K. T. Bruster, o Gato Bruster, como popularmente se le conocía, era, que él supiese, el único negro tuerto y millonario de Memphis. Propietario de una cadena de locales topless en la ciudad, que operaba legalmente, tenía, además, edificios de pisos de alquiler, que también operaban legalmente, y dos iglesias en el sur de Memphis, que funcionaban igualmente con toda legalidad. Era benefactor de numerosas causas para negros, amigo de los políticos y un héroe para su gente.
Para Gato era importante conservar la popularidad, porque se le volvería a acusar, juzgar y, con toda probabilidad, declarar inocente por los miembros de su comunidad, la mitad de los cuales eran negros. Las autoridades no habían logrado condenarle por actividades tales como la venta de mujeres, cocaína, artículos robados, tarjetas de crédito, bonos alimentarios, alcohol de contrabando, armas y artillería ligera.
El ojo que le faltaba lo había perdido en algún arrozal de Vietnam. Había ocurrido el mismo día de 1971 en que su compañero Carl Lee Hailey recibió un balazo en la pierna. Carl Lee le llevó dos horas a cuestas hasta que encontraron ayuda. Después de la guerra regresó a Memphis y trajo consigo un kilo de hachís. Con los beneficios adquirió un pequeño antro en South Main y estuvo a punto de morirse de hambre hasta que ganó una prostituta jugando al póquer con un chulo. Le prometió que podría abandonar la prostitución si estaba dispuesta a bailar desnuda sobre las mesas de su local. De pronto, tenía más clientela de la que podía atender, de modo que compró otro local y trajo más bailarinas. Se abrió un lugar en el mercado y al cabo de dos años estaba forrado de dinero.
Había situado su despacho encima de uno de sus locales, junto a South Main, entre Vance y Beale, en la zona más conflictiva de Memphis. En el letrero se anunciaban «senos y cerveza», pero eran muchas más las cosas que se vendían tras las opacas ventanas.
Carl Lee y Lester llegaron al local, llamado Azúcar Moreno, el sábado alrededor de las doce del mediodía. Se colocaron junto a la barra, pidieron cerveza y contemplaron los senos.
—¿Está Gato? —preguntó Carl Lee al barman cuando éste se acercó.
El empleado refunfuñó, regresó al fregadero y siguió lavando vasos mientras Carl Lee le observaba bebiendo cerveza y mirando, a veces, a las chicas que bailaban.
—¡Otra cerveza! —ordenó Lester sin dejar de contemplar a las bailarinas.
—¿Está aquí Gato Bruster? —volvió a preguntar Carl Lee con firmeza, cuando el barman se acercó con la bebida.
—¿Quién pregunta por él?
—Yo.
—¿Y bien?
—Gato y yo somos buenos amigos. Luchamos juntos en Vietnam.
—¿Su nombre?
—Hailey. Carl Lee Hailey. De Mississippi.
El barman desapareció y, al cabo de un minuto, apareció de nuevo entre dos espejos detrás de la barra. Hizo una seña a los Hailey para que le siguieran por una pequeña puerta frente a los servicios y, luego, por una puerta cerrada con llave que daba a la escalera. El despacho era tenebroso y chabacano. La moqueta era de color dorado, las paredes rojas y el techo verde. Finos barrotes de acero cubrían las ventanas oscurecidas y, para mayor seguridad, unas gruesas y polvorientas cortinas moradas colgaban del techo hasta el suelo a fin de ahogar cualquier rayo de luz que pudiera filtrarse a través del cristal ahumado. Un pequeño e ineficaz candelabro de espejos giraba lentamente en el centro de la sala, a escasa distancia de sus cabezas.
Dos gigantescos guardaespaldas, con idéntico traje negro y chaleco, despidieron al barman, indicaron a Lester y Carl Lee que se sentaran y se quedaron a su espalda.
Los hermanos miraban el mobiliario mientras B. B. King cantaba suavemente desde un estéreo oculto.
—Muy agradable, ¿no te parece? —dijo Lester.
De pronto, Gato apareció por una puerta oculta tras el escritorio de mármol y cristal, se acercó a Carl Lee y empezó a darle abrazos.
