrió otra.
Lester se sentía satisfecho de las fianzas. La suya había sido de cincuenta mil por el asesinato de Monroe Bowie. Claro que Bowie era negro y las fianzas solían ser más bajas en estos casos.
El público se dirigió hacia la puerta posterior de la sala, pero Lester permaneció en su lugar. Observó atentamente cómo esposaban a los dos blancos y los conducían a la puerta del calabozo. Cuando desaparecieron, se cubrió el rostro con las manos y rezó una breve oración. Entonces escuchó.
Jake se asomaba por lo menos diez veces diarias al balcón para observar el centro de Clanton. A veces fumaba unos cigarros baratos y soltaba bocanadas de humo en Washington Street. Incluso en verano dejaba abiertas las ventanas del despacho principal. El ruido de la ajetreada pequeña ciudad le hacía compañía mientras trabajaba silenciosamente. A veces le sorprendía el estruendo procedente de las calles que rodeaban el Palacio de Justicia y en otras ocasiones se asomaba al balcón para comprobar por qué estaba todo tan callado.
Poco antes de las dos de la tarde del lunes veinte de mayo salió al balcón y encendió un cigarro. Un profundo silencio llenaba el centro de Clanton, Mississippi.
Cobb fue el primero en bajar cautelosamente por la escalera, con las manos esposadas a la espalda, seguido de Willard y del agente Looney. Diez peldaños hasta el rellano, giró a la derecha, y diez peldaños más hasta el primer piso. Otros tres agentes esperaban junto al coche patrulla aparcado a la puerta mientras fumaban cigarrillos y observaban a los periodistas.
Cuando Cobb llegó al penúltimo escalón, con Willard tres peldaños a su espalda y Looney a uno del rellano, se abrió inesperadamente la pequeña puerta del trastero sucio y olvidado y el señor Carl Lee Hailey emergió de la oscuridad con un M-16 en las manos. Abrió fuego a bocajarro. Los rápidos estallidos del fusil ametrallador llenaron el edificio y ahogaron su silencio. Los violadores quedaron paralizados y, a continuación, chillaron al recibir el impacto de las balas; Cobb recibió un balazo en el estómago y otro en el pecho, y Willard en la cara, el cuello y la garganta. Intentaron en vano retroceder, tropezando entre sí, esposados e indefensos, mientras su piel y su sangre se desparramaban.
Looney recibió un balazo en la pierna, pero logró subir hasta el calabozo, donde se refugió agachado mientras oía los gemidos de Cobb y de Willard y la risa histérica del negro. Las balas rebotaban en las paredes de la estrecha escalera y, al mirar hacia el rellano, Looney podía ver la sangre y la carne que lo salpicaban todo y descendían por los peldaños.
Las breves y veloces ráfagas de siete a ocho disparos del M-16 retumbaban eternamente por todo el edificio. Por encima del ruido de los disparos y de las balas que rebotaban de las paredes de la escalera se oía claramente la risa aguda de Carl Lee.
Cuando acabó, arrojó el fusil a los cadáveres y echó a correr. Entró en los servicios, trabó la puerta con una silla, saltó por la ventana a los matorrales, anduvo tranquilamente por la acera, llegó hasta su camioneta y regresó a su casa.
Lester quedó paralizado al oír los primeros disparos, que sonaron estrepitosamente en la sala de Audiencias. Las madres de Willard y de Cobb empezaron a chillar y los agentes corrieron hacia los calabozos, pero sin aventurarse a salir a la escalera. Lester escuchó atentamente por si sonaban disparos de pistola, pero no los hubo y abandonó la sala.
Al oír el primer tiro Bullard agarró la botella y se refugió bajo la mesa, mientras el señor Pate cerraba la puerta con llave.
Cobb, o lo que quedaba de él, fue a parar encima de Willard. La sangre de ambos se entremezcló y empezó a derramarse por los escalones hasta alcanzar el rellano inferior donde formó un charco.
