5

LESTER Hailey se había casado con una sueca de Wisconsin que, si bien teóricamente todavía lo amaba, él empezaba a sospechar que la novedad que para ella había representado el color de su piel se estaba desvaneciendo. Le aterrorizaba Mississippi y, a pesar de que Lester le había asegurado que no correría peligro alguno, se había negado rotundamente a acompañarlo. No conocía a su familia, que a su vez tampoco ardía en deseos de conocerla a ella. No era inusual que los negros del sur se trasladasen al norte y se casaran con una blanca, pero hasta entonces ningún Hailey lo había hecho. Había muchos Haileys en Chicago, la mayoría parientes, y todos casados con negras. La familia no estaba impresionada con la esposa rubia de Lester. Se trasladó a Clanton, solo, en su nuevo Cadillac.

En plena noche del miércoles llegó al hospital y se encontró con algunos primos, que leían revistas en la sala de espera del segundo piso. Le dio un abrazo a Carl Lee. No se habían visto desde Navidad, cuando la mitad de los negros de Chicago se habían desplazado a sus casas en Mississippi y Alabama.

—¿Cómo está? —preguntó Lester después de salir al pasillo para alejarse de los demás parientes.

—Mejor. Mucho mejor. Puede que este fin de semana regrese a casa.

Lester se sintió aliviado. Cuando salió de Chicago once horas antes estaba a las puertas de la muerte, según el primo que le había llamado para sacarle de la cama con un susto terrible. Encendió un Kool bajo el letrero de PROHIBIDO FUMAR y miró fijamente a su hermano mayor.

—¿Estás bien?

Carl Lee asintió y miró a lo largo del pasillo.

—¿Cómo está Gwen?

—Más loca que de costumbre. Está en casa de su madre. ¿Has venido solo?

—Sí —respondió Lester a la defensiva.

—Me alegro.

—No te pases de listo. No me he pasado el día conduciendo para oír hablar mal de mi esposa.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Todavía tienes gases?

Lester sonrió y a continuación soltó una carcajada. Desde que se casó con la sueca, siempre tenía el estómago lleno de gases. Su mujer preparaba comidas cuyos nombres ni siquiera podía pronunciar y que le sentaban como un tiro. Añoraba los bretones, los guisantes, el abelmosco, el pollo frito, el cerdo asado y el tocino.

En el tercer piso encontraron una pequeña sala de espera con sillas plegables y una mesilla. Lester trajo dos tazas de café de la máquina, agregó leche en polvo y revolvió con el dedo. A continuación escuchó atentamente a Carl Lee, quien le contó todos los detalles de la violación, la detención y la vista preliminar. Lester encontró unas servilletas de papel e hizo un plano del Juzgado y de la cárcel. Habían transcurrido cuatro años desde que lo habían juzgado por asesinato, y no le resultó fácil dibujarlos. Sólo pasó una semana en la cárcel antes de que le concedieran la libertad bajo fianza y no había vuelto a visitar el lugar desde que le declararon inocente. En realidad, se había trasladado a Chicago poco después del juicio. La víctima tenía parientes.

Hicieron planes y más planes hasta bastante después de la medianoche.

Al mediodía del jueves, Tonya abandonó la Unidad de Vigilancia Intensiva, siendo trasladada a una habitación individual. Su estado fue calificado de estable. Los médicos se tranquilizaron y la familia le trajo caramelos, juguetes y flores. Con la mandíbula fracturada y la boca llena de prótesis, todo lo que pudo hacer con los caramelos fue mirarlos. Se los comieron sus hermanos. Los familiares no se movían del lado de su cama y le cogían la mano, como para protegerla y darle ánimos. La habitación estaba siempre llena de amigos y desconocidos, que la acariciaban con ternura y le decían lo encantadora que era, tratándola todos como a alguien muy especial, alguien a quien algo horrible había ocurrido. Las visitas entraban por turnos, del pasillo a la habitación y de regreso al pasillo bajo la atenta vigilancia de las enfermeras.

Le dolían las heridas y, a veces, lloraba. Cada hora, las enfermeras se abrían paso entre los visitantes para administrar un analgésico a la paciente.

