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CARLA vio el artículo en la segunda página de la sección frontal. «Jurado de blancos para Hailey», decía el titular. Jake no había llamado el martes por la noche. Carla leyó el artículo y se despreocupó del café.

La casa veraniega estaba sola, en una zona semirrecluída de la playa. El vecino más próximo se encontraba a doscientos metros. Su padre era propietario del terreno y no tenía intención de venderlo. Hacía diez años que había construido la casa, después de vender su empresa en Knoxville y retirarse rico. Carla era hija única y ahora Hanna sería nieta única. En la casa, con sus cuatro dormitorios y cuatro cuartos de baño repartidos por tres plantas, cabían una docena de nietos.

Cuando acabó de leer el artículo, se dirigió a los ventanales de la galería, desde donde se divisaba la playa y, más allá, el océano. La brillante masa anaranjada del sol acababa de remontar el horizonte. Carla prefería el calor de la cama hasta bastante después del alba, pero su vida con Jake había aportado nuevas aventuras a las primeras siete horas del día. Su cuerpo se había acostumbrado a despertar a las cinco y media como máximo. En una ocasión, Jake le había dicho que su objetivo era el de ir a trabajar antes del amanecer y regresar después de caída la noche. Generalmente lo hacía. Se sentía orgulloso de trabajar más horas por día que cualquier otro abogado de Ford County. Era distinto, pero lo amaba.

A setenta y ocho kilómetros al norte de Clanton, el poblado de Temple del condado de Milburn descansaba apaciblemente junto al río Tippah. Tenía tres mil habitantes y dos moteles. El Temple Inn estaba vacío; no había razón alguna para estar allí en aquella época del año. Al fondo de una recluida ala, había ocho habitaciones ocupadas y custodiadas por soldados y un par de patrulleros estatales. Las diez mujeres se habían aparejado sin dificultad, así como Barry Acker y Clyde Sisco. Al suplente negro, Ben Lester Newton, le habían facilitado una habitación individual, así como a la otra suplente: Francie Pitts. Las televisiones habían sido desconectadas y los periódicos prohibidos. La cena del martes había sido servida en las habitaciones y el desayuno del miércoles llegó a las siete y media en punto mientras se calentaba el motor del autobús y llenaba el aparcamiento de humareda. Al cabo de treinta minutos, los catorce subieron al vehículo y la comitiva emprendió el camino de Clanton.

En el autobús hablaban de sus familias y trabajos. Dos o tres se conocían con anterioridad, pero la mayoría eran desconocidos. Evitaban torpemente hablar de la razón por la que estaban reunidos y de la misión encomendada. El juez Noose había sido muy claro en este sentido: prohibido hablar del caso. Les apetecía hablar de muchas cosas: la violación, los violadores, Carl Lee, Jake, Buckley, Noose, el Klan y mucho más. Todos sabían lo de las cruces en llamas, pero no hablaban de ello, por lo menos en el autobús. Habían tenido muchas conversaciones en las habitaciones del motel.

El Greyhound llegó al Juzgado a las nueve menos cinco, y los miembros del jurado miraron a través de las ventanas ahumadas para ver el número de negros, de miembros del Klan y otros, separados por las fuerzas armadas. El autobús cruzó las barricadas y aparcó detrás del Palacio de Justicia, donde esperaban agentes de policía para escoltarlos cuanto antes a la sala. Subieron por la escalera posterior a la sala del jurado, donde se les sirvió café y buñuelos. El alguacil les comunicó que eran las nueve y su señoría estaba listo para empezar. Les condujo a la abarrotada sala y al palco del jurado, donde cada uno ocupó el lugar que le correspondía.

—Levántense —exclamó el señor Pate.

—Siéntense —dijo Noose, al tiempo que se dejaba caer en su elevado sillón de cuero en el estrado—. Buenos días, damas y caballeros —agregó calurosamente, dirigiéndose al jurado—. Espero que se sientan bien esta mañana y dispuestos a desempeñar su función.

Todos asintieron.

—Me alegro. Les formularé la siguiente pregunta todas las mañanas: ¿Intentó alguien anoche ponerse en contacto con ustedes, hablarles o influirles en modo alguno?

