EN centenares de pequeñas iglesias, a lo largo y ancho del norte de Mississippi, los fieles se reunieron antes del amanecer y cargaron cestas de comida, neveras portátiles, sillas plegables y recipientes llenos de agua en autobuses escolares convertidos y furgonetas de las iglesias. Saludaban a sus amigos y comentaban con nerviosismo sobre el juicio. Hacía varias semanas que leían acerca de él y hablaban de Carl Lee Hailey; ahora había llegado el momento de echar una mano. Muchos eran ancianos y jubilados, pero había también familias enteras con niños y cochecitos. Cuando se llenaron los autobuses, subieron a sus vehículos y siguieron a sus pastores. Cantaban y rezaban. Los pastores se reunieron con otros pastores en los pueblos y pequeñas ciudades, y juntos emprendieron la ruta por las oscuras carreteras. A la primera luz del alba, los caminos y carreteras que conducían a Ford County estaban abarrotados de peregrinos.
El tráfico quedó completamente paralizado en muchas manzanas alrededor de la plaza. Ahí abandonaron sus vehículos y los descargaron.
El gordo coronel acababa de desayunar y observaba atentamente desde la glorieta. De todas partes llegaban coches y autobuses, muchos de ellos tocando la bocina. Las barricadas permanecían firmes en su lugar. Dio algunas órdenes y todos los soldados se pusieron en movimiento. Más emoción. A las siete y media, llamó a Ozzie para informarle acerca de la invasión. Ozzie llegó inmediatamente y habló con Agee, que le aseguró que se trataba de una manifestación pacífica. Una especie de ocupación pasiva. Ozzie quiso saber cuántos eran. Varios millares, respondió Agee. Varios millares.
Se instalaron bajo los soberbios robles y deambularon por los jardines inspeccionándolo todo. Prepararon sus mesas, sillas y parques infantiles. Su conducta era realmente pacífica, hasta que un grupo empezó a vocear la familiar consigna:
—¡Libertad para Carl Lee!
Los demás se aclararon la garganta y se unieron a ellos. No eran todavía las ocho de la mañana.
Una emisora de radio negra de Memphis llenó las ondas el martes por la mañana, con una llamada de socorro. Se necesitaba la presencia de negros para manifestarse en Clanton, Mississippi, a una hora de camino. Centenares de coches se reunieron en una avenida y se encaminaron hacia el sur. Todos los activistas negros de derechos civiles y políticos se pusieron en camino.
Agee parecía un poseso. Utilizaba un megáfono para dar órdenes de un lado para otro. La presencia de túnicas blancas era algo nuevo para muchos de los negros y reaccionaron con griterío. Se les acercaron con gritos y abucheos. Los soldados rodearon a las túnicas blancas para protegerlas. Los miembros del Klan, perplejos y asustados, no respondieron.
A las ocho y media, las calles de Clanton estaban totalmente paralizadas. Coches, furgonetas y autobuses abandonados sin ton ni son llenaban los aparcamientos y las tranquilas calles residenciales. De todas partes fluía hacia la plaza una ola permanente de negros. El tráfico había quedado interrumpido. Los caminos estaban cerrados. El alcalde se frotaba nerviosamente las manos en la glorieta y suplicaba a Ozzie que hiciera algo. A su alrededor, circulaban millares de negros que cantaban al unísono. Ozzie le preguntó si quería que detuviera a todos los presentes en los jardines.
Noose aparcó en una gasolinera a un kilómetro de la cárcel y caminó con un grupo de negros hasta el Juzgado. Le miraron con curiosidad, pero no dijeron nada. Nadie sospechaba que se tratase de una autoridad. Buckley y Musgrove aparcaron en Adams Street y caminaron de mala gana hasta la plaza. Vieron el montón de escombros que había sido la casa de Jake, pero no hicieron ningún comentario. Estaban demasiado enojados. Escoltado por la policía estatal, el Greyhound de Temple llegó a la plaza a las nueve y veinte. Sus catorce pasajeros contemplaban con incredulidad el espectáculo a través de las ventanas ahumadas.
El señor Pate ordenó que se hiciera silencio en la abigarrada sala y Noose saludó al jurado. Se disculpó por las molestias en la calle, pero no podía hacer nada para evitarlas. Si no tenía ningún problema que comunicarle, podían seguir deliberando.
