39

SHELDON Roark estaba sentado junto a la ventana, con los pies sobre otra silla, mientras leía la versión del dominical de Memphis del juicio de Hailey. Al fondo de la primera plana había una fotografía de su hija y un artículo sobre su tropiezo con el Klan. Ellen descansaba a pocos metros, en cama. Le habían afeitado el costado izquierdo de la cabeza, que llevaba cubierto con un grueso vendaje. Le habían saturado la oreja izquierda con veintiocho puntos. Sus contusiones ya no eran graves, sino leves, y los médicos habían prometido que podría abandonar el hospital el miércoles.

No la habían violado ni azotado. Cuando recibió la llamada de los médicos, no le facilitaron muchos detalles. Durante siete horas de vuelo no sabía con qué se encontraría, pero temía lo peor. El sábado por la noche le hicieron más radiografías y le dijeron que se tranquilizara. Las cicatrices desaparecerían y le volvería a crecer el cabello. La habían asustado y maltratado, pero podía haber sido mucho peor.

Oyó ruido en el pasillo. Alguien discutía con una enfermera. Dejó el periódico sobre la cama de su hija y abrió la puerta.

Una enfermera había descubierto a Jake y a Harry Rex cuando avanzaban sigilosamente por el pasillo. Les había explicado que la hora de visita empezaba a las dos, para lo cual faltaban todavía seis horas, que sólo podían entrar los parientes, y que llamaría al servicio de seguridad si no se marchaban. Harry Rex respondió que le importaba un comino la hora de visita ni cualquier otra norma estúpida del hospital, que deseaba ver por última vez a su novia antes de que falleciera, y que, si no dejaba de molestarles, la denunciaría por hostigamiento, porque él era abogado y, después de una semana sin procesar a nadie, tenía los nervios de punta.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Sheldon.

—Usted debe de ser Sheldon Roark —dijo Jake al ver a aquel hombre bajito y pelirrojo de ojos verdes.

—Efectivamente.

—Yo soy Jake Brigance. El que…

—Sí, he leído acerca de usted. No se preocupe, enfermera, están conmigo.

—Claro —agregó Harry Rex—. No se preocupe. Estamos con él. Y ahora tenga la bondad de dejarnos tranquilos antes de que le embargue el sueldo.

La enfermera se alejó airada por el pasillo con la promesa de llamar al servicio de seguridad.

—Me llamo Harry Rex Vonner —dijo, al tiempo que estrechaba la mano de Sheldon Roark.

—Pasen.

Entraron con él en una pequeña habitación, donde vieron a Ellen dormida.

—¿Cómo está? —preguntó Jake.

—Contusión leve. Veintiocho puntos en la oreja y once en la cabeza. Se repondrá. El médico dice que probablemente podrá abandonar el hospital el miércoles. Anoche estaba despierta y charlamos un buen rato.

—Su cabello tiene un aspecto horrible —observó Harry Rex.

—Me contó que tiraron de él y se lo cortaron con una navaja poco afilada. También la desnudaron y, en un momento dado, le dijeron que la azotarían. Ella misma se produjo las heridas de la cabeza. Estaba convencida de que la matarían, la violarían, o ambas cosas. Por consiguiente, la emprendió a cabezazos contra la estaca a la que estaba atada. Debieron asustarse.

—¿Es decir que no la apalearon?

—No. No la lastimaron. Sólo le dieron un susto de muerte.

—¿Qué vio?

—Poca cosa. Una cruz en llamas, túnicas blancas, unos doce individuos. El sheriff dice que ocurrió en un prado, a unos diecinueve kilómetros de aquí. Pertenece a alguna empresa papelera.

—¿Quién la encontró? —preguntó Harry Rex.

—El sheriff recibió una llamada telefónica de un individuo que se identificó como ratón Mickey.

—Claro. Mi viejo amigo.

Ellen gimió ligeramente y cambió de posición.

—Salgamos de la habitación —dijo Sheldon.

—¿Hay alguna cafetería en este lugar? —preguntó Harry Rex—. Me entra hambre cuando estoy cerca de algún hospital.

—Por supuesto. Vamos a tomar un café.