Todos movieron negativamente la cabeza.

—Me alegro. ¿Han hablado del caso entre ustedes?

Todos mintieron y movieron negativamente la cabeza.

—Me alegro. Si alguien intenta ponerse en contacto con ustedes para discutir este caso, o influirles en modo alguno, espero que me lo comuniquen cuanto antes. ¿Comprendido?

Todos asintieron.

—Ahora estamos listos para empezar el juicio. El reglamento prescribe que empecemos por los discursos de apertura de los abogados. Quiero advertirles que nada de lo que digan los letrados es testimonial y no debe aceptarse como prueba. Señor Buckley, ¿desea pronunciar un discurso de apertura?

Buckley se levantó y abrochó su reluciente chaqueta de poliéster.

—Sí, su señoría.

—Lo suponía. Prosiga.

Buckley levantó el pequeño atril de madera, lo colocó exactamente frente al palco del jurado, se situó detrás del mismo, respiró hondo y hojeó lentamente sus notas. Disfrutaba de aquel breve período de silencio, con todas las miradas fijas en él y todos los oídos a la espera ansiosa de sus palabras. Empezó agradeciendo su presencia a los miembros del jurado, su sacrificio y su espíritu cívico (como si tuvieran otra alternativa, pensó Jake). Se sentía orgulloso de ellos y honrado por su colaboración en un caso de tanta importancia. Les repitió que él era su abogado, en representación del Estado de Mississippi. Expresó su incertidumbre ante la tremenda responsabilidad que ellos, el pueblo, le habían confiado a él, Rufus Buckley, un simple abogado rural de Smithfield. Divagó sobre sí mismo, sus ideas acerca del juicio, y su esperanza y deseo de no defraudar al pueblo.

Siempre decía aproximadamente lo mismo en su discurso de apertura, pero en este caso su actuación era más lucida. Basura refinada, sofisticada y cuestionable. Jake deseaba crucificarle, pero sabía por experiencia que Ichabod no admitiría ninguna protesta durante el discurso de apertura a no ser que la ofensa fuera flagrante, que no era todavía el caso de la retórica de Buckley. Toda aquella sinceridad fingida y melodramática irritaban profundamente a Jake, sobre todo porque los miembros del jurado le escuchaban y, con excesiva frecuencia, le creían. El acusador era siempre el bueno, que aspiraba a corregir una injusticia y castigar a un delincuente que había cometido un horrendo crimen; encerrarle para siempre, a fin de que no pudiera volver a pecar. Buckley estaba dotado de una gran maestría para convencer al jurado desde el primer momento, durante su discurso de apertura, de que ellos, él y los doce elegidos, eran, como equipo unido para luchar contra el mal, quienes debían investigar con diligencia la verdad. Encontremos la verdad y triunfará la justicia. Seguidme a mí, Rufus Buckley, abogado del pueblo, y encontraremos la verdad.

La violación era un acto detestable. Él era padre, en realidad tenía una hija de la misma edad que Tonya Hailey, y cuando le llegó la noticia de la violación sintió náuseas. Se sintió afligido por Carl Lee y por su esposa. Sí, al pensar en sus propias hijas sintió deseos de venganza.

Jake sonrió fugazmente a Ellen. Era interesante. Buckley había decidido hablar de la violación en lugar de omitirla ante el jurado. Jake esperaba una confrontación crítica con el fiscal en cuanto a la admisibilidad de cualquier testimonio relacionado con la violación. La investigación de Ellen había demostrado con claridad que los detalles escabrosos eran jurídicamente inadmisibles, pero había ambigüedad en cuanto a la posibilidad de mencionarla o referirse a la misma. Evidentemente, Buckley creyó que era preferible reconocer la violación que intentar ocultarla. Buena jugada, pensó Jake, dado que los doce, al igual que el resto del mundo, conocían de todos modos los detalles.

Ellen también sonrió. La violación de Tonya Hailey estaba a punto de ser juzgada por primera vez.

Buckley explicó que era perfectamente natural que un padre deseara vengarse. Confesó que él también lo haría. Sin embargo, prosiguió en un tono de mayor gravedad, había una enorme diferencia entre el deseo de venganza y la venganza consumada.

