40

CLANTON volvió a la normalidad el lunes por la mañana, con la reaparición de las barricadas alrededor de la plaza y la numerosa presencia de soldados para preservar la paz. Los pelotones, medianamente formados, contemplaban a los miembros del Klan que ocupaban el lugar que se les había asignado a un lado de la plaza, y los negros al otro lado. El día de descanso había permitido a ambos grupos recuperar sus energías y a las ocho y media vociferaban todos a pleno pulmón. Se había divulgado la noticia de la humillación del doctor Bass y los componentes del Klan olían la victoria. Además, habían hecho blanco en Adams Street. Parecían más chillones que de costumbre.

A las nueve, Noose llamó a los letrados a su despacho.

—Sólo quería asegurarme de que estaban sanos y a salvo —sonrió mirando a Jake.

—¿Por qué no me besa el culo, juez? —dijo Jake entre dientes pero lo suficientemente fuerte para ser oído.

Los acusadores quedaron paralizados. El señor Pate se aclaró la garganta.

Noose ladeó la cabeza, como si fuera duro de oído.

—¿Qué ha dicho usted, señor Brigance?

—He dicho: «¿Por qué no empezamos, señor juez?».

—Eso me había parecido. ¿Cómo está su pasante, la señorita Roark?

—Se recuperará.

—¿Fue el Klan?

—Sí, señor juez. El mismo Klan que intentó asesinarme. El mismo Klan que decoró el paisaje con cruces en llamas y quién sabe con qué otras cosas obsequió a los miembros de nuestro jurado. El mismo Klan que probablemente ha intimidado a la mayoría de los que están sentados ahora en el palco del jurado. Sí, señor, el mismo Klan.

—¿Puede probarlo? —preguntó Noose, después de quitarse las gafas.

—¿Quiere decir si tengo confesiones firmadas y certificadas ante un notario de los componentes del Klan? No, señor. No están muy dispuestos a cooperar.

—Si no puede probarlo, señor Brigance, olvídelo.

—Sí, señoría.

Jake salió del despacho y dio un portazo. A los pocos segundos, el señor Pate ordenó silencio en la sala y todo el mundo se puso de pie. Noose dio la bienvenida al jurado y prometió que las molestias ya casi habían terminado. Nadie le sonrió. El fin de semana había sido terriblemente aburrido en el Temple Inn.

—¿Le queda algún otro testigo a la acusación? —preguntó Noose.

—Uno, su señoría.

Llamaron al doctor Rodeheaver, que estaba en la sala de los testigos. Subió cuidadosamente al estrado y saludó atentamente al jurado con la cabeza. Tenía aspecto de psiquiatra. Traje oscuro y sin botas.

Buckley se acercó al estrado y sonrió al jurado.

—¿Es usted el doctor Wilbert Rodeheaver? —exclamó sin dejar de mirar al jurado, como para decirles «he ahí un auténtico psiquiatra».

—Sí, señor.

Buckley formuló preguntas, un millón de preguntas, sobre su formación y experiencia profesional. Rodeheaver se sentía seguro de sí mismo, relajado, preparado y acostumbrado a declarar. Habló extensamente de su amplia formación, su vasta experiencia como médico y, últimamente, la enorme magnitud de su cargo como jefe de personal del hospital psiquiátrico estatal. Buckley le preguntó si había escrito artículos sobre su especialidad. Respondió afirmativamente y, durante media hora, hablaron de los escritos de aquel hombre tan erudito. Había recibido becas para la investigación del Gobierno federal y de diversos estados. Era socio de todas las organizaciones a las que Bass pertenecía, y algunas más. Estaba diplomado por todas las asociaciones relacionadas, aunque sólo fuera remotamente, con el estudio de la mente humana. Era sofisticado, y estaba sobrio.

Buckley le propuso como perito y Jake no tuvo nada que objetar.

—Doctor Rodeheaver —prosiguió Buckley—, ¿cuándo examinó usted por primera vez a Carl Lee Hailey?

—El diecinueve de junio —respondió el perito después de consultar sus notas.

—¿Dónde tuvo lugar el reconocimiento?

—En mi despacho, en Whitfield.

—¿Cuánto duró el reconocimiento?

—Un par de horas.

—¿Cuál era el propósito de dicho reconocimiento?

—El de determinar su condición mental en aquellos momentos y también en el momento de matar al señor Cobb y al señor Willard.

—¿Tuvo usted acceso a su historial médico?

—La mayor parte de la información fue recopilada por un colaborador en el hospital. Yo la repasé con el señor Hailey.

—¿Qué reveló su historial?

—Nada destacable. Habló mucho sobre Vietnam, pero nada destacable.

—¿Habló libremente sobre Vietnam?

—Desde luego. Quería hablar de ello. Casi parecía que le hubieran aconsejado que lo hiciera.

