4

PERCY Bullard estaba inquieto y nervioso en el sillón de cuero, tras el enorme y desgastado escritorio de roble de su despacho en la parte posterior de la Audiencia, donde se había congregado una multitud curiosa por el caso de violación. En la pequeña sala contigua, los abogados charlaban sobre ello alrededor de la cafetera.

La pequeña toga negra de Bullard estaba colgada en un rincón, junto a la ventana que daba al norte por Washington Street. Las zapatillas deportivas del cuarenta que llevaba puestas apenas tocaban el suelo. Era un individuo bajo y nervioso, a quien preocupaban las vistas preliminares y demás audiencias rutinarias. A pesar de sus trece años en la sala, nunca había aprendido a relajarse. Afortunadamente no tenía que ocuparse de los casos importantes, que eran competencia del juez territorial. Bullard era sólo juez del condado y había alcanzado ya su cima.

El señor Pate, anciano oficial del juzgado, llamó a la puerta.

—¡Adelante! —ordenó Bullard.

—Buenas tardes, señor juez.

—¿Cuántos negros hay ahí? —preguntó escuetamente Bullard.

—Ocupan media sala.

—¡Esto significa un centenar de personas! Más de los que acuden a un buen caso de asesinato. ¿Qué quieren?

El señor Pate movió la cabeza.

—Deben de suponer que hoy vamos a juzgar a esos muchachos —dijo Bullard.

—Supongo que sólo están preocupados —comentó apaciblemente el señor Pate.

—¿Preocupados por qué? No voy a dejarlos en libertad. Esto no es más que la vista preliminar —dijo—. ¿Está aquí la familia? —agregó después de una pausa y de mirar por la ventana.

—Creo que sí. He reconocido a algunos parientes, pero no conozco a los padres de la niña.

—¿Se han tomado precauciones de seguridad?

—El sheriff ha dispuesto a todos los agentes y reservistas en las inmediaciones de la Audiencia. Todo el mundo ha pasado por un control de seguridad en la puerta.

—¿Se ha encontrado algo?

—No, señor.

—¿Dónde están los chicos?

—Los tiene el sheriff. Llegarán dentro de un momento.

El juez parecía satisfecho y el señor Pate dejó una nota escrita a mano sobre su escritorio.

—¿Qué es esto?

—La solicitud de un equipo de televisión de Memphis para filmar la vista —suspiró el señor Pate.

—¡Cómo! —exclamó Bullard enrojecido de ira mientras se mecía furiosamente en su sillón—. ¡Cámaras —chilló— en mi sala! ¿Dónde están? —agregó después de romper el papel y arrojarlo en dirección a la papelera.

—En la rotonda.

—Ordéneles que salgan del Palacio de Justicia.

El señor Pate se retiró inmediatamente.

Carl Lee Hailey estaba sentado en la penúltima fila, rodeado de docenas de amigos y parientes, en los bancos acolchados a la derecha de la sala. Los de la izquierda estaban vacíos. Los agentes armados que circulaban por la Audiencia miraban con nerviosismo y aprensión al grupo de negros y, en especial, a Carl Lee, que estaba inclinado con los codos sobre las rodillas y la mirada fija en el suelo.

Jake miró por la ventana a la fachada posterior del Palacio de Justicia, al otro lado de la plaza, que daba al sur. Era la una de la tarde. Como de costumbre, no se había molestado en almorzar y, a pesar de que no tenía nada que hacer en la Audiencia, le apetecía tomar el fresco. No había salido del despacho en todo el día y, si bien los detalles de la violación no le interesaban, tampoco quería perderse la vista. La sala debía estar abarrotada de gente, porque no quedaba lugar para aparcar en la plaza. Un enjambre de periodistas y fotógrafos esperaban ávidamente junto al portalón de la Audiencia, por donde Cobb y Willard entrarían en el edificio.

La cárcel estaba a dos manzanas de la plaza por la carretera, en dirección sur. Ozzie conducía el coche en el que se trasladaba a Cobb y a Willard. Precedido de un coche patrulla y seguido de otro, salió de Washington Street para entrar en el corto camino que acababa bajo el balcón del Palacio de Justicia. Seis agentes escoltaron a los acusados entre los periodistas por la puerta de la Audiencia y subieron por la escalera posterior, que conducía a un pequeño cuarto adjunto a la sala.