—¡Amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Carl Lee Hailey! —exclamó—. ¡Me alegro mucho de verte, Carl Lee! ¡Me alegro mucho de verte! ¿Cómo estás, amigo mío?
—No puedo quejarme, Gato, no puedo quejarme. ¿Y tú?
—¡Fantástico! ¡Fantástico! ¿Quién es éste? —preguntó al tiempo que estrechaba vigorosamente la mano de Lester.
—Es mi hermano, Lester —respondió Carl Lee—. Vive en Chicago.
—Encantado de conocerte, Lester. Este grandullón y yo somos íntimos amigos. Íntimos amigos.
—Me ha hablado mucho de ti —dijo Lester.
—Vaya, vaya, Carl Lee. Tienes muy buen aspecto —exclamó Gato a su amigo—. ¿Cómo va la pierna?
—Muy bien, Gato. Duele un poco a veces, cuando llueve, pero bien.
—Estamos muy unidos, ¿no es cierto?
Carl Lee asintió y sonrió.
—¿Os apetece tomar algo?
—No, gracias —respondió Carl Lee.
—Para mí una cerveza —dijo Lester.
Gato chasqueó los dedos y desapareció uno de los guardaespaldas. Carl Lee se dejó caer en su silla y Gato se sentó al borde del escritorio, con los pies colgando como un niño en el muelle, al tiempo que sonreía a Carl Lee, quien se sentía cohibido con tanta admiración.
—¿Por qué no te trasladas a Memphis y vienes a trabajar para mí? —preguntó Gato.
Carl Lee se lo esperaba. En los últimos diez años no había dejado de ofrecerle empleos.
—No, gracias, Gato. Me siento feliz donde estoy.
—Y yo me siento feliz por ti. ¿Qué se te ofrece?
Carl Lee abrió la boca, titubeó, se cruzó de piernas y frunció el ceño.
—Necesito un favor, Gato. Sólo un pequeño favor.
—Cualquier cosa, amigo mío, cualquier cosa —respondió Gato, con los brazos abiertos.
—¿Recuerdas los M-16 que usábamos en Vietnam? Necesito uno cuanto antes.
—Es un arma muy poderosa —respondió Gato cruzando los brazos—. ¿Qué tipo de ardillas te dedicas a cazar?
—No se trata de cazar ardillas.
Gato miró a los dos hermanos atentamente. Sabía que la razón no era de su incumbencia. Se trataba de algo grave, ya que, de lo contrario, Carl Lee no estaría allí.
—¿Semi?
—No. La auténtica.
—Hablas de mucho dinero.
—¿Cuánto?
—¿Sabes que es totalmente ilegal?
—Si la pudiera comprar en Sears, no estaría aquí.
—¿Cuándo la necesitas? —sonrió nuevamente Gato.
—Hoy.
Llegó la cerveza y se la sirvieron a Lester. Gato se instaló tras su escritorio, en su silla de capitán de plástico color naranja.
—Mil pavos —dijo.
—Los tengo.
Gato estaba ligeramente sorprendido, pero no lo manifestó. ¿De dónde había sacado ese negro pueblerino de Mississippi un millar de dólares? Se los habría prestado su hermano.
—Mil dólares para cualquier otro, amigo mío, pero no para ti.
—¿Cuánto?
—Nada, Carl Lee, nada. Te debo mucho más de lo que se puede pagar con dinero.
—Estoy perfectamente dispuesto a pagar lo que sea.
—No. Ni lo menciones. El fusil es tuyo.
—Eres muy amable, Gato.
—Puedo darte cincuenta.
—Sólo necesito uno. ¿Cuándo podré recogerlo?
—Deja que lo averigüe.
Gato llamó por teléfono y susurró algunas frases. Una vez dada la orden, colgó el auricular y dijo que tardaría aproximadamente una hora.
—Esperaremos —dijo Carl Lee.
Gato se retiró el parche del ojo izquierdo y se limpió la órbita vacía con un pañuelo.
—Tengo una idea mejor —dijo, mientras les hacía una seña a sus guardaespaldas—. Traed mi coche. Iremos a recogerlo.
Siguieron a Gato por una puerta secreta y a lo largo de un pasillo.