—Muy bien, pueden retirarse a la sala de deliberación y proseguir con su trabajo. Volveremos a reunirnos antes del almuerzo.
Los miembros del jurado se retiraron a deliberar. Los hijos de Carl Lee estaban sentados con su padre, junto a la mesa de la defensa. Los espectadores, ahora predominantemente negros, permanecían sentados y charlaban entre sí. Jake regresó a su despacho.
Acker, el presidente del jurado, presidía una larga y polvorienta mesa, y pensaba en los centenares, tal vez millares, de habitantes de Ford County que habían prestado sus servicios en aquella sala y se habían sentado alrededor de aquella larga mesa a lo largo de más de un siglo para hablar de justicia. Todo el orgullo que hubiera podido sentir por formar parte del jurado del más famoso de los casos quedaba enormemente ensombrecido por lo ocurrido la noche anterior. Se preguntaba cuántos de sus predecesores habrían recibido amenazas de muerte. Probablemente pocos, pensó.
Los demás se sirvieron café y ocuparon lentamente sus asientos alrededor de la mesa. El lugar traía a Clyde Sisco recuerdos agradables. La ocasión anterior en que había prestado sus servicios como miembro de un jurado había sido muy lucrativa para él y le encantaba la idea de otra hermosa suma a cambio de un veredicto justo y ecuánime. Su mensajero no se había puesto en contacto con él.
—¿Cómo desean que prosigamos? —preguntó el presidente del jurado.
La expresión de Rita Mae Plunk era particularmente severa y rigurosa. Era una mujer tosca que vivía en un remolque, sin marido y con dos hijos delincuentes que habían expresado su odio por Carl Lee Hailey. Le apetecía desahogarse.
—Yo tengo algunas cosas que decir —declaró.
—De acuerdo. Empecemos por usted, señorita Plunk, e iremos dando la vuelta a la mesa.
—Yo voté culpable ayer en el primer sondeo y votaré culpable en la próxima ocasión. No comprendo cómo alguien puede votar inocente y me gustaría que alguien me explicara cómo se puede votar a favor de ese negro.
—¡No vuelva a llamarle negro! —exclamó Wanda Womack.
—Le llamaré «negro» si me apetece llamarle «negro» y no puede hacer nada para impedírmelo —respondió Rita Mae.
—Le ruego que no use ese término —dijo Frances McGowan.
—Personalmente, me resulta ofensivo —agregó Wanda Womack.
—Negro, negro, negro, negro, negro, negro —gritó Rita Mae.
—Ya está bien —dijo Clyde Sisco.
—Válgame Dios —exclamó el presidente del jurado—. Señorita Plunk, seamos sinceros. La mayoría utilizamos ese término de vez en cuando. Estoy seguro de que unos más que otros. Pero a mucha gente le resulta ofensivo y creo que sería una buena idea que no lo utilizáramos durante la deliberación. Ya tenemos bastante de qué preocuparnos. ¿Podemos ponernos todos de acuerdo en no utilizar ese término?
Todos asintieron, menos Rita Mae.
Sue Williams decidió responder. Era una cuarentona atractiva, que vestía con elegancia y que trabajaba en el departamento de bienestar social del condado.
—Ayer no voté, opté por pasar. Pero me inclino a simpatizar con el señor Hailey. Tengo una hija y, si la violaran, alteraría enormemente mi estabilidad mental. Comprendo que un padre pueda desmoronarse en tal situación y creo que es injusto que pretendamos juzgar al señor Hailey como si hubiera actuado de un modo completamente racional.
—¿Cree que no estaba en posesión de sus facultades mentales? —preguntó Reba Betts, una de las indecisas.
—No estoy segura. Pero sé que estaba desequilibrado. Tenía que estarlo.
—¿De modo que cree en ese médico chiflado que ha declarado a su favor? —preguntó Rita Mae.
—Sí. Su declaración me ha parecido tan plausible como la del doctor de la acusación.
—A mí me han gustado sus botas —dijo Clyde Sisco sin provocar ninguna carcajada.
—Pero tiene antecedentes —insistió Rita Mae—. Ha mentido para intentar ocultarlos. No podemos creer una palabra de lo que ha dicho.