Ahora empezaba a calentarse, mientras caminaba decididamente de un lado para otro cogiendo su propio ritmo y haciendo caso omiso del atril. Durante los veinte minutos siguientes describió el código penal, su aplicación en Mississippi, y cómo él personalmente, Rufus Buckley, había mandado a muchos violadores a Parchman para toda la vida. El sistema tenía éxito porque los habitantes de Mississippi tenían el suficiente sentido común para que funcionara, pero dejaría de hacerlo si a gente como Carl Lee Hailey se le permitía utilizar atajos y administrar la justicia a su antojo. Piénsenlo. Una sociedad sin ley en la que la gente se tomara la justicia por cuenta propia. Sin policía, sin cárceles, sin juzgados, sin juicios, sin jurados. Cada uno por su cuenta.

Era ciertamente paradójico, dijo en un descanso momentáneo, que Carl Lee Hailey esperara ahora un proceso justo y un juicio imparcial cuando había demostrado no creer en esas cosas. Pregúntenselo a las madres de Billy Ray Cobb y de Pete Willard. Pregúntenles por el juicio imparcial que sus hijos recibieron.

Hizo una pausa para permitir que el jurado y la sala asimilaran sus últimas palabras y reflexionasen. La idea ejerció un fuerte impacto, y todos los miembros del jurado miraron a Carl Lee Hailey. Sus miradas no eran de compasión. Jake se hurgaba las uñas con un cortaplumas y parecía aburrirse soberanamente. Buckley fingió consultar sus notas en el atril y echó una mirada al reloj. Cuando empezó a hablar de nuevo, lo hizo en un tono más contundente y afirmativo. La acusación demostraría que Carl Lee Hailey había planeado meticulosamente las matanzas. Esperó durante casi una hora en un pequeño cuarto junto a la escalera, por donde los muchachos pasarían de regreso a la cárcel. De algún modo se las había ingeniado para introducir un M-16 en el Juzgado. Buckley se acercó a una pequeña mesa junto a la taquígrafa y levantó el M-16.

—¡He aquí el M-16! —exclamó agitando el arma en el aire frente al jurado.

Dejó el fusil sobre el atril y describió cómo Carl Lee Hailey lo había seleccionado cuidadosamente porque lo había utilizado en combate cuerpo a cuerpo y sabía cómo usarlo para matar. Se había entrenado con un M-16, que era una arma ilegal. Uno no podía comprarla en cualquier armería. Tuvo que buscarla. Planear el golpe.

Las pruebas serían irrefutables: premeditación, alevosía, asesinato a sangre fría.

Y luego estaba lo del agente DeWayne Looney. Catorce años de servicio en el departamento del sheriff. Padre de familia y uno de los mejores agentes de policía que jamás había conocido. Abatido en acto de servicio por Carl Lee Hailey. Una de sus piernas le había sido parcialmente amputada. ¿Qué pecado había cometido? Puede que la defensa alegara que había sido un accidente, que no debían tenerlo en cuenta. En Mississippi aquello no era admisible como defensa.

No hay excusa, damas y caballeros, para esa violencia. El veredicto debe ser de culpabilidad.

Cada letrado disponía de una hora para su discurso de apertura y el atractivo de tanto tiempo resultaba irresistible para el fiscal del distrito, cuyos comentarios empezaban a ser repetitivos. Se perdió dos veces durante su condena de la defensa por enajenación mental. Los miembros del jurado empezaban a aburrirse y a buscar puntos de interés alrededor de la sala. Los dibujantes dejaron de esbozar, los periodistas de escribir y Noose se limpió las gafas siete u ocho veces. Era bien sabido que Noose se limpiaba las gafas para no quedarse dormido y luchar contra el aburrimiento, y acostumbraba a hacerlo durante el juicio. Jake había visto cómo las frotaba con un pañuelo, la corbata o las mangas de la camisa mientras algún testigo se desmoronaba y echaba a llorar o los abogados gritaban y agitaban los brazos. No se perdía una sola palabra, objeción ni estratagema; era sólo que, incluso en un caso de tal magnitud, todo le resultaba soberanamente aburrido. Nunca se quedaba dormido en el estrado, aunque a veces sentía grandes tentaciones de hacerlo. En su lugar, se quitaba las gafas, las examinaba a contraluz, las soplaba, las frotaba como si estuvieran cubiertas de grasa y, luego, se las volvía a colocar justo al norte de la verruga. Transcurridos apenas cinco minutos, volvían a estar sucias. Cuanto más se prolongaba Buckley, mayor era la frecuencia con que se las limpiaba.