La cafetería del primer piso estaba vacía. Jake y el señor Roark tomaron café solo. Harry Rex empezó con tres bollos y medio litro de leche.

—Según el periódico, las cosas no van muy bien —dijo Sheldon.

—El periódico es muy indulgente —comentó Harry Rex con la boca llena—. A Jake le están dando una paliza en la sala. Y, fuera del Juzgado, las cosas no van mejor. Cuando no le disparan o secuestran a su pasante, incendian su casa.

—¿Han incendiado su casa?

—Anoche —asintió Jake—. Todavía no se han enfriado las cenizas.

—Me había parecido sentir olor a humo.

—La hemos visto arder hasta que se ha reducido a escombros. Ha tardado cuatro horas.

—Cuánto lo siento. Yo he recibido amenazas semejantes, pero lo peor que me ha ocurrido ha sido que me pincharan los neumáticos. Tampoco me han disparado.

—A mí me han disparado un par de veces.

—¿Está presente el Klan en Boston? —preguntó Harry Rex.

—No, que yo sepa.

—Qué pena. Esos muchachos agregan una nueva dimensión a la práctica de la abogacía.

—Eso parece. Vimos el informe por televisión de los disturbios de la semana pasada, alrededor del Juzgado. Lo he seguido con mucho interés desde que Ellen se involucró en el caso. Es famoso. Incluso en el norte. Ojalá fuera mío.

—Se lo regalo —dijo Jake—. Creo que mi cliente está buscando un nuevo abogado.

—¿A cuántos psiquiatras llamará la acusación?

—Sólo uno. Declarará por la mañana y, a continuación, pronunciaremos los discursos de clausura. El jurado empezará a deliberar seguramente mañana por la tarde.

—Siento mucho que Ellen se lo pierda. Me ha llamado todos los días para hablarme del caso.

—¿Dónde ha metido Jake la pata? —preguntó Harry Rex.

—No hables con la boca llena —dijo Jake.

—Creo que ha hecho un buen trabajo. Las circunstancias son fatales como punto de partida. Hailey cometió los asesinatos, los proyectó meticulosamente y basa sus esperanzas en una alegación bastante endeble de enajenación mental. En Boston no contaría con la compasión del jurado.

—Tampoco en Ford County —dijo Harry Rex.

—Espero que pueda sacarse de la manga un conmovedor discurso de clausura —comentó Sheldon.

—No le queda ninguna manga —agregó Harry Rex—. Han sido pasto de las llamas, junto con su pantalón y su ropa interior.

—¿Por qué no nos acompaña mañana? —preguntó Jake—. Le presentaré al juez y pediré que le otorgue los privilegios habituales.

—No ha querido hacerlo por mí —dijo Harry Rex.

—No me sorprende —sonrió Sheldon—. Puede que lo haga. De todos modos, pensaba quedarme hasta el martes. ¿Estaré a salvo en ese lugar?

—No lo creo.

La esposa de Woody Mackenvale estaba sentada en un banco de plástico del vestíbulo, junto a la habitación, y lloraba discretamente al tiempo que procuraba ser valiente para sus dos hijos menores sentados junto a ella. Cada uno de los niños tenía en la mano un paquete de pañuelos de papel usados, con los que de vez en cuando se secaban las mejillas y sonaban la nariz. Jake estaba agachado frente a ella y escuchaba atentamente lo que le habían contado los médicos. La bala se había incrustado en la columna vertebral, y la parálisis era grave y permanente. Trabajaba como encargado en una fábrica de Booneville. Un buen empleo. Vida agradable. Ella no trabajaba, por lo menos hasta ahora. De algún modo saldrían adelante, aunque no estaba segura de cómo lo lograrían. Preparaba a sus hijos para la liga juvenil. Era un hombre muy activo.

Creció su llanto y los niños le secaron las mejillas.

—Me salvó la vida —dijo Jake, mirando a los niños.

—Cumplía con su obligación —respondió ella con los ojos cerrados—. Saldremos adelante.

Jake cogió un pañuelo de papel, de la caja situada sobre el banco, y se secó los ojos. Cerca había un grupo de parientes que observaban. Harry Rex paseaba nervioso por el fondo del pasillo.

