ERA inusual que se celebrara una vista el sábado, pero no inaudito, especialmente en casos de asesinato, en los que se mantenía aislado al jurado. A los participantes no les importaba, porque eso suponía que faltaba un día menos para la conclusión del juicio.
A los habitantes de Ford County tampoco les importaba. Era su día libre y, para la mayoría, su única oportunidad de presenciar el juicio, y si no lograban entrar en la sala podían, por lo menos, deambular por la plaza y verlo todo con sus propios ojos. Quién sabe, puede que incluso hubiera otro tiroteo.
A las siete, los cafés del centro estaban abarrotados de forasteros. Por cada cliente que conseguía una silla, dos se veían obligados a circular por la plaza con la esperanza de poder entrar en la sala. Muchos de ellos paraban momentáneamente frente al despacho del abogado, por si lograban vislumbrar al individuo al que habían intentado asesinar. Los bocazas se jactaban de ser clientes de aquel famoso.
A pocos metros de altura, el sujeto en cuestión tomaba junto a su escritorio una extraña mezcolanza sobrante de la noche anterior. Fumaba un Roi Tan, ingería polvos para el dolor de cabeza y procuraba despejar las telarañas de su mente. Olvida lo del soldado, se había repetido a lo largo de las tres últimas horas. Olvida lo del Klan, las amenazas, todo lo relacionado con el juicio y, especialmente, al doctor W. T. Bass. Pronunció una breve oración con el ferviente deseo de que Bass estuviera sobrio en el momento de declarar. El perito y Lucien habían estado allí toda la tarde sin dejar de beber y discutir, acusándose mutuamente de alcoholismo y de haber sido deshonrosamente expulsados de sus profesiones respectivas. Hubo un conato de violencia entre ellos junto al escritorio de Ethel, cuando se marchaban. Intervino Nesbit y los llevó a su casa en el coche patrulla. Los periodistas se morían de curiosidad al ver a los dos borrachos que el agente conducía del despacho de Jake al coche de policía, donde siguieron discutiendo e intercambiando insultos, Lucien desde el asiento posterior y Bass junto al conductor.
Repasó la obra maestra de Ellen sobre la defensa basada en la enajenación mental. Las preguntas para Bass necesitaban sólo pequeños retoques. Estudió el currículum de su perito y, aunque poco impresionante, bastaría para Ford County. El psiquiatra más próximo estaba a ciento treinta kilómetros.
El juez Noose echó una ojeada al fiscal y miró con compasión a Jake, que estaba sentado junto a la puerta y contemplaba, por encima de los hombros de Buckley, el retrato descolorido de algún juez de otros tiempos.
—¿Cómo se siente esta mañana? —preguntó amablemente Noose.
—Muy bien.
—¿Cómo está el soldado? —preguntó Buckley.
—Paralizado.
Noose, Lucien, Musgrove y el señor Pate miraron al mismo punto de la alfombra y movieron la cabeza con tristeza, en expresión silenciosa de su respeto.
—¿Dónde está su pasante? —preguntó Noose después de echar una ojeada al reloj de la pared.
—No lo sé —respondió Jake, al tiempo que consultaba su reloj—. Esperaba que ya estuviera aquí.
—¿Está usted listo para empezar?
—Desde luego.
—¿Está lista la sala, señor Pate?
—Sí, señor.
—Muy bien. Prosigamos.
Noose ordenó al público de la sala que se sentara y, durante diez minutos, pidió disculpas a los miembros del jurado por el aplazamiento del día anterior. Eran las únicas catorce personas del condado que desconocían lo ocurrido el viernes por la mañana, y podía ser perjudicial contárselo. Noose divagó sobre emergencias y el modo en que a veces los acontecimientos conspiraban durante el juicio para causar retrasos. Cuando por fin terminó, los miembros del jurado estaban completamente perplejos y deseaban que alguien llamara a un testigo cuanto antes.
—Puede llamar a su primer testigo —dijo Noose en dirección a Jake.
—El doctor W. T. Bass —anunció Jake conforme se dirigía al estrado.
Buckley y Musgrove intercambiaron sonrisitas estúpidas y se guiñaron el ojo.
Bass estaba sentado junto a Lucien en el segundo banco, en medio de la familia. Se puso ruidosamente de pie y se abrió paso a pisotones y empujones con su enorme cartera de cuero vacía para dirigirse al pasillo. Jake oyó el alboroto a su espalda y siguió mirando al jurado con una sonrisa.
—Lo juro, lo juro —respondió rápidamente a Jean Gillespie cuando le tomó juramento.
El señor Pate le acompañó al estrado y le dio las instrucciones habituales sobre hablar alto y cerca del micrófono. Aunque mortificado y con resaca, el perito parecía eminentemente sobrio y arrogante. Vestía su mejor traje de lana gris oscura cosido a mano, camisa blanca perfectamente almidonada y una elegante pajarita roja estampada que le daba cierto aire de intelectual. Parecía un experto, en algo. A pesar de las objeciones de Jake, llevaba también unas botas grises de vaquero de piel de avestruz por las que había pagado más de mil dólares y usado apenas una docena de veces. Lucien había insistido en que se las pusiera hacía once años para un caso de enajenación mental. Bass lo hizo y el acusado, que estaba perfectamente cuerdo, acabó en Parchman. Se las puso de nuevo para un segundo caso de enajenación mental, también a instancias de Lucien, y una vez más el acusado acabó en Parchman. Lucien se refería a las mismas como amuleto de la buena suerte.
Jake no quería saber nada de esas malditas botas, pero Lucien insistía en que el jurado podía identificarse con ellas. No con unas botas de lujo de piel de avestruz, replicaba Jake. Son demasiado imbéciles para darse cuenta, respondió Lucien. Jake se mantenía inflexible. Los fanáticos sureños confiarán en alguien que use botas, aclaraba Lucien. En tal caso, puntualizaba Jake, dile que se ponga unas botas de caza con barro en las suelas y en los talones para que realmente puedan identificarse con ellas. No harían juego con mi traje, concluyó Bass.
Se cruzó de piernas, con la bota derecha sobre la rodilla izquierda para que no pasara desapercibida. La miró satisfecho antes de sonreír al jurado. El avestruz se habría sentido orgulloso.