Por fin, después de una hora y media, Buckley cerró la boca y se oyó un suspiro en la sala.

—Diez minutos de descanso —anunció Noose al tiempo que abandonaba el estrado, salía por la puerta y pasaba frente a su despacho en dirección al retrete.

Jake había previsto una introducción concisa y, después del maratón de Buckley, decidió hacerla aún más breve. La mayoría de la gente empieza por no sentir simpatía por los abogados, especialmente cuando pronuncian prolongados discursos altisonantes en los que insisten por lo menos tres veces en todo lo que les parece significativo y repiten persistentemente los puntos principales con el propósito de inculcarlos en quienquiera que escuche. Los miembros del jurado sienten una aversión especial por los abogados que pierden el tiempo, y esto por dos buenas razones. En primer lugar, no les pueden decir que se callen. Son sus prisioneros. Fuera de la sala, uno puede mandar a un abogado a freír espárragos y decirle que cierre el pico, pero en el palco del jurado está atrapado y no se le permite hablar. Por consiguiente, su único recurso consiste en dormir, roncar, echar malas miradas, hacer muecas, consultar el reloj o hacer alguna de las muchas señales que los fastidiosos abogados nunca reconocen. En segundo lugar, a los jurados no les gustan los juicios prolongados. Prefieren que se vaya al grano y se acabe cuanto antes. Facilitadnos los hechos y os daremos un veredicto.

Jake se lo explicó a su defendido durante el descanso.

—Estoy de acuerdo. Procura ser breve —respondió Carl Lee.

Así lo hizo. Su discurso de apertura duró catorce minutos y el jurado apreció todas y cada una de sus palabras. Empezó hablando de las hijas y de lo muy especiales que son. De lo muy diferentes que son de los niños y de la protección especial que necesitan. Les habló de su propia hija y del vínculo especial que existe entre padre e hija, que elude toda explicación y no permite que se juegue con el mismo. Confesó su admiración por el señor Buckley, así como por su supuesta misericordia y compasión por cualquier borracho pervertido que violara a su hija. Era indudablemente un gran hombre. Sin embargo, en la realidad, ¿podrían ellos, como miembros del jurado, como padres, manifestar tanta ternura, confianza e indulgencia si su hija hubiera sido violada por un par de salvajes borrachos, drogados, que la hubiesen atado brutalmente a un árbol y…?

—¡Protesto! —chilló Buckley.

—Se admite la protesta —exclamó Noose.

Jake hizo caso omiso de los gritos y prosiguió sin levantar la voz. Les pidió que, a lo largo del juicio, intentaran imaginar cómo se sentirían si se hubiera tratado de su hija. Les pidió que no condenaran a Carl Lee, sino que le mandaran a su casa junto a su familia. No mencionó la enajenación mental. Sabían que más adelante lo haría.

Terminó poco después de haber empezado, y dejó al jurado con un marcado contraste entre ambos estilos.

—¿Eso es todo? —preguntó Noose asombrado.

Jake asintió cuando se sentaba junto a su defendido.

—Muy bien. Señor Buckley, puede llamar a su primer testigo.

—La acusación llama a Cora Cobb.

El alguacil salió a la antesala y regresó por la puerta situada junto al palco del jurado acompañado de la señora Cobb, a quien Jean Gillespie tomó juramento antes de que subiera al estrado.

—Hable cerca del micrófono —dijo el alguacil.

—¿Es usted Cora Cobb? —preguntó Buckley a plena voz mientras acercaba el atril a la baranda.

—Sí, señor.

—¿Dónde vive?

—En la nacional tres, Lake Village, Ford County.

—¿Es usted la madre del fallecido Billy Ray Cobb?

—Sí, señor —respondió con lágrimas en los ojos.