Jake cogió su chaqueta y, sin hablar con Ethel, cruzó apresuradamente la plaza. Subió corriendo por la escalera, avanzó por un pasillo y entró en la sala por una puerta lateral en el momento en que el señor Pate anunciaba la llegada del señor juez:

—Levántense. Su señoría entra en la sala.

Todo el mundo se puso de pie. Bullard ocupó la presidencia y se sentó.

—Siéntense —ordenó entonces el oficial del juzgado—. ¿Dónde están los acusados? ¿Dónde? Tráiganlos a la sala.

Cobb y Willard salieron esposados del pequeño cuarto contiguo. Iban sin afeitar, sucios, con la ropa arrugada y aspecto confuso. Willard miró al gran grupo de negros, pero Cobb les dio la espalda. Looney les quitó las esposas y les indicó que se sentaran junto a Drew Jack Tyndale, su abogado de oficio, frente a la larga mesa de la defensa. Al lado había otra larga mesa utilizada por el fiscal del condado, Rocky Childers, quien permanecía sentado tomando notas para darse importancia.

Willard miró por encima del hombro, para ver una vez más al grupo de negros. En la primera fila, a su espalda, se encontraba su madre junto a la de Cobb, ambas acompañadas de agentes de policía para su protección. Willard se sentía seguro rodeado de agentes. Cobb se negó a volver la cabeza.

Desde el fondo de la sala, a veinticinco metros de distancia, Carl Lee levantó la cabeza para ver las espaldas de los individuos que habían violado a su hija. Eran un par de desconocidos barbudos, sucios y desaliñados. Se cubrió el rostro y agachó la cabeza. Detrás de él había unos agentes, con la espalda contra la pared, que observaban todos los movimientos.

—Escúchenme —empezó a decir Bullard con fuerte voz—. Esto es una vista preliminar, no un juicio. El objeto de la vista preliminar consiste en determinar si existen suficientes pruebas de que se ha cometido un delito para someter a los acusados a un juicio. Se puede incluso prescindir de esta vista a petición de los acusados.

—Con la venia de su señoría —dijo Tyndale después de ponerse de pie— deseamos que se celebre la vista.

—Muy bien. Aquí tengo unas declaraciones juradas del sheriff Walls en las que se acusa a ambos reos de secuestro, agresión grave y haber violado a una hembra menor de doce años. Señor Childers, puede llamar a su primer testigo.

—Con la venia de su señoría la acusación llama al sheriff Ozzie Walls.

Jake estaba sentado en la tarima del jurado, junto a otros abogados, todos los cuales fingían estar ocupados en la lectura de documentos importantes. Después de prestar juramento, Ozzie se sentó en la silla de los testigos, a la izquierda de Bullard y a poca distancia de la tarima del jurado.

—¿Puede decirme su nombre?

—Sheriff Ozzie Walls.

—¿Es usted el sheriff de Ford County?

—Sí.

—Ya sé quien es —susurró Bullard mientras hojeaba el sumario.

—Dígame, sheriff, ¿recibió su departamento una llamada ayer por la tarde relacionada con la desaparición de una niña?

—Sí, alrededor de las cuatro y media.

—¿Qué hicieron ustedes?

—El agente Willie Hastings se desplazó al domicilio de Gwen y Carl Lee Hailey, padres de la niña desaparecida.

—¿Dónde se encuentra dicha residencia?

—En Craft Road, detrás de la tienda de ultramarinos Bates.

—¿Qué descubrió el mencionado agente?

—En el domicilio se encontró con la madre de la niña, que era quien había llamado y, a continuación, salió a dar vueltas con el coche en busca de la niña.

—¿La encontró?

—No. Cuando regresó a la casa, la niña estaba allí. La habían encontrado unos pescadores y la habían llevado a su casa.

—¿En qué estado estaba la niña?

—Había sido violada y azotada.

—¿Estaba consciente?

—Sí. Podía hablar o susurrar un poco.

—¿Qué dijo?

