43

MIÉRCOLES. Por primera vez en muchas semanas, Jake había dormido más de ocho horas. Se había quedado dormido en el sofá de su despacho y despertó con los ruidos de la tropa, que se preparaba para lo peor. Estaba descansado, pero volvieron a alterársele los nervios al pensar que aquel día sería, probablemente, el definitivo. Después de ducharse y afeitarse en la planta baja, abrió un paquete de «Fruit of the Loom» que había comprado el día anterior. Se puso un excelente traje de Stan Atcavage azul marino de medio tiempo, que le iba un poco corto y holgado pero impecable, dadas las circunstancias. Pensó en los escombros de Adams Street, luego en Carla, y se le formó de nuevo un nudo en el estómago. Fue inmediatamente en busca de los periódicos.

En primera página de los periódicos de Memphis, Jackson y Tupelo, aparecían fotos idénticas de Carl Lee en la plataforma por encima de la muchedumbre, que saludaba con su hija en brazos. No había mención alguna a la casa de Jake. Se sintió aliviado y, de pronto, le entró hambre.

Dell le abrazó como a un hijo pródigo. Se quitó el delantal y se sentó junto a él, en la mesa de un rincón. Cuando llegaron los clientes habituales y le vieron todos le saludaron con unas palmadas en la espalda. Se alegraban de verle de nuevo. Le habían echado de menos y estaban con él. Puesto que Dell le dijo que tenía aspecto desvaído, pidió casi todo lo que figuraba en la carta.

—Dime, Jake ¿van a volver hoy todos esos negros? —preguntó Bert West.

—Probablemente —respondió, al tiempo que ensartaba un montón de tortas con el tenedor.

—He oído decir que traerían más gente esta mañana —dijo Andy Rennick—. Todas las emisoras negras del norte de Mississippi piden a la gente que venga a Clanton.

Estupendo, pensó Jake mientras agregaba tabasco a sus huevos revueltos.

—¿Oyen los miembros del jurado todo ese jolgorio? —preguntó Bert.

—Por supuesto —respondió Jake—. Por eso lo hacen. No están sordos.

—Deben de estar asustados.

En eso confiaba Jake.

—¿Cómo está la familia? —preguntó discretamente Dell.

—Bien, supongo. Hablo con Carla todas las noches.

—¿Tiene miedo?

—Está aterrada.

—¿Qué te han hecho últimamente?

—Nada desde el domingo por la mañana.

—¿Lo sabe Carla?

Jake movió la cabeza sin dejar de masticar.

—Eso suponía. Pobre chico.

—Me repondré. ¿Qué se dice por aquí?

—Ayer cerramos a la hora del almuerzo. Había muchos negros en la calle y temimos que hubiera algún altercado. Según como lo veamos esta mañana, volveremos a cerrar. ¿Qué ocurrirá, Jake, si le condenan?

—Podría ser terrible.

Se quedó una hora respondiendo a sus preguntas. Cuando empezaron a llegar desconocidos, pidió disculpas y se marchó.

No había nada que hacer más que esperar, y se sentó en el balcón a tomar café, fumar un cigarro y contemplar a los soldados. Pensó en los clientes que solían acudir a su tranquilo bufete sureño de antaño, con su correspondiente secretaria. En las llamadas del Juzgado y entrevistas en la cárcel, en las cosas normales, como la familia, la casa y la iglesia de los domingos. No estaba hecho para la fama.

El primer autobús de feligreses llegó a las siete y media, y lo pararon los soldados. Se abrieron las puertas de par en par, y una interminable procesión de negros con sillas plegables y cestas de comida se dirigió hacia los jardines. Durante una hora, Jake se dedicó a soltar bocanadas de humo al aire pesado, mientras contemplaba con satisfacción cómo se abarrotaba la plaza de ruidosos aunque pacíficos manifestantes. Los pastores habían acudido en masa para dirigir a sus feligreses, y aseguraban a Ozzie y al coronel que su gente no era violenta. Ozzie estaba convencido de ello. El coronel, muy nervioso. A las nueve, las calles estaban abarrotadas de manifestantes. Alguien detectó el autobús de Greyhound.

—¡Ahí vienen! —exclamó Agee por el megáfono.