Aquella noche, todo el mundo guardó silencio en la estancia cuando la televisión de Memphis hablaba de la violación. Mostraron imágenes de los dos blancos, pero la niña no pudo verlas con claridad.

El Palacio de Justicia de Ford County se abría a las ocho de la mañana y se cerraba a las cinco de la tarde; todos los días a excepción de los viernes, que se cerraba a las cuatro y media. A las cuatro y media del viernes, Carl Lee estaba escondido en el retrete del primer piso cuando se cerró el Juzgado. Durante una hora permaneció sentado en el water sin decir palabra. No se oía a ningún ujier. Nadie. Silencio. Cruzó el vestíbulo a media luz hasta la puerta trasera y miró por la ventana. Nadie a la vista. Permaneció un rato a la escucha. El edificio estaba desierto. Dio media vuelta para examinar el largo pasillo, la rotonda y la puerta principal, a sesenta y cinco metros de distancia.

Estudió el edificio. Las dobles puertas traseras daban a un amplio vestíbulo rectangular. Al fondo, había unas escaleras a la derecha y otras idénticas a la izquierda. El vestíbulo se estrechaba para convertirse en pasillo. Carl Lee se puso a hacer el papel del acusado. Apoyó la espalda contra la puerta posterior, caminó diez metros a la derecha hasta la escalera, subió diez peldaños para llegar a un pequeño rellano, giró noventa grados a la izquierda tal como Lester le había indicado y, bajando otros diez, llegó al calabozo. Era un cuarto pequeño, con sólo una ventana y dos puertas. Abrió una de ellas y entró en la enorme sala de la Audiencia, con sus hileras de bancos acolchados. Se acercó y se sentó en la primera fila. Al examinar la sala se percató de que delante tenía una baranda, o barra, como la había llamado Lester, que separaba el área pública de la del juez, el jurado, los testigos, los abogados, los acusados y los funcionarios.

Caminó por el centro de la sala hasta la puerta posterior y la examinó detenidamente. El miércoles le había parecido muy diferente. Regresó al calabozo y abrió la otra puerta, que conducía a la parte de la sala donde se celebraba el juicio. Se sentó junto a la larga mesa que Lester, Cobb y Willard habían ocupado. A la derecha había otra larga mesa: la que correspondía a la acusación. Detrás de las mesas había una hilera de sillas de madera y, a continuación, la baranda, con puertas de vaivén a ambos extremos. El sillón del juez estaba situado en un lugar alto y señorial al fondo del estrado, con el respaldo contra la pared y bajo un retrato descolorido de Jefferson Davis, que presidía la sala con el ceño fruncido. El palco del jurado estaba junto a la pared, a la derecha de Carl Lee y a la izquierda del juez, bajo los retratos amarillentos de otros olvidados héroes de la Confederación. Frente a este palco, estaba la tarima de los testigos, junto al estrado, aunque a menor altura. A la izquierda de Carl Lee, en el lado opuesto al del jurado, había un largo mostrador rectangular cubierto de grandes carpetas rojas para los sumarios, que solía estar lleno de abogados y funcionarios durante los juicios. Detrás del mismo, al otro lado de la pared, estaba el calabozo.

Carl Lee se quedó inmóvil, como si estuviera esposado, cruzó lentamente la puerta de vaivén, entró por la que daba al calabozo, descendió a continuación los diez peldaños de la estrecha y lúgubre escalera, y se detuvo. Desde el rellano vislumbraba la puerta posterior de la Audiencia y la mayor parte de la entrada entre la puerta y el vestíbulo. A la derecha, al pie de la escalera, había una puerta que daba a un abarrotado trastero. Cerró la puerta y lo examinó. El cuartito daba la vuelta bajo la escalera. Estaba oscuro, polvoriento, lleno de cubos y escobas, y raramente se utilizaba. Abrió ligeramente la puerta y miró hacia la parte superior de la escalera.

Pasó una hora más merodeando por el edificio. La otra escalera posterior conducía a otro calabozo, situado detrás del palco del jurado. Cuando subió por la escalera hasta el tercer piso, se encontró con la biblioteca jurídica del condado y dos salas de deliberación, tal como Lester se lo había contado.

