33

LUNES, veintidós de julio. Poco después del último margarita, Jake saltó del sofá y dirigió la mirada al reloj de su escritorio. Había dormido tres horas. Un enjambre de mariposas salvajes luchaba violentamente en su estómago. Sintió un calambre en la entrepierna. No tenía tiempo para resacas.

Nesbit dormía como un bebé al volante de su coche. Jake le despertó, se instaló en el asiento trasero y saludó con la mano a los centinelas, que miraban con curiosidad desde el otro lado de la calle. Nesbit avanzó dos manzanas hasta Adams, donde soltó a su pasajero y esperó frente a la casa, siguiendo sus instrucciones. Jake tomó una ducha rápida y se afeitó. Eligió un traje gris oscuro de lana, camisa blanca a rayas y una corbata de seda nada llamativa, de color morado con unas discretas rayas azul marino. El pantalón se ajustaba perfectamente a su esbelta cintura. Tenía muy buen aspecto, mucho más elegante que su enemigo.

Nesbit estaba de nuevo dormido cuando Jake soltó al perro y se instaló en el asiento trasero.

—¿Todo en orden en la casa? —preguntó Nesbit, al tiempo que se secaba la saliva de la barbilla.

—No he encontrado ningún paquete de dinamita, si es a eso a lo que te refieres.

Nesbit respondió con una irritante carcajada, como era habitual en él. Dieron la vuelta a la plaza y Jake se apeó frente a su despacho. Encendió las luces y preparó un café.

Tomó cuatro aspirinas y bebió un litro de zumo de pomelo. Le ardían los ojos y le dolía la cabeza de agobio y fatiga, y eso que la parte abrumadora todavía no había empezado. Abrió el sumario de Carl Lee Hailey sobre la mesa de conferencias. Su pasante lo había clasificado y señalado por orden alfabético, pero él pretendió separarlo y reunirlo de nuevo. Si se tarda más de treinta segundos en encontrar un caso o un documento, no sirve para nada. Sonrió admirado por la capacidad de organización de Ellen. Tenía fichas y subfichas para todo a diez segundos de la punta de los dedos. En un cuaderno de tres anillas y un par de centímetros de grosor había incluido un resumen de los títulos y experiencia del doctor Bass, así como un esquema de su declaración. También había escrito unas notas sobre las objeciones previsibles por parte de Buckley, con sus correspondientes respuestas basadas en casos autorizados. Jake se enorgullecía de su preparación para el juicio, pero era humillante aprender de una estudiante de tercer curso de derecho.

Volvió a guardar el sumario en su maletín de cuero negro con sus iniciales grabadas en oro. Sintió necesidad de ir al retrete y aprovechó para repasar las fichas alfabéticas. Se las sabía todas. Estaba listo.

Poco después de las cinco, Harry Rex llamó a la puerta. En la oscuridad parecía un ladrón.

—¿Qué haces levantado tan temprano? —preguntó Jake.

—No podía dormir. Estoy nervioso —respondió, al tiempo que le mostraba una bolsa con manchas de grasa—. De parte de Dell. Está todo caliente y recién hecho. Salchichas empanadas, tocino y queso empanado, pollo y queso empanado; hay de todo. Está preocupada por ti.

—Gracias, Harry Rex, pero no tengo hambre. Tengo el estómago revuelto.

—¿Nervioso?

—Como una puta en la iglesia.

—Tienes un aspecto bastante demacrado.

—Gracias.

—Pero el traje te cae bien.

—Lo eligió Carla.

Harry Rex metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de bizcochos envueltos en papel de aluminio. Los dejó sobre la mesa de conferencias y se sirvió un café. Al otro lado de la mesa, Jake hojeaba el informe de Ellen sobre M’Naghten.

—¿Lo ha escrito ella? —preguntó Harry Rex, con la boca llena y sin dejar de masticar.

—Sí, es un resumen de setenta y cinco páginas de la defensa por enajenación mental en Mississippi. Le tomó tres días.

—Parece muy lista.

—Tiene cerebro y redacta muy bien. Es inteligente, pero le resulta difícil aplicar sus conocimientos al mundo real.

—¿Qué sabes acerca de ella? —preguntó mientras le caían migas de la boca sobre la mesa, que tiró al suelo con la manga de la chaqueta.

—Es recta, sólida. Es el número dos de su promoción en Ole Miss. Llamé a Nelson Battles, decano adjunto de la Facultad de Derecho, y me lo confirmó. Tiene bastantes probabilidades de acabar número uno.

—Yo acabé nonagésimotercero entre noventa y ocho. Habría sido nonagésimosegundo si no me hubieran descubierto copiando en un examen. Empecé a protestar, pero decidí que daba lo mismo ser nonagésimotercero. Maldita sea, pensé, a quién puede preocuparle en Clanton. Estaban contentos de que, una vez licenciado, regresara para ejercer en la ciudad en lugar de buscar empleo en Wall Street u otro lugar por el estilo.

Jake sonrió al escuchar la anécdota, que ya había oído un centenar de veces.

—Pareces nervioso, amigo —dijo Harry Rex mientras desenvolvía un bizcocho de pollo y queso.

—Estoy bien. El primer día es siempre el más duro. Hay que hacer todos los preparativos. Estoy listo. Ahora es sólo cuestión de esperar.

—¿A qué hora hace su entrada Row Ark?

—No lo sé.

—Cielos, me pregunto qué se pondrá.