La multitud empujó hacia la esquina de Jackson y Quincy, donde los soldados, la policía estatal y los agentes del sheriff formaban una barrera móvil alrededor del autobús para que pudiera avanzar entre la gente hasta la parte posterior del Juzgado.

Eula Dell Yates no dejaba de llorar. Clyde Sisco estaba junto a ella y le sostenía la mano. Los demás miraban aterrorizados mientras el vehículo cruzaba lentamente la plaza. Se formó un espeso pasadizo de agentes armados del autobús al Juzgado, y Ozzie subió al vehículo. Por encima del griterío, les aseguró que todo estaba bajo control. Les indicó que le siguieran y que caminaran lo más rápido posible.

El alguacil cerró la puerta con llave cuando los miembros del jurado se reunían alrededor de la cafetera. Eula Dell, sentada sola en un rincón, sollozaba y cerraba los ojos con cada grito de «libertad para Carl Lee» procedente de la calle.

—No me importa lo que hagamos —dijo—. Realmente no me importa, pero ya no puedo soportarlo. No he visto a mi familia desde hace ocho días y ahora esto es una locura. Anoche no pegué ojo —agregó al tiempo que crecía su llanto—. Creo que estoy a punto de tener un ataque de nervios. Salgamos de aquí.

Clyde le ofreció un pañuelo de papel y le dio unas palmadas en el hombro.

Jo Ann Gates, tímidamente partidaria de la culpabilidad del acusado, estaba a punto de desmoronarse.

—Anoche tampoco pude dormir —dijo—. Soy incapaz de soportar otro día como el de ayer. Quiero regresar a mi casa con mis hijos.

Barry Acker se acercó a la ventana y pensó en los disturbios que provocarían un veredicto de culpabilidad. No quedaría edificio en pie en la ciudad, incluido el Palacio de Justicia. Se preguntó si alguien protegería a los miembros del jurado después de un veredicto adverso. Probablemente no lograrían llegar al autobús. Afortunadamente, su esposa e hijos estaban a salvo en Arkansas.

—Me siento como un rehén —dijo Bernice Toole, firmemente partidaria de la culpabilidad del acusado—. Esa chusma invadiría el Juzgado en una fracción de segundo si le declaráramos culpable. Me siento intimidada.

Clyde le ofreció una caja de pañuelos de papel.

—No me importa lo que hagamos —gimió desesperadamente Eula Dell—. Salgamos de aquí. Sinceramente no me importa que le condenemos o le declaremos inocente, pero hagamos algo. Mis nervios ya no lo aguantan.

Wanda Womack se acercó a la cabeza de la mesa y se aclaró nerviosamente la garganta.

—Quiero proponer algo —dijo después de pedir que le prestaran atención—, que tal vez resuelva esta situación.

Cesó el llanto y Barry Acker regresó a su asiento. Todos estaban pendientes de ella.

—Pensé en algo anoche cuando no podía dormir y quiero que reflexionemos sobre ello. Puede ser doloroso. Tal vez nos obligue a hurgar en nuestro corazón y examinar detenidamente nuestra alma. Y, si cada uno es sincero consigo mismo, creo que podremos cerrar el caso antes del mediodía.

El único ruido era el que procedía de la calle.

—Actualmente estamos divididos por la mitad, voto más o menos. Podríamos decirle al juez Noose que somos incapaces de ponernos de acuerdo. Declararía el juicio nulo y regresaríamos a nuestras casas. Pero dentro de unos meses este circo volvería a empezar. El señor Hailey sería sometido de nuevo a juicio en este mismo Juzgado, pero con otro jurado, un jurado compuesto por nuestros amigos, maridos, esposas y padres. Personas como las que estamos reunidas ahora en esta sala. Dicho jurado tendría que enfrentarse a los mismos dilemas que tenemos ahora ante nosotros, y sus componentes no serían más listos que nosotros. El momento de decidir el veredicto es ahora. No sería ético eximirnos de nuestras responsabilidades y pasarle la pelota al nuevo jurado. ¿Estamos todos de acuerdo?

Manifestaron silenciosamente su acuerdo.