Jake levantó la cabeza y se percató de la bota, perfectamente visible por encima de la baranda del estrado. Bass la contemplaba con admiración y los miembros del jurado con ponderación. Se le formó un nudo en la garganta y volvió a concentrarse en sus notas.
—Dígame su nombre, por favor.
Bass dejó de contemplar la bota para mirar concentradamente y con gravedad a Jake.
—Doctor W. T. Bass —respondió.
—¿Dónde vive?
—En el nueve cero ocho de West Canterbury, Jackson, Mississippi.
—¿Cuál es su profesión?
—Soy médico.
—¿Tiene permiso para ejercer en Mississippi?
—Sí.
—¿Cuándo ingresó en el Colegio de Médicos?
—El ocho de febrero de 1963.
—¿Está autorizado a ejercer como médico en algún otro Estado?
—Sí.
—¿Cuál?
—Texas.
—¿Cuándo se colegió en dicho Estado?
—El tres de noviembre de 1962.
—¿Dónde realizó sus estudios?
—Obtuve mi licenciatura en la Universidad de Millsaps en 1956 y mi doctorado en medicina en el Health Science Center, Dallas, de la Universidad de Texas, en 1960.
—¿Está homologada dicha facultad de medicina?
—Sí.
—¿Por quién?
—Por el Consejo de Formación Médica y Hospitales de la Asociación Médica de Norteamérica, que es la organización acreditativa en nuestra profesión, y por el departamento de educación del Estado de Texas.
Bass se relajó ligeramente, cruzó de nuevo las piernas en sentido contrario y exhibió la bota izquierda. Se meció ligeramente en la cómoda silla giratoria y se colocó en parte de cara al jurado.
—¿Dónde hizo su internado y durante cuánto tiempo?
—Cuando salí de la facultad de medicina pasé doce meses como interno en el centro médico de Rocky Mountain, en Denver.
—¿Cuál es su especialidad médica?
—Psiquiatría.
—Explíquenos lo que eso significa.
—La psiquiatría es la rama de la medicina que se ocupa de tratar los trastornos mentales. Habitualmente, aunque no siempre, se ocupa del funcionamiento defectuoso de la mente, cuyas bases orgánicas son desconocidas.
Jake respiró por primera vez desde que Bass subió al estrado. Su testigo se portaba como era debido.
—Y ahora, doctor —dijo tranquilamente Jake, después de acercarse a menos de un metro del palco del jurado—, descríbale al jurado la formación especializada que usted recibió en el campo de la psiquiatría.
—Mi formación especializada en psiquiatría consistió en dos años como residente en el Hospital Psiquiátrico Estatal de Texas. Desempeñé trabajos clínicos con pacientes psiconeuróticos y psicóticos. Estudié psicología, psicopatología, psicoterapia y terapias fisiológicas. Dicha formación, supervisada por competentes profesores de psiquiatría, incluía los aspectos psiquiátricos de la medicina general y los aspectos relacionados con la conducta de niños, adolescentes y adultos.
Era dudoso que alguien en la sala comprendiera nada de lo que Bass acababa de decir, pero emergía de la boca de un hombre que, de pronto, parecía un genio, un experto, puesto que debía poseer gran inteligencia y sabiduría para pronunciar aquellas palabras. Entre la pajarita y su vocabulario, y a pesar de las botas, Bass ganaba credibilidad con cada respuesta.
—¿Es usted diplomado del Colegio Norteamericano de Psiquiatría?
—Por supuesto —afirmó categóricamente.
—¿En qué especialidad?
—Psiquiatría.
—¿Cuándo recibió su diploma?
—En abril de 1967.
—¿Qué requisitos hay que cumplir para recibir el diploma del Colegio Norteamericano de Psiquiatría?
—El solicitante debe someterse a un examen oral y unos exámenes prácticos, además de una prueba escrita a discreción del tribunal.
Jake consultó sus notas y se percató de que Musgrove le guiñaba el ojo a Buckley.
—Doctor, ¿pertenece usted a alguna organización profesional?
—Sí, a varias.
—¿Puede enumerarlas?
—Pertenezco a la Asociación Médica de Norteamérica, la Asociación Psiquiátrica de Norteamérica y la Asociación Médica de Mississippi.
—¿Desde cuándo ejerce usted la psiquiatría?
—Hace veintidós años.
Jake se acercó al estrado y miró a Noose, que observaba atentamente.
—Con la venia de su señoría, la defensa presenta al doctor Bass como perito en el campo de la psiquiatría.
—Muy bien —respondió Noose—. ¿Desea interrogar al testigo, señor Buckley?
El fiscal se puso de pie, con un cuaderno en la mano.
—Sí, su señoría; sólo unas preguntas.
Sorprendido, pero no preocupado, Jake se sentó junto a Carl Lee. Ellen no estaba todavía en la sala.
—Doctor Bass, en su opinión, ¿es usted un experto en psiquiatría? —preguntó Buckley.
—Sí.
—¿Ha sido alguna vez profesor de psiquiatría?
—No.
—¿Ha publicado algún artículo de carácter psiquiátrico?
—No.
—¿Ha publicado algún libro sobre psiquiatría?
—No.
—Ahora bien, tengo entendido que ha declarado que pertenece a la AMN, la AMM y la Asociación Psiquiátrica de Norteamérica.
—Efectivamente.
—¿Ha ocupado alguna vez algún cargo en alguna de dichas organizaciones?
—No.
—¿Qué cargos hospitalarios desempeña usted en la actualidad?
—Ninguno.
—¿Incluye su experiencia como psiquiatra algún trabajo bajo los auspicios del gobierno federal o de algún gobierno estatal?
—No.
La arrogancia comenzaba a esfumarse de su rostro y la confianza de su voz. Echó una ojeada a Jake, que consultaba el sumario.
—Doctor Bass, ¿se dedica usted en la actualidad a trabajar plenamente como psiquiatra?
El perito titubeó y miró brevemente a Lucien, sentado en la segunda fila.
—Recibo pacientes con regularidad.
—¿Cuántos pacientes y con cuánta regularidad? —replicó Buckley con una enorme seguridad en sí mismo.
—Recibo de cinco a diez pacientes semanales.
—¿Uno o dos por día?
—Más o menos.
—¿Y a eso lo llama usted ejercer plenamente como psiquiatra?
—Estoy todo lo ocupado que deseo estar.
Buckley arrojó el cuaderno sobre la mesa y miró a Noose.