—¿De qué más hablaron en su primera entrevista?

—Cubrimos una amplia variedad de temas: su infancia, familia, educación, diversos trabajos, prácticamente todo.

—¿Habló de la violación de su hija?

—Sí, en gran detalle. Era doloroso para él hablar del tema, como lo habría sido para mí de tratarse de mi hija.

—¿Le habló de los acontecimientos que precedieron a la matanza de Cobb y Willard?

—Sí, hablamos de ello durante un buen rato. Procuré averiguar el nivel de conocimiento y comprensión que poseía acerca de dichos sucesos.

—¿Qué le contó?

—Inicialmente, poca cosa. Pero con el tiempo se abrió y contó cómo había inspeccionado el Juzgado tres días antes del tiroteo y elegido el lugar del ataque.

—¿Y acerca del tiroteo?

—No dijo gran cosa sobre la matanza propiamente dicha. Aseguró que no lo recordaba con mucha claridad, pero sospecho lo contrario.

—¡Protesto! —exclamó Jake después de levantarse—. El testigo sólo puede declarar lo que conoce. No debe especular.

—Se admite la protesta. Le ruego que prosiga, señor Buckley.

—¿Qué más observó respecto a su estado de ánimo, actitud y forma de expresarse?

Rodeheaver se cruzó de piernas y se meció suavemente. Bajó las cejas en actitud meditabunda.

—Al principio desconfiaba de mí y le resultaba difícil mirarme a los ojos. Respondía en forma escueta a mis preguntas. Le molestaba estar custodiado, y a veces esposado, en nuestras dependencias. Se quejó de las paredes acolchadas. Pero, con el tiempo, se tranquilizó y habló libremente de casi todo. Se negó rotundamente a responder a ciertas preguntas, pero, en general, cabe afirmar que fue bastante cooperativo.

—¿Dónde y cuándo lo reconoció de nuevo?

—Al siguiente día y en el mismo lugar.

—¿Cuál era su estado de ánimo y su actitud?

—Semejante al día anterior. Reservado al principio, pero luego más abierto. Hablamos básicamente de los mismos temas que el día anterior.

—¿Cuánto duró dicho reconocimiento?

—Aproximadamente cuatro horas.

Buckley consultó sus notas y susurró algo a Musgrove.

—Díganos, doctor Rodeheaver: como consecuencia de sus entrevistas con el señor Hailey los días diecinueve y veinte de junio, ¿logró usted formular un diagnóstico médico de la condición mental del acusado en dichas fechas?

—Sí, señor.

—¿Y cuál es dicho diagnóstico?

—Los días diecinueve y veinte de junio, el señor Hailey parecía estar en plena posesión de sus facultades mentales. A mi parecer, perfectamente normal.

—Gracias. Basándose en sus reconocimientos, ¿logró establecer un diagnóstico de la condición mental del señor Hailey el día en que disparó contra Billy Ray Cobb y Pete Willard?

—Sí.

—¿Y cuál es dicho diagnóstico?

—En aquel momento su condición mental era satisfactoria. No padecía defecto alguno.

—¿En qué factores basa dicha afirmación?

Rodeheaverr se dirigió al jurado y adoptó una actitud didáctica.

—Hay que considerar el nivel de premeditación de este crimen. El motivo es un elemento de la premeditación. Sin duda, tenía un motivo para sus actos y su condición mental en aquellos momentos no impidió su alevosía. Es decir, el señor Hailey proyectó meticulosamente lo que hizo.

—Doctor, ¿está usted familiarizado con las normas de M’Naghten para determinar la responsabilidad penal?

—Por supuesto.

—Y es usted consciente de que otro psiquiatra, el doctor W. T. Bass, ha declarado ante este jurado que el señor Hailey era incapaz de reconocer la diferencia entre el bien y el mal, y que, además, era incapaz de comprender y apreciar la naturaleza y calidad de sus actos.

—Sí, soy consciente de ello.

—¿Está de acuerdo con dicha afirmación?

—No. Me parece absurda y ofensiva. El propio señor Hailey ha declarado que premeditó los asesinatos. En realidad, ha admitido que su condición mental en aquellos momentos no le privó de su capacidad de proyectar. En cualquier texto médico o jurídico, esto se denomina premeditación. Nunca he oído que alguien trame un asesinato y admita haberlo proyectado, y luego alegue que no sabía lo que hacía. Es absurdo.

En aquel momento, a Jake también le pareció absurdo y, conforme las palabras retumbaban en la sala, resultaba una soberana incongruencia. La declaración de Rodeheaver tenía sentido y parecía sumamente convincente. Jake pensó en Bass y lo maldijo para sus adentros.