—Yo vivo aquí —comentó Gato—. Ésa es la puerta de mi piso. Suele haber algunas mujeres desnudas.
—No me importaría echar un vistazo —exclamó Lester.
—No te molestes —agregó Carl Lee.
Más adelante, Gato les mostró una brillante puerta metálica de color negro, al fondo del pasillo. Se detuvo como para admirarla.
—Aquí es donde guardo el dinero. Hay un vigilante día y noche.
—¿Cuánto? —preguntó Lester mientras sorbía su cerveza.
Gato lo miró fijamente y siguió avanzando por el pasillo. Carl Lee miró a su hermano con el ceño fruncido y movió la cabeza. Cuando llegaron al fondo del pasillo subieron por una estrecha escalera que conducía al cuarto piso. Estaba oscuro y, en algún lugar de la pared, Gato encontró un pulsador. Esperaron en silencio unos segundos hasta que se abrió la pared y apareció un brillante ascensor enmoquetado en rojo y con un letrero de PROHIBIDO FUMAR. Gato pulsó otro botón.
—Hay que subir por la escalera antes de coger el ascensor para bajar —comentó sonriente—. Razones de seguridad.
Asintieron ambos, admirados. Cuando se abrieron las puertas del ascensor estaban en el sótano. Uno de los guardaespaldas esperaba junto a la puerta abierta de una impecable limusina blanca y Gato invitó a sus huéspedes a dar un paseo. Avanzaron lentamente entre una hilera de Fleetwoods, limusinas, un Rolls Royce y diversos vehículos europeos de lujo.
—Son todos míos —dijo con orgullo.
El conductor tocó la bocina y se levantó una gruesa puerta que daba a un callejón de una sola dirección.
—Conduce despacio —ordenó Gato al chofer junto al que iba otro guardaespaldas—. Quiero mostraros algunas cosas.
Carl Lee había hecho la visita unos años antes, la última vez que había estado con Gato. Había un montón de chozas miserables a las que el gran hombre se refería como pisos de alquiler, y antiguos almacenes de ladrillo con las ventanas oscurecidas o tapiadas sin indicación alguna de lo que se guardaba en su interior. Había una iglesia, magnífica, y, a pocas manzanas, otra. Dijo que los curas también le pertenecían. Había docenas de tabernas en las esquinas, con las puertas abiertas y grupos de jóvenes negros que bebían cerveza sentados en bancos. Mostró con orgullo un edificio destruido por las llamas cerca de Beale y relató con gran fervor el caso de un competidor, que había intentado abrirse paso en el negocio del topless. Dijo que no tenía competidores. Y estaban los locales nocturnos, con nombres de Ángeles, La Casa del Gato y Paraíso Negro, donde los hombres podían encontrar una buena copa, buena comida, buena música, mujeres desnudas y, según él, tal vez algo más. Los locales nocturnos le habían convertido en un hombre muy rico. Tenía ocho en total.
Los visitaron todos. En el fondo de un callejón sin salida desprovisto de nombre, cerca del río, el chofer giró bruscamente entre dos almacenes de ladrillo y avanzó por la callejuela hasta un portalón que se abrió a la derecha. A continuación pasaron por una puerta junto al muelle y la limusina desapareció en el interior del edificio. Se detuvo y el guardaespaldas se apeó.
—No os mováis —dijo Gato.
El maletero se abrió y volvió a cerrarse. En menos de un minuto, la limusina circulaba nuevamente por las calles de Memphis.
—¿Qué os parece si vamos a almorzar? —preguntó Gato, y, antes de darles la oportunidad de responder, ordenó al chofer—: Al Paraíso Negro. Llama para decirles que vamos a almorzar. El mejor filete de Memphis —agregó— en uno de mis propios locales. Claro que ningún dominical lo reconoce. La crítica me margina. ¿Qué os parece?
—Parece discriminación —dijo Lester.
—Sí, estoy seguro de que lo es. Pero no lo utilizaré hasta que se me acuse de algo.
—Últimamente no he leído nada sobre ti en los periódicos, Gato —comentó Carl Lee.
—Han transcurrido tres años desde mi último juicio. Evasión de impuestos. Los federales tardaron tres semanas en juntar pruebas y el jurado, después de veintisiete minutos de deliberación, volvió con la palabra más hermosa de nuestro idioma: «inocente».