—Con la venia de su señoría, la acusación se opone a que este hombre declare como perito en el campo de la psiquiatría. Es evidente que no está debidamente formado.
Jake estaba de pie con la boca abierta.
—Solicitud denegada, señor Buckley. Puede proseguir, señor Brigance.
Jake recogió sus papeles y regresó junto al estrado, perfectamente consciente de las dudas que el fiscal había logrado despertar con mucha habilidad respecto a su principal testigo. Bass cambió las botas de lugar.
—Dígame, doctor Bass, ¿ha examinado usted al acusado, Carl Lee Hailey?
—Sí.
—¿Cuántas veces?
—Tres.
—¿Cuándo le examinó por primera vez?
—El diez de junio.
—¿Cuál fue el propósito de dicho reconocimiento?
—El de determinar su estado mental en aquel momento, así como el del veinte de mayo, cuando presuntamente disparó contra el señor Cobb y el señor Willard.
—¿Dónde tuvo lugar el reconocimiento?
—En la cárcel de Ford County.
—¿Efectuó dicho reconocimiento a solas?
—Sí. Sólo estábamos presentes el señor Hailey y yo.
—¿Cuánto duró el reconocimiento?
—Tres horas.
—¿Estudió usted el historial médico del señor Hailey?
—Indirectamente puede decirse que sí. Hablamos mucho de su pasado.
—¿Qué descubrió?
—Nada destacable, a excepción de Vietnam.
—¿Qué descubrió respecto a Vietnam?
Bass cruzó las manos sobre su estómago ligeramente abultado y miró al defensor con el entrecejo fruncido.
—El caso es, señor Brigance, que al igual que muchos veteranos de Vietnam con los que he trabajado, el señor Hailey tuvo unas experiencias horribles.
La guerra era horrible, pensaba Carl Lee, que escuchaba atentamente. Vietnam había sido espantoso. Le habían disparado y alcanzado. Había perdido amigos. Había matado personas, muchas personas. Había matado niños, niños vietnamitas con fusiles y granadas. Había sido espantoso. Habría preferido no haber visto nunca aquel lugar. Lo veía en sueños, tenía recuerdos y pesadillas de vez en cuando. Pero no sentía que le hubiera perturbado o enajenado. Como tampoco lo habían hecho Cobb y Willard. A decir verdad, se sentía satisfecho de que estuvieran muertos. Al igual que los de Vietnam.
En una ocasión se lo había explicado todo a Bass, en la cárcel, y no parecía haberle impresionado. Además, sólo habían hablado dos veces y durante una hora como máximo.
Carl Lee miraba al jurado y escuchaba con incertidumbre al perito, que hablaba extensamente de las terribles experiencias de Carl Lee en la guerra. El tono de la voz de Bass subió varias octavas al describir con abundantes tecnicismos a un público lego los efectos de Vietnam en Carl Lee. Sonaba bien. Había tenido pesadillas a lo largo de los años, sueños que nunca habían perturbado excesivamente a Carl Lee, pero que, en boca de Bass, parecían sucesos enormemente significativos.
—¿Le habló sin dificultad de Vietnam?
—A decir verdad, no —respondió Bass, antes de explicar con mucho detalle el enorme esfuerzo que había supuesto extraer las experiencias bélicas de aquella mente compleja, agobiada y probablemente desequilibrada.
No era así como Carl Lee lo recordaba. Pero escuchó atentamente con expresión dolorida, al tiempo que se preguntaba por primera vez en su vida si no estaría ligeramente desequilibrado.
Al cabo de una hora, cuando la guerra había sido revivida y sus efectos ampliamente detallados, Jake decidió proseguir.
—Dígame, doctor Bass —preguntó entonces mientras se rascaba la cabeza—, aparte de Vietnam, ¿qué otros elementos significativos le llamaron la atención en su historial mental?
—Ninguno, a excepción de la violación de su hija.
—¿Le habló Carl Lee de la violación?
—Largo y tendido, en cada uno de los tres reconocimientos.
—Explíquele al jurado qué efecto tuvo la violación en Carl Lee.
—Con toda franqueza, señor Brigance —respondió Bass con aspecto perplejo mientas se rascaba la barbilla—, necesitaríamos muchísimo tiempo para describir cómo la violación afectó al señor Hailey.
Jake reflexionó unos instantes, durante los cuales parecía analizar a fondo la última respuesta del perito.
—¿No podría resumirlo para el jurado?
—Lo intentaré —asintió gravemente Bass.
Harto de escuchar a Bass, Lucien empezó a contemplar al jurado con la esperanza de llamar la atención de Clyde Sisco, quien también había dejado de interesarse por la declaración pero admiraba las botas del psiquiatra. Lucien le miraba fijamente de reojo, a la espera de que Sisco pasase la mirada por la sala.
Por último, mientras Bass seguía charlando, Sisco dejó de concentrarse en el testigo para mirar a Carl Lee, luego a Buckley y, a continuación, a uno de los periodistas de la primera fila. Acto seguido, su mirada se cruzó con la de un anciano barbudo de ojos desorbitados que, en cierta ocasión, le había abonado ochenta mil dólares al contado por cumplir con su obligación ciudadana y votar un veredicto justo. Se entrelazaron inconfundiblemente sus miradas e intercambiaron una leve sonrisa. ¿Cuánto?, le preguntaba Lucien con la mirada. Sisco volvió a mirar al testigo pero, al cabo de unos segundos, se fijó nuevamente en Lucien. ¿Cuánto?, preguntó Lucien moviendo los labios pero sin producir sonido alguno.
Sisco desvió la mirada para concentrarse en Bass mientras pensaba en un precio justo. Entonces, volvió a mirar a Lucien, se rascó la barba y, de pronto, con la mirada fija en Bass, levantó cinco dedos frente a la cara y tosió. Tosió de nuevo y se concentró en el perito.
Lucien se preguntaba si habría querido decir quinientos o cinco mil. Conociendo a Sisco, debía tratarse de cinco mil, o quizá de cincuenta mil. No importaba, él lo pagaría. Era inmensamente rico.
A las diez y media, Noose se había limpiado las gafas un centenar de veces y había consumido una docena de tazas de café. Su vejiga estaba a punto de reventar.
—Vamos a tomar un descanso. Se levanta la sesión hasta las once —declaró antes de desaparecer.