Lucien, sentado entre los negros, estaba de acuerdo con la declaración de Rodeheaver, palabra por palabra. Comparado con Bass, el perito de la acusación era sumamente convincente. Lucien no miraba a los miembros del jurado. De vez en cuando, echaba una ojeada sin volver la cabeza y veía que Clyde Sisco lo miraba fijamente y sin disimulo. Pero Lucien no permitía que se cruzaran sus miradas. El mensajero no había llamado el lunes por la mañana, como se le había indicado. Un movimiento afirmativo de la cabeza y un guiño por parte de Lucien cerraría el trato, que se saldaría después del veredicto. Sisco conocía las normas y esperaba una respuesta. No la hubo. Lucien quería discutirlo con Jake.

—Díganos, doctor: basándose en los factores mencionados y en su diagnóstico de la condición mental del acusado el veinte de mayo, ¿se ha formado una opinión, con un grado razonable de certeza médica, en cuanto a la capacidad del señor Hailey para distinguir entre el bien y el mal cuando disparó contra Billy Ray Cobb, Pete Willard y el agente DeWayne Looney?

—Sí, señor.

—¿Y cuál es dicha opinión?

—Estaba en posesión de sus facultades mentales y era perfectamente capaz de distinguir entre el bien y el mal.

—¿Y se ha formado una opinión, basada en los mismos factores, en cuanto a la capacidad del señor Hailey para comprender y apreciar la naturaleza y calidad de sus actos?

—Sí, señor.

—¿Y cuál es dicha opinión?

—Que era perfectamente consciente de lo que hacía.

Buckley recogió sus papeles e inclinó respetuosamente la cabeza.

—Muchas gracias, doctor. No hay más preguntas.

—¿Desea interrogar al testigo, señor Brigance? —preguntó Noose.

—Sólo unas preguntas.

—Lo suponía. Quince minutos de descanso.

Jake salió de la sala sin prestar atención alguna a Carl Lee, para dirigirse apresuradamente a la biblioteca jurídica del tercer piso, donde Harry Rex le esperaba sonriente.

—Tranquilízate, Jake. He llamado a todos los periódicos de Carolina del Norte y no han publicado nada acerca de la casa. Tampoco hay ningún artículo relacionado con Row Ark. El matutino de Raleigh ha publicado un artículo sobre el juicio, pero en términos generales. Eso es todo. Carla no lo sabe, Jake. Cree que su hermoso monumento sigue en su lugar. ¿No es maravilloso?

—Fantástico. Estupendo. Gracias, Harry Rex.

—No hay de qué. Escúchame, Jake, siento sacar esto a relucir.

—Me muero de impaciencia.

—Sabes cuánto odio a Buckley. Lo detesto más que tú. Pero Musgrove y yo nos llevamos bien. Puedo hablar con él. Anoche se me ocurrió que tal vez sería una buena idea hablar con ellos, a través de mí y de Musgrove, para explorar la posibilidad de un convenio.

—¡No!

—Sé razonable, Jake. ¿Qué puede haber de malo en ello? ¡Nada! Si sé declara culpable a condición de que no pidan la pena de muerte, sabrás que le has salvado la vida.

—¡No!

—Escúchame, Jake. Tu defendido está a unas cuarenta y ocho horas de que le condenen a la pena de muerte. Si no lo crees, es que estás ciego, Jake. Mi ciego amigo.

—¿Qué podría impulsar a Buckley a hacer tratos? Nos tiene acorralados.

—Puede que no lo haga. Pero permíteme por lo menos que lo intente.

—No, Harry Rex. Olvídalo.

Después del descanso, Rodeheaver subió de nuevo al estrado y Jake le miró fijamente. Durante su breve carrera profesional, nunca había vencido en una discusión a un perito, dentro o fuera del Juzgado. Y ahora, con lo poco que le sonreía la suerte, decidió no discutir con el de turno.

—Doctor Rodeheaver, ¿no es cierto que la psiquiatría es el estudio de la mente humana?

—Así es.

—¿Y que, en el mejor de los casos, es una ciencia inexacta?

—Efectivamente.

—¿Cabe la posibilidad de que usted formule un diagnóstico después de examinar a una persona, y otro psiquiatra formule otro diagnóstico completamente distinto?

—Sí, es posible.

—A decir verdad, podría darse el caso de que diez psiquiatras examinaran a un mismo paciente y se formaran diez opiniones distintas en cuanto a la dolencia del mismo.

—Es improbable.

—Pero podría ocurrir, ¿no es cierto, doctor?

—Sí, podría ocurrir. Al igual que con opiniones jurídicas, supongo.

—Pero lo que nos ocupa ahora no son opiniones jurídicas, ¿no es cierto, doctor?

—No.

—A decir verdad, doctor, ¿no es cierto que en muchos casos la psiquiatría es incapaz de revelarnos cuál es el problema mental de una persona determinada?

—Es cierto.

—Y los psiquiatras discrepan permanentemente, ¿no es cierto, doctor?

