36

LA gran conciencia cívica de los miembros del jurado no había tardado en marchitarse. En su segunda noche en el Temple Inn se retiraron los teléfonos por orden del juez. Algunas antiguas revistas donadas por la biblioteca de Clanton fueron descartadas poco después de empezar a circular, dado el escaso interés del grupo por The New Yorker, Smithsonian y Architectural Digest.

—¿No tienen algún Penthouse? —susurró Clyde Sisco al alguacil cuando hacía la ronda.

Le dijo que no, pero que vería lo que podía hacer.

Encerrados en sus habitaciones, sin televisión, periódicos ni teléfonos, hacían poca cosa aparte de jugar a los naipes y hablar del juicio. El desplazamiento hasta el fondo del pasillo en busca de hielo o de un refresco se convirtió en una ocasión especial que los que compartían habitación organizaban por turnos. Aumentaba palpablemente el hastío.

A ambos extremos del pasillo, dos soldados custodiaban la oscuridad y la soledad, sólo interrumpidas por la aparición sistemática de los miembros del jurado con cambio para la máquina de refrescos.

Se acostaban temprano y, cuando los centinelas llamaban a las puertas a las seis de la mañana, todos estaban despiertos y algunos incluso vestidos. Devoraron el desayuno del jueves, salchichas con tortilla, y a las ocho subieron ávidamente al autobús para regresar a su ciudad.

Por cuarto día consecutivo, la rotonda estaba abarrotada a las ocho de la mañana. Los espectadores habían descubierto que todos los asientos estaban ocupados a las ocho y media. Prather abrió la puerta y el público pasó lentamente por el detector de metales, estrechamente vigilado por los agentes de guardia, antes de entrar en la sala, donde los negros ocupaban el lado izquierdo y los blancos el derecho. Hastings reservó de nuevo el primer banco para Gwen, Lester, los niños y otros familiares. Agee y varios miembros del consejo estaban sentados en el segundo banco, junto a algunos parientes que no cabían en el primero. Agee estaba encargado de distribuir las guardias de los pastores dentro y fuera del Juzgado. Personalmente, prefería estar de guardia en la sala, donde se sentía más seguro, pero echaba de menos las cámaras y los periodistas que tanto abundaban en el jardín. A su derecha, al otro lado del pasillo, se encontraban los parientes y amigos de las víctimas. Hasta el momento, su conducta había sido impecable.

Poco antes de las nueve, Carl Lee llegó esposado del calabozo. Uno de los muchos agentes que le rodeaban le quitó las esposas. Brindó una radiante sonrisa a su familia y ocupó su lugar. Los abogados se dirigieron a sus respectivos lugares y descendió el ruido de la sala. El alguacil asomó la cabeza por la puerta situada junto al palco del jurado y, satisfecho con lo que vio, la abrió para permitir que los miembros del jurado ocuparan sus asientos. El señor Pate observaba la operación desde la puerta del despacho de su señoría y, cuando todo le pareció correcto, dio un paso al frente y exclamó:

—¡Levántense!

Ichabod, con su toga negra predilecta, arrugada y descolorida, ocupó su lugar en el estrado y ordenó al público que se sentara. Saludó al jurado y les preguntó sobre lo que había ocurrido o dejado de ocurrir desde el día anterior.

—¿Dónde está el señor Musgrove? —preguntó después de mirar a los abogados.

—Con la venia de su señoría —respondió Buckley—, llegará un poco tarde. Pero estamos listos para proseguir.

—Llame a su próximo testigo —ordenó Noose.

El forense del laboratorio estatal fue localizado en la rotonda y acompañado a la sala. Normalmente, habría estado demasiado ocupado para asistir a un juicio sencillo, mandando, por lo tanto, a uno de sus subordinados para explicar al jurado las causas exactas de la muerte de Cobb y Willard. Pero tratándose del caso Hailey se sintió obligado a asistir personalmente. A decir verdad, era el caso más sencillo que había visto en mucho tiempo: los cuerpos fueron hallados moribundos, el arma utilizada estaba junto a los mismos, y habían recibido suficientes balazos para morir una docena de veces. Todo el mundo sabía cómo fallecieron aquellos muchachos. Pero el fiscal había insistido en una meticulosa exploración científica, de modo que cuando el forense subió al estrado el jueves por la mañana iba cargado de fotografías de la autopsia y láminas anatómicas a todo color.