Jake le dio un abrazo a la señora Mackenvale y acarició las cabezas de los niños. A continuación, le entregó el número de teléfono de su despacho y le dijo que llamara si podía hacer algo por ellos. Prometió visitar a Woody después del juicio.

Los domingos, las cervecerías abrían a las doce, como para permitir a los feligreses que se abastecieran a la salida de la iglesia, cuando se dirigían a almorzar a casa de la abuela y a pasar la tarde de juerga. Curiosamente, cerraban de nuevo a las seis de la tarde, como para negar el suministro a los mismos feligreses que regresaban a la iglesia para las ceremonias vespertinas. Durante los demás días de la semana, se vendía cerveza desde las seis de la mañana hasta la medianoche. Pero los domingos limitaban su venta en honor al Todopoderoso.

Jake compró un paquete de media docena en la tienda de ultramarinos de Bates y dirigió al chofer hacia el lago. El viejo Bronco de Harry Rex llevaba cinco centímetros de barro incrustado en las puertas y parachoques. Los neumáticos eran imperceptibles. El parabrisas, con millares de insectos aplastados, estaba quebrado y resultaba peligroso. El permiso de circulación, invisible desde el exterior, hacía cuatro años que había caducado. El suelo estaba cubierto de docenas de latas vacías y botellas rotas. Hacía seis años que no funcionaba el aire acondicionado. Jake había sugerido que usaran el Saab, pero a Harry Rex le pareció una estupidez; el Saab rojo ofrecía un blanco fácil para los francotiradores. Nadie prestaría atención al Bronco.

Conducían despacio en la dirección general del lago, sin rumbo fijo. Willie Nelson aullaba por los altavoces. Harry Rex marcaba el ritmo sobre el volante y canturreaba. El tono de su voz, cuando hablaba, era ronco y basto. Cuando cantaba, era atroz. Jake tomaba su cerveza y miraba por el parabrisas, a la espera del amanecer.

La ola de calor estaba a punto de acabar. Unos oscuros nubarrones se asomaban por el sudeste y, al pasar frente a Huey’s Lounge, la lluvia empezó a empapar la árida tierra. Limpió y eliminó el polvo de la pueraria que crecía en las cunetas y que colgaba como hiedra de los árboles. Refrescó el cálido pavimento y creó una espesa niebla, un metro por encima de la carretera. Las rojas alcantarillas empezaron a engullir el agua y, cuando se saturaron, se formaron riachuelos hacia las cunetas y desagües. La lluvia empapó los campos de algodón y soja hasta formar charcos entre las plantas.

Asombrosamente, los limpiaparabrisas funcionaban. Se movían furiosamente de un lado para otro, eliminando el barro y la colección de insectos. Creció la tormenta. Harry Rex subió el volumen de la música.

Los negros, con sus cañas de pescar y sombreros de paja, se habían refugiado bajo los puentes a la espera de que amainara la tormenta. A sus pies, los apacibles desfiladeros cobraron vida. El agua cenagosa de los campos y desagües descendía para engrosar el caudal de los pequeños torrentes y riachuelos. El caudal crecía conforme avanzaba. Los negros comían embutido con galletas y contaban anécdotas de pescadores.

Harry Rex tenía hambre. Paró frente a una tienda Treadway cerca del lago y compró más cerveza, dos raciones de siluro y una enorme bolsa de cortezas picantes, que entregó a Jake.

Llovía a cántaros cuando cruzaron el pantano. Harry Rex aparcó cerca de un pequeño edificio, en una zona de picnic. Se sentaron sobre una mesa de hormigón para contemplar la lluvia que azotaba el lago Chatulla. Jake bebía mientras Harry Rex devoraba las dos raciones de siluro.

—¿Cuándo vas a contárselo a Carla? —preguntó mientras tomaba un trago de cerveza.

—¿A qué te refieres?

El agua retumbaba sobre el tejado de cinc.

—A la casa.

—No voy a contárselo. Creo que podré reconstruirla antes de que regrese.

—¿Antes del próximo fin de semana?

—Sí.

—Estás perdiendo el juicio, Jake. Bebes demasiado y divagas.