—¿Cómo lo estoy haciendo? —preguntó Bass, nervioso, mientras acompañaba a Jake y a Lucien a la biblioteca jurídica del tercer piso.
—Muy bien —respondió Jake—. Pero procura no exhibir esas botas.
—Las botas son fundamentales —protestó Lucien.
—Necesito tomar algo —dijo desesperadamente Bass.
—Olvídalo —respondió Jake.
—Yo también —agregó Lucien—. Vamos un momento a tu despacho para tomar algo.
—¡Buena idea! —exclamó Bass.
—Ni soñarlo —insistió Jake—. Estás sobrio y lo haces de maravilla.
—Tenemos treinta minutos —dijo Bass mientras abandonaba la biblioteca en compañía de Lucien para dirigirse a la escalera.
—¡No! ¡No lo hagas, Lucien! —ordenó Jake.
—Sólo un pequeño trago —respondió Lucien, al tiempo que señalaba con el dedo a Jake—. Sólo uno.
—Nunca te has limitado a tomar un trago.
—Ven con nosotros, Jake. Te calmará los nervios.
—Sólo un trago —declaró Bass mientras desaparecía por la escalera.
A las once, Bass subió al estrado y miró al jurado con los ojos empañados. Sonrió y estuvo a punto de soltar una carcajada. Consciente de la presencia de los dibujantes en primera fila, procuró aparentar una gran respetabilidad. Sin duda, el trago le había calmado los nervios.
—Doctor Bass, ¿está usted familiarizado con la prueba de responsabilidad penal con relación a las normas de M’Naghten? —preguntó Jake.
—¡Por supuesto! —respondió Bass, de pronto con aire de superioridad.
—¿Tendría la bondad de explicársela al jurado?
—Desde luego. Las normas de M’Naghten establecen el nivel de responsabilidad penal en Mississippi, así como en otros quince estados. Tienen sus orígenes en Inglaterra, en el año 1843, cuando un hombre llamado Daniel M’Naghten intentó asesinar al primer ministro, sir Robert Peel, pero, por error, mató a su secretario, Edward Drummond. Durante el juicio, quedó perfectamente claro que M’Naghten padecía algo que denominamos esquizofrenia paranoica. El jurado le declaró inocente a causa de su enajenación mental. De ahí se establecieron las normas de M’Naghten. Todavía se siguen en Inglaterra y en dieciséis estados.
—¿Qué significan las normas de M’Naghten?
—Es bastante sencillo. A todo hombre se le supone cuerdo y, para basar su defensa en la enajenación mental, hay que aportar pruebas irrefutables de que cuando cometió el delito que se le imputa su mente estaba alterada de tal forma que, debido a alguna enfermedad mental, no era capaz de comprender la naturaleza y calidad del acto que cometía o, si sabía lo que hacía, no comprendía que estuviera mal.
—¿Podría simplificarlo un poco?
—Sí. Si un acusado es incapaz de distinguir entre el bien y el mal, está legalmente enajenado.
—Le ruego que defina el término enajenado.
—No tiene ningún significado médico. Es un término estrictamente jurídico para definir el estado o condición mental de una persona.
Jake respiró hondo antes de proseguir.
—Dígame, doctor, basándose en su reconocimiento del acusado, ¿se ha formado alguna opinión respecto a la condición mental de Carl Lee Hailey el veinte de mayo de este año, cuando tuvo lugar el tiroteo?
—Sí.
—¿Y en qué consiste su opinión?
—A mi parecer —respondió lentamente Bass—, el acusado perdió completamente el contacto con la realidad a raíz de la violación de su hija. Cuando la vio inmediatamente después de la violación, no la reconoció y, cuando alguien le contó que había sido repetidamente violada, apaleada y casi ahorcada, algo se desconectó en la mente de Carl Lee. Ésta es una forma muy elemental de expresarlo, pero así ocurrió. Algo se desconectó. Rompió su contacto con la realidad.
»Tenían que morir. En una ocasión me contó que, cuando les vio al principio en el Juzgado, no comprendía por qué la policía les protegía. Esperaba que algún agente desenfundara su arma y les volara los sesos. Transcurrieron varios días y nadie les mataba, de lo cual dedujo que debía hacerlo él. Lo que quiero decir es que, a su parecer, algún funcionario debía ejecutarlos por haber violado a su hija.
»Le estoy diciendo, señor Brigance, que mentalmente nos había abandonado. Estaba en otro mundo. Tenía alucinaciones. Padecía una crisis.
Bass sabía que lo estaba haciendo bien. Ahora ya no se dirigía al abogado, sino directamente al jurado.
—Al día siguiente de la violación —prosiguió— habló con su hija en el hospital. Con la mandíbula fracturada y todas sus demás lesiones, apenas podía hablar, pero la niña le dijo lo que había visto en el bosque cuando corría a salvarla y le preguntó por qué había desaparecido. ¿Pueden imaginar lo que eso supone para un padre? Luego le contó que había suplicado que llegara su papá, y aquellos dos individuos se habían reído de ella y le habían dicho que no tenía padre.
Jake dejó que el jurado digiriera aquellas palabras. Examinó el cuestionario preparado por Ellen y sólo vio otras dos preguntas.
—Dígame, doctor Bass, basándose en sus reconocimientos de Carl Lee Hailey y en su diagnóstico acerca de su estado mental cuando tuvo lugar el tiroteo, ¿se ha formado una opinión, con un grado razonable de certeza médica, en cuanto a si Carl Lee Hailey era o no capaz de distinguir entre el bien y el mal cuando efectuó los disparos?
—Sí, me la he formado.
—¿Y cuál es su opinión?
—Que, debido a su condición mental, era totalmente incapaz de distinguir entre el bien y el mal.
—¿Se ha formado alguna opinión, basada en los mismos factores, sobre si Carl Lee Hailey era capaz de comprender la naturaleza y calidad de sus actos?
—Sí, me la he formado.
—¿Y cuál es su opinión?
—A mi parecer, como experto en psiquiatría, el señor Hailey era totalmente incapaz de comprender y apreciar la naturaleza y la calidad de lo que hacía.
—Muchas gracias, doctor. He terminado con este testigo.