—Desde luego.

—Dígame doctor, ¿para quién trabaja usted?

—El Estado de Mississippi.

—¿Desde cuándo?

—Hace once años.

—¿Y quién acusa al señor Hailey?

—El Estado de Mississippi.

—Durante esos once años de funcionario del Estado, ¿cuántas veces ha declarado en juicios en los que se utilizara la enajenación mental como defensa?

—Creo que con ésta son cuarenta y tres —respondió Rodeheaver, después de reflexionar unos instantes.

Jake consultó su sumario y miró al doctor con una perversa sonrisa.

—¿Está seguro de que no son cuarenta y seis?

—Sí, podría ser. No estoy seguro.

Se impuso un silencio en la sala, Buckley y Musgrove consultaron sus notas, sin dejar de observar atentamente al testigo.

—¿Ha declarado cuarenta y seis veces como testigo para la acusación en juicios relacionados con la enajenación mental?

—Si usted lo dice…

—Se lo pondré más fácil. Usted ha declarado cuarenta y seis veces, y en cuarenta y seis ocasiones ha afirmado que el acusado no estaba legalmente enajenado. ¿Correcto, doctor?

Rodeheaver hizo una pequeña mueca y manifestó cierto descontento en su mirada.

—No estoy seguro.

—Nunca ha visto a un acusado que estuviera legalmente enajenado, ¿no es cierto, doctor?

—Claro que lo he visto.

—Estupendo. ¿Tendría la bondad de darnos el nombre de dicho acusado y el del lugar donde fue juzgado?

—Con la venia de su señoría —dijo Buckley después de levantarse y abrocharse la chaqueta—, la acusación se opone a este tipo de preguntas. No se puede exigir al doctor Rodeheaver que recuerde los nombres y los lugares de los juicios en los que ha declarado.

—No se admite la protesta. Siéntese. Responda, doctor.

Rodeheaver respiró hondo y miró al techo. Jake miró a los miembros del jurado. Estaban atentos y a la espera de una respuesta.

—No lo recuerdo —respondió por fin.

Jake levantó un montón de documentos y los agitó ante el testigo.

—¿Podría ser, doctor, que la razón por la que no lo recuerda se deba a que, en once años y cuarenta y seis juicios, usted no ha declarado nunca a favor del acusado?

—Sinceramente no lo recuerdo.

—¿Puede citar con toda honradez un solo juicio en el que haya encontrado al acusado legalmente enajenado?

—Estoy seguro de que hay alguno.

—Sí o no, doctor. ¿Un solo juicio?

El perito miró brevemente al fiscal.

—No. Me falla la memoria. En este momento no puedo citarle ninguno.

Jake se dirigió lentamente a la mesa de la defensa y cogió un grueso sumario.

—Doctor Rodeheaver, ¿recuerda usted haber declarado en el juicio de un hombre llamado Danny Booker, en el condado de McMurphy, en diciembre de 1975? ¿Un doble homicidio bastante horrible?

—Sí, recuerdo el juicio.

—Y usted declaró que el acusado no estaba legalmente enajenado, ¿no es cierto?

—Exactamente.

—¿Recuerda cuántos psiquiatras declararon a favor del acusado?

—No con exactitud. Eran varios.

—¿Le dicen algo los nombres de Noel McClacky, doctor en medicina, O. G. McGuire, doctor en medicina, y Lou Watson, doctor en medicina?

—Sí.

—Son todos psiquiatras, ¿no es cierto?

—Sí.

—Todos titulados, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Y todos examinaron al señor Booker y declararon en el juicio que, en su opinión, el pobre hombre estaba legalmente enajenado?

—Es cierto.

—¿Y usted declaró que no estaba legalmente enajenado?

—Así es.

—¿Qué otros médicos compartían su opinión?

—Ninguno, que recuerde.

—¿De modo que eran tres contra uno?

—Sí, pero todavía creo que tenía razón.

—Comprendo. ¿Qué decidió el jurado, doctor?

—Pues… lo declararon inocente por enajenación mental.

—Gracias. Y, ahora, dígame, doctor Rodeheaver: usted es el director médico de Whitfield, ¿no es cierto?

—Sí, en cierto modo.

—¿Es usted directa o indirectamente responsable del tratamiento que reciben todos los pacientes en Whitfield?

—Soy directamente responsable, señor Brigance. Puede que no vea personalmente a todos los pacientes, pero sus médicos están bajo mi supervisión.

—Gracias. Dígame, doctor, ¿dónde está Danny Booker en la actualidad?

Rodeheaver lanzó una desesperada mirada a Buckley, que disimuló inmediatamente con una sonrisa cálida y relajada al jurado. Titubeó unos segundos y su incertidumbre se prolongó en demasía.