—O qué no se pondrá. Confío en que vista con discreción. Ya sabes lo puritano que es Noose.

—¿No permitirás que se siente a tu lado, en la mesa de la defensa?

—Creo que no. Permanecerá entre bastidores, igual que tú. Podría ofender a algunas de las mujeres del jurado.

—Sí, ocúltala, que no se la vea —dijo Harry Rex, al tiempo que se secaba la boca con una de sus enormes manazas.

—¿Te acuestas con ella?

—¡No! No estoy loco, Harry Rex.

—Estás loco si no lo haces. Esa mujer está disponible.

—Entonces a qué esperas. Yo ya tengo bastantes preocupaciones.

—Le caigo bien, ¿no es cierto?

—Eso dice.

—Creo que lo intentaré —dijo con toda seriedad antes de sonreír para soltar a continuación una sonora carcajada que cubrió de migas los libros de las estanterías.

Sonó el teléfono. Jake movió la cabeza y Harry Rex levantó el auricular.

—No está aquí, pero tendré mucho gusto en darle el recado —respondió, al tiempo que guiñaba el ojo a Jake—. Sí, señor; sí, señor; por supuesto; si, señor. Es terrible, desde luego. Cuesta imaginar que alguien sea capaz de hacerlo. Sí, señor; sí, señor; estoy completamente de acuerdo con usted. Sí, señor. A propósito, ¿cómo se llama? ¿Cómo? —sonrió Harry Rex antes de colgar el teléfono.

—¿Qué quería?

—Dice que eres una deshonra para la raza blanca por representar a ese negro, y que no comprende cómo un abogado puede defender a un negro como Hailey. Y que confía en que el Klan te dé tu merecido o, de lo contrario, que el Colegio de Abogados estudie el caso y te expulse por ayudar a los negros. Dice que no es culpa tuya, que esto te pasa porque has sido discípulo de Lucien Wilbank, que vive con una negra.

—¡Y tú estabas de acuerdo con él!

—¿Por qué no? No hablaba con odio, sino con toda sinceridad, y se siente mejor, el hombre, después de haberse desahogado.

Volvió a sonar el teléfono y Harry Rex levantó el auricular.

—Jake Brigance, abogado, letrado, asesor, consejero y maestro en leyes.

Jake se ausentó para dirigirse al retrete.

—¡Jake, es un periodista! —chilló Harry Rex.

—Estoy en el water.

—¡Está destemplado! —respondió Harry Rex por teléfono.

A las seis, las siete de Wilmington, Jake llamó a Carla. Estaba despierta, leyendo el periódico y tomando café. Le habló de Bud Twitty, del ratón Mickey y de la amenaza de violencia. Eso no le preocupaba. De lo que tenía miedo era del jurado, de los doce elegidos y de su reacción para con él y su cliente. Todo lo demás carecía de importancia. Por primera vez, Carla no habló de regresar a casa. Jake prometió volver a llamarla por la noche.

Cuando colgó, oyó una discusión en la planta baja. Ellen había llegado y Harry Rex hablaba a voces. Se habrá puesto una minifalda y una blusa transparente, pensó Jake mientras bajaba por la escalera. No lo había hecho. Harry Rex la felicitaba por haberse vestido como una sureña hasta el último detalle. Vestía un traje gris a cuadros, con la chaqueta cruzada y una elegante falda corta. Su blusa de seda era negra y, al parecer, llevaba la prenda necesaria bajo la misma. Llevaba el pelo recogido de algún modo en la nuca. Increíblemente, se había puesto rímel y carmín. En palabras de Harry Rex, era todo lo parecida a un abogado que pueda serlo una mujer.

—Gracias, Harry Rex —respondió Ellen—. Ojalá tuviera tanto gusto como tú para la ropa.

—Tienes muy buen aspecto, Row Ark —dijo Jake.

—Tú también —respondió ella. Luego, miró a Harry Rex, pero no dijo nada.

—Te ruego que nos perdones, Row Ark —dijo Harry Rex—. Estamos impresionados porque no teníamos ni idea de que tuvieras un vestuario tan variado. Te pedimos disculpas por admirarte, conscientes de lo mucho que eso enfurece tu pequeño corazón liberado. En el sur, solemos deshacernos en cumplidos ante las hembras atractivas y bien vestidas, estén o no liberadas.

—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó Ellen.

—Desayuno.

Sacó un paquete de la misma, lo desenvolvió y se encontró con una salchicha empanada.

—¿No hay panecillos? —preguntó.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry Rex.

—Olvídalo.

Jake se frotó las manos y procuró parecer entusiasmado.

—Bien, ahora que estamos aquí reunidos tres horas antes del juicio, ¿qué podemos hacer?

—Preparemos unos margaritas —dijo Harry Rex.

—¡No! —respondió Jake.

—A mí no me apetece —dijo Ellen—. Hay que trabajar.

—¿Qué ocurrirá en primer lugar? —preguntó Harry Rex mientras desenvolvía el último bizcocho.

—Después de que salga el sol, empezará el juicio. A las nueve, Noose dirá unas palabras a los miembros potenciales del jurado y empezará el proceso de selección.

—¿Cuánto durará? —preguntó Ellen.

—Dos o tres días. En Mississippi, tenemos derecho a interrogar individualmente a cada uno de los miembros en el despacho de su señoría. Eso ocupa bastante tiempo.

—¿Dónde me siento y qué hago?