—Estupendo. He aquí lo que quiero que hagan. Deseo que se dejen llevar momentáneamente conmigo. Quiero que utilicen su imaginación. Cierren los ojos y concéntrense sólo en mi voz.

Cerraron obedientemente los ojos. Valía la pena probar cualquier cosa.

Acostado en el sofá de su despacho, Jake escuchaba las anécdotas de Lucien sobre sus prestigiosos padre y abuelo, su respetable bufete y toda la gente a la que habían desposeído de tierras y dinero.

—¡Mis promiscuos antepasados reunieron la fortuna que ahora poseo! —exclamó—. ¡Timaron tanto como pudieron!

Harry Rex reía a carcajada limpia. Jake había oído antes aquellas anécdotas, pero siempre eran graciosas y diferentes.

—¿Qué nos dices del hijo retrasado de Ethel? —preguntó Jake.

—No hables mal de mi hermano —protestó Lucien—. Es el más listo de la familia. Claro que es mi hermano. Mi padre la contrató cuando tenía diecisiete años y, aunque te cueste creerlo, no estaba mal en aquella época. Ethel Twitty era la chica más deseable de Ford County. Mi padre fue incapaz de mantenerse alejado de ella. Ahora da náuseas pensar en ello, pero es cierto.

—¡Qué asco! —exclamó Jake.

—Tenía la casa llena de críos, y dos de ellos eran idénticos a mí, especialmente el bobo. En aquella época era muy embarazoso.

—¿Qué decía tu madre? —preguntó Harry Rex.

—Era una de esas altaneras damas sureñas cuya preocupación principal consistía en saber quién tenía sangre azul y quién no la tenía. No abunda la sangre azul por estos contornos, de modo que pasaba la mayor parte del tiempo en Memphis procurando impresionar a las familias algodoneras con la esperanza de que la aceptaran. Pasé una buena parte de mi infancia en el hotel Peabody, con trajes impecablemente almidonados y una pequeña pajarita roja, intentando actuar con sofisticación entre los niños ricos de Memphis. Lo odiaba, y tampoco me importaba mucho mi madre. Sabía lo de Ethel pero lo aceptaba. Le dijo al viejo que actuara con discreción y no avergonzara a la familia. Fue discreto y yo acabé con un hermanastro anormal.

—¿Cuándo murió?

—Seis meses antes de que mi padre falleciera en un accidente de aviación.

—¿Cómo murió? —preguntó Harry Rex.

—De una infección de gonorrea que le contagió el jardinero.

—¡Lucien! ¿Hablas en serio?

—Cáncer. Lo padeció durante tres años, pero lo llevó con mucha dignidad hasta el último momento.

—¿Qué falló contigo? —preguntó Jake.

—Creo que empezó en el primer curso de primaria. Mi tío era propietario de una gran plantación al sur de la ciudad y era dueño de varias familias negras. Esto ocurría durante la depresión. Pasé allí la mayor parte de mi infancia, porque mi padre estaba demasiado ocupado aquí, en este mismo despacho, y mi madre con sus clubes de damas. Todos mis compañeros eran negros. Me crié entre criados negros. Mi mejor amigo era Willie Ray Wilbank. En serio. Mi abuelo había comprado a su abuelo. Y cuando los esclavos fueron liberados, la mayoría conservaron el apellido de sus antiguos propietarios. ¿Qué otra cosa podían hacer? De ahí que en esta región haya tantos negros llamados Wilbank. Éramos propietarios de todos los esclavos de Ford County y la mayoría adoptaron el apellido Wilbank.

—Probablemente estás emparentado con algunos de ellos —dijo Jake.

—Dadas las tendencias de mis antepasados, probablemente estoy emparentado con todos ellos.

Sonó el teléfono. Lo contemplaron paralizados. Jake se incorporó y se aguantó la respiración. Harry Rex levantó el auricular y lo colgó de nuevo.

—Número equivocado —dijo.

Se miraron el uno al otro con una sonrisa.

—Volvamos a la primera clase —dijo Jake.