En el despacho de su señoría, Jake se había mostrado dispuesto a convenir las causas de la defunción, pero Buckley se negó rotundamente a ello. No, señor: quería que los miembros del jurado oyeran y comprendieran cómo habían fallecido.

—Aceptaremos que murieron de varios impactos de bala disparados con el M-16 —declaró Jake con precisión.

—No, señor —insistió tercamente Buckley—. Tengo derecho a demostrarlo.

—Pero le ofrece estipular la causa de la muerte —agregó Noose con incredulidad.

—Tengo derecho a demostrarlo —insistió Buckley.

De modo que lo demostró. En un caso típico de celo excesivo por parte de la acusación, Buckley lo demostró. Durante tres horas, el forense habló de la cantidad de impactos de bala recibidos por Cobb, de los recibidos por Willard, del daño perpetrado por cada bala al penetrar en los cuerpos y de los terribles daños causados en el interior de los mismos. Colocaron las láminas anatómicas sobre atriles frente al jurado, el técnico cogió unos proyectiles de plástico numerados que representaban las balas y los desplazó con mucha lentitud sobre los diagramas. Catorce para Cobb y once para Willard. Buckley formulaba una pregunta, recibía una respuesta e interrumpía para insistir en algún punto.

—Con la venia de su señoría, no tenemos ningún inconveniente en acordar las causas de la muerte —decía Jake, lleno de frustración, cada treinta minutos.

—Nosotros sí lo tenemos —replicaba categóricamente Buckley antes de pasar al próximo proyectil.

Jake se dejaba caer en su silla, movía negativamente la cabeza y miraba a los miembros del jurado, es decir: a los que seguían despiertos.

El médico terminó a las doce y Noose, hastiado y entumecido, ordenó un descanso de dos horas para el almuerzo. El alguacil despertó a los miembros del jurado y les condujo a la sala de deliberación, donde, después de comer carne asada en platos de plástico, se dedicaron a jugar a los naipes. No se les permitía abandonar el Juzgado.

En todas las pequeñas ciudades del sur hay un muchacho que nació para ganar dinero. Es aquel que a los cinco años instala el primer tenderete de refrescos en su calle y cobra veinticinco centavos por un vaso de agua con aromatizante artificial. Sabe que lo que vende tiene un sabor horrible, pero también sabe que los adultos lo consideran adorable. Es el primero en comprar un cortador de césped a plazos en Western Auto y en ir de puerta en puerta en febrero en busca de trabajos de jardinería para el verano. Es el primero en comprarse su propia bicicleta, que utiliza por la mañana y por la noche para repartir periódicos. En agosto vende postales de Navidad a las ancianas. En noviembre, pasteles de fruta de puerta en puerta. Los sábados por la mañana, cuando sus amigos están en casa viendo dibujos animados por televisión, él está en el mercado de la plaza del Juzgado vendiendo cacahuetes y palomitas de maíz. A los doce, adquiere su primer bono de ahorro. Tiene su propio banquero. A los quince compra al contado una camioneta nueva, el mismo día en que obtiene su permiso a conducir. A continuación, adquiere un remolque y lo llena de herramientas de jardinería. Vende camisetas en los partidos de fútbol del instituto. Es un negociante: un futuro millonario.

En Clanton se llamaba Hinky Myrick y tenía dieciséis años. Esperaba intranquilo en la rotonda hasta que Noose levantó la sesión y, entonces, pasó entre los agentes de policía y entró en la sala. Tal era la demanda de asientos que casi nadie los abandonaba para ir a almorzar. Algunos se levantaban, miraban fijamente al vecino, señalaban el asiento y, después de asegurarse de que todo el mundo había comprendido que era suyo para todo el día, se ausentaban para ir al servicio. Pero la mayoría permanecía en sus preciados bancos durante la hora del almuerzo, a pesar del natural sufrimiento.