—Me lo merezco. Me lo he ganado. Estoy a dos semanas de la bancarrota. Estoy a punto de perder el mayor caso de mi carrera, por el que me han pagado novecientos dólares. Mi hermosa casa que los turistas fotografiaban y que las ancianas del Club de Jardinería querían que se incluyera en Southern Living ha quedado reducida a escombros. Mi esposa me ha abandonado y, cuando se entere de lo de la casa, se divorciará de mí. De eso no cabe la menor duda. De modo que perderé a mi esposa. Y cuando mi hija se entere de que su maldito perro murió en el incendio me odiará para siempre. Alguien ha puesto precio a mi cabeza. Los pistoleros del Klan me andan buscando. Francotiradores disparan contra mí. Hay un soldado en el hospital, con mi bala incrustada en su columna vertebral, que quedará paralizado para siempre y en quien pensaré todos los días durante el resto de mi vida. Por mi culpa asesinaron al marido de mi secretaria. Mi última empleada está en el hospital con un corte de cabello estilo punk y contusiones por haber trabajado para mí. El jurado me cree un farsante y un estafador a causa de mi perito. Mi defendido quiere despedirme. Cuando le condenen, todo el mundo me culpará a mí. El acusado contratará a otro abogado para la apelación, uno de esos individuos del ACLU, y me procesarán a mí por representación inadecuada. Y tendrán razón. De modo que acabaré ante los tribunales. No tendré esposa, ni hija, ni casa, ni despacho, ni clientes, ni dinero. Nada.

—Lo que tú necesitas, Jake, es un psiquiatra. Creo que deberías entrevistarte con el doctor Bass. Toma una cerveza.

—Supongo que me instalaré en casa de Lucien y me quedaré todo el día en la terraza.

—¿Puedo quedarme con tu despacho?

—¿Crees que me pedirá el divorcio?

—Probablemente. Yo he pasado por cuatro divorcios y te aseguro que lo solicitan por cualquier bobada.

—No en el caso de Carla. Adoro el suelo por donde pisa y ella lo sabe.

—En el suelo será donde dormirá cuando regrese a Clanton.

—No. Conseguiremos un buen remolque, ancho y acogedor. Nos servirá hasta que nos recuperemos de la bancarrota. Luego conseguiremos otra casa antigua y empezaremos de nuevo.

—Probablemente encontrarás otra esposa para empezar de nuevo. ¿Qué te hace suponer que abandonará una hermosa casa en la costa para trasladarse a un remolque en Clanton?

—El hecho de que yo estaré en el remolque.

—Con eso no basta, Jake. Tú serás un abogado borracho, arruinado y expulsado del Colegio, que vive en un remolque. Serás una vergüenza pública. Todos tus amigos, a excepción de Lucien y yo, se olvidarán de ti. Nunca volverá junto a ti. Todo ha terminado, Jake. Como amigo y abogado especializado en divorcios te aconsejo que seas tú quien lo solicite. Hazlo ahora, mañana mismo, para cogerla desprevenida.

—¿Por qué iba a pedirle yo el divorcio?

—Porque de lo contrario ella te lo pedirá a ti. Podemos tomar la iniciativa y alegar que te abandonó cuando más la necesitabas.

—¿Constituye eso base para el divorcio?

—No. Pero también alegaremos que estás loco, enajenación temporal. Deja que yo me ocupe de todo. Las normas de M’Naghten. Recuerda que yo soy el experto en divorcios.

—¡Cómo podría olvidarlo!

Jake vertió la cerveza caliente de su botella olvidada y abrió otra. Amainó la lluvia y empezó a aclararse el firmamento. Soplaba una fresca brisa procedente del lago.

—Le condenarán, ¿no es cierto, Harry Rex? —preguntó Jake con la mirada perdida en la lejanía.

Harry Rex dejó de masticar y se secó los labios. Dejó el plato de cartón sobre la mesa y tomó un largo trago de cerveza. El viento transportaba gotas de agua que le salpicaban el rostro. Se lo secó con una manga.

—Sí, Jake. Tu defendido está a punto de ser sentenciado. Puedo verlo en su mirada. Lo de la enajenación no ha funcionado. Desde el primer momento se resistían a creer a Bass y cuando Buckley le bajó los pantalones todo acabó. Carl Lee tampoco se ha ayudado a sí mismo. Sus respuestas parecían ensayadas y excesivamente sinceras. Como si suplicara la compasión del jurado. Su testimonio ha sido desastroso. Yo observaba al jurado mientras declaraba y no detecté su apoyo. Le condenarán, Jake. Y con rapidez.