—Cuando llegó el momento de empezar el curso, Willie Ray y el resto de mis amiguitos se subieron al autobús, que se dirigía a la escuela negra. Yo les seguí y el conductor me cogió cuidadosamente de la mano para obligarme a que me apeara. Lloré, pataleé, y mi tío me llevó a mi casa y le contó a mi madre que me había subido al autobús de los negros. Ella estaba horrorizada y me puso el culín maduro. El viejo también me azotó, pero al cabo de unos años confesó que le hizo gracia. Por consiguiente, fui a la escuela de los blancos, donde siempre fui el niño rico. Todo el mundo odiaba a ese pequeño ricachón, especialmente en una ciudad tan pobre como Clanton. Tampoco voy a pretender que fuera un niño adorable, pero a todo el mundo le gustaba odiarme sólo porque éramos ricos. De ahí que nunca me haya importado el dinero. Entonces fue cuando empezó la disconformidad. En el primer curso de primaria. Decidí no ser como mi madre, porque miraba siempre con ceño y despectivamente a los demás. Y mi viejo estaba siempre demasiado ocupado para divertirse. Al carajo, me dije. Voy a pasármelo bien.

Jake se desperezó y cerró los ojos.

—¿Nervioso? —preguntó Lucien.

—Sólo quiero que todo termine.

Sonó de nuevo el teléfono. Lucien lo levantó, escuchó y volvió a colgarlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Harry Rex.

Jake se incorporó y miró fijamente a Lucien. Había llegado el momento.

—Jean Gillespie. El jurado está listo.

—Dios mío —exclamó Jake mientras se frotaba las sienes.

—Escúchame, Jake —dijo Lucien—. Millones de personas verán lo que está a punto de ocurrir. Conserva la calma. Ten cuidado con lo que dices.

—¿Y qué hago yo? —gimió Harry Rex—. Tengo ganas de vomitar.

—Es curioso que seas precisamente tú, Lucien, quien me da ese consejo —respondió Jake mientras se abrochaba la chaqueta.

—He aprendido mucho. Demuestra tu elegancia. Si ganas, ten cuidado con lo que declares a la prensa. Habla con seguridad y dale las gracias al jurado. Si pierdes…

—Si pierdes —interrumpió Harry Rex—, echa a correr como el diablo, porque esos negros invadirán el Palacio de Justicia.

—Me siento desfallecido —dijo Jake.

Agee subió a la tarima levantada ante los peldaños del Juzgado y anunció que el jurado estaba listo. Pidió silencio e, inmediatamente, cesó el ruido de la muchedumbre. Los manifestantes se acercaron a las columnas de la fachada. Agee les pidió que se arrodillaran y rezasen. Obedecieron y oraron de todo corazón. Todos y cada uno de los hombres, mujeres y niños presentes se postraron ante Dios para suplicarle que pusiera en libertad a su hombre.

Los soldados, también agrupados, rogaban a su vez para que le declararan inocente.

Ozzie y Moss Junior pusieron orden en la sala y colocaron agentes y ayudantes a lo largo del pasillo y junto a las paredes. Jake entró por la puerta de los calabozos y miró fijamente a Carl Lee, sentado a la mesa de la defensa. Echó una ojeada a los espectadores, muchos de los cuales rezaban, mientras otros se mordían los dedos. Gwen se secaba las lágrimas. Lester miró a Jake atemorizado. Los niños estaban confusos y asustados.

En el momento en que Noose subió al estrado, se hizo un silencio electrizante en la sala. No se oía ningún ruido del exterior. Veinte mil negros se habían arrodillado en el suelo como musulmanes. La calma era absoluta, tanto dentro como fuera de la sala.

—Se me ha comunicado que el jurado ha alcanzado un veredicto, ¿es eso cierto, señor alguacil? Muy bien. Pronto le pediremos al jurado que ocupe su lugar, pero antes debo dar ciertas instrucciones. No toleraré ningún exabrupto ni manifestación emotiva. Ordenaré al sheriff que expulse de la sala a cualquier persona que alborote. Si es necesario, desalojaré la sala. Señor alguacil, haga pasar al jurado.

Se abrió la puerta y pareció transcurrir una hora antes de que apareciera Eula Dell Yates con lágrimas en los ojos. Jake agachó la cabeza. Carl Lee se entretenía contemplando el retrato de Robert E. Lee por encima de la cabeza de Noose. Los miembros del jurado ocuparon torpemente sus lugares. Parecían nerviosos, tensos y asustados. La mayoría habían estado llorando. Jake se sintió enfermo. Barry Acker llevaba un papel en las manos que llamaba la atención de todo el mundo.