Jake recogió sus papeles y regresó satisfecho a su mesa. Miró a Lucien y vio que sonreía y asentía. Echó una ojeada al jurado. Todos observaban a Bass y reflexionaban sobre su testimonio. Wanda Womack, una joven de aspecto compasivo, miró a Jake con una ligerísima sonrisa. Aquel fue el primer signo positivo que recibió del jurado desde el comienzo del juicio.
—De momento funciona —susurró Carl Lee.
—Eres un verdadero psicópata, hombretón —sonrió Jake a su defendido.
—¿Desea interrogar al testigo? —preguntó Noose a Buckley.
—Sólo unas preguntas —respondió el fiscal acercándose al estrado.
Jake no imaginaba a Buckley discutiendo sobre psiquiatría con un experto, aunque se tratara de W. T. Bass. Pero eso no era lo que el fiscal se proponía.
—Doctor Bass, ¿cuál es su nombre completo?
Jake se quedó de una pieza. Había algo de siniestro en la pregunta, que Buckley formuló con sumo recelo.
—William Tyler Bass.
—¿Cómo lo expresa habitualmente?
—W. T. Bass.
—¿En algún momento se le ha conocido como Tyler Bass?
—No —respondió humildemente el perito, después de titubear.
Jake se sintió invadido por una enorme sensación de angustia, que parecía desgarrarle el vientre como una daga al rojo vivo. La pregunta sólo podía significar problemas.
—¿Está usted seguro? —preguntó Buckley con las cejas levantadas y una inmensa desconfianza en la voz.
—Tal vez cuando era joven —respondió Bass, al tiempo que se encogía de hombros.
—Comprendo. Si mal no recuerdo, usted ha declarado que se doctoró en medicina en el Health Science Center de la Universidad de Texas.
—Exactamente.
—¿Y dónde está situado dicho centro?
—En Dallas.
—¿Cuál fue su época de estudiante en el mismo?
—Desde 1956 hasta 1960.
—¿Con qué nombre estaba matriculado?
—William T. Bass.
Jake estaba paralizado de terror. Buckley había descubierto algo, algún secreto sucio del pasado que sólo Bass y él conocían.
—¿Utilizó en algún momento el nombre de Tyler Bass cuando estudiaba medicina?
—No.
—¿Está usted seguro?
—Desde luego.
—¿Cuál es su número de la seguridad social?
—410-96-8585.
Buckley hizo una marca en su cuaderno.
—¿Cuál es la fecha de su nacimiento?
—El catorce de septiembre de 1934.
—¿Puede decirnos el nombre de su madre?
—Jonnie Elizabeth Bass.
—¿Y su nombre de soltera?
—Skidmore.
Otra marca en el cuaderno. Bass miró nervioso a Jake.
—¿Su lugar de nacimiento?
—Carbondale, Illinois.
Otra marca.
Una protesta sobre el desatino de aquellas preguntas habría sido perfectamente justificable y aceptable, pero las rodillas de Jake parecían de goma y el contenido de sus intestinos puro líquido. Temía la posibilidad de un accidente si se levantaba para hablar.
Buckley hojeó sus papeles y esperó unos segundos. Todos los oídos de la sala estaban pendientes de la siguiente pregunta, conscientes de que sería devastadora. Bass miraba al fiscal como un reo ante el pelotón de ejecución, con la esperanza y el deseo de que, de algún modo, se trabaran las armas.
Por fin, Buckley sonrió al perito.
—Doctor Bass, ¿le han condenado a usted alguna vez por algún delito?
La pregunta retumbó en el silencio y cayó de todos los confines de la sala sobre los hombros temblorosos de Tyler Bass. Bastaba una breve ojeada a su rostro para adivinar la respuesta.
Carl Lee miró a su abogado con los ojos entornados.
—¡Claro que no! —respondió desesperadamente Bass, levantando la voz.
Buckley se limitó a asentir y se dirigió lentamente a su mesa dónde, con gran ceremonia, Musgrove le entregó unos documentos de aspecto importante.
—¿Está usted seguro? —preguntó Buckley.
—Claro que estoy seguro —protestó Bass mientras observaba los documentos de aspecto importante.
Jake sabía que debía levantarse y decir y hacer algo para impedir la catástrofe que estaba a punto de suceder, pero su mente estaba paralizada.
—¿Está completamente seguro? —insistió Buckley.
—Sí —respondió Bass entre dientes.
—¿Nunca ha sido condenado por ningún delito?
—Claro que no.
—¿Está tan seguro de ello como del resto de su declaración ante este jurado?
Había caído en la trampa. Aquél era el tiro de gracia, la más fulminante de todas las preguntas. Jake la había utilizado en muchas ocasiones y, al oírla, comprendió que Bass estaba acabado. Y también Carl Lee.
—Por supuesto —respondió Bass con fingida ignorancia.
Buckley entró a matar.
—¿Le está diciendo a este jurado que el diecisiete de octubre de 1956, en Dallas, Texas, no fue condenado por un delito bajo el nombre de Tyler Bass?
Buckley formuló la pregunta de cara al jurado mientras consultaba sus documentos de aspecto importante.
—Es una calumnia —respondió Bass sin levantar la voz y con escaso convencimiento.
—¿Está usted seguro de que es una calumnia? —preguntó Buckley.
—Una calumnia mal intencionada.
—¿Es usted capaz de distinguir entre la verdad y la mentira, doctor Bass?
—Desde luego.
Noose se colocó las gafas sobre la nariz y se inclinó sobre el estrado. Los miembros del jurado dejaron de moverse en sus sillas. Los periodistas dejaron de escribir. Los agentes del fondo de la sala permanecieron inmóviles y prestaron atención.
Buckley separó uno de los documentos de aspecto importante y lo examinó.
—¿Le está diciendo a este jurado que el diecisiete de octubre de 1956 no le declararon culpable de violación?
Jake era consciente de que, incluso en el seno de una enorme crisis como aquélla, era importante parecer imperturbable. Era importante que los miembros del jurado, que no se perdían detalle, vieran que el abogado defensor se sentía seguro de sí mismo. Había practicado ese aspecto positivo, de que todo era maravilloso y estaba bajo control, en muchos juicios y ante abundantes sorpresas pero, al oír lo de la violación, su apariencia de certeza y de seguridad cedió inmediatamente a una expresión pálida y dolorosa que examinaban por lo menos media docena de los miembros del jurado.
La otra mitad miraba al testigo con el ceño fruncido.