—Está en Whitfield, ¿no es cierto? —preguntó Jake, en un tono que no dejaba lugar a dudas en cuanto a que la respuesta era afirmativa.

—Eso creo —respondió Rodeheaver.

—¿Entonces, doctor, está directamente bajo su responsabilidad?

—Supongo.

—¿Y cuál es su diagnóstico, doctor?

—A decir verdad no lo sé. Tengo muchos pacientes y…

—¿Esquizofrénico paranoico?

—Sí, es posible.

Jake retrocedió unos pasos, se sentó en la baranda y subió el volumen de su voz.

—Escúcheme, doctor, quiero que el jurado comprenda esto con claridad. En 1975 usted declaró que Danny Booker estaba en posesión de sus facultades mentales y que sabía exactamente lo que hacía cuando cometió el crimen, el jurado no estuvo de acuerdo con usted, le declaró inocente y, desde entonces, ha residido como paciente en su hospital bajo su supervisión, donde recibe tratamiento como esquizofrénico paranoico. ¿Es eso cierto?

La mueca en el rostro de Rodeheaver indicaba al jurado que lo era.

Jake levantó otro documento y pareció examinarlo.

—¿Recuerda haber declarado en el juicio de un hombre llamado Adam Couch, en Dupree County, en mayo de 1977?

—Recuerdo el caso.

—Era un caso de violación, ¿no es cierto?

—Efectivamente.

—¿Y usted declaró como testigo de la acusación contra el señor Couch?

—Correcto.

—¿Y le dijo al jurado que no estaba legalmente enajenado?

—Eso declaré.

—¿Recuerda cuántos médicos declararon a favor del acusado y afirmaron que estaba muy enfermo y legalmente enajenado?

—Varios.

—¿Ha oído hablar de los siguientes médicos: Felix Perry, Gener Shumate y Hobny Wicker?

—Sí.

—¿Son todos ellos psiquiatras diplomados?

—Lo son.

—¿Y todos declararon a favor del señor Couch?

—Sí.

—¿Y todos afirmaron que el acusado estaba legalmente enajenado?

—Efectivamente.

—¿Y usted fue el único en el juicio que afirmó lo contrario?

—Así fue, si mal no recuerdo.

—¿Y cómo reaccionó el jurado, doctor?

—Declaró inocente al acusado.

—¿Por enajenación mental?

—Sí.

—¿Y dónde está el señor Couch en la actualidad, doctor?

—Creo que está en Whitfield.

—¿Desde cuándo está allí?

—Desde el juicio, según tengo entendido.

—Comprendo. ¿Suele usted ingresar pacientes y retenerlos durante varios años cuando están en plena posesión de sus facultades mentales?

Rodeheaver redistribuyó el peso de su cuerpo sobre la silla y empezó a sentirse realmente molesto. Miró a su abogado, el abogado del pueblo, como para indicarle que estaba harto y que hiciera algo para poner fin a la situación.

Jake cogió otros documentos.

—Doctor, ¿recuerda usted el juicio de un hombre llamado Buddy Wooddall en Cleburne County, en mayo de 1979?

—Sí, lo recuerdo perfectamente.

—Asesinato, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Y usted declaró como experto en psiquiatría y afirmó ante el jurado que el señor Wooddall no estaba enajenado?

—Efectivamente.

—¿Recuerda cuántos psiquiatras declararon a favor del acusado y afirmaron ante el jurado que el pobre hombre estaba legalmente enajenado?

—Creo que fueron cinco, señor Brigance.

—Está usted en lo cierto, doctor. Cinco contra uno. ¿Recuerda la decisión del jurado?

La ira y la frustración se acumulaban en el testigo. El sabio y anciano profesor, poseedor de todas las respuestas, empezaba a inquietarse.

—Sí, lo recuerdo. Le declaró inocente por no hallarse en posesión de sus facultades mentales.

—¿Cómo se lo explica, doctor Rodeheaver? ¿Cinco contra uno y el jurado no concuerda con usted?

—No se puede confiar en los jurados —declaró espontáneamente, se movió en su silla y sonrió con torpeza a los miembros del jurado.

Jake lo miró fijamente con una perversa sonrisa y, a continuación, miró al jurado con incredulidad. Se cruzó de brazos y dejó que digirieran sus últimas palabras. Esperó, sin dejar de mirar al testigo con una sonrisa.

—Prosiga, señor Brigance —dijo finalmente Noose.

Con movimientos lentos y muy animados, Jake recogió sus papeles y documentos sin dejar de mirar fijamente a Rodeheaver.

—Con la venia de su señoría, creo que hemos oído bastante a este testigo.

—¿Alguna pregunta adicional, señor Buckley?

—No, señoría. La acusación ha terminado.