—Sin duda parece tener experiencia —dijo Harry Rex, dirigiéndose a Jake—. ¿Sabe dónde está el Juzgado?

—No te sentarás en la mesa de la defensa —respondió Jake—. Allí sólo estaremos Carl Lee y yo.

—Comprendo —dijo Ellen, al tiempo que se frotaba la boca—. Tú y el acusado, rodeados por las fuerzas del mal, solos ante la muerte.

—Más o menos.

—Mi padre utiliza a veces esa táctica.

—Me alegro de que estés de acuerdo. Tú te sentarás detrás de mí, junto a la barandilla. Le pediré a Noose que te permita entrar en su despacho para participar en las discusiones privadas.

—¿Dónde me pongo yo? —preguntó Harry Rex.

—A Noose no le gustas, Harry Rex. Nunca le has gustado. Tendría un infarto si le pidiera que te dejase entrar en su despacho. Será preferible que finjas que no nos conocemos.

—Gracias.

—Pero agradecemos tu colaboración —agregó Ellen.

—Que te den morcilla, Ellie Mae.

—Y, a pesar de todo, podrás beber con nosotros —contestó ella.

—Y suministrar el tequila —puntualizó Harry Rex.

—No habrá más alcohol en este despacho —dijo Jake.

—Hasta el descanso del mediodía —respondió Harry Rex.

—Quiero que te instales detrás de la mesa del secretario, que deambules como sueles hacerlo y tomes notas sobre el jurado. Procura relacionarlos con las fichas. Probablemente serán ciento veinte.

—Lo que tú digas.

Al alba, salió el ejército en masa a la calle. Instalaron de nuevo las barricadas y, en las cuatro esquinas de la plaza, los soldados se agruparon alrededor de los barriles blancos y naranja que bloqueaban los accesos. Atentos y listos para entrar en acción, vigilaban detenidamente todos los coches, a la espera de un ataque enemigo y con el deseo de que ocurriera algo excitante. Hubo un poco de emoción cuando a las siete y media llegaron los furgones y camionetas de algunos buitres, con sus vistosos logotipos en los costados. Los soldados rodearon los vehículos y comunicaron a todo el mundo que estaba prohibido aparcar alrededor del Juzgado durante el juicio. Los buitres desaparecieron por las calles laterales y volvieron andando al cabo de unos instantes, con sus voluminosas cámaras y demás instrumentos. Algunos se instalaron en las escaleras frente al Juzgado, otros junto a la puerta trasera, y un tercer grupo en la glorieta del segundo piso, cerca de la puerta de la Audiencia.

Murphy, bedel y único testigo presencial de la muerte de Cobb y Willard, comunicó tan bien como pudo a los periodistas que el Juzgado abriría a las ocho en punto, ni un minuto antes. Se formó una cola que no tardó en dar la vuelta a la glorieta. Los autobuses de las iglesias aparcaron en algún lugar cerca de la plaza, y los pastores condujeron lentamente a los feligreses por Jackson Street. Llevaban pancartas en las que se leía LIBERTAD PARA CARL LEE y cantaban Venceremos en perfecta armonía. Cuando se acercaron a la plaza y los soldados se percataron de su presencia empezaron a transmitirse mensajes por radio. Ozzie y el coronel intercambiaron rápidamente unas palabras, y los soldados se tranquilizaron. Ozzie acompañó a los manifestantes a un sector del jardín, por donde empezaron a deambular con la mirada fija en la Guardia Nacional de Mississippi.

A las ocho se instaló un detector de metales en la puerta principal del Juzgado y tres agentes fuertemente armados se dedicaron a registrar lentamente a los asistentes, que ahora llenaban la glorieta, antes de entrar en el edificio. En el interior, Prather dirigía el tráfico y acomodaba al público en los bancos de un lado de la sala, reservando el otro para los miembros del jurado. El primer banco era para los parientes y el segundo para los dibujantes, que empezaron inmediatamente a tomar apuntes del estrado y de los retratos de héroes confederados.

El Klan se sintió obligado a hacer acto de presencia el día de la inauguración, especialmente durante la llegada de los miembros potenciales del jurado. Dos docenas de miembros del Klan, perfectamente ataviados, llegaron en silencio por Washington Street. Los soldados los detuvieron y rodearon inmediatamente. El barrigudo coronel cruzó ostentosamente la calle y, por primera vez en su vida, se encontró cara a cara con un miembro del Ku Klux Klan, con su correspondiente túnica y capirote blancos, que medía un palmo y medio más que él. Entonces se percató de la presencia de las cámaras, que se habían acercado para observar los sucesos, y desapareció lo que tenía de matón. Sus habituales alaridos se convirtieron inmediatamente en una voz aguda, nerviosa y tartamudeante, indescifrable incluso para él.

Ozzie acudió a rescatarlo.

—Buenos días, muchachos —dijo el sheriff con toda tranquilidad junto al nervioso coronel—. Os tenemos rodeados y os superamos en número. También somos conscientes de que no podemos impedir vuestra presencia.

—Efectivamente —respondió el jefe.

—Si me seguís y hacéis lo que os diga, no habrá ningún problema.

Siguieron a Ozzie y al coronel a una pequeña área del jardín, donde se les explicó que aquel sería su territorio durante el juicio. Si no se movían de allí y guardaban silencio, el coronel se ocuparía personalmente de que los soldados no los molestaran. Estuvieron de acuerdo.

Como era de suponer, la presencia de las túnicas blancas excitó a los negros, situados a unos cincuenta metros de distancia.