—Se acostó con una chica menor de dieciocho años —dijo Clyde Sisco—. Si esto es un delito, la mayoría de nosotros deberíamos haber sido procesados.
Una vez más, nadie apreció su sentido del humor y Clyde decidió guardar silencio durante un rato.
—Más adelante se casó con la chica en cuestión —agregó Donna Peck, una de las indecisas.
Uno por uno, expresaron su opinión y respondieron a ciertas preguntas. Los que deseaban condenarle evitaron cuidadosamente la palabra «negro». Se definieron los bandos. Al parecer, la mayoría de los indecisos se inclinaban hacia la culpabilidad del acusado. La cuidadosa planificación por parte de Carl Lee, su conocimiento de los movimientos exactos de los chicos y el M-16, parecía todo sumamente premeditado. Si los hubiera descubierto con las manos en la masa y les hubiera matado en aquel mismo momento, no le habrían considerado responsable de sus actos. Pero su planificación meticulosa durante seis días no parecía indicio de una mente perturbada.
Wanda Womack, Sue Williams y Clyde Sisco se inclinaban por la inocencia y el resto por la culpabilidad. Barry Acker se manifestaba palpablemente neutral.
Agee desplegó un gran estandarte blanco y azul con las palabras LIERTAD PARA CARL LEE. Detrás del mismo se colocaron los pastores en hileras de quince de anchura, a la espera de que se organizara la procesión a sus espaldas. Estaban en el centro de Jackson Street, frente al Juzgado, mientras Agee daba instrucciones a las masas. Después de que se reunieran tras ellos millares de negros, emprendieron la marcha. Avanzaron lentamente por Jackson, doblaron a la izquierda por Caffey y siguieron por el lado oeste de la plaza. Agee encabezaba la procesión con su ya familiar consigna: ¡Libertad para Carl Lee! ¡Libertad para Carl Lee! Un coro ensordecedor repetía constantemente el mismo grito. Conforme la procesión avanzaba por la plaza, crecía en número y volumen.
Los comerciantes, que intuían el peligro, cerraron sus tiendas y corrieron a refugiarse en sus casas. Consultaron sus pólizas para asegurarse de que estaban asegurados contra daños producidos por disturbios. Los uniformes verdes de los soldados se perdían en un océano de negrura. El coronel, nervioso y sudoroso, ordenó a la tropa que rodeara el Palacio de Justicia y se mantuviera firme en su posición. Cuando la procesión encabezada por Agee entraba en Washington Street, Ozzie se reunió con un puñado de miembros del Klan. Con sinceridad y diplomacia, les convenció de que los acontecimientos podían escapársele de las manos y no estaba ya en condiciones de garantizar su seguridad. Reconoció su derecho a manifestarse, dijo que habían expresado su punto de vista y les pidió que se retiraran de la plaza antes de que hubiera problemas. Se reunieron apresuradamente y desaparecieron.
Cuando pasó el pendón bajo la ventana de la sala de deliberación, los doce miembros del jurado se asomaron a ella. El potente vocerío hacía temblar las ventanas. El megáfono parecía un altavoz que colgara del techo. Los miembros del jurado contemplaban estupefactos a la enorme muchedumbre negra, que se perdía por Caffey a la vuelta de la esquina. Por encima de sus cabezas, una serie de carteles de fabricación casera exigían la libertad del acusado.
—No sabía que hubiera tantos negros en Ford County —dijo Rita Mae Plunk.
En aquel momento, los demás pensaban exactamente lo mismo.
Buckley, que en compañía de Musgrove observaba desde una ventana del tercer piso, estaba furioso. El jolgorio de la calle había interrumpido su tranquila charla.
—No sabía que hubiera tantos negros en Ford County —dijo Musgrove.
—No los hay. Alguien los ha traído. Me pregunto quién habrá sido el instigador.
—Probablemente Brigance.
—Sí, probablemente. Es muy oportuno empezar ese jolgorio cuando el jurado está deliberando. Ahí debe de haber unos cinco mil negros.
—Por lo menos.
Noose y el señor Pate miraban y escuchaban desde una ventana del despacho de su señoría en el segundo piso. Su señoría no se sentía feliz. Le preocupaba su jurado.