—¿Se le declaró culpable de violación, doctor? —preguntó de nuevo Buckley después de un prolongado silencio.
No respondió.
Noose se irguió para dirigirse al testigo.
—Le ruego que responda, doctor Bass.
—Se ha confundido de sujeto —respondió Bass dirigiéndose al fiscal sin prestar atención a su señoría.
Buckley refunfuñó y se acercó a Musgrove, que tenía más documentos de aspecto importante en las manos. Abrió un gran sobre blanco y sacó algo que parecía una fotografía de veinte por veinticinco.
—Pues bien, doctor Bass, aquí tengo unas fotografías suyas tomadas por el Departamento de Policía de Dallas el once de septiembre de 1956. ¿Desea verlas?
Silencio.
Buckley las levantó para que las viera el testigo.
—¿Quiere ver estas fotos, doctor Bass? Puede que le refresquen la memoria.
Bass movió lentamente la cabeza, la agachó y se quedó con la mirada perdida en sus botas.
—Con la venia de su señoría, la acusación presenta estas copias debidamente certificadas del juicio y sentencia del caso denominado «el Estado de Texas contra Tyler Bass» obtenidas por la acusación de las autoridades competentes de Dallas, Texas, en las que se demuestra que el diecisiete de octubre de 1956 un hombre llamado Tyler Bass se declaró culpable del cargo de violación, lo cual constituye un delito según las leyes vigentes en el Estado de Texas. La acusación puede demostrar que Tyler Bass y este testigo, el doctor W. T. Bass, son una misma persona.
Musgrove entregó copias a Jake de todos los documentos que Buckley tenía en la mano.
—¿Tiene algo que objetar ante la presentación de esta prueba? —preguntó Noose, dirigiéndose a Jake.
Un discurso era necesario. Una explicación lúcida y conmovedora que llegara al corazón de los miembros del jurado y les hiciera llorar de compasión por Bass y su paciente. Evidentemente, la prueba era admisible. Incapaz de levantarse, Jake indicó con la mano que no tenía nada que objetar.
—Nuestro interrogatorio ha concluido —declaró Buckley.
—¿Desea formular alguna otra pregunta al testigo, señor Brigance? —preguntó Noose.
En el poco tiempo disponible, a Jake no se le ocurrió nada que pudiera preguntar a Bass para mejorar la situación. El jurado ya había oído bastante al perito de la defensa.
—No —respondió Jake con un susurro.
—Muy bien, doctor Bass, puede retirarse.
Bass cruzó inmediatamente la portezuela de la baranda, se alejó por el pasillo central y salió de la sala. Jake le observó atentamente, proyectando el mayor odio posible. Era importante que los miembros del jurado se dieran cuenta de lo estupefactos que estaban el acusado y su abogado. El jurado debía creer que no había llamado a declarar a un convicto conscientemente de que lo era.
Cuando se cerró la puerta después de que Bass abandonara la sala, Jake miró a su alrededor con la esperanza de encontrar algún rostro alentador. No lo había. Lucien se frotaba la barba con la mirada fija en el suelo. Lester tenía los brazos cruzados y una expresión de asco en la cara. Gwen lloraba.
—Llame a su siguiente testigo —dijo Noose.
Jake seguía buscando. En la tercera fila, entre el reverendo Ollie Agee y el reverendo Luther Roosevelt, se encontraba Norman Reinfeld. Cuando se cruzaron sus miradas, Reinfeld frunció el entrecejo y movió la cabeza como para indicar «ya te lo advertí». Al otro lado de la sala, la mayoría de los blancos parecían relajados y algunos incluso sonreían a Jake.
—Señor Brigance, puede llamar a su próximo testigo.
A pesar de que su instinto le indicaba que no lo hiciera, Jake intentó ponerse de pie. Le flaquearon las rodillas y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa.
—Con la venia de su señoría —dijo en tono agudo y derrotado—, ¿podría aplazarse la vista hasta la una?
—Señor Brigance, son sólo las once y media.
—Lo sé, su señoría —le pareció apropiado mentir—, pero nuestro siguiente testigo no ha llegado y no lo hará hasta la una.
—Muy bien. Se suspende la vista hasta la una. Quiero que los letrados se personen en mi despacho.
Junto al despacho de su señoría había una sala frecuentada por abogados para tomar café y chismorrear y, al lado de la misma, unos pequeños servicios. Jake cerró la puerta con llave, se quitó la chaqueta, la arrojó al suelo, se agachó junto al retrete y, al cabo de un momento, vomitó.
Ozzie intentaba entretener al juez con una charla superficial mientras Musgrove y el fiscal intercambiaban sonrisas. Esperaban a Jake, que por fin entró en el despacho y pidió disculpas.
—Jake, tengo malas noticias —dijo Ozzie.
—Deja que me siente.
—Hace una hora recibí una llamada del sheriff del condado de Lafayette. Tu pasante, Ellen Roark, está en el hospital.
—¿Qué ha ocurrido?
—El Klan la apresó anoche. En algún lugar entre aquí y Oxford. La ataron a un árbol y la apalearon.
—¿Cómo está?
—En estado estacionario, pero grave.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Buckley.
—No estamos seguros. De algún modo detuvieron su coche y se la llevaron al bosque. Le arrancaron la ropa y le cortaron el cabello. Suponen que la apalearon, porque tiene contusiones y heridas en la cabeza.
Jake quería volver a vomitar. No podía hablar. Se frotó las sienes y pensó en lo agradable que sería atar a Bass a un árbol y darle una paliza.
Noose miró al defensor con compasión.
—¿Señor Brigance, está usted bien?
No respondió.
—Suspendamos la vista hasta las dos. Creo que a todos nos conviene un descanso —declaró el juez.
Jake subió lentamente por los peldaños que conducían a la puerta principal con una botella de cerveza vacía en la mano y, momentáneamente, pensó con toda seriedad en arrojársela a Lucien a la cabeza. Pero se percató de que no le haría efecto alguno.
Lucien movía los cubitos de hielo en el vaso, con la mirada perdida en la lejanía en dirección a la plaza, que todo el mundo había abandonado hacía mucho rato a excepción de los soldados y del grupo habitual de adolescentes que acudían a la doble sesión de cine del sábado por la noche.
Guardaban silencio. Lucien miraba hacia el horizonte. Jake le miraba fijamente, con la botella vacía en las manos. Bass se encontraba a centenares de kilómetros.