—Damas y caballeros —dijo Noose, dirigiéndose al jurado—, este juicio ya casi ha terminado. No habrá más testigos. Ahora me reuniré con los letrados para discutir algunos aspectos técnicos, y a continuación presentarán sus conclusiones finales. Esto comenzará a las dos y durará un par de horas. Podrán empezar a deliberar aproximadamente a las cuatro, hasta las seis de la tarde. Si no deciden hoy el veredicto, les llevarán a sus habitaciones hasta mañana. Ahora son casi las once y se levantará la sesión hasta las dos. Quiero que los abogados vengan a mi despacho.

Carl Lee se acercó y habló por primera vez a su abogado desde que se había levantado la sesión del sábado.

—Le has dejado para el arrastre, Jake.

—Ya verás cuando oigas las conclusiones finales.

Jake eludió a Harry Rex y cogió el coche para dirigirse a Karaway. El hogar de su infancia era una antigua casa rural en el centro de la ciudad, rodeada de viejos robles, arces y olmos, que la mantenían fresca a pesar del calor veraniego. En la parte posterior, más allá de los árboles, había un prado que se extendía a lo largo de doscientos metros y se perdía en una colina. En uno de los costados, una tela metálica servía de frontera a los hierbajos. Aquí, Jake había dado sus primeros pasos, montado sobre su primera bicicleta, jugado por primera vez al fútbol y al béisbol. Bajo uno de los robles, junto al prado, había enterrado tres perros, un mapache, un conejo y varios patos. El neumático de un Buick del 54 colgaba de una rama, cerca del pequeño cementerio.

Hacía dos meses que la casa estaba cerrada y abandonada. El hijo de unos vecinos cortaba el césped y cuidaba del jardín. Jake pasaba por la casa una vez por semana. Sus padres estaban en algún lugar de Canadá con una caravana, como todos los veranos. Le habría gustado estar con ellos.

Abrió la puerta y subió a su habitación. Nunca cambiaría. Las paredes estaban cubiertas de fotos de equipos, trofeos, gorras de béisbol y pósters de Pete Rose, Archie Manning y Hank Aaron. Una colección de guantes de béisbol colgaba de la puerta del armario. Sobre la cómoda había una fotografía con toga y birrete. Su madre la limpiaba todas las semanas. En una ocasión le había dicho que, cuando iba a su habitación, a menudo esperaba encontrárselo haciendo sus deberes u ordenando sus cromos de béisbol. Repasaba sus libros de recortes y se le humedecían los ojos.

Pensó en la habitación de Hanna, con sus animales de peluche y el papel de Mother Goose en las paredes. Se le formó un nudo en la garganta.

Miró por la ventana, más allá de los árboles, y se vio a sí mismo columpiándose en el neumático, cerca de las tres cruces blancas donde había enterrado a sus perros. Recordó cada uno de los funerales y las promesas de su padre de conseguirle otro perro. Pensó en Hanna y en su perro, y se le humedecieron los ojos.

La cama era ahora mucho más pequeña. Se quitó los zapatos y se acostó. Del techo colgaba un casco de fútbol americano. Octavo curso, Karaway Mustangs. Había marcado siete goles en cinco partidos. Estaba todo filmado en las películas que se guardaban en la planta baja, debajo de la biblioteca. Las mariposas volaban a sus anchas por su estómago.

Colocó cuidadosamente sus notas, no las de Lucien, sobre la cómoda, y se observó en el espejo.

Empezó su discurso al jurado. Habló en primer lugar de su mayor problema, el doctor W. T. Bass. Se disculpó. Cuando un abogado entra en la sala y se dirige a un grupo de desconocidos que constituyen el jurado, lo único que puede ofrecer es su credibilidad. Y, si hace cualquier cosa que perjudique su credibilidad, habrá perjudicado su causa y a su defendido. Les suplicó que creyeran que jamás llamaría a un delincuente a declarar como perito en ningún juicio. No sabía lo de su condena, lo juró con la mano levantada. El mundo estaba lleno de psiquiatras y habría encontrado fácilmente a otro, de haber sabido que Bass tenía antecedentes pero, simplemente, no lo sabía. Y lo lamentaba.

Pero ¿y su testimonio? Hacía treinta años que se había acostado con una chica menor de dieciocho años en Texas. ¿Significa eso que mentía ahora en este juicio? ¿Significaba que no se podía confiar en su opinión profesional? Por favor, pensemos en Bass el psiquiatra, no en Bass como persona. Por favor, seamos justos con su paciente, Carl Lee Hailey. Él no sabía nada sobre el pasado del doctor.

Había algo acerca de Bass que tal vez les interesaría saber. Algo que no había mencionado el señor Buckley cuando atacaba al doctor. La chica con la que se había acostado tenía diecisiete años. Más adelante se convirtió en su esposa, le dio un hijo y estaba nuevamente embarazada cuando ella y su hijo fallecieron en un accidente ferroviario…

—¡Protesto! —exclamó Buckley—. Protesto, su señoría. ¡Esto no consta en la memoria del juicio!