Jake cruzó corriendo la calle para dirigirse a la parte posterior del Palacio de Justicia. Prather estaba agachado junto a la puerta, pistola en mano, enojado con los periodistas que empujaban. Los demás agentes permanecían atemorizados al pie de la escalera, cerca de los coches patrulla. Jake se dirigió a la puerta principal, custodiada por otros agentes que evacuaban a los funcionarios y al público de la Audiencia. Apareció un montón de personas en la escalera frontal. Jake se abrió paso entre la muchedumbre, llegó a la rotonda y se encontró con Ozzie, que no dejaba de gritar en todas direcciones ordenando a la gente que se retirara. Hizo una seña a Jake y cruzaron juntos el vestíbulo en dirección a la puerta posterior, donde media docena de agentes pistola en mano contemplaban silenciosamente la escalera. Jake sintió náuseas. Willard casi había logrado llegar al rellano. La parte frontal de su cabeza había desaparecido y su cerebro parecía gelatina que le cubría el rostro. Cobb había conseguido darse la vuelta y absorber las últimas balas en la espalda. Tenía la cara hundida en el vientre de Willard y sus pies junto al cuarto peldaño. La sangre no dejaba de manar de los cadáveres y cubría por completo los seis últimos escalones. El charco carmesí avanzaba rápidamente hacia los agentes, que retrocedían paso a paso. El fusil, también cubierto ya de sangre, estaba entre las piernas de Cobb y el quinto peldaño.
Todos los presentes guardaban silencio, magnetizados por la visión de la sangre que no dejaba de brotar de los dos cuerpos muertos. El profundo olor a pólvora impregnaba la escalera y se extendía hasta el vestíbulo y la rotonda, donde los agentes conducían todavía al público hacia la puerta principal.
—Jake, es preferible que te marches —dijo Ozzie con la mirada fija en los cadáveres.
—¿Por qué?
—Lárgate.
—¿Por qué?
—Porque hemos de tomar fotografías, recoger pruebas y cosas por el estilo, y tú no tienes nada que hacer aquí.
—De acuerdo. Pero no se te ocurra interrogarle sin que yo esté presente. ¿Comprendido?
Ozzie asintió.
Dos horas después de tomar las fotografías, limpiarlo todo, recoger pruebas y retirar los cadáveres, Ozzie salió seguido de cinco coches patrulla. Hastings, que conducía el primer coche, se dirigió hacia el campo en dirección al lago, por delante de la tienda de ultramarinos de Bates hasta llegar a Craft Road. Los únicos coches aparcados frente a la casa de los Hailey eran el de Gwen, la camioneta de Carl Lee y el Cadillac rojo con matrícula de Illinois.
Ozzie no esperaba ningún problema. Los vehículos de la policía se detuvieron en fila frente al jardín y los agentes se apostaron tras las puertas abiertas de los coches mientras el sheriff se dirigía solo a la casa. Se detuvo. Se abrió lentamente la puerta y apareció la familia Hailey. Carl Lee se acerco al borde de la terraza, con Tonya en brazos. Miró al sheriff, que era su amigo, y a la hilera de coches de los agentes. A su derecha estaba Gwen y a su izquierda sus tres hijos, el menor de los cuales sollozaba discretamente, pero los dos mayores se mantenían erguidos y orgullosos. A su espalda estaba Lester.
Ambos grupos se observaron mutuamente, cada uno a la espera de que el otro tomara la iniciativa, todos con el deseo de evitar lo que estaba a punto de ocurrir. El único ruido era el del suave llanto de la niña, su madre y el menor de los hijos.
Los niños habían intentado comprender lo ocurrido. Su papá les había contado lo que acababa de hacer y el porqué. Eso lo habían comprendido; lo que no entendían era por qué iban a detenerlo y llevarlo a la cárcel.
Ozzie dio una patada a una porquería en el suelo, con una mirada ocasional a la familia y a sus hombres.
—Será mejor que me acompañes —dijo por último.
Carl Lee asintió ligeramente, pero no se movió. Gwen y el hijo menor empezaron a llorar con gran desconsuelo cuando Lester cogió a la niña de los brazos de su padre. Entonces, Carl Lee se agachó frente a los tres muchachos y les explicó de nuevo en un susurro que debía marcharse, pero que no tardaría en regresar. Les dio un abrazo y todos echaron a llorar, agarrados fuertemente a él. A continuación besó a su esposa y bajó por la escalera para reunirse con el sheriff.
—¿Quieres esposarme, Ozzie?
—No, Carl Lee. Sube a mi coche.