Subió y bajó repetidas veces, para seguir los movimientos que efectuarían los hombres que habían violado a su hija.

Se sentó en el sillón del juez y examinó sus dominios. Subió al palco del jurado y se meció en una de sus cómodas sillas. Se instaló en la silla de los testigos y se acercó al micrófono. Eran ya las siete y había oscurecido cuando Carl Lee abrió una ventana del retrete junto al trastero de la escalera y saltó sigilosamente a los matorrales para perderse en la oscuridad.

—¿A quién le vas a denunciar? —preguntó Carla mientras cerraba la caja de una pizza de treinta centímetros y llenaba los vasos de limonada.

Jake se mecía suavemente en el banco de mimbre de la entrada contemplando cómo Hanna jugaba a la comba en la acera.

—¿Estás ahí? —insistió Carla.

—No.

—¿A quién le piensas denunciar?

—No pienso hacerlo.

—Creo que deberías hacerlo.

—Yo creo que no.

—¿Por qué no?

La mecedora se aceleró y Jake derramó parte de la limonada.

—En primer lugar —respondió lentamente—, no estoy seguro de que se esté planeando un delito. El hombre se expresó como lo haría cualquier padre porque piensa lo mismo que cualquiera en su situación. Pero no creo que, en realidad, se proponga cometer un delito. En segundo lugar, su conversación conmigo fue confidencial, como si se tratara de un cliente. A decir verdad, creo que me considera su abogado.

—Pero, aunque fueras su abogado, si tienes conocimiento de que se planea un delito tu obligación es denunciarlo, ¿no es cierto?

—Sí. Si estuviera seguro de que se lo propone. Pero no lo estoy.

—Creo que deberías denunciarlo —insistió Carla.

Jake no respondió. De nada habría servido. Comió su último bocado de pizza y procuró hacer caso omiso de su esposa.

—Tú quieres que Carl Lee lo haga, ¿no es verdad?

—¿Que haga qué?

—Que mate a esos chicos.

—No, no lo quiero —respondió sin convicción—. Pero si lo hiciera no se lo reprocharía. Porque yo haría lo mismo.

—No vuelvas a empezar.

—Lo digo en serio y tú lo sabes. Lo haría.

—Jake, no serías capaz de matar a un hombre.

—De acuerdo. Lo que tú digas. No pienso discutir. Ya lo hemos hablado.

Carla chilló a Hanna que se retirase de la calzada y se sentó junto a su marido mientras movía los cubitos de hielo en el vaso.

—¿Le defenderías?

—Eso espero.

—¿Le declararía culpable el jurado?

—¿Lo harías tú?

—No lo sé.

—Bueno, piensa en Hanna. Contempla a esa niña encantadora que juega a la comba. Eres su madre. Ahora piensa en la niña de los Hailey, en el suelo, apaleada, cubierta de sangre, suplicando que su mamá y su papá la ayuden…

—¡Cállate, Jake!

—Responde a mi pregunta —sonrió—. Tú eres el jurado. ¿Votarías para condenar al padre?

Carla dejó el vaso en la repisa de la ventana y, de pronto, se interesó por sus uñas. Jake sonrió victorioso.

—Vamos, eres miembro del jurado. ¿Culpable o inocente?

—Siempre parece que forme parte de algún jurado. O, de lo contrario, me sometes a un interrogatorio.

—¿Culpable o inocente?

—Sería difícil declararle culpable —respondió, al tiempo que le miraba fijamente.

Sonrió y dio el caso por concluido.

—Pero no sé cómo se las arreglaría para matarlos si están en la cárcel.

—Es fácil. No están siempre en la cárcel. Van al Juzgado y se les traslada de un lado para otro. Recuerda a Oswald y Jack Ruby. Además, saldrán en libertad si se les concede la fianza.

—¿Cuándo puede ocurrir eso?

—El lunes se revisará el caso. Si se les concede la libertad bajo fianza no volverán a la cárcel.

—¿Y de lo contrario?

—Permanecerán encerrados hasta que se celebre el juicio.

—¿Cuándo se celebrará?

—Probablemente a finales de verano.

—Creo que deberías denunciarlo.

Jake se levantó de un brinco y fue a jugar con Hanna.