—¡Libertad para Carl Lee! ¡Libertad para Carl Lee! ¡Libertad para Carl Lee! —empezaron a gritar todos.

Los miembros del Klan levantaron el puño y respondieron:

—¡Carl Lee a la hoguera!

—¡Carl Lee a la hoguera!

—¡A la hoguera con Carl Lee!

Había dos filas de soldados a lo largo de la acera que dividía el jardín y conducía a las escaleras del Juzgado. Otra fila de soldados estaba situada entre la acera y los miembros del Klan, y una cuarta entre la acera y los negros.

Comenzaron a llegar los miembros del jurado, que caminaron a toda prisa entre las filas de soldados. Con su maldita citación en la mano, escuchaban perplejos a los dos grupos que se chillaban entre sí.

El ilustrísimo Rufus Buckley llegó a Clanton y, después de explicar cortésmente a los soldados quién era y lo que eso significaba, le permitieron aparcar junto al Juzgado, en el lugar reservado para el fiscal del distrito. Los periodistas parecían haberse vuelto locos. Aquello debía de ser importante: alguien había roto el cordón de seguridad. Buckley se quedó unos momentos en su viejo Cadillac para permitir que le alcanzaran los periodistas. Le rodearon en el momento de apearse del vehículo y avanzó con suma lentitud hacia la puerta del Juzgado sin dejar de sonreír. La ráfaga de preguntas le resultó irresistible y violó el secreto sumarial por lo menos ocho veces, siempre con una radiante sonrisa y disculpándose por no poder responder a la pregunta que ya había contestado. Musgrove seguía al gran hombre con su maletín.

Jake paseaba nervioso por su despacho. Su puerta estaba cerrada con llave. Ellen preparaba otro informe en la planta baja. Harry Rex se encontraba en el Coffee Shop, desayunando de nuevo y chismorreando. Las fichas estaban desparramadas sobre la mesa y a Jake ya le tenían harto. Hojeó un sumario y se dirigió al balcón, desde donde se oían las voces de la plaza. Regresó a su escritorio y examinó el borrador de su discurso de apertura a los miembros potenciales del jurado. La primera impresión era fundamental.

Se tumbó en el sofá con los ojos cerrados y pensó en las muchísimas cosas que prefería hacer. En general, le gustaba su trabajo. Pero había momentos, momentos terribles como el presente, en los que lamentaba no haberse convertido en agente de seguros o corredor de bolsa. O incluso tal vez abogado tributario. Seguro que ellos no tenían náuseas y diarrea en los momentos críticos de su profesión.

Lucien le había enseñado que era bueno tener miedo, el miedo era un aliado, todo abogado tenía miedo al presentar un caso ante un nuevo jurado. Está bien tener miedo, pero no hay que manifestarlo. Los jurados no se dejaban convencer por los abogados más locuaces ni por los mejores oradores. Tampoco por los más elegantes. Ni por los payasos o comediantes. No se dejaban convencer por el abogado que predicaba ni por el que más luchaba. Lucien le había convencido de que los miembros del jurado confiaban en el abogado que decía la verdad, independientemente de su aspecto, lenguaje o habilidad aparente. El abogado tenía que ser sincero en la sala y, si tenía miedo, debía aceptarlo. Los miembros del jurado también estaban asustados.

Hay que trabar amistad con el miedo, decía siempre Lucien, porque no desaparecerá y puede destruirte si no lo controlas.

El miedo le atacaba fuertemente en la barriga, y bajó con cuidado a los servicios.

—¿Cómo estás, jefe? —preguntó Ellen cuando se asomó para verla.

—Listo, supongo. Saldremos dentro de un minuto.

—Hay unos periodistas en la puerta. Les he dicho que habías abandonado el caso y salido de la ciudad.

—En estos momentos, pienso que ojalá lo hubiera hecho.

—¿Has oído hablar de Wendall Solomon?

—No le tengo presente.

—Trabaja en la Organización de Defensa de Presos Sureños. El verano pasado trabajé para él. Ha defendido más de un centenar de casos de pena capital a lo largo y ancho del sur. Se pone tan nervioso antes del juicio que no puede comer ni dormir. Su médico le receta sedantes, a pesar de lo cual está tan irritable el primer día del juicio que nadie le dirige la palabra. Y eso le ocurre después de más de un centenar de casos parecidos.

—¿Cómo se las arregla tu padre?

—Se toma un par de martinis con un Valium. Luego se acuesta sobre su escritorio con la puerta y los ojos cerrados hasta que es hora de ir al Juzgado. Está nervioso y de mal humor. Claro que, en gran parte, es su naturaleza.

—¿Entonces conoces la sensación?

—La conozco demasiado.

—¿Parezco nervioso?

—Pareces cansado. Pero estás bien.

—Vámonos —dijo Jake, después de consultar el reloj.

Los periodistas de la acera se lanzaron sobre su presa.

—Sin comentario —iba diciendo Jake mientras cruzaba lentamente la calle en dirección al Juzgado.

—¿Es cierto que piensa solicitar la anulación del juicio?

—Eso no se puede hacer hasta que el juicio haya empezado.

—¿Es cierto que el Klan le ha amenazado?

—Sin comentario.

—¿Es cierto que ha mandado a su familia fuera de la ciudad hasta que haya concluido el juicio?

—Sin comentario —titubeó Jake después de mirar al periodista.

—¿Qué opina de la Guardia Nacional?