—Yo también la he oído —dijo Lester.
Un portero esperaba bajo la marquesina de la sala de fiestas, y un grupo de guardaespaldas, distintos de los de antes, acompañaron el gran hombre y a sus invitados a un reservado alejado de la pista de baile. Un equipo de camareros sirvió las bebidas y la comida. Lester empezó a beber whisky y estaba borracho cuando llegó el filete. Carl Lee bebía té helado y hablaba con Gato de anécdotas de la guerra. Cuando acabaron de comer, se acercó un guardaespaldas y susurró algo a Gato.
—¿Vuestro coche es un Eldorado rojo con matrícula de Illinois? —preguntó Gato con una sonrisa.
—Sí, pero lo hemos dejado aparcado en el otro lugar.
—Ahora está aquí, y en el maletero…
—¿Qué? —exclamó Lester—. ¿Cómo…?
Gato soltó una carcajada y le dio una palmada en la espalda.
—No te preocupes, amigo mío, no te preocupes. Todo está resuelto. Gato lo puede todo.
Como de costumbre, Jake trabajaba el sábado por la mañana, después de desayunar en el Coffee Shop. Los sábados disfrutaba de la tranquilidad de su despacho, sin teléfonos ni Ethel. Se encerraba con llave, hacía caso omiso del teléfono y eludía a los clientes. Ordenaba los ficheros, leía las últimas decisiones del Tribunal Supremo y organizaba la estrategia si tenía algún juicio en perspectiva. Los sábados por la mañana era cuando se le ocurrían sus mejores ideas.
A las once llamó a la cárcel.
—¿Está el sheriff? —preguntó.
—Voy a ver —respondió el telefonista.
—Sheriff Walls —se oyó por la línea al cabo de unos momentos.
—Ozzie, soy Jake Brigance. ¿Cómo estás?
—Muy bien, Jake. ¿Y tú?
—Muy bien. ¿Vas a quedarte todavía un rato en tu despacho?
—Un par de horas. ¿Qué ocurre?
—Nada importante. Pero me gustaría hablar contigo un par de minutos. Estaré ahí dentro de media hora.
—Te estaré esperando.
Jake y el sheriff se gustaban y respetaban mutuamente. Jake le había hecho pasar un mal rato en varias ocasiones cuando le interrogaba en el juzgado, pero Ozzie lo consideraba parte de su trabajo y nada personal. Jake apoyaba a Ozzie en las campañas electorales, que Lucien financiaba, y al sheriff no le importaban algunas preguntas comprometedoras y comentarios sarcásticos en los juicios. Le gustaba ver a Jake en acción. Y disfrutaba tomándole el pelo sobre «el juego». En 1969, cuando Jake era un novato quarterback en el Karaway, Ozzie era la estrella del Clanton. Los dos rivales, sin haber perdido ningún partido, se enfrentaron para la final de la copa en Clanton. Durante cuatro prolongados cuartos, Ozzie aterrorizó la defensa del Karaway, dirigido por un enérgico pero agotado quarterback novato. Ya avanzado el último cuarto, y con una ventaja de 44-0, Ozzie le rompió la pierna a Jake en una entrada.
Ahora hacía años que amenazaba con romperle la otra. Le acusaba de cojear y le preguntaba por la pierna.
—¿Qué te preocupa, amigo? —preguntó Ozzie en su pequeño despacho.
—Carl Lee. Estoy un poco preocupado por él.
—¿En qué sentido?
—Escucha, Ozzie, lo que hablemos aquí ha de quedar entre nosotros. No quiero que nadie se entere de esta conversación.
—Parece que va en serio, Jake.
—Efectivamente. Hablé con Carl Lee el miércoles, después de la vista. Está como loco y lo comprendo. Yo también lo estaría. Hablaba de matar a esos muchachos y parecía decirlo en serio. Me ha parecido que debías saberlo.
—Están a salvo, Jake. No podría llegar hasta ellos aunque se lo propusiera. Hemos recibido algunas llamadas, por supuesto anónimas, con toda clase de amenazas. Los negros están muy enojados. Pero los muchachos están a salvo. Tienen una celda sólo para ellos y tomamos muchas precauciones.