Hinky olía las oportunidades. Intuía las necesidades de la gente. El jueves, al igual que el miércoles, entró por el pasillo central con un carrito de la compra hasta el frente de la sala cargado de bocadillos diversos y platos combinados en recipientes de plástico. Empezó a dar voces hacia los bancos y a suministrar comida a sus clientes, avanzando lentamente hasta el fondo de la sala. No tenía ningún escrúpulo. Vendía los bocadillos de ensaladilla de atún con pan blanco a dos dólares, cuando su coste era de ochenta centavos. El plato de pollo frío con unos pocos guisantes a tres dólares, aunque su coste era de un dólar y cuarto. La lata de bebida refrescante, a un dólar cincuenta. Pero los clientes pagaban gustosos sus precios para poder conservar el asiento. Se quedó sin existencias antes de llegar a la cuarta fila y empezó a apuntar pedidos del resto de la sala. Hinky era el hombre del momento.

Con un puñado de pedidos, salió corriendo del Juzgado, cruzó los jardines entre grupos de negros hasta Caffey Street y entró en Claude’s. Se dirigió inmediatamente a la cocina, le dio un billete de veinte dólares al cocinero y todos los pedidos que llevaba. Esperó sin dejar de mirar el reloj. El cocinero trabajaba con lentitud. Hinky le dio otros veinte.

El juicio generó una prosperidad con la que Claude ni siquiera había soñado. El desayuno y el almuerzo en su pequeño café se convirtieron en verdaderos acontecimientos, puesto que la demanda excedía en mucho al número de sillas disponibles y los hambrientos hacían cola en la acera, aguantando el sofocante sol a la espera de una mesa. Después del almuerzo del lunes, había recorrido todo Clanton en busca de todas las mesitas y sillas plegables que pudo encontrar. A la hora del almuerzo desaparecían los pasillos y las camareras se veían obligadas a desplazarse estratégicamente entre múltiples hileras de clientes, la mayoría de los cuales eran negros.

El juicio era lo único de lo que se hablaba. El miércoles, la composición del jurado había recibido duras críticas. El jueves se hablaba del desagrado creciente que inspiraba el fiscal.

—He oído decir que quiere presentarse para gobernador.

—¿Demócrata o republicano?

—Demócrata.

—No podrá ganar sin el voto negro; no en este Estado.

—Desde luego, y no habrá muchos negros que le voten después de este juicio.

—Ojalá lo intente.

—Su conducta es más bien la de un republicano.

En Clanton, antes del juicio, la hora del almuerzo empezaba a las doce menos diez, cuando las jóvenes, morenas y atractivas secretarias elegantemente vestidas abandonaban sus escritorios en los bancos, bufetes, compañías de seguros y el Juzgado para lanzarse a la calle. Durante el descanso hacían recados por la plaza. Iban a correos. Realizaban sus operaciones bancarias. Iban de compras. Casi todas compraban algo de comer en el restaurante chino y comían en los bancos de los jardines del Juzgado, a la sombra de los árboles. Formaban grupos y charlaban. A las doce del mediodía, había más mujeres hermosas en la glorieta de los jardines que en el concurso de Miss Mississippi. Según la tradición, las oficinistas de Clanton tenían prioridad a la hora del almuerzo en la plaza y no tenían que regresar hasta la una. Los hombres salían a las doce y admiraban a las mujeres.

Pero el juicio cambió las cosas. Los árboles de la plaza estaban en zona de combate. Los cafés, desde las once hasta la una, estaban abarrotados de soldados y forasteros que no habían podido entrar en el Juzgado. Las oficinistas hacían sus recados y comían en el despacho.

En el Tea Shoppe, empleados de banca y otros administrativos hablaban del juicio en términos de publicidad y de su repercusión en la urbe. Les preocupaba particularmente el Klan. Nadie conocía a un solo miembro de la siniestra organización y, en el norte de Mississippi, hacía mucho tiempo que lo tenían olvidado. Pero a los buitres les encantaban las túnicas blancas y, de cara al mundo exterior, Clanton, Mississippi, era el hogar del Ku Klux Klan. Detestaban la presencia del Klan y maldecían a la prensa por mantenerlo en su ciudad.