—Gracias por tu sinceridad.

—Soy tu amigo y creo que deberías empezar a prepararte para la condena y una prolongada apelación.

—Sabes lo que te digo, Harry Rex, ojalá nunca hubiera oído hablar de Carl Lee.

—Creo que es demasiado tarde, Jake.

Sallie abrió la puerta y dijo que lamentaba lo de la casa. Lucien estaba arriba en su estudio, sobrio y trabajando. Ofreció a Jake una silla y le ordenó que se sentara. Tenía la mesa cubierta de papeles.

—He pasado toda la tarde trabajando en el discurso de clausura —dijo, al tiempo que mostraba con un ademán todo lo que tenía delante—. Tu única esperanza de salvar a Hailey es con una actuación embelesadora en tu discurso de clausura. Estoy hablando del más magnífico discurso de la historia de la jurisprudencia. Ni más ni menos.

—Y supongo que tú has creado esa obra maestra.

—Pues sí, así es. Es mucho mejor de lo que tú serías capaz de hacer. Y he supuesto, acertadamente, que pasarías la tarde del domingo lamentando la pérdida de tu casa y ahogando tus penas en cerveza. Sabía que no habrías preparado nada. De modo que lo he hecho por ti.

—Ojalá pudiera mantenerme sobrio como tú, Lucien.

—Yo era mejor abogado borracho que tú sobrio.

—Por lo menos yo todavía soy abogado.

—Aquí lo tienes —dijo Lucien, después de arrojarle un cuaderno a Jake—. Una recopilación de mis mejores discursos de clausura. Lo mejor de Lucien Wilbank, unificado para ti y tu defendido. Sugiero que te lo aprendas de memoria y lo repitas palabra por palabra. Es muy bueno. No intentes modificarlo ni improvisar. Meterás la pata.

—Me lo pensaré. No olvides que no es la primera vez.

—Lo parece.

—¡Maldita sea, Lucien! ¡No me atosigues!

—Tranquilízate, Jake. Tomemos una copa. ¡Sallie! ¡Sallie!

Jake arrojó la obra maestra al sofá y se acercó a la ventana que daba al jardín trasero. Sallie subió corriendo por la escalera y Lucien le pidió un whisky y una cerveza.

—¿Has pasado la noche en blanco? —preguntó Lucien.

—No. He dormido de once a doce.

—Tienes un aspecto terrible. Necesitas un buen descanso.

—Me siento fatal y dormir no me servirá de nada. Lo único positivo será el fin de este juicio. No lo comprendo, Lucien. No comprendo cómo puede todo haber ido tan mal. Debemos tener derecho a un poco de buena suerte. El juicio ni siquiera tenía que haberse celebrado en Clanton. Nos ha tocado el peor jurado, un jurado manipulado. Pero no puedo probarlo. Nuestro testigo principal quedó totalmente desacreditado. La declaración del procesado ha sido un desastre. Y el jurado desconfía de mí. No se qué otra cosa puede fracasar.

—Todavía puedes ganar el caso, Jake. Será preciso que ocurra un milagro, pero esas cosas a veces suceden. Muchas veces he arrancado la victoria de las fauces de la derrota con un convincente discurso de clausura. Dirígete a uno o dos miembros del jurado. Actúa para ellos. Háblales. No olvides que con uno basta para impedir que haya unanimidad en el veredicto.

—¿Debería hacerles llorar?

—Si puedes. No es tan fácil. Pero yo creo en las lágrimas del jurado. Son muy eficaces.

Sallie trajo las bebidas y la siguieron a la terraza. Cuando oscureció, les sirvió bocadillos y patatas fritas. A las diez, Jake se disculpó y se retiró a su habitación. Llamó a Carla y habló con ella durante una hora. No mencionó la casa. Se le revolvió el estómago al oír su voz, consciente de que algún día, pronto, tendría que revelarle que la casa, su casa, había dejado de existir. Colgó con la esperanza de que no se enterara por los periódicos.