—Damas y caballeros, ¿han alcanzado ustedes un veredicto?

—Sí, señoría —respondió el presidente del jurado en un tono agudo y nervioso.

—Le ruego se lo entregue a la secretaria.

Jean Gillespie lo cogió y se lo entregó a su señoría, que lo estudió eternamente.

—Técnicamente está correcto —dijo por fin.

Eula Dell sollozaba y su llanto era lo único que se oía en la sala. Jo Ann Gates y Bernice Toole se secaban los ojos con un pañuelo. El llanto sólo podía significar una cosa. Jake se había prometido no mirar al jurado antes de la lectura del veredicto, pero le resultaba imposible. En su primer juicio penal, los miembros del jurado sonreían al ocupar sus lugares. En aquel momento, Jake se sintió seguro de que le declararían inocente. Al cabo de unos segundos, descubrió que la sonrisa obedecía a que un delincuente sería retirado de la circulación. Desde aquel juicio, había prometido no volver a mirar al jurado. Pero siempre lo hacía. Sería agradable que alguien le guiñara el ojo o le hiciera alguna seña, pero nunca ocurría.

—Levántese el acusado —dijo Noose, mirando a Carl Lee.

Jake era consciente de que probablemente había órdenes más aterradoras en el lenguaje pero, para un abogado penalista, aquella orden en particular, en aquel preciso momento, tenía horribles implicaciones. Su cliente se levantó con torpeza, lastimosamente. Jake cerró los ojos y se aguantó la respiración. Le temblaban las manos y le dolía el estómago.

Noose entregó el veredicto a Jean Gillespie.

—Señora secretaria, le ruego que lo lea.

Ella lo abrió y se colocó cara al acusado.

—En cuanto a todos los cargos imputados, nosotros, el jurado, declaramos al acusado inocente por enajenación mental.

Carl Lee dio media vuelta y se acercó inmediatamente a la barandilla. Tonya y los niños le abrazaron. Se alborotó la sala. Gwen dio un grito y echó a llorar con la cabeza oculta en los brazos de Lester. Los pastores se pusieron de pie, levantaron la mirada al cielo y exclamaron:

—¡Aleluya!

—¡Alabado sea el Señor!

—¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!

Las advertencias de Noose no servían de nada.

—Orden, orden, orden en la sala —decía sin excesiva convicción.

Su voz era inaudible con tanto vocerío y parecía dispuesto a permitir una pequeña celebración.

Jake estaba aturdido, embelesado, paralizado. Su único movimiento consistió en una leve sonrisa en dirección al jurado. Se le humedecían los ojos y le temblaban los labios, pero no quiso ponerse en ridículo. Saludó con la cabeza a Jean Gillespie, que estaba llorando, e intentó sonreír sentado a la mesa, incapaz de hacer otra cosa. De reojo, vio que Musgrove y Buckley recogían sus documentos, cuadernos y sumarios para guardarlos en sus respectivos maletines. Sé elegante, se dijo a sí mismo.

Un adolescente salió corriendo entre un par de agentes para dirigirse a la glorieta, chillando:

—¡Inocente! ¡Inocente!

Corrió a un pequeño balcón de la fachada y exclamó:

—¡Inocente! ¡Inocente!

Estalló el bullicio.

—Orden, orden en la sala —decía Noose cuando se recibió a través de las ventanas el impacto del exterior—. Orden, orden en la sala.

Toleró un minuto más de jolgorio y ordenó al sheriff que instaurara el orden. Ozzie levantó las manos y habló. Pronto cesaron los abrazos y felicitaciones. Carl Lee se separó de sus hijos y regresó junto a la mesa. Se sentó cerca de su abogado, a quien abrazó mientras sonreía y lloraba simultáneamente.

Noose sonrió al acusado.

—Señor Hailey, le ha juzgado un jurado de su propia región y le ha declarado inocente. No recuerdo ningún testimonio pericial que le declarara actualmente peligroso ni indicara la necesidad de tratamiento psiquiátrico. Queda usted en libertad. Si no tienen nada que agregar —dijo entonces el juez, mirando a los letrados—, se levanta la sesión hasta el quince de agosto.