Era una campesina cuyo marido la había abandonado cuando sus hijos eran pequeños, que se habían criado solos mientras ella hacía dos turnos en una fábrica de muebles entre Karaway y Lake Village. Desde una edad muy temprana, había sido incapaz de controlarlos. Tenía unos cincuenta años y procuraba aparentar cuarenta con el cabello teñido y mucho maquillaje, pero su aspecto era el de una sesentona.

—¿Qué edad tenía su hijo cuando murió?

—Veintitrés.

—¿Cuándo le vio vivo por última vez?

—Pocos segundos antes de que le mataran.

—¿Dónde le vio?

—Aquí, en esta sala.

—¿Dónde le mataron?

—En la planta baja.

—¿Oyó los disparos que causaron la muerte de su hijo?

—Sí, señor —respondió al tiempo que echaba a llorar.

—¿Dónde le vio por última vez?

—En la funeraria.

—¿En qué estado se encontraba?

—Muerto.

—Eso es todo —declaró Buckley.

—¿Desea interrogar a la testigo, señor Brigance?

Como testigo era inofensiva, llamada sólo para atestiguar que la víctima estaba efectivamente muerta y evocar un poco de compasión. No suponía ninguna ventaja interrogarla y, normalmente, no lo habría hecho. Pero Jake vio una oportunidad que no podía dejar escapar. Vio la oportunidad de asentar el tono del juicio, de despertar a Noose, a Buckley y al jurado, de llamar la atención de todos los presentes. Aquella mujer no era realmente tan lastimosa; en parte, fingía. Probablemente, Buckley la había aconsejado que procurase llorar.

—Sólo unas preguntas —respondió Jake, al tiempo que se acercaba al estrado por detrás de Buckley y Musgrove, con lo que despertó inmediatamente las sospechas del fiscal.

—Señora Cobb, ¿es cierto que su hijo fue condenado por tráfico de marihuana?

—¡Protesto! —chilló Buckley después de incorporarse de un brinco—. ¡Los antecedentes penales de la víctima son inadmisibles!

—¡Se admite la protesta!

—Gracias, su señoría —respondió educadamente Jake, como si Noose le hubiera hecho un favor.

La señora Cobb se frotó los ojos y creció su llanto.

—¿Dice que su hijo tenía veintitrés años cuando falleció?

—Sí.

—En sus veintitrés años, ¿a cuántas otras niñas violó?

—¡Protesto! ¡Protesto! —chilló Buckley agitando los brazos y mirando desesperadamente a Noose.

—¡Se admite la protesta! ¡Se admite la protesta! ¡Se ha extralimitado, señor Brigance! ¡Se ha extralimitado! —exclamaba el juez.

La señora Cobb echó a llorar incontrolablemente al oír los gritos, pero no se alejó del micrófono y su llanto retumbaba por la sala ante la perpleja concurrencia.

—¡Merece una amonestación, su señoría! —exclamó Buckley, con sus ojos y rostro repletos de ira, y el cuello color púrpura.

—Retiro la pregunta —declaró Jake de regreso a su silla.

—Le ruego que le amoneste —suplicó Buckley— y que instruya al jurado que desestime la pregunta.

—¿Alguna pregunta por su parte? —preguntó Noose.

—No —respondió Buckley al tiempo que se acercaba al estrado con un pañuelo para rescatar a la señora Cobb, que había ocultado el rostro entre sus manos y lloraba con violentas convulsiones.

—Puede retirarse, señora Cobb —dijo Noose—. Alguacil, tenga la bondad de ayudar a la testigo.

El alguacil la cogió del brazo y, con la asistencia de Buckley, la ayudó a bajar del estrado y la acompañó frente al palco del jurado, al otro lado de la barandilla y por el pasillo central de la sala. No dejó de gemir y lloriquear a lo largo del recorrido hasta la puerta de la sala, donde empezó de nuevo a llorar con toda la fuerza de sus pulmones.

Noose miró fijamente a Jake hasta que abandonó la sala y se hizo de nuevo el silencio.

—Les ruego que no tengan en cuenta la última pregunta del señor Brigance —dijo entonces el juez dirigiéndose al jurado.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Carl Lee, al oído de su abogado.