—¿Dónde está Bass? —preguntó Jake al cabo de aproximadamente un minuto.
—Se ha marchado.
—¿Adónde?
—A su casa.
—¿Dónde está su casa?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Me gustaría verla. Querría verlo a él en su casa. Me gustaría apalearlo hasta la muerte con un bate de béisbol en su propia casa.
—No te lo reprocho —comentó Lucien mientras movía el hielo en el vaso.
—¿Lo sabías?
—¿Qué?
—Lo de la condena.
—Claro que no. Nadie lo sabía. El expediente había sido abolido.
—No lo comprendo.
—Bass me contó que el expediente de su condena en Texas había sido abolido tres años después de la misma.
Jake dejó la botella vacía en el suelo de la terraza, junto a su silla. Cogió un vaso sucio, sopló en el mismo, le puso unos cubitos de hielo y lo llenó de Jack Daniel’s.
—¿Te importaría explicarte, Lucien?
—Según Bass, la chica tenía diecisiete años y era hija de un destacado juez de Dallas. Se enamoraron perdidamente el uno del otro y el juez los descubrió haciendo el amor en el sofá. Decidió presentar cargos y Bass llevaba todas las de perder. Se declaró culpable de violación. Pero la chica seguía enamorada. Siguieron viéndose y quedó embarazada. Bass se casó con ella y obsequiaron al juez con un hermoso niño como nieto. Al viejo se le ablandó el corazón y abolió el expediente.
Lucien tomó un trago y contempló las luces de la plaza.
—¿Qué ocurrió con la chica?
—Según Bass, una semana antes de acabar sus estudios de medicina, su esposa, que estaba de nuevo embarazada, y su hijo, perecieron en un accidente de ferrocarril en Fort Worth. Fue entonces cuando empezó a beber y perdió el entusiasmo por la vida.
—¿Y te lo ha contado ahora por primera vez?
—No me interrogues. Ya te he dicho que no sabía nada sobre el tema. No olvides que yo mismo le he utilizado en dos ocasiones como testigo. Si lo hubiera sabido, no se me habría ocurrido llamarle.
—¿Por qué no te lo había contado?
—Supongo que porque él creía que el expediente había sido abolido. No lo sé. Técnicamente tiene razón. El expediente no existe después de su abolición. Pero fue condenado.
Jake tomó un prolongado y amargo trago de whisky. Era horrible.
Permanecieron diez minutos en silencio. Era de noche y los grillos cantaban a coro. Sallie se asomó a la puerta y preguntó a Jake si deseaba cenar. Rehusó agradecido.
—¿Qué ha ocurrido esta tarde? —preguntó Lucien.
—Carl Lee ha declarado y se ha levantado la sesión a las cuatro. El psiquiatra de Buckley no estaba disponible. Declarará el lunes.
—¿Qué impresión ha causado?
—Razonable. Ha subido al estrado a continuación de Bass y se detectaba el odio de los miembros del jurado. Estaba tenso y sus respuestas parecían ensayadas. No creo que haya ganado muchos puntos.
—¿Qué ha hecho Buckley?
—Parecía un loco. No ha dejado de chillar a Carl Lee durante una hora. Carl Lee se hacía el listo con él y se gritaban mutuamente. Creo que ambos han salido perjudicados. En mi segundo turno, lo he enderezado un poco y ha inspirado compasión y simpatía. Ha acabado casi llorando.
—Eso está bien.
—Sí, muy bien. ¿Pero no crees que le condenarán?
—Supongo.
—Después de que se levantara la sesión, ha intentando despedirme. Me ha dicho que yo había estropeado el caso y que quería un nuevo abogado.
Lucien se dirigió al borde de la terraza y se desabrochó la bragueta. Apoyado en una columna, roció los matorrales. Iba descalzo y parecía un refugiado. Sallie le trajo una nueva copa.
—¿Cómo está Row Ark? —preguntó.
—Estable, según dicen. La he llamado por teléfono y una enfermera me ha dicho que no podía ponerse. Iré a verla mañana.
—Espero que se recupere. Es una buena chica.
—Es una zorra radical, pero muy inteligente. Me siento responsable, Lucien.
—No es culpa tuya. Vivimos en un mundo de locos, Jake. Está lleno de dementes. En estos momentos, creo que la mitad de ellos están en Ford County.
—Hace dos semanas colocaron dinamita junto a la ventana de mi dormitorio. Mataron de una paliza al marido de mi secretaria. Ayer dispararon contra mí y le dieron a un soldado. Ahora han capturado a mi pasante, la han atado a una estaca, le han arrancado la ropa del cuerpo, le han cortado el cabello y está en el hospital con contusiones. Me pregunto qué ocurrirá a continuación.
—Creo que debes rendirte.
—Lo haría. Me presentaría en este mismo momento en el Juzgado, entregaría mi maletín, depondría las armas y me rendiría. ¿Pero a quién? El enemigo es invisible.
—No puedes darte por vencido, Jake. Tu cliente te necesita.
—Al diablo con mi cliente. Hoy ha intentado despedirme.
—Te necesita. Esto todavía no ha terminado.
La cabeza de Nesbit colgaba parcialmente por la ventana abierta y la saliva que emergía de su boca descendía por su barbilla hasta el costado de la puerta, formando un pequeño charco sobre la «o» de Ford en la insignia del coche de policía. Una lata de cerveza vacía le humedecía la entrepierna. Después de dos semanas de servicio como guardaespaldas, se había acostumbrado a dormir en el coche con los mosquitos mientras protegía al abogado del negro.
A los pocos momentos de que el sábado se convirtiera en domingo, la radio violó su descanso. Cogió el micrófono mientras se secaba la barbilla con la manga izquierda.
—Ese cero ocho —respondió.
—¿Cuál es tu diez veinte?
—La misma que hace un par de horas.
—¿La casa de Wilbank?
—Diez cuatro.
—¿Sigue ahí Brigance?
—Diez cuatro.
—Acompáñalo inmediatamente a su casa en Adams. Es una emergencia.
Nesbit cruzó la terraza entre botellas vacías, entró por la puerta, que no estaba cerrada con llave, y se encontró a Jake tumbado sobre el sofá del vestíbulo.
—¡Levántate, Jake! ¡Tienes que ir a tu casa! ¡Es una emergencia!