Para el almuerzo del jueves, el Coffee Shop ofrecía su especialidad cotidiana de costillas de cerdo a la paisana acompañadas de hojas de remolacha y ñames al caramelo, maíz con bechamel o abelmosco frito. Dell servía la especialidad en un local abarrotado por partes iguales de clientes del lugar, forasteros y soldados. La norma, oficiosa pero firmemente establecida, de no hablar con nadie, que llevara barba o hablase con un acento extraño, se aplicaba al pie de la letra, y a las personas amables les resultaba difícil no relacionarse con los forasteros y no sonreírles. Hacía mucho tiempo que la calurosa acogida que recibieron los forasteros a los pocos días del tiroteo había sido sustituida por una silenciosa arrogancia. Eran demasiados los sabuesos de la prensa que habían traicionado a sus anfitriones publicando artículos poco halagadores e injustos sobre el condado y sus habitantes. Era asombroso que pudieran llegar a manadas de todos los confines del país y, en veinticuatro horas, se convirtiesen en expertos sobre un lugar del que nunca habían oído hablar y acerca de una gente a la que jamás habían conocido.

La gente de la ciudad los había visto circular por la plaza como imbéciles, persiguiendo al sheriff, al fiscal, al abogado defensor o a cualquiera que pudiese saber algo. Los veía junto a la puerta posterior del Juzgado como lobos hambrientos dispuestos a lanzarse sobre el acusado, que invariablemente iba rodeado de policías e invariablemente hacía caso omiso de las absurdas preguntas que le repetían. La gente de la región los contemplaba con desdén cuando enfocaban sus objetivos a los miembros del Klan y a los negros vociferantes, siempre en busca de los elementos más radicales, que los buitres presentaban como normales.

Los observaban y los odiaban.

—¿Qué es esa porquería naranja que lleva en la cara? —preguntó Tim Nunley refiriéndose a una presentadora sentada en una mesa junto a la ventana.

Jack Jones dio un mordisco a su abelmosco y observó el rostro anaranjado.

—Creo que es maquillaje para las cámaras. Hace que su rostro parezca blanco por televisión.

—Pero ya es blanca.

—Sí, pero no lo parecería por televisión si no se pintara la cara color naranja.

—¿Entonces qué utilizan los negros en la televisión? —preguntó Nunley, que no estaba convencido.

Nadie respondió.

—¿La viste anoche por televisión? —preguntó Jack Jones.

—No. ¿De dónde es?

—Del canal cuatro, de Memphis. Anoche entrevistó a la madre de Cobb y, evidentemente, no dejó de presionarla hasta que echó a llorar. Lo único que mostraron por televisión fue su llanto. Daba asco. La noche anterior habló con unos miembros del Klan de Ohio, que explicaron lo que necesitamos aquí en Mississippi. Es la peor de todos.

El fiscal concluyó la acusación contra Carl Lee el jueves por la tarde. Después del almuerzo, Buckley llamó a Murphy a declarar. El testimonio de aquel pobre hombrecillo tartamudeando incontrolablemente durante una hora fue una experiencia crispadora y agobiante.

—Tranquilícese, señor Murphy —repetía Buckley un centenar de veces.

Él, entonces, asentía y tomaba un sorbo de agua. En la medida de lo posible, procuraba responder moviendo afirmativa o negativamente la cabeza, pero a la taquígrafa le resultaba enormemente difícil interpretar sus respuestas.

—No he oído la respuesta —decía con frecuencia, de espaldas al testigo.

Entonces, él intentaba vocalizar la respuesta, pero solía trabarse en alguna consonante dura como la «p» o la «t». Emitía algún sonido y, luego, tartamudeaba incoherentemente.

—No le he entendido —decía la taquígrafa, desesperada, cuando el testigo concluía.

Buckley suspiraba. Los miembros del jurado se movían, enojados, en sus asientos. La mitad de los presentes se mordían las uñas.

—¿Le importaría repetir la respuesta? —preguntaba Buckley con toda la paciencia de la que era capaz.

—Lo s-s-s-s-s-s-s-siento —solía responder.

Daba lástima.

A lo largo de todo el interrogatorio, se pudo saber que él tomaba una Coca-Cola en la escalera posterior, de cara a los peldaños, cuando los muchachos fueron tiroteados. Se había percatado de la presencia de un negro que asomaba la cabeza por la puerta de un trastero, a unos doce metros de donde se encontraba. Pero no le prestó atención. Sin embargo, cuando empezaron a descender los muchachos, el negro salió y empezó a disparar entre gritos y carcajadas. Cuando cesaron los disparos, arrojó el arma al suelo y huyó. Sí, era él, sentado allí. El negro.

