JAKE despertó en la oscuridad con un poco de resaca, una jaqueca debida a la fatiga y a la cerveza, y el lejano pero inconfundible sonido del timbre de la puerta, que parecía pulsar un decidido y firme pulgar. Fue a abrir en pijama e intentó enfocar la mirada en las dos figuras que aguardaban de pie en el porche. Ozzie y Nesbit, decidió finalmente.
—¿En qué puedo serviros? —preguntó mientras le seguían hacia el salón.
—Hoy van a matarte —respondió Ozzie.
—Puede que lo logren —dijo Jake después de sentarse en el sofá y frotarse las sienes.
—Jake, va en serio. Se proponen asesinarte.
—¿Quién?
—El Klan.
—¿El ratón Mickey?
—Sí. Llamó anoche y dijo que se preparaba algo. Ha vuelto a llamar hace un par de horas para anunciar que tú eras el afortunado. Hoy es el gran día. Ha llegado el momento de la emoción. Esta mañana tendrá lugar el entierro de Stupm Sisson en Loydsville y es hora del ojo por ojo y diente por diente.
—¿Por qué yo? ¿Por qué no asesinan a Buckley, a Noose o a alguien que se lo merezca más que yo?
—No hemos tenido oportunidad de hablar de ello.
—¿Qué método de ejecución piensan utilizar? —preguntó Jake que, de pronto, se sintió incómodo en pijama.
—No lo ha dicho.
—¿Lo sabe?
—No es muy pródigo con los detalles. Se ha limitado a decirme que lo intentarían hoy.
—¿Qué se supone que debo hacer? ¿Rendirme?
—¿A qué hora vas al despacho?
—¿Qué hora es?
—Casi las cinco.
—Cuando me haya duchado y vestido.
—Esperaremos.
A las cinco y media lo llevaron a toda prisa a su despacho y cerraron la puerta con llave. A las ocho, un pelotón de soldados se reunió en la acera bajo su balcón, a la espera del objetivo. Harry Rex y Ellen observaban desde el segundo piso del Juzgado. Jake se apretujó entre Ozzie y Nesbit, los tres se agacharon en el centro de la apretada formación, y empezaron a cruzar Washington Street en dirección al Juzgado. Los buitres olieron algo y rodearon la comitiva.
El molino abandonado se encontraba junto a las vías también abandonadas, en la ladera de la mayor colina de Clanton, a dos manzanas de la plaza en dirección nordeste. Junto al mismo, había una descuidada calle de gravilla y asfalto que, después de cruzar Cedar Street, era mucho más ancha y mejor asfaltada hasta desembocar en Quincy Street, en el extremo este de la plaza.
En dicho lugar, desde el interior de un silo abandonado, el francotirador veía, a lo lejos pero con claridad, la fachada posterior del Juzgado. Agachado en la oscuridad y apuntando por un pequeño agujero estaba seguro de que nadie en el mundo podía verle. El whisky contribuía a que se sintiera seguro de sí mismo y a afinar la puntería, que había practicado un millar de veces entre las siete y media y las ocho, cuando detectó movimientos alrededor del despacho del abogado del negro.
Un compañero le esperaba en una camioneta oculta en un almacén desmedrado, junto al silo. El conductor fumaba un Lucky Strike tras otro con el motor en marcha, esperando oír de un momento a otro los disparos del rifle de caza.
Cuando el grupo armado cruzó Washington Street, el tirador se asustó. Por la mirilla del rifle sólo veía la cabeza del abogado del negro que se movía torpemente entre una masa verde rodeada de una docena de periodistas. Adelante, decía el whisky, se ha creado un poco de animación. Calculó el ritmo de la cabeza lo mejor que pudo y apretó el gatillo cuando el objetivo se acercaba a la puerta posterior del Juzgado.
El disparo del rifle fue claro e inconfundible.
La mitad de los soldados se echaron al suelo rodando y la otra mitad agarraron a Jake para arrojarlo violentamente bajo la terraza. Uno de los soldados emitió un agonizante quejido. Los periodistas y cámaras de televisión se agacharon y tropezaron entre sí, pero siguieron filmando valerosamente los acontecimientos. El soldado se llevó la mano a la garganta y chilló de nuevo. Se oyó otro disparo. Luego, otro.