—Con la venia de su señoría —exclamó Tyndale, después de levantarse de un brinco— reconozco que los comentarios son admisibles en una vista preliminar, pero esto es el comentario del comentario de un comentario.

—Protesta denegada. Siéntese y cierre la boca. Prosiga, señor Childers.

—¿Qué dijo?

—Le contó a su mamá que habían sido dos blancos, con una camioneta amarilla y una bandera rebelde en la ventana posterior. Esto fue prácticamente todo. No podía decir gran cosa. Tenía la mandíbula fracturada y el rostro magullado.

—¿Qué ocurrió a continuación?

—El agente llamó a una ambulancia y la llevaron al hospital.

—¿Cómo está ahora la niña?

—Dicen que el pronóstico es grave.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Con la información de la que disponía en aquel momento tenía a un sospechoso.

—¿Qué hizo?

—Localicé a un confidente, un confidente fiable, y le mandé a un tugurio junto al lago.

Childers no tenía tendencia a extenderse en los detalles, especialmente ante Bullard. Jake lo sabía, y también Tyndale. Bullard mandaba todos los casos a juicio, de modo que la vista preliminar era una mera formalidad. Independientemente de lo que tratara el caso, los hechos, las pruebas y todo lo demás, Bullard ordenaba que el acusado se sometiera a juicio. Si las pruebas no eran suficientes, sería el jurado y no Bullard quien lo absolviera, tenía que ser reelegido, pero no el jurado. A los votantes les inquietaba que un delincuente saliera en libertad. La mayoría de los defensores del condado prescindían de la vista preliminar ante Bullard. Pero no Jake. Para él suponía la mejor oportunidad de examinar con rapidez el caso de la acusación. Tyndale raramente prescindía de las vistas preliminares.

—¿Qué tugurio?

—Huey’s.

—¿Qué averiguó?

—Dijo que oyó a Cobb y a Willard, los dos acusados aquí presentes, que se vanagloriaban de haber violado a una niña negra.

Cobb y Willard intercambiaron miradas. ¿Quién era el confidente? No recordaban gran cosa de Huey’s.

—¿Qué encontró usted en Huey’s?

—Detuvimos a Cobb y a Willard y examinamos la camioneta registrada a nombre de Billy Ray Cobb.

—¿Qué descubrieron?

—La remolcamos a nuestras dependencias y la hemos examinado esta mañana. Hay manchas de sangre.

—¿Algo más?

—Hemos encontrado una pequeña camiseta empapada de sangre.

—¿A quién pertenece la camiseta?

—Pertenecía a Tonya Hailey, la niña violada. Su padre, Carl Lee, la ha identificado esta mañana.

Al oír su nombre, Carl Lee se incorporó en su asiento. Ozzie le miró fijamente. Jake volvió la cabeza y se percató por primera vez de su presencia.

—Describa la camioneta.

—Una camioneta Ford amarilla, nueva, de media tonelada, con grandes llantas cromadas y neumáticos todo terreno. Lleva una bandera rebelde en la ventana posterior.

—¿Quién es su propietario?

—Billy Ray Cobb —respondió Ozzie al tiempo que señalaba a los acusados.

—¿Corresponde a la descripción de la niña?

—Sí.

—Dígame, sheriff —dijo Childers después de una pausa y de revisar sus notas—, ¿qué otras pruebas tiene contra los acusados?

—Esta mañana hemos hablado con Peter Willard y ha firmado una confesión.

—¿Qué has hecho? —exclamó Cobb al tiempo que Willard se acobardaba y miraba a su alrededor en busca de ayuda.

—¡Orden! ¡Orden en la sala! —chilló Bullard mientras golpeaba la mesa con su martillo.

Tyndale separó a sus clientes.

—¿Ha comunicado sus derechos al señor Willard?

—Sí.

—¿Los ha comprendido?

—Sí.

—¿Ha firmado a tal efecto?

—Sí.

—¿Quién estaba presente cuando el señor Willard ha hecho su declaración?

—Yo, dos agentes, Rady, el detective de mi departamento, y el teniente Griffin del Departamento de Tráfico.

—¿Tiene la confesión?

—Sí.

—Por favor, léala.

