EL segundo día, el sol salió velozmente por levante y, en pocos segundos, secó el rocío del tupido césped que rodeaba el Palacio de Justicia de Ford County. Una niebla invisible y pegajosa emanaba de la hierba para adherirse a las pesadas botas y gruesos pantalones de los soldados. Bajo un sol implacable, patrullaban apaciblemente por los callejones del centro de Clanton. Procuraban refugiarse bajo los árboles y toldos de pequeñas tiendas. Cuando se sirvió el desayuno bajo sus carpas, todos los soldados se habían quitado parte de su uniforme para quedarse en camiseta verde pálido, y estaban empapados de sudor.
Los predicadores negros y sus feligreses se dirigieron inmediatamente al lugar asignado y se instalaron. Colocaron sillas y mesas plegables bajo los robles y termos de agua fresca sobre las mesas. A su alrededor levantaron una pulcra verja, con pancartas blancas y azules en las que se leía LIBERTAD PARA CARL LEE, sujetas a cañas que clavaron en el suelo. Agee había impreso unas nuevas pancartas con la ampliación de una foto de Carl Lee en blanco y negro en el centro de las mismas y un borde rojo, blanco y azul. Eran elegantes y de aspecto muy profesional.
Los miembros del Klan se dirigieron obedientemente al lugar que se les había asignado en los jardines. Trajeron sus propias pancartas: enormes letras rojas sobre fondo blanco, que proclamaban CARL LEE A LA PARRILLA, CARL LEE A LA PARRILLA. Las levantaron para mostrárselas a los negros a través de los jardines y ambos grupos empezaron a dar gritos. Los soldados formaron ordenados cordones a lo largo de la acera y permanecieron armados y tranquilos mientras los grupos intercambiaban insultos y blasfemias. Eran las ocho de la mañana del segundo día.
Los periodistas estaban apabullados por la abundancia de noticias. Se concentraron en los jardines delante del Juzgado cuando empezó el griterío. Ozzie y el coronel dieron varias vueltas alrededor del Juzgado señalando diversos puntos y hablando por sus respectivas radios.
A las nueve, Ichabod dio los buenos días al público de la sala, que ya sólo cabía de pie. Buckley se levantó con gran parsimonia y anunció alegremente a su señoría que ya no tenía más preguntas para los candidatos.
El letrado Brigance se puso de pie, con flaqueza en las rodillas y turbulencia en el estómago. Se acercó a la barandilla y contempló fijamente los ojos angustiados de los noventa y cuatro miembros potenciales del jurado.
Todo el mundo prestaba gran atención a aquel joven soberbio, que había alardeado de no haber perdido ningún caso de asesinato. Parecía relajado y seguro de sí mismo. Su voz era fuerte pero cálida. Hablaba como un erudito pero en términos familiares. Hizo de nuevo las presentaciones, empezando por sí mismo, siguiendo por su cliente y su familia, y dejando a la niña para el final. Felicitó al fiscal del distrito por su exhaustivo interrogatorio de la tarde anterior y reconoció que la mayoría de sus preguntas ya habían sido formuladas. Echó una ojeada a sus notas. Su primera pregunta cayó como una bomba.
—Damas y caballeros, ¿alguno de ustedes cree que bajo ninguna circunstancia debería utilizarse la enajenación mental como defensa?
Se pusieron un poco nerviosos, pero no se levantó ninguna mano. Les cogió por sorpresa, totalmente desprevenidos. ¡Enajenación mental! ¡Enajenación mental! La semilla estaba plantada.
—Si demostramos que Carl Lee Hailey estaba legalmente enajenado cuando disparó contra Billy Ray Cobb y Pete Willard, ¿hay alguien entre ustedes que no esté dispuesto a declararle inocente?
La pregunta era deliberadamente compleja. No se levantó ninguna mano. Varias personas deseaban hablar, pero no estaban seguras de cuál era la respuesta apropiada.
Jake les miró atentamente, consciente de que la mayoría estaban confundidos, pero también seguro de que todos ellos pensaban en la enajenación mental de su cliente. Y así les dejaría.