—Estoy orgulloso de ellos.

—¿Puede su defendido recibir un juicio justo en Ford County?

—Sin comentario —respondió Jake después de mover la cabeza.

Había un agente de guardia a pocos pasos de donde habían caído los cadáveres.

—¿Quién es, Jake? —preguntó señalando a Ellen.

—Es inofensiva. Va conmigo.

Subieron a toda prisa por la escalera posterior. Carl Lee estaba sentado solo en la mesa de la defensa, de espaldas a la sala abarrotada de público. Jean Gillespie comprobaba afanosamente la identidad de los miembros del jurado mientras los agentes vigilaban la sala en busca de cualquier cosa sospechosa. Jake saludó afectuosamente a su defendido, con un apretón de manos, una radiante sonrisa y unas palmadas en el hombro. Ellen sacó los documentos de los maletines y los colocó meticulosamente sobre la mesa.

Jake susurró algo a su cliente y miró alrededor de la sala. Todas las miradas estaban fijas en él. La familia Hailey ocupaba elegantemente el primer banco. Jake les sonrió y saludó con la cabeza a Lester. Tonya y los muchachos vestían su mejor ropa de los domingos y estaban sentados entre Lester y Gwen como impecables estatuillas. Los miembros potenciales del jurado estaban sentados al otro lado del pasillo y observaban atentamente al abogado de Hailey. Jake pensó que aquel era un buen momento para que se fijaran en la familia, cruzó la portezuela de la baranda y se acercó para hablar con los Hailey. Le dio unas palmadas a Gwen en el hombro, estrechó la mano de Lester, pellizcó a cada uno de los chicos en la mejilla y, por último, le dio un abrazo a Tonya, la pequeña Hailey, la niña violada por un par de maleantes que recibieron su merecido. Los miembros del jurado observaron atentamente cada uno de sus movimientos y mostraron un interés especial por la niña.

—Noose quiere vernos en su despacho —susurró Musgrove a Jake cuando regresó a la mesa.

Ichabod, Buckley y la taquígrafa del Juzgado estaban charlando cuando Jake y Ellen entraron en el despacho. Jake presentó a su ayudante a su señoría, a Buckley, a Musgrove y a Norma Gallo, taquígrafa del Juzgado. Les explicó que Ellen Roark era una estudiante de tercer curso de derecho en Ole Miss, que trabajaba como pasante en su despacho, y solicitó que se le permitiera sentarse cerca de la mesa de la defensa y participar en los procesos reservados. Buckley no tuvo nada que objetar. Es habitual, declaró Noose, y le dio la bienvenida.

—¿Asuntos preliminares, señores? —preguntó Noose.

—Ninguno —respondió el fiscal del distrito.

—Varios —dijo Jake, al tiempo que abría un sumario—. Quiero que esto conste en acta.

Norma Gallo empezó a tomar nota.

—En primer lugar, quiero insistir en mi solicitud de que se traslade el juicio…

—Protestamos —interrumpió Buckley.

—¡Cierra el pico, gobernador! —exclamó Jake—. ¡No he terminado y no vuelvas a interrumpirme!

A Buckley y a los demás les asombró aquella pérdida de compostura. Deben de ser los margaritas, pensó Ellen.

—Discúlpeme, señor Brigance —dijo tranquilamente Buckley—. Le ruego que no me llame gobernador.

—Permítanme que aproveche esta oportunidad para decirles algo —comenzó a decir Noose—. Este juicio será una odisea larga y penosa. Comprendo la presión a la que ambos están sometidos. He estado muchas veces en su pellejo y sé cómo se sienten. Ambos son unos excelentes abogados y me siento satisfecho de tener a dos letrados de su calibre para un juicio de esta magnitud. También detecto cierto antagonismo entre ustedes. Esto es frecuente y no voy a pedirles que se den la mano y sean buenos amigos. Pero insistiré en que cuando estén en mi sala, o en este despacho, se abstengan de interrumpirse mutuamente y procuren no levantar la voz. Se dirigirán el uno al otro como señor Brigance, señor Buckley y señor Musgrove. ¿Comprenden todo lo que les he dicho?

—Sí, señor.

—Sí, señor.

—Bien. Prosiga, señor Brigance.

—Gracias, su señoría, le estoy muy agradecido. Como iba diciendo, el acusado se ratifica en su solicitud para que se traslade el juicio a otra localidad. Quiero que conste en acta que mientras estamos aquí presentes en el despacho de su señoría, a las nueve y quince del veintidós de julio, dispuestos a empezar la selección del jurado, el Palacio de Justicia de Ford County está rodeado por la Guardia Nacional de Mississippi. En este mismo instante, en los jardines frente al Juzgado, un grupo de miembros del Ku Klux Klan, con sus correspondientes túnicas blancas, chilla contra un grupo de manifestantes negros quienes, evidentemente, responden a sus gritos. Ambos grupos están separados por soldados de la Guardia Nacional fuertemente armados. Cuando los miembros del jurado llegaron esta mañana al Juzgado presenciaron el susodicho espectáculo. Será imposible seleccionar un jurado justo e imparcial.

Buckley observaba con una arrogante sonrisa en su rostro descomunal y, cuando Jake terminó, dijo:

—¿Puedo responder, su señoría?

—No —dijo categóricamente Noose—. Moción denegada. ¿Algo más?

—La defensa solicita la descalificación de todos los candidatos.

—¿En base a qué?