—Se acepta la protesta. Señor Brigance, no puede referirse a hechos que no hayan sido presentados como prueba. El jurado no tendrá en cuenta los últimos comentarios del señor Brigance.

Jake hizo caso omiso de Noose y de Buckley, y miró al jurado con expresión dolorida.

Cuando cesaron las voces, prosiguió con su discurso. ¿Y qué sabemos de Rodeheaver? Jake se preguntó si el doctor de la acusación se habría acostado alguna vez con una chica de menos de dieciocho años. Parecía absurdo pensar en esas cosas. Bass y Rodeheaver durante su juventud; ¿qué importancia podía tener eso ahora, en la sala, después de treinta años?

El doctor de la acusación era evidentemente parcial. Un gran especialista que trata a millares de pacientes con todo género de enfermedades mentales, pero que cuando existe un delito es incapaz de reconocer la enajenación mental. Su testimonio debía ser evaluado cuidadosamente.

Lo miraban, estaban pendientes de sus palabras. No era un predicador judicial, como su rival. Era discreto, sincero. Parecía cansado, casi afligido.

Lucien, que estaba sobrio, permanecía sentado con los brazos cruzados y observaba a los miembros del jurado a excepción de Sisco. No era lo que él había escrito, pero era bueno. Salía del corazón.

Jake se disculpó por su falta de experiencia. No había participado, ni mucho menos, en tantos juicios como el señor Buckley. Y, si parecía un poco novato, o cometía errores, les suplicó que no culparan a Carl Lee. No era culpa suya. Él era un simple novato que hacía todo lo que podía contra un adversario experimentado que se ocupaba de casos de asesinato todos los meses. Había cometido un error con Bass y también había cometido otras equivocaciones, por las que pidió disculpas al jurado.

Tenía una hija, la única que deseaba tener. Contaba con cuatro años, casi cinco, y para él el mundo giraba a su alrededor. Era una persona especial, una niña, y su responsabilidad era la de protegerla. Existía un vínculo que no era capaz de explicar. Habló de las hijas menores.

Carl Lee tenía una hija. Se llamaba Tonya. Estaba en la primera fila, junto a su madre y a sus hermanos. Era una niña hermosa, de diez años de edad. Y nunca podría tener hijos. Nunca podría tener una hija, porque…

—Protesto —dijo Buckley sin levantar la voz.

—Se admite la protesta —respondió Noose.

Jake ignoró la interrupción. Habló durante algún tiempo de la violación y explicó que era mucho peor que el asesinato. En los asesinatos, la víctima ha desaparecido y no tiene que enfrentarse a lo sucedido. Los parientes deben hacerlo, pero no la víctima. Pero la violación es mucho peor. La víctima dispone de toda una vida para digerirla, intentar comprenderla, formularse preguntas y, lo peor del caso, saber que el violador sigue vivo y que algún día puede fugarse o ser puesto en libertad. Todas las horas de todos los días la víctima piensa en la violación y se formula un sinfín de preguntas. La revive paso a paso, minuto a minuto, y duele siempre como la primera vez.

Tal vez el peor de todos los crímenes sea la monstruosa violación de una menor. Cuando le ocurre a una mujer adulta, tiene una buena idea del porqué de lo sucedido. Un animal lleno de odio, ira y violencia. ¿Pero una niña? ¿Una niña de diez años? Pónganse en el lugar de los padres. Intenten explicarle a su hija por qué la han violado. Intenten explicarle por qué no podrá tener hijos.

—Protesto.

—Se admite la protesta. Les ruego que hagan caso omiso de las últimas palabras, damas y caballeros.

Jake no se perdía ninguna oportunidad. Supongamos, decía, que su hija de diez años ha sido violada y que usted es un veterano de Vietnam, muy familiarizado con el M-16, y que logra agenciarse uno de dichos fusiles cuando su hija yace en un hospital entre la vida y la muerte. Supongamos que el violador es capturado y que, al cabo de seis días, logra acercarse a un par de metros de él cuando sale del Juzgado. Y tiene consigo su M-16.

¿Qué hará?

El señor Buckley nos ha dicho lo que él haría. Lloraría por su hija, ofrecería la otra mejilla, y depositaría sus esperanzas en el sistema judicial. Esperaría que se hiciera justicia para con el violador, que se le mandara a Parchman y, a ser posible, que permaneciera allí el resto de su vida. Eso sería lo que haría el señor Buckley y merecía su admiración por ser tan amable, compasivo y misericordioso. ¿Pero qué haría cualquier padre razonable?

¿Qué haría Jake? ¿Si tuviera un M-16? ¡Volarle los sesos a ese cabrón!

Era sencillo. Era justo.