—No sé cómo podrán concentrarse con tanto ruido.
—Han elegido el momento exacto, ¿no le parece, señor juez? —comentó el señor Pate.
—Ciertamente.
—No sabía que hubiera tantos negros en el condado.
El señor Pate y Jean Gillespie tardaron veinte minutos en encontrar a los abogados y lograr que se hiciera el silencio en la sala. Por fin, los miembros del jurado ocuparon sus asientos. Nadie sonreía.
—Damas y caballeros —dijo Noose, después de aclararse la garganta—, es hora de comer. Supongo que no tienen nada que decirnos.
Barry Acker movió la cabeza.
—Lo imaginaba. Se levanta la sesión hasta la una y media. Comprendo que no pueden abandonar el Juzgado, pero me gustaría que se tomaran un descanso para almorzar sin trabajar en el caso. Lamento los trastornos callejeros pero, francamente, no puedo hacer nada al respecto. Nos reuniremos de nuevo a la una y media.
En el despacho de su señoría, Buckley se puso furioso.
—¡Es una locura, señor juez! El jurado no puede concentrarse en el caso con tanto ruido en la calle. Esto es un intento deliberado de intimidar al jurado.
—No me gusta —dijo Noose.
—¡Ha sido organizado, señor juez! ¡Es deliberado! —exclamó Buckley.
—No tiene buen aspecto —agregó Noose.
—¡Estoy pensando en solicitar la anulación del juicio!
—No la concederé. ¿Usted qué opina, Jake?
—Libertad para Carl Lee —sonrió Jake al cabo de unos instantes.
—Muy gracioso —refunfuñó Buckley—. Probablemente ha sido usted quien lo ha organizado.
—No. Permítame que le recuerde, señor Buckley, que he intentado impedirlo. He solicitado repetidamente que el juicio se celebrara en otra localidad. Usted, señor Buckley, quería que se celebrara aquí y así lo dispuso el juez Noose. Parece ridículo que ahora se quejen.
Jake se asombraba de su propia soberbia. Buckley refunfuñó y miró por la ventana.
—Fíjense. Negros salvajes. Parece que haya unos diez mil.
Durante el almuerzo, pasaron de diez mil a quince mil. Coches que habían recorrido centenares de kilómetros, algunos con matrícula de Tennessee, aparcaban en el arcén de las autopistas cerca de la ciudad. La gente caminaba de tres a cuatro kilómetros bajo un ardiente sol para participar en los festejos junto al Juzgado. Agee se tomó un descanso para el almuerzo y se tranquilizó el ambiente en la plaza.
Los negros eran pacíficos. Abrieron sus cestas y neveras portátiles y compartieron lo que tenían. Se agruparon a la sombra, pero no había bastantes árboles para todos. Muchos se congregaron en el Juzgado, en busca de agua fresca y para utilizar los servicios. Deambulaban por las aceras y miraban los escaparates de las tiendas cerradas. Por miedo a las masas, el Coffee Shop y el Tea Shoppe cerraron a la hora del almuerzo. La cola para llegar a Claude’s daba la vuelta a la manzana.
Jake, Harry Rex y Lucien se relajaron en la terraza, desde donde contemplaban el espectáculo callejero. El jarro de margaritas frescos que había sobre la mesa se vació paulatinamente. A veces participaban con alguna voz de «Libertad para Carl Lee», o uniéndose a Venceremos. Sólo Lucien sabía la letra. La había aprendido durante la época gloriosa de los años sesenta, cuando luchaban por los derechos civiles, y todavía insistía en que era el único blanco de Ford County que conocía la letra de cabo a rabo. Incluso se había afiliado a una iglesia negra en aquellos tiempos, explicó entre copas, después de que su iglesia decidiera excluir a los feligreses negros. Había desistido después de dislocarse una vértebra al final de una ceremonia de tres horas de duración. Decidió que los blancos no estaban hechos para esos trotes, pero todavía hacía donativos.
De vez en cuando, se acercaba algún equipo de televisión al despacho de Jake y formulaba alguna pregunta. Jake fingía no oírles y, por último, exclamaba:
—Libertad para Carl Lee.