—En base a que ha habido un intento evidente por parte del Klan encaminado a intimidarlos. Conocemos el caso de por lo menos veinte cruces en llamas.

—Me propongo exonerar a dichos veinte en el supuesto de que se presenten —respondió Noose.

—Estupendo —exclamó Jake con sarcasmo—. ¿Qué ocurre con las amenazas que no conocemos? ¿Y con los miembros del jurado que han oído hablar de las cruces en llamas?

Noose se frotó los ojos y no dijo nada. Buckley tenía un discurso preparado, pero no quiso interrumpir.

—Aquí tengo una lista —dijo Jake con un papel en la mano— de los veinte miembros potenciales del jurado que recibieron la visita del Klan. Dispongo también de los informes de la policía y de una declaración jurada del sheriff Walls en la que se detallan los actos de intimidación. Los presento a la sala en apoyo de mi solicitud para descalificar a todos los candidatos. Quiero que conste en acta para que el Tribunal Supremo pueda verlo en blanco y negro.

—¿Piensa presentar recurso de apelación, señor Brigance? —preguntó Buckley.

Ellen acababa de conocer a Rufus Buckley y ahora, al cabo de pocos segundos, comprendía perfectamente que Jake y Harry Rex le detestaran.

—No, gobernador, no espero presentar recurso de apelación. Intento asegurarme de que mi defendido recibe un juicio justo, con un jurado imparcial. Debería ser capaz de comprenderlo.

—No voy a descalificar a estos candidatos —dijo Noose—. Esto supondría perder una semana.

—¿Qué importa el tiempo cuando está en juego la vida de un hombre? Estamos hablando de justicia. El derecho a un juicio imparcial, recuérdelo, es uno de los más básicos derechos constitucionales. Es una farsa no descalificar a estos candidatos sabiendo con toda certeza que algunos de ellos han sido intimidados por un puñado de maleantes con túnicas blancas que pretenden ver ahorcado a mi defendido.

—Su moción queda denegada —respondió escuetamente Noose—. ¿Algo más?

—No, eso es todo. Pero solicito que cuando exonere a esos veinte lo haga de modo que los demás candidatos desconozcan la causa de dicha decisión.

—Sé cómo hacerlo, señor Brigance.

Mandaron al señor Pate en busca de Jean Gillespie y Noose le entregó una lista con los veinte nombres. La secretaria regresó a la sala y los leyó. Su presencia no era necesaria para formar parte del jurado y podían marcharse. Jean regresó al despacho de su señoría.

—¿De cuántos candidatos disponemos? —preguntó Noose.

—Noventa y cuatro.

—Es suficiente. Estoy seguro de que podremos encontrar doce capacitados para prestar servicio como miembros del jurado.

—Sería imposible encontrar dos —susurró Jake a Ellen lo suficientemente alto para que Noose lo oyera y Norma Gallo lo hiciera constar en acta.

Su señoría les dio permiso para retirarse y ocuparon sus lugares en la sala.

Se escribieron los noventa y cuatro nombres en pequeños trozos de papel que se introdujeron en un pequeño cilindro de madera. Jean Gillespie hizo girar el cilindro, lo paró, sacó un papel al azar y se lo entregó a Noose, que estaba sentado por encima de ella y de todos los demás en su trono, conocido como estrado. Reinaba el silencio en la sala mientras entornaba los ojos para leer el primer nombre.

—Carlene Malone, jurado número uno —gritó el juez con toda la fuerza de sus pulmones.

El primer banco estaba vacío y la señora Malone se sentó en el mismo, junto al pasillo. En cada banco cabían diez personas y se habían reservado diez bancos para los miembros del jurado. Los otros diez bancos al otro lado del pasillo estaban ocupados por parientes, amigos y espectadores, pero sobre todo por periodistas que tomaron nota del nombre de Carlene Malone. Jake también lo hizo. Era blanca, gorda, divorciada y de condición humilde. Tenía un dos en la escala de Brigance. Cero para el número uno, pensó.

Jean hizo girar de nuevo el bombo.

—Marcia Dickens, jurado número dos —exclamó Noose.

Blanca, gorda, de más de sesenta años y con cara de malas pulgas. Cero para el número dos.

—Jo Beth Mills, número tres.

Jake se hundió ligeramente en su asiento. Era blanca, de unos cincuenta años y trabajaba por el salario mínimo en una fábrica de camisas de Karaway. Gracias a la acción afirmativa, su jefe era un negro ignorante y abusón. Había un cero junto a su nombre en la ficha de Brigance. Cero para el número tres.

Jake miró con angustia a Jean cuando hizo girar de nuevo el bombo.

—Reba Betts, número cuatro.

Jake se hundió aún más en su silla y se pellizcó la frente. Cero para el número cuatro.

—Esto es increíble —dijo mirando a Ellen mientras Harry Rex movía la cabeza.

—Gerald Ault, número cinco.

Jake sonrió cuando su primer jurado tomaba asiento junto a Reba Betts. Buckley puso una cruz negra junto a su nombre.

—Alex Summers, número seis.

Se esbozó una ligera sonrisa en el rostro de Carl Lee cuando el primer negro emergió del fondo de la sala para sentarse junto a Gerald Ault. Buckley también sonrió, al tiempo que rodeaba el nombre del primer negro con un nítido círculo.

Los siguientes cuatro nombres eran de mujeres blancas, ninguna de las cuales pasaba de tres en la escala de Brigance. Jake estaba preocupado cuando se llenó el primer banco. La ley le permitía descalificar perentoriamente a doce candidatos sin explicación alguna, y la suerte le obligaría a utilizar por lo menos seis de dichas prerrogativas en el primer banco.