—Te lo explicaré luego.

—La acusación llama a Earnestine Willard —anunció Buckley en un tono mucho más moderado y cargado de incertidumbre.

La señora Willard llegó a la sala procedente del recinto de los testigos, se le tomó juramento y ocupó su lugar en el estrado.

—¿Es usted Earnestine Willard? —preguntó Buckley.

—Sí, señor —respondió con una voz frágil.

La vida había sido también dura para ella, pero estaba dotada de cierta dignidad que inspiraba más compasión y credulidad que en el caso de la señora Cobb. Su ropa no era cara, pero iba limpia y aseada. Su cabello tampoco estaba embadurnado con el tinte negro y barato, tan notorio en el de la señora Cobb, ni ocultaba su rostro tras varias capas de maquillaje. Cuando empezó a llorar, lo hizo para sus adentros.

—¿Y dónde vive?

—En las afueras de Lake Village.

—¿Era Pete Willard su hijo?

—Sí, señor.

—¿Cuándo le vio vivo por última vez?

—Aquí, en esta sala, poco antes de que le mataran.

—¿Oyó los disparos que causaron su muerte?

—Sí señor.

—¿Dónde le vio por última vez?

—En la funeraria.

—¿Y cuál era su estado?

—Estaba muerto —respondió al tiempo que se secaba las lágrimas con un pañuelo de papel.

—Cuánto lo lamento —declaró Buckley—. No hay más preguntas —agregó, mirando cautelosamente a Jake.

—¿Desea interrogar a la testigo? —preguntó Noose mirando a Jake también con recelo.

—Sólo un par de preguntas —respondió Jake—. Señora Willard, me llamo Jake Brigance —agregó después de acercarse al estrado y mirarla sin compasión.

Ella asintió.

—¿Qué edad tenía su hijo cuando murió?

—Veintisiete.

Buckley apartó su silla de la mesa y se sentó al borde de la misma, listo para saltar. Noose se quitó las gafas y se inclinó sobre el estrado. Carl Lee agachó la cabeza.

—¿Durante sus veintisiete años, a cuántas otras niñas violó?

—¡Protesto! ¡Protesto! ¡Protesto! —exclamó Buckley después de incorporarse de un brinco.

—¡Se admite la protesta! ¡Se admite la protesta!

Los gritos asustaron a la señora Willard, cuyo llanto creció de tono.

—¡Amonéstele, señor juez! ¡Hay que amonestarle!

—Retiro la pregunta —dijo Jake, de regreso a su silla.

—¡Con eso no basta, su señoría! ¡Hay que amonestarle! —suplicó Buckley con las manos unidas.

—Vengan a mi despacho —ordenó Noose después de disculpar a la testigo y levantar la sesión hasta la una.

Harry Rex esperaba en el balcón del despacho de Jake, con bocadillos y un jarrón de margaritas. Jake prefirió tomar zumo de pomelo. Ellen decidió tomar sólo una jarra pequeña, para calmar los nervios. Por tercer día consecutivo, Dell les había preparado el almuerzo y lo había traído personalmente a su despacho. Con los mejores deseos del Coffee Shop.

Comieron y descansaron en el balcón mientras contemplaban el espectáculo alrededor del Juzgado. ¿Qué ha ocurrido en el despacho de su señoría? Harry Rex insistía. Jake mordisqueaba una tarta. Había dicho que quería hablar de cualquier cosa menos del juicio.

—Maldita sea, ¿qué ha ocurrido en el despacho?

—Los Cardinals llevan tres juegos de desventaja, ¿lo sabías, Row Ark?

—Creí que eran cuatro.

—¿Qué ha ocurrido en el despacho?

—¿De veras quieres saberlo?

—¡Sí! ¡Sí!

—De acuerdo. Tengo que ir al retrete. Te lo contaré cuando regrese —dijo Jake antes de ausentarse.

—Row Ark, ¿qué ha ocurrido en el despacho de su señoría?