A la una y media en punto, Agee cogió su megáfono, levantó su estandarte, formó a los pastores y reunió a los manifestantes. Empezó con un himno que cantaba directamente por el megáfono, y la procesión avanzó lentamente por Jackson, luego Caffey, y vuelta tras vuelta a la plaza. Con cada vuelta, crecía el número de manifestantes y de ruido.
La sala del jurado se sumió en un silencio de quince minutos después de que Reba Betts abandonara su indecisión para optar por inocente. Si alguien la violara, era posible que, dada la oportunidad, le volara al violador la tapa de los sesos. Eran las cinco menos cinco con dos indecisos, y el consenso parecía inimaginable. El presidente del jurado mantenía su imparcialidad. La pobre anciana de Eula Dell Yates se había manifestado en ambos sentidos y todo el mundo sabía que acabaría por seguir a la mayoría. Había echado a llorar junto a la ventana y Clyde Sisco la acompañó a su asiento. Quería irse a su casa. Decía que se sentía como un preso.
Los gritos y la manifestación habían surtido su efecto. Cuando se acercaba el megáfono, el frenesí en la pequeña estancia llegaba al máximo. Acker pedía silencio y esperaban con impaciencia a que se alejara el vocerío. Nunca desaparecía por completo. Carol Corman fue la primera en interesarse por su seguridad. Por primera vez en la semana, el tranquilo motel les parecía muy atractivo.
Tres horas de continuo vocerío habían acabado por desatar todos los nervios. El presidente del jurado sugirió que hablaran de sus familias, a la espera de que Noose los llamara a las cinco.
Bernice Toole, que se inclinaba tímidamente por la culpabilidad del acusado, sugirió algo que a todo el mundo se le había ocurrido pero que nadie había mencionado.
—¿Por qué no nos limitamos a decirle al juez que discordamos irremediablemente?
—¿No es cierto que, en tal caso, declararla el juicio nulo? —preguntó Joe Ann Gates.
—Sí —respondió el presidente del jurado—. Y se celebraría otro juicio dentro de unos meses. ¿Por qué no lo dejamos por hoy y volvemos a intentarlo mañana?
Todos estuvieron de acuerdo. No estaban dispuestos a darse por vencidos. Eula Dell sollozaba.
A las cuatro, Carl Lee y sus hijos se acercaron a una de las altas ventanas que cubrían cada una de las fachadas laterales del Palacio de Justicia. Vio una pequeña manecilla, la hizo girar y se abrió la ventana, que daba a una pequeña plataforma sobre los jardines. Hizo una seña con la cabeza a un agente y salió a la plataforma con Tonya en brazos para contemplar la muchedumbre.
Los manifestantes no tardaron en verle y se acercaron al edificio diciendo su nombre a gritos. Agee condujo a los manifestantes a través de los jardines y pronto se formó una masa negra de seres humanos que se empujaban entre sí para estar más cerca de su héroe.
—¡Libertad para Carl Lee!
—¡Libertad para Carl Lee!
—¡Libertad para Carl Lee!
Saludó con la mano a sus admiradores, le dio un beso a su hija y un abrazo a sus hijos. Volvió a saludar con la mano y les dijo a sus hijos que también lo hicieran.
Jake y sus compañeros aprovecharon la oportunidad para cruzar la calle hasta el Juzgado. Jean Gillespie había llamado. Noose deseaba ver a los letrados en su despacho. Estaba trastornado. Buckley estaba furioso.
—¡Exijo que se anule el juicio! ¡Exijo que se anule el juicio! —exclamaba ante el juez en el momento en que Jake entró en el despacho.
—La anulación se solicita, gobernador, no se exige —dijo Jake con los ojos empañados.
—¡Vete al diablo, Brigance! Has sido tú quien ha planeado todo esto. Tú has organizado esta insurrección. Esos negros de la calle son tu gentuza.
—¿Dónde está la taquígrafa? —preguntó Jake—. Quiero que esto conste en acta.
—Caballeros, caballeros —dijo Noose—. Seamos profesionales.
—Señor juez, la acusación solicita la anulación del juicio —dijo Buckley con cierta formalidad.
—Denegada.
—En tal caso, la acusación solicita que se permita al jurado deliberar en otro lugar que no sea el Juzgado.
—La idea me parece interesante —dijo Noose.