—Walter Godsey, número once —anunció Noose, cuya voz decrecía gradualmente de volumen.

Godsey era una labriego asalariado de edad madura, sin compasión ni potencial.

Cuando Noose acabó de llenar el segundo banco, éste contenía siete mujeres blancas, dos hombres negros y Godsey. Jake se sentía condenado al desastre. La suerte no mejoró hasta el cuarto banco, cuando Jean entró en una buena racha y sacó los nombres de siete hombres, cuatro de los cuales eran negros.

Tardaron casi una hora en acomodar a todos los candidatos, y Noose decretó un descansó de quince minutos para que Jean pudiera mecanografiar la lista por orden numérico. Jake y Ellen aprovecharon el descanso para repasar sus notas y relacionar los nombres con las caras. Harry Rex se había instalado en la tarima, detrás de los sumarios rojos, sin dejar de tomar notas afanosamente mientras Noose anunciaba los nombres. Coincidió con Jake en que las cosas no iban por buen camino.

A las once, Noose regresó al estrado y se hizo el silencio en la sala. Alguien sugirió que utilizara el micrófono y se lo colocó a pocos centímetros de la nariz. Hablaba fuerte, con una voz frágil y enconosa que retumbaba agresivamente por la sala para formular una serie de largas preguntas exigidas por la ley. Presentó a Carl Lee y preguntó si alguno de los jurados era pariente suyo o le conocía. Noose sabía que todos le conocían, pero sólo dos candidatos admitieron conocerlo desde antes del mes de mayo. El juez presentó entonces a los abogados y explicó brevemente la naturaleza de los cargos. Ni un solo miembro del jurado confesó ignorar el caso Hailey.

Noose siguió divagando hasta concluir su discurso a las doce y media. Levantó la sesión hasta las dos.

Dell les llevó bocadillos calientes y té helado a la sala de conferencias. Jake le dio las gracias con un abrazo y le dijo que lo pusiera todo en su cuenta. Sin prestar atención a la comida, colocó las fichas de los miembros del jurado sobre la mesa en el orden en que estaban sentados en la sala. Harry Rex atacó un bocadillo de rosbif y queso.

—Hemos tenido una suerte fatal —repetía, con ambas mejillas extendidas al máximo—. Hemos tenido una suerte fatal.

Después de colocar la nonagésima cuarta ficha sobre la mesa, Jake se retiró y estudió el conjunto. Ellen estaba junto a él, mordisqueando una patata frita y observando las fichas.

—Hemos tenido una suerte fatal —repitió Harry Rex, mientras tragaba su comida con medio litro de té.

—¿Te importaría cerrar el pico? —exclamó Jake.

—Entre los primeros cincuenta —dijo Ellen—, hay ocho negros, tres negras y treinta blancas. Quedan nueve blancos, la mayoría poco apetecibles. Parece que el jurado lo compondrán mujeres blancas.

—Mujeres blancas, mujeres blancas —exclamó Harry Rex—. El peor jurado del mundo. ¡Hembras blancas!

—Creo que el peor jurado es el formado por blancos gordos —replicó Ellen mirándole fijamente.

—No te lo tomes a mal, Row Ark, me encantan las mujeres blancas. No olvides que he estado casado con cuatro de ellas. Pero detesto los jurados de mujeres blancas.

—Yo no votaría para que le condenaran.

—Row Ark, tú eres una comunista del ACLU. Tú no votarías para condenar a nadie de nada. En tu pequeña mente descabellada crees que los pornógrafos de niños y los terroristas de la OLP son personas maravillosas victimizadas por el sistema a las que se debe brindar una oportunidad.

—¿Y tú, con tu mente racional, civilizada y compasiva, qué crees que se debería hacer con ellos?

—Colgarlos por los dedos de los pies, castrarlos y dejar que se desangraran sin juicio previo.

—Y, a tu forma de entender la ley, ¿sería eso constitucional?

—Puede que no, pero eliminaría mucha pornografía infantil y mucho terrorismo. Jake, ¿vas a comerte este bocadillo?

—No.

Harry Rex desenvolvió un bocadillo de jamón y queso.

—Mantente alejado de la número uno, Carlene Malone. Es una de los Malone de Lake Village. Basura blanca y rencorosa como el diablo.

—Me gustaría mantenerme alejado de todos los candidatos —respondió Jake con la mirada fija en la mesa.

—Hemos tenido una suerte fatal.

—¿Qué opinas, Row Ark? —preguntó Jake.

—Creo que le conviene declararse culpable y salir corriendo con el rabo entre las piernas —respondió Harry Rex mientras tragaba afanosamente.

—Podría ser peor —dijo Ellen sin dejar de mirar las fichas.

—¡Peor! —exclamó Harry Rex, con una carcajada artificial—. Sólo podría ser peor si los treinta primeros vistieran túnica blanca con capirote y antifaz.

—Harry Rex, ¿te importaría cerrar el pico? —dijo Jake.

—Sólo intento ayudar. ¿Quieres las patatas fritas?

—No. ¿Por qué no te las pones todas en la boca y masticas durante un buen rato?

—Creo que te equivocas en cuanto a algunas de esas mujeres —dijo Ellen—. Me parece que Lucien tiene bastante razón. En un sentido muy amplio, las mujeres suelen ser más compasivas. No olvides que nosotras somos las víctimas de las violaciones.