—¡Le han dado! —gritó alguien.
Los soldados se acercaron a rastras al herido. Jake cruzó la puerta y se refugió en el Juzgado. Se desplomó cerca de la puerta y hundió la cabeza entre sus manos. Ozzie, a su lado, miraba por la puerta a los soldados.
El francotirador abandonó el silo, arrojó el arma al asiento trasero del vehículo y desapareció con su compañero. Tenían que asistir a un entierro en el sur de Mississippi.
—¡Le han dado en el cuello! —exclamó alguien mientras sus compañeros se abrían paso entre los periodistas.
Levantaron al herido y lo colocaron en un jeep.
—¿A quién han herido? —preguntó Jake sin retirar las palmas de las manos de sus ojos.
—Uno de los soldados —respondió Ozzie—. ¿Estás bien?
—Supongo que sí —dijo Jake con las manos en la nuca y la mirada fija en el suelo—. ¿Dónde está mi maletín?
—Ahí, en la calle. Iré a por él dentro de un momento.
Ozzie cogió la radio que llevaba sujeta al cinturón y pareció ordenar que todos los agentes se dirigieran al Juzgado.
Cuando era evidente que el tiroteo había terminado, el sheriff se reunió con los soldados en la calle. Nesbit seguía junto a Jake.
—¿Estás bien? —preguntó.
El coronel apareció por una esquina, dando voces y maldiciendo.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —preguntó—. He oído disparos.
—Mackenvale está herido.
—¿Dónde está? —preguntó el coronel.
—Le han llevado al hospital —respondió un sargento al tiempo que señalaba un jeep que se alejaba a toda velocidad.
—¿Es grave?
—Parece bastante grave. Le han dado en el cuello.
—¡El cuello! ¿Por qué lo han movido?
Nadie respondió.
—¿Alguien ha visto algo? —preguntó el coronel.
—Parecía que los disparos procedían de la colina —respondió Ozzie, que miraba más allá de Ceder Street—. ¿Por qué no manda a alguien a que eche una ojeada?
—Buena idea.
El coronel dio a sus ansiosos subordinados una serie de órdenes tajantes generosamente sazonadas con blasfemias. Los soldados se dispersaron, fusil en mano y listos para entrar en combate, en busca de un asesino al que no podían identificar y que, en realidad, se encontraba ya en otro condado cuando los soldados empezaron a inspeccionar el viejo molino.
Ozzie dejó el maletín en el suelo, junto a Jake.
—¿Está bien Jake? —susurró a Nesbit.
Harry Rex y Ellen estaban en la escalera, donde Cobb y Willard habían caído.
—No lo sé —respondió Nesbit—. Hace diez minutos que no se mueve.
—¿Jake, estás bien? —preguntó el sheriff.
—Sí —respondió lentamente, sin abrir los ojos.
El soldado herido iba pegado a su hombro izquierdo. «Todo esto parece una bobada», acababa de decirle cuando una bala le penetró en el cuello. Cayó sobre Jake con la mano en la garganta, gritando y escupiendo sangre. Jake también se cayó y le empujaron a un lugar seguro.
—Está muerto, ¿verdad? —preguntó Jake en voz baja.
—Todavía no lo sabemos —respondió Ozzie—. Le han llevado al hospital.
—Está muerto. Lo sé. He oído cómo le estallaba la garganta.
Ozzie miró a Nesbit y luego a Harry Rex. Había cuatro o cinco manchas de sangre, del tamaño de una moneda, en el traje gris claro de Jake. Él no las había visto, pero eran evidentes para todos los demás.
—Jake, tu traje está manchado de sangre —dijo finalmente Ozzie—. Vamos a tu despacho para que puedas cambiarte de ropa.
—¿Qué importancia tiene eso? —susurró Jake sin levantar la mirada del suelo.
Los demás se miraron entre sí.
Dell y el resto del personal del Coffee Shop miraban desde la acera mientras sacaban a Jake del Juzgado y cruzaban la calle para acompañarlo a su despacho sin prestar atención a las absurdas preguntas de los periodistas. Harry Rex cerró la puerta con llave, dejando a los guardaespaldas en la acera. Jake subió al primer piso y se quitó la chaqueta.
—Row Ark, ¿por qué no preparas unos margaritas? —sugirió Harry Rex—. Yo subiré para hacerle compañía.