—Gracias —dijo con todo el encanto del que fue capaz—. He terminado, su señoría.
Buckley parecía confuso y miró al juez, que estaba igualmente perplejo.
—¿Eso es todo? —preguntó con incredulidad Noose—. ¿Ha concluido, señor Brigance?
—Sí, su señoría, no tengo nada que objetar respecto a los candidatos —respondió Jake como si se sintiera muy seguro de sí mismo, al contrario de Buckley, que les había interrogado durante tres horas.
Los candidatos estaban muy lejos de parecerle bien a Jake, pero no habría tenido ningún sentido repetir las preguntas que Buckley ya había formulado.
—Muy bien. Deseo ver a los letrados en mi despacho.
Buckley, Musgrove, Jake, Ellen y el señor Pate siguieron a Ichabod por la puerta situada detrás del estrado y se sentaron alrededor de la mesa en su despacho.
—Supongo, señores —dijo Noose—, que desean conocer el parecer de cada uno de los miembros potenciales del jurado respecto a la pena de muerte.
—Sí, señor —respondió Jake.
—Efectivamente, su señoría —agregó Buckley.
—Muy bien. Señor alguacil, traiga al jurado número uno, Carlene Malone.
El señor Pate se ausentó, entró en la sala y llamó a Carlene Malone, que al cabo de unos momentos entró en el despacho de su señoría. Estaba aterrorizada. Los abogados sonrieron, pero no dijeron nada. Órdenes de Noose.
—Por favor, siéntese —dijo el juez, mientras se quitaba la toga—. Esto durará sólo un momento, señora Malone. ¿Tiene usted algún sentimiento profundo, en un sentido u otro, respecto a la pena de muerte?
—Pues… No, señor —respondió mientras movía nerviosamente la cabeza con la mirada fija en Ichabod.
—¿Comprende usted que si se la selecciona para este jurado y el señor Hailey es declarado culpable se le pedirá que le condene a muerte?
—Sí, señor.
—Si la acusación demuestra más allá de toda duda razonable que la matanza fue premeditada y usted cree que el señor Hailey no estaba legalmente enajenado en el momento de cometer el delito, ¿estará dispuesta a dictar la pena de muerte?
—Ciertamente. Creo que siempre debería utilizarse. Puede que acabara con tanta fechoría. Soy plenamente partidaria de la misma.
Jake saludó con la cabeza al jurado número uno, sin dejar de sonreír. Buckley también sonreía y le guiñó un ojo a Musgrove.
—Gracias, señora Malone. Puede volver a su asiento en la sala —dijo Noose.
—Haga pasar al número dos —ordenó Noose al señor Pate.
Marcia Dickens, una ceñuda anciana blanca, fue conducida al despacho. Sí, señor, respondió, era plenamente partidaria de la pena de muerte. No tendría ningún reparo en votar a favor de la misma. Jake se limitó a sonreír. Buckley volvió a guiñar el ojo. Noose le dio las gracias y llamó al número tres.
El número tres y el cuatro estaban igualmente decididas y dispuestas a condenar a muerte si había pruebas. A continuación, llegó el número cinco, Gerald Ault, arma secreta de Jake.
—Gracias señor Ault, esto sólo durará un minuto —repitió Noose—. En primer lugar, ¿tiene sentimientos profundos a favor o contra la pena de muerte?
—Desde luego, señor —respondió inmediatamente Ault, con una voz y un rostro que irradiaban compasión—. Estoy totalmente contra la misma. Es cruel e inhumana. Me avergüenza formar parte de una sociedad que permite la matanza legal de un ser humano.
—Comprendo. Dadas las circunstancias y, si formara parte de un jurado, ¿sería capaz de votar a favor de la pena de muerte?
—Claro que no. Bajo ninguna circunstancia. Independientemente del crimen. No, señor.
Buckley se aclaró la garganta y declaró:
—Con la venia de su señoría, la acusación se opone a los servicios del señor Ault y propone que sea exonerado, según el precedente establecido por «el Estado contra Witherspoon».