Todo el mundo permaneció inmóvil y silencioso mientras Ozzie leía la breve declaración. Carl Lee miraba desinteresadamente a los acusados. Cobb miraba fijamente a Willard, que se limpiaba los zapatos.

—Gracias, sheriff —dijo Childers cuando terminó Ozzie—. ¿Ha firmado el señor Willard la confesión?

—Sí, ante tres testigos.

—Señoría, la acusación ha concluido.

—Señor Tyndale, puede interrogar al testigo —exclamó Bullard.

—De momento no tengo ninguna pregunta, señoría.

Buena jugada, pensó Jake. Desde un punto de vista estratégico, era preferible que la defensa no hablara durante la vista preliminar. Que se limitara a escuchar, tomar notas, dejar que el taquígrafo escribiera las declaraciones y mantener la boca cerrada. ¿Por qué preocuparse cuando sería un jurado el que juzgaría el caso? Y no permitir en modo alguno que declarasen los inculpados. Su declaración no cumpliría ningún propósito y les perjudicaría durante el juicio. Jake sabía que no declararían, porque conocía a Tyndale.

—Llame a su próximo testigo —ordenó el juez.

—Esto ha sido todo, señoría.

—Bien. Siéntese. Señor Tyndale, ¿tiene algún testigo?

—No, señoría.

—Bien. La sala considera que existen pruebas suficientes de que los acusados han cometido numerosos delitos, y ordena al señor Cobb y al señor Willard que ingresen en la cárcel a la espera de la decisión de la Audiencia del condado, cuya próxima sesión está prevista para el lunes veintisiete de mayo. ¿Alguna pregunta?

—Con la venia, señoría, la defensa solicita que se fije una fianza razonable para estos acu… —dijo Tyndale mientras se levantaba lentamente.

—Olvídelo —le interrumpió Bullard—. La libertad bajo fianza queda denegada a partir de este momento. Tengo entendido que el estado de la niña es grave. En el caso de que falleciera, habría evidentemente otros cargos.

—En tal caso, señoría, solicito que se revise la solicitud de libertad bajo fianza dentro de unos días con la esperanza de que el estado de la niña mejore.

Bullard observó atentamente a Tyndale. Buena idea, pensó.

—Concedido. Se revisará la libertad bajo fianza en esta sala el próximo lunes veinte de mayo. Hasta entonces, los acusados quedan bajo la custodia del sheriff del condado. Se levanta la sesión.

Bullard dio unos golpes de martillo sobre la mesa y se retiró. Los agentes rodearon a los acusados, los esposaron, salieron de la sala en dirección a los calabozos, bajaron por la escalera, pasaron frente a los periodistas y se dirigieron al coche patrulla.

La vista, que duró menos de veinte minutos, era típica de Bullard. La justicia tenía que ser ágil en su sala.

Jake vio cómo el público salía silenciosamente por las enormes puertas de madera del fondo de la sala mientras charlaba con los otros abogados. Carl Lee no parecía tener ninguna prisa y le hizo una seña a Jake para que se reuniera con él. Lo hicieron en la rotonda. Carl Lee, que quería hablar con el abogado, se había disculpado de sus parientes y les había prometido reunirse con ellos en el hospital. Él y Jake descendieron por la escalera circular hasta el primer piso.

—Lo lamento sinceramente, Carl Lee —dijo Jake.

—Sí, yo también.

—¿Cómo está la niña?

—Sobrevivirá.

—¿Y Gwen?

—Bien, supongo.

—¿Cómo estás tú?

—Todavía no lo he digerido —respondió mientras caminaban lentamente hacia el fondo del Palacio de Justicia—. Hace veinticuatro horas todo era perfecto. Y ahora fíjate en nosotros. Mi pequeña está en el hospital, llena de tubos y agujas. Mi esposa está como loca, mis hijos, aterrados, y lo único en lo que yo logro pensar es en coger a esos cabrones por mi cuenta.

—Ojalá pudiera ayudarte, Carl Lee.

—Lo único que puedes hacer es rezar por ella, rezar por nosotros.

—Sé que es duro.

—Tú también tienes una hija, ¿no es cierto, Jake?

—Sí.

Siguieron caminando en silencio.

—¿Dónde está Lester? —preguntó Jake para cambiar de tema.

—En Chicago.