—Señor juez, hemos tenido jolgorio —explicó Ozzie a Noose cuando éste abría su maletín y se quitaba la chaqueta.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Buckley.
—Esta mañana han intentado asesinar a Jake.
—¡Cómo!
—¿Cuándo? —preguntó Buckley.
—Hace aproximadamente una hora alguien le disparó con un rifle de largo alcance cuando venía hacia el Juzgado. No tenemos ni idea de quién lo ha hecho. No han alcanzado a Jake, pero le han dado a un soldado. Ahora está en el quirófano.
—¿Dónde está Jake? —preguntó su señoría.
—En su despacho. Está bastante afectado.
—Yo también lo estaría —comentó compasivamente Noose.
—Quiere que usted le llame.
—Desde luego.
Ozzie marcó el número y entregó el teléfono al juez.
—Es Noose —dijo Harry Rex al tiempo que pasaba el auricular a Jake.
—Diga.
—¿Está bien, Jake?
—En realidad, no. Hoy no iré al juzgado.
—¿Cómo? —exclamó Noose, sin saber cómo reaccionar.
—Le he dicho que hoy no me presentaré en la sala. No me siento con fuerza para ello.
—Bien, Jake, ¿qué se supone que debemos hacer nosotros?
—A decir verdad, no me importa —respondió Jake mientras tomaba su segundo margarita.
—Discúlpeme, ¿cómo ha dicho?
—He dicho que no me importa, señor juez. No me importa lo que hagan ustedes. Yo no estaré en la sala.
Noose movió la cabeza y contempló el auricular.
—¿Está usted herido? —preguntó, preocupado.
—¿Le han disparado a usted alguna vez, señor juez?
—No, Jake.
—¿Ha visto alguna vez cuando le disparaban a alguien y ha oído su gemido?
—No, Jake.
—¿Le ha quedado alguna vez el traje salpicado con la sangre de otra persona?
—No, Jake.
—No estaré en la sala.
—Oiga, Jake, venga y hablaremos —dijo Noose, después de reflexionar unos instantes.
—No. No pienso salir de mi despacho. La calle es peligrosa.
—Suponga que aplazamos la vista hasta la una. ¿Se sentirá mejor entonces?
—Entonces estaré borracho.
—¡Cómo!
—He dicho que para entonces estaré borracho.
Harry Rex se tapó los ojos. Ellen se dirigió a la cocina.
—¿Cuándo cree que estará sobrio? —preguntó severamente Noose.
Ozzie y Buckley intercambiaron una mirada.
—El lunes.
—¿Por qué no mañana?
—Mañana es sábado.
—Sí, lo sé, y me proponía seguir con el juicio. No olvide que tenemos a un jurado secuestrado.
—De acuerdo, estaré listo por la mañana.
—Me alegra oírlo. ¿Qué le digo ahora al jurado? Están en la sala de deliberación a la espera de que prosiga la vista. La sala está abarrotada de gente. Su defendido está ahí solo, esperándole. ¿Qué digo a toda esa gente?
—Algo se le ocurrirá, señor juez. Tengo fe en usted —dijo Jake. Y colgó el teléfono.
Noose quedó estupefacto al darse cuenta de que, realmente, le había colgado el teléfono, y entregó el auricular a Ozzie, a la defensiva.
—¿Ha estado bebiendo?
—No, Jake no bebe —respondió Ozzie—. Sólo está afligido por el muchacho al que han disparado. Estaba a su lado y ha recibido la bala destinada contra él. Eso trastornaría a cualquiera, señor juez.
—Quiere que aplacemos la vista hasta mañana por la mañana —dijo Noose dirigiéndose a Buckley, quien se limitó a encogerse de hombros sin decir nada.
Cuando corrió la voz, se formó un auténtico carnaval en la acera, frente al despacho de Jake. Los periodistas acamparon junto a las ventanas con la esperanza de ver algo o a alguien digno de las noticias. Sus amigos acudían para ver cómo estaba Jake, pero los periodistas les comunicaban que se había encerrado en la casa y se negaba a salir. No, no estaba herido.
Estaba previsto que el doctor Bass declarara el viernes por la mañana. Él y Lucien entraron por la puerta trasera del despacho poco después de las diez y Harry Rex salió para dirigirse a la tienda de licores.