—Poca cosa. Noose ha censurado severamente a Jake, pero sin consecuencias irreversibles. Buckley quería sangre y Jake le ha respondido que estaba seguro de que se saldría con la suya si su rostro seguía enrojeciéndose. Buckley chillaba, pataleaba y acusaba a Jake de inflamar, según sus propias palabras, deliberadamente al jurado. Jake se ha limitado a sonreírle y a decirle que lo sentía, gobernador. Cada vez que le llamaba gobernador, Buckley apelaba a gritos al juez: «Haga algo, señor juez, me ha llamado gobernador». Y Noose respondía: «Por favor, caballeros, espero que actúen como profesionales». Luego esperaba unos minutos y volvía a llamarle, gobernador.

—¿Por qué ha afligido a esas dos ancianas?

—Ha sido genial, Harry Rex. Ha demostrado ante el jurado, Noose, Buckley y todos los presentes, que la sala es suya y que no le teme absolutamente a nadie. Ha sido el primero en golpear. Ha puesto a Buckley tan nervioso que ya no logrará relajarse. Noose le respeta porque no se deja intimidar por su señoría. Los miembros del jurado se han asustado, pero les ha obligado a despertar y les ha transmitido sin tapujos que esto es una guerra. Una genialidad.

—Sí, eso me había parecido.

—No nos ha perjudicado. Esas mujeres buscaban compasión, pero Jake le ha recordado al jurado lo que sus encantadores hijos hicieron antes de morir.

—Esa escoria.

—Si hay algún resentimiento por parte del jurado lo habrán olvidado cuando declare el último testigo.

—Jake es bastante astuto, ¿no te parece?

—Es bueno. Muy bueno. Es el mejor que he visto de su edad.

—Espera a su discurso de clausura. Lo he oído un par de veces. Es capaz de conmover a un sargento del ejército.

Jake regresó y se sirvió un pequeño margarita. Sólo una pequeña ración para calmar los nervios. Harry Rex bebía como un cosaco.

Ozzie fue el primer testigo de la acusación después del almuerzo. Buckley presentó unos enormes planos policromados del primer y segundo piso del Palacio de Justicia, y juntos reconstruyeron con precisión los últimos movimientos de Cobb y Willard.

A continuación, Buckley mostró una colección de fotografías en color de cuarenta por sesenta de Cobb y de Willard recién fallecidos en la escalera. Eran horripilantes. Jake había visto muchas fotografías de cadáveres y, a pesar de que dada su naturaleza no eran nunca agradables, no solían ser tan espeluznantes. En uno de sus casos, la víctima había recibido un disparo de un trescientos cincuenta y siete milímetros en el corazón y, simplemente, había caído muerto en la puerta de su casa. Era un anciano corpulento y musculoso, y la bala había permanecido incrustada en su cuerpo. Por consiguiente, no había sangre; sólo un pequeño orificio en sus zahones y otro cerrado en su pecho. Parecía que se hubiera desplomado después de quedarse dormido o borracho en la puerta de su casa, como le sucedía a Lucien. No era muy espectacular, y Buckley no se había sentido orgulloso de aquellas fotografías, que ni siquiera había ampliado. Se limitó a mostrar pequeñas copias de Polaroid al jurado y se sintió molesto porque eran tan pulcras.

Pero la mayoría de las fotografías de víctimas de asesinatos eran horrendas y nauseabundas, con techos y paredes manchados de sangre, y fragmentos del cuerpo desparramados por todas partes. En estos casos el fiscal siempre las ampliaba y las presentaba como prueba con gran alborozo, exhibiéndolas en la sala mientras describía con el testigo las escenas de las mismas. Por último, cuando los miembros del jurado se morían de curiosidad, Buckley le pedía educadamente permiso al juez para mostrarles dichas fotografías al jurado y su señoría siempre se lo concedía. Entonces Buckley y todos los demás observaban atentamente sus rostros, que reflejaban horror, espanto y a veces náuseas. Jake había llegado a ver cómo vomitaban dos miembros del jurado al ver las fotos de un cadáver terriblemente mutilado.

Dichas fotografías eran enormemente perjudiciales, enormemente inflamatorias y, también, enormemente admisibles. «Probativas» era el término utilizado por el Tribunal Supremo. Podían ayudar al jurado, según las decisiones tomadas a lo largo de noventa años por el alto tribunal. Estaba perfectamente asumido en Mississippi que las fotografías en los casos de asesinato, independientemente de su impacto en el jurado, eran siempre admisibles.