—Carl Lee no me ha contratado, pero he representado a todos los Hailey en un momento u otro y estoy seguro de que, por alguna razón, me considera su abogado. Considero que es mi responsabilidad comunicártelo.
—No estoy preocupado, Jake.
—Me alegro. Permíteme que te pregunte algo. Yo tengo una hija y tú también, ¿no es cierto?
—Yo tengo dos hijas.
—¿En qué piensa Carl Lee? Me refiero como padre negro.
—En lo mismo que pensarías tú.
—¿Y qué es eso?
Ozzie se apoyó contra el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.
—Se pregunta si su hija está bien —respondió al cabo de unos momentos—, me refiero físicamente. Si sobrevivirá y, en el caso de que lo haga, con qué secuelas. ¿Podrá tener hijos? También debe de preguntarse por su estado mental y emocional, y en cómo le afectará lo ocurrido durante el resto de su vida. En tercer lugar, quiere matar a esos cabrones.
—¿Lo harías tú?
—Es fácil decir que lo haría, pero un hombre no sabe de lo que es capaz. Creo que les sería mucho más útil a mis hijos en mi casa que en Parchman. ¿Tú qué opinas, Jake?
—Supongo que más o menos lo mismo. No sé lo que haría. Probablemente volverme loco. Pero puede que me propusiera seriamente matar a los responsables —agregó después de contemplar fijamente el escritorio durante unos segundos—. Sería difícil conciliar el sueño pensando que todavía vivían.
—¿Cómo reaccionaría el jurado?
—Depende de quién formara parte del mismo. Si encuentras el jurado adecuado, sales en libertad. Si lo elige el fiscal, acabas en la cámara de gas. Depende exclusivamente del jurado y en este condado se puede elegir a la gente adecuada. Todo el mundo está harto de violaciones, robos y asesinatos. Sé que los blancos lo están.
—Todo el mundo lo está.
—Me refiero a que un padre que se tomara la ley por cuenta propia gozaría de muchas simpatías. La gente no confía en nuestro sistema jurídico. Creo que yo lograría, por lo menos, hacer dudar al jurado. Convencer a uno o dos de sus miembros de que el cabrón merecía morir.
—Como Monroe Bowie.
—Exactamente. Como Monroe Bowie. Era un miserable negro al que había que matar, y Lester fue declarado inocente. A propósito, Ozzie, ¿por qué crees que Lester ha venido de Chicago?
—Quiere mucho a su hermano. También le vigilamos.
Finalmente cambiaron de tema y Ozzie le preguntó por la pierna. Se dieron la mano y Jake se retiró. Regresó directamente a su casa, donde Carla le esperaba con una lista. No le importaba que trabajara los sábados por la mañana a condición de que regresara a las doce y, a partir de entonces, obedeciera más o menos sus órdenes.
El domingo por la tarde acudió un gentío al hospital y siguió a la pequeña Hailey, a quien su padre empujaba en una silla de ruedas a lo largo del pasillo, por la puerta y hasta el aparcamiento, donde la levantó suavemente para colocarla en el asiento delantero del vehículo. Sentada entre sus padres, con sus tres hermanos en el asiento posterior, se alejó del hospital. Abandonaron la ciudad con deliberada lentitud, en dirección al campo, seguidos de una procesión de amigos, parientes y desconocidos.
La niña iba erguida en el asiento delantero, como una persona mayor. Su padre guardaba silencio, su madre lloraba, y sus hermanos estaban rígidos y callados.
Otro grupo de gente les aguardaba en la casa, y se formó un corro delante de la puerta cuando llegaron los coches y aparcaron en el jardín. Todo el mundo guardó silencio cuando el padre subió los escalones con su hija en brazos, entró en la casa y la colocó sobre el sofá. Estaba contenta de estar en casa, pero harta de espectadores. Su madre le hacía caricias en los pies mientras primos, tíos, tías, vecinos y conocidos se acercaban para acariciarla también y sonreírle, algunos con lágrimas en los ojos y sin decir palabra. Su padre salió al jardín para charlar con el tío Lester y otros hombres. Sus hermanos estaban en la abigarrada cocina devorando un montón de comida.