Debido al llanto, la conversación con Carla había sido difícil. Jake llamó después de haber tomado tres copas y las cosas no salieron a pedir de boca. Acabó hablando con su padre, le dijo que estaba a salvo, que no había sufrido ningún daño y que habían destinado la mitad de la Guardia Nacional de Mississippi a protegerle. Procure tranquilizarla, le dijo, y la llamaré más tarde.
Lucien estaba furioso. Había luchado con Bass para mantenerlo sobrio el jueves por la noche a fin de que pudiera declarar el viernes. Ahora que no lo haría hasta el sábado le parecía imposible impedirle que bebiera durante dos días consecutivos. Pensaba en todo lo que habían dejado de beber el jueves y estaba furioso.
Harry Rex regresó con cinco litros de alcohol. Él y Ellen se dedicaron a mezclar bebidas y a discutir sobre los ingredientes. Ella vació la cafetera y la llenó de Bloody Mary, con una cantidad desproporcionada de vodka sueco. Harry Rex agregó un buen chorro de Tabasco. En la sala de conferencias, llenó las copas de todos los presentes.
El doctor Bass bebió ávidamente y pidió una segunda copa. Lucien y Harry Rex discutían acerca de la probable identidad del francotirador. Ellen observaba en silencio a Jake, que estaba sentado en un rincón con la mirada fija en la biblioteca.
Sonó el teléfono. Harry Rex lo descolgó y escuchó atentamente.
—Era Ozzie —dijo después de colgar—. El soldado ha salido del quirófano. Tiene la bala incrustada en la columna vertebral. Creen que quedará paralizado.
Tomaron todos un sorbo al unísono, sin decir palabra. Se esforzaban por no prestar atención a Jake, que se frotaba la frente con una mano mientras movía la copa con la otra. Una suave llamada a la puerta trasera interrumpió el breve duelo.
—Ve a ver de quién se trata —ordenó Lucien a Ellen, que le obedeció inmediatamente.
—Es Lester Hailey —anunció al cabo de un momento.
—Dile que pase —susurró Jake, casi imperceptiblemente.
Después de presentar a Lester le ofrecieron un Bloody Mary. Lo rechazó y pidió algo con whisky.
—Buena idea —dijo Lucien—. Estoy harto de bebidas ligeras. Bebamos Jack Daniel’s.
—Me parece muy bien —agregó Bass mientras vaciaba el resto de su copa.
Jake brindó a Lester una pequeña sonrisa antes de concentrarse de nuevo en los libros. Lucien arrojó un billete de cien dólares sobre la mesa y Harry Rex salió hacia la tienda de bebidas.
Cuando despertó al cabo de unas horas, Ellen estaba en el sofá del despacho de Jake. La sala, impregnada de un olor ácido y tóxico, estaba oscura y desierta. Empezó a circular con cautela y encontró a su jefe roncando pacíficamente en el suelo de la sala de guerra, con medio cuerpo bajo la mesa. Todas las luces estaban apagadas y bajó cuidadosamente por la escalera. La sala de conferencias estaba llena de botellas vacías, latas de cerveza, vasos de plástico y envoltorios de pollo. Eran las nueve y media de la noche. Había dormido cinco horas.
Podía pasar la noche en casa de Lucien, pero necesitaba cambiarse de ropa. Su amigo Nesbit la llevaría a Oxford, aunque no le hacía falta porque estaba sobria. Además, Jake necesitaba toda la protección posible. Cerró la puerta con llave y se dirigió a su coche.
Casi había llegado a Oxford cuando vio unas luces azules por el retrovisor. Como de costumbre, conducía a ciento treinta. Paró en el arcén, se dirigió a la parte posterior del vehículo y empezó a buscar en su bolso a la espera del policía de tráfico.
Se le acercaron dos individuos de paisano procedentes del coche que llevaba las luces azules.
—¿Está usted bebida, señora? —preguntó uno de ellos mientras escupía zumo de tabaco.
—No, señor. Busco mi permiso de conducir.
Se agachó junto a las luces de posición para mirar en el bolso. De pronto, la empujaron al suelo, arrojaron un grueso edredón sobre su cabeza y, entre ambos, la sujetaron. Rodearon su pecho y cintura con una cuerda. Ellen gritaba y pataleaba, pero podía ofrecer poca resistencia. El edredón le cubría la cabeza y le sujetaba los brazos. Ataron con fuerza la cuerda.