Noose estuvo a punto de agujerear las gafas escuchando a Murphy. Cuando Buckley se sentó, su señoría miró angustiado a Jake.

—¿Desea interrogar al testigo? —preguntó, intranquilo.

—No lo hagas —susurró categóricamente Carl Lee.

—No, su señoría, la defensa no desea formular ninguna pregunta.

El siguiente testigo era el agente Rady, investigador del departamento del sheriff. Informó al jurado de que encontró una lata de Royal Crown Cola en el trastero situado junto a la escalera, y las huellas dactilares de la misma coincidían con las de Carl Lee.

—¿Estaba llena o vacía? —preguntó Buckley con mucho dramatismo.

—Completamente vacía.

Vaya descubrimiento: tenía sed, pensó Jake. Oswald comió un cuarto de pollo mientras esperaba a Kennedy. No, no tenía ninguna pregunta para el testigo.

—Tenemos un último testigo, su señoría —afirmó Buckley a las cuatro en punto—. El agente DeWayne Looney.

Looney entró cojeando en la sala con la ayuda de un bastón, subió al estrado, desenfundó su arma y se la entregó al señor Pate.

—¿Puede decirnos su nombre? —preguntó Buckley, que le miraba con orgullo.

—DeWayne Looney.

—¿Y su dirección?

—Catorce sesenta y ocho de Bennington Street, Clanton, Mississippi.

—¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y nueve años.

—¿Dónde trabaja usted?

—En el departamento del sheriff de Ford County.

—¿Qué cargo desempeña?

—Recepcionista.

—¿Qué cargo desempeñaba el lunes, veinte de mayo?

—Agente de policía.

—¿Estaba de servicio?

—Sí. Se me ordenó custodiar a dos detenidos de la cárcel al Juzgado y viceversa.

—¿Quiénes eran los detenidos?

—Billy Ray Cobb y Pete Willard.

—¿A qué hora salió del Juzgado con los detenidos?

—Supongo que alrededor de la una y media.

—¿Quién estaba de servicio con usted?

—El agente Prather. Él y yo éramos responsables de los dos detenidos. Contábamos con la ayuda de otros agentes en la sala y había otros dos o tres agentes en la calle. Pero el agente Prather y yo éramos los responsables.

—¿Qué ocurrió cuando concluyó la vista?

—Esposamos inmediatamente a Cobb y a Willard y salimos de aquí. Los llevamos a ese pequeño calabozo, esperamos un par de segundos y Prather bajó por la escalera.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Empezamos a bajar. Cobb iba primero, seguido de Willard, y yo en último lugar. Como ya he dicho, Prather bajó antes que nosotros. Había salido ya por la puerta.

—Bien. ¿Qué ocurrió a continuación?

—Cuando Cobb había llegado casi a la planta baja empezaron los disparos. Yo estaba en el rellano, a punto de empezar a bajar. Al principio no vi a nadie, pero luego vi al señor Hailey que disparaba con el fusil ametrallador. Cobb cayó de espaldas contra Willard, ambos gritaron amontonados sobre los peldaños e intentaron regresar al rellano donde yo me encontraba.

—Bien. Descríbanos lo que vio.

—Se oían las balas que rebotaban en las paredes en todas direcciones. Era el arma más ruidosa que he oído en mi vida, y parecía disparar eternamente. Los muchachos se doblaban y contorsionaban entre gritos y gemidos. Recuerde que estaban esposados.

—Claro. ¿Qué le ocurrió a usted?

—Como ya le he dicho, no pasé del rellano. Creo que una de las balas que rebotó en la pared me alcanzó en la pierna. Intentaba subir de nuevo por la escalera cuando sentí el ardor en la pierna.

—¿Y qué ha ocurrido con su pierna?

—Me la han amputado por debajo de la rodilla —respondió tranquilamente Looney, como si perder una extremidad fuera algo que se diese todos los días.

—¿Pudo distinguir claramente al hombre que efectuaba los disparos?

—Sí, señor.

—¿Puede identificarlo para el jurado?

—Sí, señor. Es el señor Hailey, que está ahí sentado.