Jake se incorporó de un brinco y siguió a Nesbit. Se detuvieron frente a los peldaños y miraron más allá de la bóveda del Juzgado. A lo lejos, se distinguía una espesa columna de humo negro que emergía de un resplandor anaranjado y se elevaba pacíficamente hacia la media luna.
Adams Street estaba llena de una gran variedad de vehículos de voluntarios, particularmente camionetas. Todos llevaban luces de emergencia, rojas y amarillas, que sumaban por lo menos un millar. Sus destellos surcaban la oscuridad, formando un coro silencioso que iluminaba la calle.
Los coches de los bomberos estaban aparcados irregularmente frente a la casa. Bomberos y voluntarios trabajaban frenéticamente tendiendo mangueras, organizando grupos y, ocasionalmente, obedeciendo las órdenes de su jefe. Ozzie, Prather y Hastings estaban junto a uno de los camiones. Algunos soldados permanecían a la expectativa cerca de un jeep.
El fuego era espectacular. Las llamas emergían de todas las ventanas de la fachada, de la planta baja y del primer piso. El garaje estaba completamente envuelto por las llamas. El Cutlass de Carla estaba carbonizado por dentro y por fuera, con un oscuro resplandor que radiaba de los neumáticos. Curiosamente, otro pequeño coche, no el Saab, ardía junto al Cutlass.
El retumbar y crujidos de la hoguera, además del ronroneo de los coches de bomberos y el vocerío, habían atraído a los vecinos de varias manzanas, que contemplaban el espectáculo desde los jardines del otro lado de la calle.
Jake y Nesbit llegaron corriendo. El jefe los vio y se les acercó a toda prisa.
—¡Jake! ¿Hay alguien en la casa?
—¡No!
—Me alegro. Eso suponía.
—Sólo un perro.
—¡Un perro!
Jake asintió, mientras contemplaba la casa.
—Lo siento —dijo el jefe.
Se reunieron en el coche de Ozzie frente a la casa de la señora Pickle, y Jake respondió a algunas preguntas.
—¿Aquel Volkswagen no es tuyo, verdad, Jake?
Jake movió negativamente la cabeza, con la mirada fija en el monumento de Carla.
—Eso suponía. Parece que es ahí donde ha empezado.
—No lo comprendo —dijo Jake.
—Si no es tu coche, alguien lo ha aparcado ahí, ¿no te parece? ¿Te has dado cuenta cómo quema el suelo del garaje? Normalmente, el hormigón no arde. Es gasolina. Alguien llenó el VW de gasolina, lo aparcó ahí y echó a correr. Probablemente lleva algún dispositivo que lo ha encendido.
Prather y dos voluntarios estaban de acuerdo.
—¿Cuánto hace que arde? —preguntó Jake.
—Hemos llegado hace diez minutos —respondió el jefe de bomberos— y ya estaba todo envuelto en llamas. Yo diría que una media hora. Es un buen fuego. Alguien sabía lo que se hacía.
—¿No será posible sacar nada de ahí? —preguntó Jake, aunque ya conocía la respuesta.
—Imposible, Jake. El incendio es demasiado virulento. Mis hombres no podrían entrar aunque hubiera alguien atrapado. Es un buen fuego.
—¿Qué quieres decir?
—Fíjate en él. Arde con regularidad en todas las partes de la casa. Se ven llamas en todas las ventanas. En la planta y en el primer piso. Es muy extraño. En pocos minutos, arderá hasta el tejado.
Se acercaron dos grupos con mangueras, que lanzaban agua en dirección a las ventanas junto al garaje. Una manguera más pequeña lanzaba un chorro a una ventana del primer piso. Después de observar durante un par de minutos cómo el agua era absorbida por las llamas sin ningún efecto detectable, el jefe escupió y dijo:
—Arderá hasta el último ladrillo.
Dicho esto, desapareció tras un camión y empezó a dar órdenes.
—¿Puedes hacerme un favor? —preguntó Jake a Nesbit.
—Por supuesto, Jake.
—Acércate en tu coche a la casa de Harry Rex y tráelo aquí. No quiero que se lo pierda.
—Desde luego.
Durante dos horas, Jake, Ozzie, Harry Rex y Nesbit vieron desde el coche patrulla cómo se cumplía el pronóstico del jefe de bomberos. De vez en cuando pasaba algún vecino que ofrecía sus condolencias y se interesaba por la familia. La señora Pickle, la encantadora anciana de la casa contigua, lloró desconsoladamente cuando Jake le comunicó que Max había sido devorado por las llamas.
A las tres, los policías y los curiosos se habían retirado, y a las cuatro la hermosa casita victoriana se había convertido en un montón de escombros. Los últimos bomberos sofocaban cualquier vestigio de humo entre las ruinas. Sólo la chimenea y los esqueletos de dos coches permanecían de pie mientras las pesadas botas de los bomberos circulaban entre la ruina, en busca de alguna chispa oculta que pudiera resucitar de la muerte y acabar de destruir los escombros.
Recogieron las últimas mangueras cuando empezaba a salir el sol. Jake les dio las gracias y se despidieron. Él y Harry Rex cruzaron el jardín trasero para estudiar los desperfectos.
—Qué le vamos a hacer —exclamó Harry Rex—. No es más que una casa.
—¿Te atreverías a decírselo a Carla?
—No. Creo que debes hacerlo tú.
—Me parece que esperaré un rato.
—¿No es más o menos la hora del desayuno? —dijo Harry Rex después de consultar su reloj.
—Hoy es domingo, Harry Rex. Está todo cerrado.
—Por Dios, Jake, no eres más que un aficionado, pero yo soy un profesional. Puedo encontrar comida caliente a cualquier hora y cualquier día.
—¿En el parador de camiones?
—¡En el parador de camiones!
—De acuerdo. Y, cuando terminemos, iremos a Oxford para ver a Row Ark.
—Magnífico. Me muero de impaciencia por ver su corte de pelo en plan hombruno.
Sallie cogió el teléfono y se lo arrojó a Lucien, que lo manipuló hasta colocárselo debidamente junto a la cara.
—Diga, ¿quién es?
—¿Hablo con Lucien Wilbank?
—Sí, ¿quién es usted?
—¿Conoce a Clyde Sisco?
—Sí.
—Son cincuenta mil.
—Llámeme por la mañana.