—Ante eso no tengo nada que decir —respondió Harry Rex.

—Me alegro —dijo Jake—. ¿Cuál de las mujeres es esa ex cliente tuya que, al parecer, hará cualquier cosa por ti con sólo que le guiñes el ojo?

—Debe de ser la número veintinueve —sonrió Ellen—. Mide metro sesenta y pesa ciento ochenta kilos.

—Muy graciosa —dijo Harry Rex al tiempo que se frotaba los labios con una hoja de papel—. Es la número setenta y cuatro. Demasiado rezagada. Olvídala.

A las dos, Noose ordenó silencio en la sala y se abrió la sesión.

—El ministerio fiscal puede interrogar al jurado —dijo el juez.

El imponente fiscal del distrito se puso lentamente de pie y se dirigió con parsimonia hacia el estrado, desde donde observó con aspecto meditabundo al público y a los miembros del jurado. Se percató de que los dibujantes tomaban apuntes y, momentáneamente, pareció posar para ellos. Antes de presentarse, sonrió con sinceridad a los miembros del jurado. Les explicó que era el abogado del pueblo y representaba al Estado de Mississippi. Hacía ahora nueve años que ejercía como fiscal, honor que siempre agradecería a los pobladores de Ford County. Les señaló y les dijo que eran ellos, los que estaban allí sentados, los que lo habían elegido para representarles. Les dio las gracias y dijo que esperaba no decepcionarles.

Sí, estaba nervioso y asustado. Había acusado a millares de delincuentes, pero siempre tenía miedo en todos los juicios. ¡Sí! Tenía miedo y no se avergonzaba de confesarlo. Miedo de la espantosa responsabilidad que el pueblo le había confiado como encargado de encarcelar a los delincuentes y proteger al pueblo. Miedo de no representar adecuadamente a su cliente: el pueblo de este gran Estado.

Jake había oído ya todas aquellas bobadas muchas veces. Se las sabía de memoria. El bueno de Buckley, abogado del Estado, unido con el pueblo en busca de justicia para proteger a la sociedad. Era un orador hábil y elocuente, capaz en un momento dado de hablarle al jurado con ternura, como un abuelo que aconsejara a sus nietos, para luego lanzar una diatriba con tanta persuasión que causaría incluso la envidia de cualquier predicador negro. Apenas transcurrida una fracción de segundo, haría gala de su elocuencia y convencería al jurado de que la estabilidad de nuestra sociedad, e incluso el futuro de la raza humana, dependía de su veredicto de culpabilidad. Estaba en su mejor forma en los juicios importantes, y éste era el más importante hasta ahora. Hablaba sin notas y mantenía la atención del público mientras se describía como víctima, amigo y compañero del jurado, que le ayudaría a descubrir la verdad y castigar a aquel individuo por su monstruoso delito.

Al cabo de diez minutos, Jake estaba harto y se puso de pie con cara de frustración.

—Protesto, su señoría. El señor Buckley no está seleccionando al jurado. No estoy seguro de lo que hace, pero no interroga a los candidatos.

—¡Se admite la protesta! —exclamó Nóose junto al micrófono—. Si no tiene ninguna pregunta para el jurado, señor Buckley, le ruego que se siente.

—Pido disculpas, su señoría —respondió torpemente Buckley, fingiéndose ofendido.

Jake había sido el primero en golpear.

Buckley cogió un cuaderno y empezó a formular un sinfín de preguntas. Preguntó si alguno de los candidatos había formado parte anteriormente de un jurado. Se levantaron varias manos. ¿Civil o penal? ¿Habían votado culpable o inocente? ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Era el acusado blanco o negro? ¿Y la víctima, blanca o negra? ¿Había alguien sido víctima de un crimen violento? Dos manos. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Fue el agresor capturado? ¿Condenado? ¿Blanco o negro? Jake, Harry Rex y Ellen tomaban montones de notas. ¿Algún miembro de su familia ha sido víctima de un crimen con violencia? Varias manos. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Qué le ocurrió al delincuente? ¿Algún miembro de su familia ha sido acusado de algún delito? ¿Procesado? ¿Juzgado? ¿Condenado? ¿Algún amigo o pariente empleado al servicio de la ley? ¿Quién? ¿Dónde?

A lo largo de tres horas, Buckley hurgó e indagó sin interrupción, como un cirujano. Era un experto. Su preparación era evidente. Formuló preguntas que a Jake ni se le habían ocurrido. E hizo prácticamente todas las preguntas que Jake tenía previstas. Exploró con delicadeza los detalles de sentimientos y opiniones personales. Y, en el momento oportuno, decía algo gracioso para que todo el mundo se riera y se relajase la tensión. Tenía la sala en la palma de la mano y, cuando Noose le interrumpió a las cinco de la tarde, estaba en pleno apogeo. Terminaría por la mañana.

Su señoría levantó la sesión hasta las nueve de la mañana siguiente. Jake habló unos momentos con su cliente mientras el público se retiraba hacia el fondo de la sala. Ozzie esperaba a pocos pasos, con unas esposas en la mano. Cuando acabó de hablar con Jake, Carl Lee se agachó frente a su familia, les dio un abrazo a cada uno y se despidió de ellos hasta el día siguiente. Ozzie le condujo a la escalera posterior pasando por el calabozo, donde esperaba un montón de agentes para llevarlo de regreso a la cárcel.