Carl Lee se vio inmediatamente rodeado de parientes y amigos. Le abrazaban, se abrazaban entre sí y abrazaban a Jake. Lloraban sin disimulo y daban las gracias al Señor. Le dijeron a Jake cuánto le querían.

Los periodistas se acercaron al estrado y empezaron a formular preguntas a Jake. Levantó las manos y anunció que no haría ningún comentario, pero que a las dos de la tarde celebraría una conferencia de prensa en su despacho.

Buckley y Musgrove salieron por una puerta lateral. Los miembros del jurado estaban encerrados en la sala de deliberación, a la espera de su último desplazamiento al motel. Barry Acker solicitó hablar con el sheriff. Ozzie se reunió con él en el pasillo, le escuchó atentamente y prometió facilitarle una escolta y protegerle día y noche.

Los periodistas atacaron a Carl Lee.

—Lo único que quiero es regresar a mi casa —repetía una y otra vez—. Sólo quiero regresar a mi casa.

Empezó la fiesta en los jardines frente al Juzgado. Había baile, canciones, llanto, palmadas en la espalda, abrazos, agradecimientos, felicitaciones, carcajadas, gritos de alegría, cánticos, quintas altas, quintas bajas y cantos espirituales. Se alababan los cielos en un glorioso, tumultuoso e irreverente jolgorio. Se acercaron aún más a la puerta del Juzgado, a la espera de que apareciera su héroe para cubrirlo de merecidos halagos.

Empezaron a impacientarse. Después de media hora reclamando su presencia, su héroe apareció en la puerta para ser recibido con un ensordecedor vocerío. Avanzó lentamente entre la muchedumbre, acompañado de su familia y de su abogado, hasta llegar a la tarima de madera con un millar de micrófonos. El griterío de veinte mil personas era ensordecedor. Abrazó a su abogado y saludó con la mano al océano de rostros vociferantes.

Los gritos de multitud de periodistas eran completamente inaudibles. De vez en cuando, Jake dejaba de saludar para exclamar algo acerca de una conferencia de prensa a las dos en su despacho.

Carl Lee abrazó a su esposa e hijos y todos saludaron con la mano. El público estaba entusiasmado. Jake entró discretamente en el Juzgado, donde se reunió con Lucien y Harry Rex que esperaban en un rincón, lejos de la alocada muchedumbre.

—Larguémonos de aquí —exclamó Jake.

Se abrieron paso entre el gentío a lo largo del pasillo y salieron por la puerta trasera. Jake vio un montón de periodistas en la acera, junto a su despacho.

—¿Dónde has aparcado el coche? —preguntó a Lucien.

Indicó una calle lateral y desaparecieron detrás del Coffee Shop.

Sallie preparó unas chuletas fritas con tomates verdes y las sirvió en la terraza. Lucien sacó una botella de buen champán y juró que la había guardado especialmente para aquella ocasión. Harry Rex comía con las manos y roía los huesos, como si no hubiera comido en un mes. Jake jugaba con la comida y saboreaba el fresco champán. Después de un par de copas, sonreía con la mirada perdida en la lejanía. Disfrutaba del momento.

—Pareces un bobo —dijo Harry Rex con la boca llena de carne.

—Cierra el pico, Harry Rex —replicó Lucien—. Déjale saborear el triunfo.

—Lo disfruta. Fíjate en su sonrisa.

—¿Qué debería decirles a los periodistas? —preguntó Jake.

—Diles que necesitas clientes —respondió Harry Rex.

—No te faltarán clientes —dijo Lucien—. Harán cola en la acera para coger hora.

—¿Por qué no has hablado con los periodistas en el Juzgado? —preguntó Harry Rex—. Tenían las cámaras listas y todo lo demás. Yo he empezado a decirles algo.

—Estoy seguro de que les habrías impresionado —dijo Lucien.

—Los tengo en la palma de la mano —respondió Jake—. No van a ninguna parte. Podríamos vender entradas para la conferencia de prensa y ganar una fortuna.

—Te lo ruego, Jake, me permitirás que venga a observar, por favor —dijo Harry Rex.