—No veo ninguna razón para que no deliberen en el motel —agregó Buckley, muy seguro de sí mismo—. Es un lugar tranquilo y poca gente conoce su paradero.
—¿Jake? —preguntó Noose.
—No funcionará. No está previsto en el reglamento que su señoría pueda autorizar que se delibere fuera del Juzgado —dijo Jake al tiempo que hurgaba en su bolsillo y sacaba unos papeles doblados que dejó sobre la mesa—. «El Estado contra Dubose», caso juzgado en Linwood County, en 1963. El aire acondicionado dejó de funcionar en el Juzgado de Linwood County durante una ola de calor. El juez que presidía el caso permitió que el jurado deliberara en una biblioteca cercana. La defensa protestó. El jurado condenó al acusado. En la apelación, el Tribunal Supremo falló que la decisión del juez había sido inapropiada y que constituía un abuso de su discreción. Dicho tribunal falló también que las deliberaciones del jurado deben celebrarse en las dependencias del Juzgado, donde se encuentre detenido el acusado. No se pueden trasladar.
Noose estudió el caso y se lo entregó a Musgrove.
—Prepare la sala —dijo el juez al señor Pate.
A excepción de los periodistas, todos los espectadores eran negros. Los miembros del jurado parecían nerviosos y agotados.
—Supongo que no han alcanzado todavía un veredicto —dijo Noose.
—No, señor —respondió el presidente del jurado.
—Permítame que les formule una pregunta. Sin indicar ninguna división numérica, ¿han alcanzado un punto a partir del cual no puedan proseguir?
—Hemos hablado de ello, su señoría, y lo que deseamos es retirarnos, dormir bien esta noche e intentarlo de nuevo mañana. No queremos darnos por vencidos.
—Me encanta oírles decir esto. De nuevo les ruego disculpen los trastornos, pero no puedo hacer nada al respecto. Lo siento. Tendrán que arreglárselas lo mejor que puedan. ¿Algo más?
—No, señor.
—Muy bien. Se levanta la sesión hasta mañana a las nueve de la mañana.
—¿Qué significa todo eso? —preguntó Carl Lee, con la mano sobre el hombro de Jake.
—Significa que no hay consenso. Pueden estar seis a seis, u once a uno contra ti, u once a uno a tu favor. De modo que no te hagas ilusiones.
Barry Acker se acercó al alguacil y le dio un papel doblado que decía así:
«Luann:
Coge a los niños y vete a casa de tu madre. No se lo digas a nadie. Quédate allí hasta que todo haya terminado. Haz lo que te digo. Es muy peligroso.
BARRY.»
—¿Puede hacerle llegar esto hoy a mi esposa? Nuestro número es el ocho ocho uno, cero siete, siete cuatro.
—No pase cuidado —respondió el alguacil.
Tim Nunley, mecánico del garaje Chevrolet, ex cliente de Jake Brigance y cliente habitual del Coffee Shop, estaba sentado en un sofá del fondo de la cabaña, en las profundidades del bosque, con una cerveza en la mano. Escuchaba las maldiciones que sus hermanos del Klan proferían contra los negros mientras se emborrachaban. De vez en cuando, él también los maldecía. Desde hacía un par de noches, oía rumores e intuía que algo se tramaba. Escuchaba atentamente.
Se puso de pie para coger otra cerveza. De pronto, se le echaron encima. Tres de sus compañeros lo empujaron contra la pared y empezaron a darle puñetazos y patadas. Después de darle una buena paliza, amordazarlo y atarlo, le sacaron a rastras por el camino de gravilla hasta el campo donde había sido iniciado como miembro de la cofradía. Encendieron una cruz mientras le ataban a una estaca y le desnudaban. Le azotaron con un látigo hasta que sus hombros, espalda y piernas eran de color carmesí.
Dos docenas de ex hermanos contemplaban horrorizados en silencio mientras empapaban la estaca y su desfallecido cuerpo con petróleo. El jefe, con el látigo en la mano, permaneció junto a él una eternidad. Después de pronunciar la sentencia de muerte, arrojó un fósforo.
El ratón Mickey había sido silenciado.
Guardaron sus túnicas y demás pertenencias y volvieron a sus casas. La mayoría para nunca regresar a Ford County.