Jake hizo una pausa para tomar un vaso de agua y cambió de ritmo. Su aspecto compungido y humilde se convirtió en aire de indignación. Hablemos de Cobb y Willard. Ellos iniciaron esta trágica situación. Eran sus vidas las que la acusación intentaba justificar. ¿Quién les echaría de menos, a excepción de sus respectivas madres? Violadores de menores. Traficantes de drogas. ¿Echaría la sociedad de menos a ciudadanos de tal calaña? ¿No estaba el condado más seguro sin ellos? ¿No correrían los menores del condado menos peligro, ahora que esos dos violadores y narcotraficantes habían dejado de existir? Todos los padres se sentirían más seguros. Carl Lee merecía una medalla o, por lo menos, un aplauso. Era un héroe. Eso era lo que Looney había dicho. Dénle a ese hombre un galardón. Mándenlo a casa con su familia.

Habló de Looney. También tenía una hija. Y una sola pierna, gracias a Carl Lee Hailey. Si alguien tenía derecho a sentirse agraviado, a anhelar venganza, era DeWayne Looney. Y había dicho que mandaran a Carl Lee a su casa con su familia.

Les incitó a que lo perdonaran, como lo había hecho Looney. Les suplicó que accedieran a los deseos de Looney.

Bajó de tono y anunció que casi había terminado. Quería dejarles con un pensamiento. Que pensaran en ello si podían. Cuando la niña estaba en el bosque, apaleada, sangrienta, con las piernas abiertas y atadas a unos árboles, miró a su alrededor. Semiconsciente y alucinando, vio a alguien que corría hacia ella. Era su padre, que corría desesperadamente para salvarla. En sus sueños, le vio cuando más le necesitaba. Le llamó entre lágrimas y él desapareció. Se lo arrebataron.

Ahora le necesitaba tanto como entonces. Por favor, no se lo arrebaten. La niña espera en el primer banco el regreso de su papá. Permitan que regrese a su casa para reunirse con su familia.

La sala estaba silenciosa cuando Jake se sentó junto a su defendido. Miró al jurado y vio que Wanda Womack se secaba una lágrima con el dedo. Por primera vez en dos días, sintió un vestigio de esperanza.

A las cuatro, Noose deseó buena suerte al jurado. Les ordenó que eligieran a un presidente del jurado, se organizaran y empezasen a trabajar. Les dijo que podían deliberar hasta las seis, tal vez las siete y, si no habían alcanzado un veredicto, se levantaría la sesión hasta el martes a las nueve de la mañana. Se pusieron de pie y salieron lentamente de la sala. Después de que se retirara el jurado, Noose levantó la sesión hasta las seis y ordenó a los abogados que no se alejaran del Juzgado o que comunicaran a la secretaria dónde podía localizarlos.

Los espectadores permanecieron en sus asientos, charlando discretamente. Permitieron a Carl Lee que se sentara en la primera fila con su familia. Buckley y Musgrove se reunieron con Noose en su despacho. Harry Rex, Lucien y Jake se dirigieron a la oficina de éste para tomar una cena líquida. Nadie esperaba que el veredicto fuera rápido.

El alguacil encerró a los miembros del jurado en la sala de deliberación y ordenó a los dos suplentes que tomaran asiento en un estrecho pasillo. En la sala, eligieron como presidente del jurado a Barry Acker por mayoría absoluta, y éste colocó las instrucciones para el jurado y las pruebas materiales sobre una pequeña mesa en un rincón. A continuación, se instalaron alrededor de dos mesas plegables.

—Sugiero que hagamos un sondeo informal —dijo—. Sólo para aclarar el punto de partida. ¿Alguna objeción?

No hubo ninguna. Tenía una lista con doce nombres.

—Voten culpable, inocente, o indeciso. O pasen si lo prefieren.

—Reba Betts.

—Indecisa.

—Bernice Toole.

—Culpable.

—Carol Corman.

—Culpable.

—Donna Lou Peck.

—Indecisa.

—Sue Williams.

—Paso.

—Jo Ann Gates.

—Culpable.

—Rita Mae Plunk.

—Culpable.

—Frances McGowan.

—Culpable.

—Wanda Womack.

—Indecisa.

—Eula Dell Yates.

—Indecisa por ahora. Quiero que lo hablemos.

—Lo haremos. Clyde Sisco.

—Indeciso.

—Eso son once. Me llamo Barry Acker y voto inocente.

Contó durante unos segundos y dijo:

—Cinco culpables, cinco indecisos, uno que pasa y uno inocente. Parece que tenemos trabajo que hacer.

Estudiaron las pruebas materiales, las fotografías, las huellas y los informes balísticos. A las seis, comunicaron al juez que no habían alcanzado ningún veredicto. Tenían hambre y querían marcharse. Se levantó la sesión hasta el martes por la mañana.