—Moción aceptada. Señor Ault, queda usted exento de su obligación para servir como miembro del jurado —dijo Noose—. Puede abandonar la sala si lo desea. Si prefiere quedarse, debo pedirle que no se siente con los demás miembros potenciales del jurado.
Ault estaba perplejo y miró desconcertado a su amigo Jake, que en aquel momento miraba al suelo con la boca muy apretada.
—¿Le importaría decirme por qué? —preguntó Gerald.
Noose se quitó las gafas y adoptó una actitud didáctica.
—Según la ley, señor Ault, la sala tiene la obligación de excluir a cualquier jurado potencial que se confiese incapaz de considerar, y la palabra clave es considerar, la pena de muerte. Comprenda que, le guste o no, la pena de muerte es una forma legal de castigo en Mississippi y en la mayoría de los Estados. Por consiguiente, sería injusto elegir jurados incapaces de ajustarse a la ley.
La curiosidad del público despertó cuando Gerald Ault apareció detrás del estrado, cruzó la portezuela de la barandilla y abandonó la sala. El alguacil llamó al número seis, Alex Summers, y le condujo al despacho de su señoría. Regresó al cabo de unos instantes y ocupó su lugar en el primer banco. Había mentido en cuanto a la pena de muerte. Se oponía a la misma, al igual que la mayoría de los negros, pero le dijo al juez que no tenía objeción alguna. Ningún problema. Más adelante, durante el descanso, habló discretamente con los demás negros que eran miembros potenciales del jurado y les dijo cómo debían responderse las preguntas en el despacho.
El lento proceso duró hasta media tarde, cuando el último candidato salió del despacho. Once habían sido exentos debido a sus reservas en cuanto a la pena de muerte. Noose levantó la sesión a las tres y media, y concedió media hora a los letrados para repasar sus notas.
En la biblioteca del tercer piso, Jake y su equipo contemplaban las listas y fichas del jurado. Había llegado el momento de decidir. Había incluso soñado con los nombres escritos en azul, rojo y negro con cifras junto a los mismos. Los había observado durante dos días en la sala. Los conocía. Ellen quería mujeres. Harry Rex quería hombres.
Noose contempló la lista maestra, con los nombres reordenados para reflejar las exenciones y miró a los letrados.
—Caballeros, ¿están ustedes listos? Bien. Como saben, éste es un caso capital y, por consiguiente, cada uno de ustedes tiene derecho a doce objeciones perentorias. Señor Buckley, debe usted entregar a la defensa una lista con doce candidatos. Le ruego que empiece por el jurado número uno y se refiera a cada miembro potencial sólo por su número.
—Sí, señor. Con la venia de su señoría, el ministerio fiscal acepta los jurados número uno, dos, tres y cuatro, ejerce su primer veto para el número cinco, acepta los números seis, siete, ocho y nueve, ejerce su segundo veto para el número diez, acepta los números once, doce y trece, utiliza su tercer veto para el número catorce y acepta el número quince. Esto son doce, si no me equivoco.
Jake y Ellen hicieron círculos y tomaron notas en sus listas. Noose llevaba meticulosamente la cuenta.
—Sí, son doce. Señor Brigance.
Buckley había propuesto doce mujeres blancas. Dos negros y un varón blanco habían sido eliminados.
Jake estudió su lista y cruzó algunos nombres.
—La defensa ejerce su veto para los jurados número uno, dos y tres, acepta el cuatro, el seis y el siete, veta al ocho, nueve, once y doce, acepta al trece, y veta al quince. Creo que esto representan ocho de nuestros vetos.
Su señoría subrayaba y marcaba nombres en su lista, calculando lentamente sobre la marcha.
—Ambos han aceptado los jurados números cuatro, seis, siete y trece. Señor Buckley, su turno. Facilítenos otros ocho jurados.
—El ministerio fiscal acepta el dieciséis, ejerce su cuarto veto para el diecisiete, acepta el dieciocho, diecinueve y veinte, veta al veintiuno, acepta el veintidós, veta al veintitrés, acepta el veinticuatro, veta al veinticinco y veintiséis, y acepta el veintisiete y veintiocho. Esto son doce, con cuatro vetos de reserva.