—¡Deja de patalear, mala pécora! ¡No te muevas!
Uno de ellos retiró las llaves del contacto y abrió el maletero. La metieron en su interior y lo cerraron. Retiraron las luces azules del viejo Lincoln, que se puso en marcha seguido del BMW. Cogieron un camino de gravilla que se adentraba en el bosque. Más adelante se convirtió en una pista forestal que conducía a un pequeño prado donde un puñado de miembros del Klan quemaba una enorme cruz.
Los agresores se pusieron rápidamente sus túnicas y capirotes y la sacaron del maletero. La arrojaron al suelo y retiraron el edredón. Después de atarla y amordazarla, la arrastraron hasta una gruesa estaca a pocos metros de la cruz en llamas y la sujetaron de espaldas a los miembros del Klan y de cara a la estaca.
Veía las túnicas blancas y los capirotes e intentaba desesperadamente escupir el trapo aceitoso que le habían metido en la boca. Lo único que logró fue toser y atragantarse.
La cruz ardiente iluminaba el pequeño prado y desprendía un fuerte calor que empezó a sentir que la abrasaba mientras se contorsionaba junto a la estaca y emitía extraños sonidos guturales.
Una figura encapuchada se separó de los demás y se le acercó. Ellen oía sus pasos y su respiración.
—Eres una puta amante de los negros —declaró con un fuerte acento del medio oeste.
Agarró el cuello de su blusa blanca de seda y tiró de él hasta hacerlo colgar a jirones de sus hombros. Ellen tenían las manos firmemente atadas a la estaca. El encapuchado sacó una daga de debajo de la túnica y rasgó el resto de su blusa para desnudarla.
—Eres una puta amante de los negros. Eres una puta amante de los negros.
Ellen lo maldecía, pero sus palabras no eran más que gruñidos apagados.
Le bajó la cremallera del costado derecho de su falda azul marino. Ellen intentaba patalear, pero una gruesa cuerda sujetaba firmemente sus tobillos a la estaca. Colocó la punta de la daga donde terminaba la cremallera y rajó la falda de arriba abajo. La cogió por la cintura y retiró la prenda como un mago. Los demás se acercaron.
—Muy bonito, sí señor, muy bonito —dijo, después de darle una palmada en el trasero.
Se retiró para admirar la obra. Ellen gruñía y se contorsionaba, pero no podía ofrecer resistencia. Descendieron las bragas hasta medio muslo. Con gran ceremonia cortó los costados, las retiró lentamente y las arrojó al pie de la cruz en llamas. A continuación, cortó las tiras del sujetador y se lo quitó. Sus gritos apagados crecieron de volumen. Se acercó el semicírculo silencioso para detenerse a tres metros.
Ahora la hoguera desprendía mucho calor. Su espalda y sus piernas estaban empapadas de sudor. Su cabello pelirrojo claro estaba pegado a su cuello y hombros. Entonces el individuo se sacó un látigo de debajo de la túnica, lo hizo chasquear sonoramente y Ellen cerró los ojos. Retrocedió unos pasos, midiendo cuidadosamente la distancia.
Levantó el látigo apuntando a su espalda desnuda. Pero, de pronto, se acercó el más alto, de espaldas a Ellen, y movió negativamente la cabeza. Nadie dijo palabra, y el látigo desapareció.
El individuo se le acercó, la agarró por la cabeza y empezó a cortarle el cabello con la daga. Agarraba puñados de cabello y los cortaba, y así hasta dejarle el cráneo rapado. El cabello cortado se amontonaba a sus pies. Ellen emitía quejidos sin moverse.
Regresaron a sus coches. Vaciaron cinco litros de gasolina en el interior del BMW con matrícula de Massachusetts y alguien arrojó un fósforo.
Cuando se aseguró de que los demás habían desaparecido, el ratón Mickey salió de los matorrales. La desató y la llevó a un pequeño claro lejos del prado. Recogió lo que quedaba de su ropa e intentó cubrirla. Cuando el coche dejó de arder junto al camino, se marchó. Condujo hasta Oxford, buscó una cabina telefónica y llamó al sheriff del condado de Lafayette.