Después de aquella respuesta, habría sido lógico concluir el interrogatorio de Looney. Había sido breve, preciso y compasivo; y había identificado positivamente al acusado. El jurado lo había escuchado palabra por palabra. Pero Buckley y Musgrove sacaron de nuevo los planos del Juzgado y los colocaron delante del jurado para obligar a Looney a exhibir un poco más su cojera al aproximarse a ellos. A instancias de Buckley, reconstruyó con exactitud todos los movimientos anteriores a los disparos.

Jake se frotó la frente y se pellizcó el puente de la nariz. Noose limpió repetidamente sus gafas. Los miembros del jurado se ponían nerviosos.

—¿Desea interrogar al testigo, señor Brigance? —preguntó finalmente Noose.

—Sólo unas preguntas —respondió Jake mientras Musgrove retiraba los diagramas—. Agente Looney, ¿a quién miraba Carl Lee cuando disparaba?

—A esos chicos, creo.

—¿Le miró a usted en algún momento?

—Dadas las circunstancias, no me dediqué a analizar su mirada. A decir verdad, intentaba huir en dirección contraria.

—¿De modo que no le apuntaba a usted?

—Claro que no. Apuntaba sólo a esos chicos. Y les dio.

—¿Qué hacía mientras disparaba?

—Chillaba y reía a carcajadas como un loco. Fue lo más extraño que he oído en mi vida, como si estuviera endemoniado o algo por el estilo. Y lo que nunca olvidaré fue que, a pesar de tanto ruido, el silbido de las balas, las explosiones y los gritos de los chicos al recibir los disparos, por encima de todo se oía esa risa endemoniada.

La respuesta fue tan perfecta que Jake tuvo que hacer un esfuerzo para no sonreír. Él y Looney lo habían preparado un centenar de veces y había salido a la perfección. Una maravilla. Jake hojeó afanosamente su cuaderno y echó una mirada al jurado. Todos contemplaban a Looney, cautivados por su respuesta. Jake escribió algo, cualquier cosa, nada, con el único propósito de matar unos segundos antes de formular las preguntas más importantes del juicio.

—Sin embargo, agente Looney, Carl Lee Hailey alcanzó su pierna con un disparo.

—Sí, señor, así fue.

—¿Cree que lo hizo intencionadamente?

—Desde luego que no. Fue un accidente.

—¿Desea usted que se le castigue por haberle disparado?

—No, señor. No tengo absolutamente nada contra él. Hizo lo mismo que habría hecho yo.

A Buckley se le cayó la pluma de la mano y se hundió en su silla. Miró con tristeza a su mejor testigo.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que no le reprocho lo que hizo. Esos chicos habían violado a su hijita. Yo también tengo una hija menor. Si alguien la viola, puede darse por muerto. Le volaré los sesos, como lo hizo Carl Lee. Deberíamos darle un trofeo.

—¿Desea que el jurado condene a Carl Lee?

—¡Protesto! ¡Protesto! —exclamó Buckley levantándose—. ¡Pregunta improcedente!

—¡No! —gritó Looney—. No quiero que le condenen. Es un héroe. Ha…

—¡No responda, señor Looney! —decía Noose levantando la voz—. ¡No responda!

—¡Protesto! ¡Protesto! —vociferaba Buckley de puntillas.

—¡Orden en la sala! ¡Orden en la sala! —ordenaba Noose.

Buckley guardaba silencio. Looney no decía nada. Jake regresó a su asiento y dijo:

—Retiro la pregunta.

—Les ruego no tengan en cuenta la última pregunta —ordenó Noose a los miembros del jurado.

Looney miró al jurado con una sonrisa y abandonó cojeando la sala.

—Llame a su próximo testigo —dijo Noose, después de quitarse las gafas.

—Con la venia de su señoría —respondió Buckley mientras se ponía lentamente de pie, con el mayor dramatismo del que fue capaz—. La acusación ha concluido.

—Bien —dijo Noose mirando a Jake—. Supongo, señor Brigance, que tiene usted una o dos mociones para presentar ante la sala.

—Sí, señoría.

—Muy bien, hablaremos de ello en mi despacho.

Noose dio permiso al jurado para que se retirara hasta el viernes a las nueve de la mañana con las instrucciones de siempre.