Jake estaba aturdido. Buckley había vetado a todos los negros y a todos los varones. Le leía el pensamiento a Jake.
—Señor Brigance, su turno.
—¿Nos concede su señoría un momento para parlamentar?
—Cinco minutos —respondió Noose.
Jake y su ayudante se trasladaron a la sala adjunta, donde les esperaba Harry Rex.
—Fijaos en esto —dijo Jake, al tiempo que dejaba la lista sobre la mesa y los tres se acercaban para examinarla—. Hemos llegado al número veintinueve. A mí me quedan cuatro vetos y a Buckley otros cuatro. Ha eliminado a todos los negros y a todos los varones. Hasta ahora el jurado lo componen sólo mujeres blancas. Los dos siguientes son mujeres blancas, el treinta y uno es Clyde Sisco y el treinta y dos Barry Acker.
—A continuación, cuatro de los próximos seis son negros —señaló Ellen.
—Sí, pero Buckley no llegará tan lejos. A decir verdad, me sorprende que nos haya permitido llegar tan cerca de la cuarta fila.
—Sé que te interesa Acker. ¿Y Sisco? —preguntó Harry Rex.
—Me da miedo. Lucien asegura que es un bribón sobornable.
—¡Magnífico! Elijámoslo y luego le sobornaremos.
—Muy gracioso. ¿Qué seguridad tienes de que Buckley no le haya ya sobornado?
—Yo le cogería.
Jake contaba y recontaba la lista. Ellen quería vetar a los dos varones: Acker y Sisco.
Volvieron al despacho y tomaron asiento. La taquígrafa estaba lista.
—Con la venia de su señoría, vetaremos al número veintidós y al número veintitrés, y nos quedan dos vetos.
—Le toca de nuevo a usted, señor Buckley. Veintinueve y treinta.
—El ministerio fiscal los acepta a ambos. Esto son doce, con cuatro vetos pendientes.
—Su turno, señor Brigance.
—Vetamos al veintinueve y al treinta.
—Y se le han acabado los vetos, ¿cierto? —preguntó Noose.
—Cierto.
—Muy bien. Señor Buckley, treinta y uno y treinta y dos.
—El ministerio fiscal los acepta a ambos —se apresuró a responder Buckley al ver los nombres de los negros que seguían a Clyde Sisco.
—Bien. Ya tenemos a los doce. Seleccionemos ahora dos suplentes. Disponen de dos vetos cada uno para los suplentes. Señor Buckley, treinta y tres y treinta y cuatro.
El número treinta y tres era un varón negro, el treinta y cuatro una mujer blanca que Jake deseaba elegir, y los dos siguientes eran hombres negros.
—Vetamos al treinta y tres y aceptamos al treinta y cuatro y treinta y cinco.
—La defensa los acepta a ambos —respondió Jake.
El señor Pate ordenó que se hiciera silencio en la sala cuando Noose y los abogados ocupaban sus respectivos lugares. Su señoría llamó a los doce elegidos, que se acercaron con lentitud y nerviosismo al palco del jurado, donde Jean Gillespie les indicó los lugares que les correspondían. Diez mujeres, dos hombres y todos blancos. Los negros de la sala murmuraron y se miraron entre sí con incredulidad.
—¿Has elegido tú ese jurado? —susurró Carl Lee al oído de Jake.
—Luego te lo explicaré —respondió Jake.
Llamaron a los dos suplentes, que se instalaron junto al palco del jurado.
—¿Qué pinta ese negro? —susurró Carl Lee, señalando con la cabeza al suplente.
—Te lo explicaré luego —dijo Jake.
Noose se aclaró la garganta y miró al jurado.