—¿Qué hace?

—Trabaja en una empresa metalúrgica. Tiene un buen empleo. Se casó.

—Bromeas. ¿Lester casado?

—Sí, con una blanca.

—¡Una blanca! ¿Cómo se le ha ocurrido casarse con una blanca?

—Ya conoces a Lester. Siempre ha sido un negro pretencioso. Ahora está de viaje. Llegará esta noche.

—¿Para qué?

Se detuvieron junto a la puerta trasera del Palacio de Justicia.

—¿Para qué? —insistió Jake.

—Asuntos de familia.

—¿Estáis fraguando algo?

—No. Sólo quiere ver a su sobrina.

—No os calentéis demasiado.

—Para ti es fácil decirlo, Jake.

—Lo sé.

—¿Qué harías tú en mi lugar, Jake?

—¿A qué te refieres?

—Tienes una hija pequeña. Suponte que estuviera en el hospital, apaleada y violada. ¿Qué harías?

Jake miró por la ventana, sin saber qué responder. Carl Lee esperaba.

—No cometas ninguna estupidez. Carl Lee.

—Responde a mi pregunta. ¿Qué harías?

—No lo sé. No sé que haría.

—Deja que te lo pregunte de otro modo. Si se tratara de tu hija, los culpables fueran un par de negros y pudieras echarles la mano encima, ¿qué harías?

—Matarlos.

—Por supuesto, Jake —sonrió Carl Lee antes de soltar una carcajada—, claro que lo harías. Y a continuación te buscarías a un buen abogado para que demostrara que estabas loco, como lo hiciste tú en el juicio de Lester.

—No dijimos que Lester estuviera loco, sino que Bowie merecía que lo mataran.

—Lograste que no le condenaran, ¿no es cierto?

—Desde luego.

—¿Es éste el lugar por donde entran en la Audiencia? —preguntó Carl Lee después de acercarse y contemplar la escalera.

—¿Quién?

—Esos chicos.

—Sí. Generalmente suben por estas escaleras. Es más rápido y seguro. Aparcan junto a la puerta y suben con rapidez.

Carl Lee se acercó a la puerta posterior y contempló la terraza por la ventana.

—¿En cuántos casos de asesinato has intervenido, Jake?

—Tres. El de Lester y otros dos.

—¿Cuántos eran negros?

—Los tres.

—¿Cuántos has ganado?

—Los tres.

—Nadie puede negar que sabes defender a los negros que pegan tiros.

—Supongo.

—¿Estás listo para otro?

—No lo hagas, Carl Lee. No vale la pena. ¿Qué ocurrirá si te condenan y te mandan a la cámara de gas? ¿Qué ocurrirá con tus hijos? Esos desgraciados no se lo merecen.

—Acabas de decirme que tú lo harías.

—En mi caso es distinto —respondió Jake mientras caminaban juntos hacia la puerta—. A mí probablemente no me condenarían.

—¿Por qué?

—Soy blanco y este condado es blanco. Con un poco de suerte, todos los miembros del jurado serían blancos y, naturalmente, se compadecerían de mí. No estamos en Nueva York ni en California. Se supone que un hombre debe proteger a su familia. El jurado lo comprendería.

—¿Y en mi caso?

—Ya te he dicho que no estamos en Nueva York ni en California. Algunos blancos te admirarían, pero la mayoría querría verte colgando de una soga. Sería mucho más difícil evitar que te condenaran.

—Pero tú podrías lograrlo, ¿no es cierto, Jake?

—No lo hagas, Carl Lee.

—No tengo otra alternativa, Jake. No podré dormir hasta que esos cabrones estén muertos. Se lo debo a mi niña, me lo debo a mí mismo y se lo debo a mi gente. Tengo que hacerlo.

Abrieron las puertas, recorrieron la corta distancia que les separaba de Washington Street bajo la terraza y llegaron frente al despacho de Jake. Se dieron la mano. Jake prometió pasar al día siguiente por el hospital para saludar a Gwen y a la familia.

—Otra cosa, Jake, ¿vendrás a verme a la cárcel cuando me detengan?

Jake asintió sin pensarlo. Carl Lee sonrió y se alejó en dirección a su camioneta.