Hacía unas semanas qué, después de ver las fotografías de Cobb y Willard, Jake había presentado el recurso habitual y recibido la denegación acostumbrada.

En esta ocasión, estaban pegadas sobre un soporte de cartón, cosa que el fiscal no había hecho hasta entonces. Entregó la primera a Reba Betts para que circulara entre los miembros del jurado. Era un primer plano de la cabeza y sesos de Willard.

—¡Dios mío! —exclamó, antes de pasarla inmediatamente al siguiente, que suspiró horrorizado, y así sucesivamente.

De uno en uno, la vieron todos los miembros del jurado, incluidos los suplentes, se la devolvieron a Buckley y éste entregó otra fotografía a Reba. El ritual se prolongó treinta minutos hasta que todas las fotografías estuvieron de nuevo en manos del fiscal.

Entonces levantó el M-16 y lo puso en las manos de Ozzie.

—¿Puede identificarlo?

—Sí, es el arma hallada en el lugar del crimen.

—¿Quién la encontró?

—Yo.

—¿Y qué hizo con ella?

—La envolví con un plástico y la guardé en la caja fuerte de mi despacho, donde permaneció cerrada bajo llave hasta que se la entregué al señor Laird, del laboratorio forense de Jackson.

—Con la venia de su señoría, la acusación presenta el arma como prueba número S-13 —declaró Buckley, mientras agitaba el fusil en el aire.

—Ninguna objeción —dijo Jake.

—Hemos terminado con este testigo —exclamó Buckley.

—¿Desea interrogar al testigo?

Jake repasaba sus notas mientras se acercaba lentamente al estrado. Tenía sólo unas pocas preguntas para su amigo.

—¿Sheriff, detuvo usted a Billy Ray Cobb y a Pete Willard?

Buckley echó la silla atrás y apoyó sus amplias posaderas al borde de la misma, dispuesto a incorporarse de un brinco y chillar si era necesario.

—Sí, lo hice —respondió el sheriff.

—¿Por qué razón?

—Por la violación de Tonya Hailey —declaró a la perfección.

—¿Y qué edad tenía la niña cuando fue violada por Cobb y Willard?

—Diez años.

—¿Es cierto, sheriff, que Pete Willard firmó una confesión escrita en…?

—¡Protesto! ¡Protesto! ¡Su señoría! Esto es inadmisible y el señor Brigance lo sabe.

Ozzie asintió mientras el fiscal protestaba.

—Se admite la protesta.

—Solicito que la pregunta se elimine del memorial y que el jurado reciba instrucciones de no tenerla en cuenta —dijo Buckley temblando.

—Retiro la pregunta —declaró Jake mientras miraba a Buckley con una sonrisa.

—Les ruego que no tengan en cuenta la última pregunta del señor Brigance —dijo Noose a los miembros del jurado.

—He terminado —anunció Jake.

—¿Alguna pregunta adicional, señor Buckley?

—No, su señoría.

—Muy bien. Sheriff, puede retirarse.

El siguiente testigo de Buckley era un experto en huellas dactilares de Washington, que pasó una hora contándole al jurado lo que todos sabían desde hacía varias semanas. Su dramática conclusión vinculaba irrefutablemente las huellas del M-16 con las de Carl Lee. A continuación, declaró el experto en balística del laboratorio forense estatal, cuyo testimonio fue tan aburrido y carente de valor informativo como el de su predecesor. Sí, sin duda las balas encontradas en el lugar del crimen, habían sido disparadas con el M-16 que estaba ahora sobre la mesa. Ésta fue su conclusión, que, con la ayuda de cuadros y diagramas, Buckley tardó una hora en transmitir al jurado. Celo excesivo de la acusación, lo denominaba Jake, debilidad característica de todos los fiscales.

La defensa no tenía ninguna pregunta para los expertos y, a las cinco y cuarto, Noose se despidió del jurado con órdenes específicas de no discutir el caso. Todos asintieron educadamente al abandonar la sala. A continuación, levantó la sesión hasta las nueve de la mañana del día siguiente.