—Damas y caballeros, han sido ustedes meticulosamente elegidos para servir como jurado en esta causa. Han prestado juramento para juzgar con imparcialidad todos los asuntos que se presenten ante ustedes y para ser fieles a la ley según mis instrucciones. Ahora bien, según lo establecido en el código de Mississippi, se les mantendrá aislados hasta que este juicio haya finalizado. Esto significa que se les alojará en un motel y no se les permitirá regresar a su casa hasta que todo haya terminado. Comprendo que esto supone un gran sacrificio, pero así lo exige la ley. Dentro de unos momentos se levantará la sesión hasta mañana por la mañana y se les permitirá llamar a sus casas para pedir ropa, artículos de aseo personal y cualquier otra cosa que puedan necesitar. Todas las noches se alojarán en un motel cerca de Clanton cuyo emplazamiento no será revelado. ¿Alguna pregunta?
Los doce parecían aturdidos, desconcertados ante la perspectiva de no regresar a sus casas durante varios días. Pensaban en sus familias, hijos, trabajo, lavandería… ¿Por qué ellos? Entre tanta gente en la sala, ¿por qué ellos?
Sin respuesta alguna, Noose ordenó que se levantara la sesión y empezó a vaciarse la sala. Jean Gillespie acompañó al jurado número uno al despacho de su señoría, desde donde llamó a su casa para pedir ropa y un cepillo para los dientes.
—¿Dónde estaremos? —le preguntó a Jean.
—Es confidencial —respondió.
—Es confidencial —le repitió por teléfono a su marido.
A las siete, las familias habían respondido con una amplia variedad de cajas y maletas, y los elegidos subieron a bordo de un autobús Greyhound alquilado después de salir por la puerta trasera. Precedido de dos coches de policía y de un jeep militar y seguido de tres patrulleros estatales, el autobús dio la vuelta a la plaza y salió de Clanton.
Stump Sisson falleció el martes por la noche en la unidad de quemados del hospital de Memphis. A lo largo de los años había descuidado su rechoncho cuerpecillo, que fue incapaz de resistir las complicaciones de sus severas quemaduras. Con su muerte, eran cuatro los difuntos relacionados con la violación de Tonya Hailey: Cobb, Willard, Bud Twitty y, ahora, Sisson.
Inmediatamente, la noticia de su muerte llegó a la cabaña de las profundidades del bosque, donde los patriotas se reunían para comer y beber todas las noches después del juicio. Venganza, juraron, ojo por ojo, diente por diente. Entre ellos había nuevos reclutas de Ford County, cinco en total, con lo cual llegaban a once los miembros de la vecindad. Estaban ansiosos, hambrientos, listos para entrar en acción.
Hasta ahora, el juicio había sido tranquilo. Había llegado el momento de animarlo.
Sin dejar de pasear frente al sofá, Jake pronunció por enésima vez su discurso de apertura. Ellen le escuchaba atentamente. Le había escuchado, interrumpido, presentado objeciones, criticado y discutido durante un par de horas. Ahora estaba cansada y el discurso era perfecto. Los margaritas le habían tranquilizado y habían revestido su lengua de un baño de plata. Las palabras fluían con facilidad. Tenía talento. Especialmente después de un par de copas.
Cuando terminaron, se sentaron en el balcón y vieron cómo las velas disminuían lentamente de tamaño en la oscuridad de la plaza. Las risas de las timbas bajo las lonas impregnaban suavemente el aire de la noche sin luna.
Ellen fue en busca de la última ronda y regresó con las mismas jarras llenas de hielo y margaritas. Los dejó sobre la mesa y se colocó a la espalda de su jefe. Le puso las manos en los hombros y empezó a frotarle la base del cuello con los pulgares. Jake se relajó y empezó a mover la cabeza de un lado para otro. Ellen le frotó los hombros y la parte superior de la espalda, y empujó su cuerpo contra el de Jake.
—Ellen, son las diez y media y tengo sueño. ¿Dónde vas a dormir esta noche?
—¿Dónde crees que debería dormir?
—Creo que deberías regresar a tu piso en Ole Miss.
—He bebido demasiado para conducir.
—Nesbit te llevará.
—¿Dónde vas a dormir tú, si no es demasiado pedir?
—En la casa de la que mi esposa y yo somos propietarios, en Adams Street.
Dejó de frotarle la espalda y cogió su copa. Jake se levantó, se acercó a la baranda y llamó a Nesbit.
—¡Nesbit! ¡Despierta! ¡Vas a ir a Oxford!