DISCUTIERON sobre si utilizar el viejo Bronco o el nefasto pequeño Porsche. Jake había dicho que no conduciría. Harry Rex fue quien más levantó la voz y se subieron al Bronco. Lucien se instaló en el asiento trasero. Jake iba delante y daba instrucciones. Circularon por calles secundarias y se ahorraron la mayor parte del tráfico de la plaza. Había mucha aglomeración de coches en la autopista y Jake dirigió al conductor por un sinfín de caminos sin asfaltar. Cuando llegaron a una carretera alquitranada, Harry Rex aceleró en dirección al lago.
—Tengo una duda, Lucien —dijo Jake.
—¿De qué se trata?
—Y quiero una respuesta clara.
—Pregunta.
—¿Hiciste un trato con Sisco?
—No, amigo mío, lo has ganado solito.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro ante Dios. Sobre un montón de biblias.
Jake quería creerle y no insistió. Condujeron en silencio bajo un ardiente sol mientras escuchaban a Harry Rex, que seguía la música de la radio. De pronto, Jake señaló con el dedo y dio un grito. Harry Rex dio un frenazo, giró violentamente a la izquierda y aceleró por otro camino sin asfaltar.
—¿Dónde vamos? —preguntó Lucien.
—Pronto lo verás —respondió Jake, mientras miraba una hilera de casas que se acercaban por la derecha.
Señaló la segunda, Harry Rex paró frente a la misma y aparcó a la sombra de un árbol. Jake se apeó, miró a su alrededor y se acercó a la puerta de la casa. Llamó.
Apareció un hombre, un desconocido.
—Diga, ¿qué desea?
—Me llamo Jake Brigance y…
La puerta se abrió de par en par y el individuo estrechó efusivamente la mano de Jake.
—Encantado de conocerle, Jake. Me llamo Mack Loyd Crowell. Formé parte del gran jurado que estuvo a punto de no dictar auto de procesamiento. Ha hecho un excelente trabajo. Me siento orgulloso de usted.
Jake le estrechó la mano y repitió su nombre. Luego lo recordó. Mack Loyd Crowell, el individuo que le había dicho a Buckley que se sentara y cerrara el pico en el gran jurado.
—Claro, Mack Loyd, ahora lo recuerdo. Gracias.
Jake miró discretamente por la puerta.
—¿Busca a Wanda? —preguntó Crowell.
—Pues, sí. Pasaba por aquí y he recordado su dirección, de cuando investigamos al jurado.
—Ha dado con el lugar. Ella vive aquí y yo también, la mayor parte del tiempo. No estamos casados ni nada por el estilo, pero somos compañeros. Está acostada haciendo una siesta. Está muy agitada.
—No la despertaré —dijo Jake.
—Me ha contado lo ocurrido. Ella ha ganado el caso para usted.
—¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?
—Les obligó a todos a cerrar los ojos y escuchar su voz. Les dijo que imaginaran que la niña tenía el pelo rubio y los ojos azules, que los dos violadores eran negros, que habían atado la pierna derecha de la niña a un árbol y la izquierda a una estaca, que la habían violado repetidamente e insultado por ser blanca. Les dijo que imaginaran a la niña allí tumbada, rogando para que su papá acudiera en su ayuda mientras le daban patadas en la boca y le rompían los dientes, la mandíbula y la nariz. Les dijo que imaginaran a dos negros borrachos que arrojaban cerveza sobre la niña y meaban sobre su rostro sin dejar de reírse como unos imbéciles. Y entonces les dijo que se imaginasen que la niña era suya, su hija. Les dijo que fueran sinceros consigo mismos y que escribieran en un papel si, dada la oportunidad, matarían a esos negros hijos de puta. Votaron en secreto. Los doce dijeron que los matarían. El presidente del jurado contó los votos. Doce a cero. Wanda dijo que permanecería en la sala de deliberaciones hasta las navidades antes que votar culpable y, si eran sinceros consigo mismos, seguirían su ejemplo. Diez estuvieron de acuerdo con ella y una anciana se resistió. Todos empezaron a llorar y a atosigarla de tal modo que, por último, accedió. Ha sido muy duro, Jake.
Jake escuchó palabra por palabra aguantándose la respiración. Oyó un ruido. Wanda Womack se acercó a la puerta, le sonrió y echó a llorar. Él la miró sin poder hablar. Se mordió el labio y asintió.
—Gracias —logró decir débilmente.
Wanda se secó los ojos y asintió.
En Craft Road, había un centenar de coches aparcados a ambos lados de la calle, frente a la casa de los Hailey. El prolongado jardín estaba lleno de vehículos, niños que jugaban y padres sentados a la sombra de los árboles o sobre el capó de los coches. Harry Rex aparcó en una cuneta, junto al buzón de correos. Se acercó un grupo de gente para saludar al abogado de Carl Lee.
—Lo has hecho otra vez —dijo Lester, quien acudió a rescatarlo—. Lo has hecho otra vez.
Estrecharon manos y recibieron palmadas en la espalda mientras cruzaban el jardín en dirección a la casa. Agee le dio un abrazo y se encomendó al Señor. Carl Lee se levantó del columpio y bajó por los peldaños, seguido de parientes y admiradores. Formaron un corro a su alrededor cuando los dos hombres se encontraron cara a cara. Se dieron sonrientes la mano, ambos en busca de las palabras adecuadas. Se abrazaron. Todos los presentes aplaudieron y les vitorearon.
—Gracias, Jake —dijo Carl Lee con la voz muy suave.
El abogado y su cliente se sentaron en la mecedora, y respondieron preguntas sobre el juicio. Lucien y Harry Rex se reunieron con Lester y unos amigos a la sombra de un árbol para tomar una copa. Tonya correteaba por el jardín con un centenar de chiquillos.
A las dos y media, Jake hablaba con Carla desde su despacho. Harry Rex y Lucien se tomaron los últimos margaritas y no tardaron en emborracharse. Jake tomaba café y le dijo a su esposa que saldría de Memphis dentro de tres horas para llegar a Carolina del Norte a las diez. Sí, estaba bien. No había ningún problema y todo había terminado. Había docenas de periodistas en su sala de conferencias, de modo que no debía perderse las noticias de la noche. Dentro de poco, se reuniría con la prensa y luego cogería el coche para ir a Memphis. Le dijo que la quería, que echaba de menos su cuerpo y que pronto estaría con ella. Colgó.
Mañana llamaría a Ellen.
—¿Por qué te marchas hoy? —preguntó Lucien.
—Eres un imbécil, Jake, simplemente un imbécil. Tienes un millar de periodistas en la palma de la mano y abandonas la ciudad. Estúpido, sencillamente estúpido —exclamó Harry Rex.
—¿Qué aspecto tengo, compañeros? —preguntó Jake después de ponerse de pie.
—El de un mequetrefe si abandonas la ciudad —dijo Harry Rex.
—Quédate un par de días —suplicó Lucien—. Nunca volverás a tener una oportunidad como ésta. Por favor, Jake.
—Tranquilizaos, amigos. Voy a reunirme con ellos ahora, dejaré que me fotografíen, contestaré unas cuantas de sus estúpidas preguntas y luego abandonaré la ciudad.
—Estás loco, Jake —dijo Harry Rex.
—Estoy de acuerdo —agregó Lucien.
Jake se miró al espejo, se ajustó la corbata y brindó una sonrisa a sus amigos.
—Os lo agradezco. En serio. He cobrado novecientos dólares por este juicio y me propongo repartirlos con vosotros.
Sirvieron el resto de los margaritas, vaciaron las copas y siguieron a Jake Brigance por la escalera para reunirse con los periodistas.