32

DOMINGO. Un día antes del juicio. Jake despertó con un nudo en el estómago, que atribuyó al juicio, y una jaqueca que atribuyó también al juicio y a la trasnochada del sábado en la terraza de Lucien, en compañía de su pasante y de su ex jefe. Ellen había decidido acostarse en una de las habitaciones para huéspedes de la casa de Lucien y Jake optó por pasar la noche en el sofá de la oficina.

Desde el sofá, oyó voces en la calle. Se levantó en la oscuridad para asomarse al balcón y contempló asombrado la actividad desplegada alrededor del Juzgado. ¡El día D! ¡Había estallado la guerra! ¡Patton había llegado! Las calles circundantes de la plaza estaban llenas de camiones militares, jeeps y soldados que circulaban de un lado para otro a fin de organizarse. Se oían voces por las radios y comandantes barrigones ordenaban a sus hombres que se dieran prisa en ocupar sus puestos. Se instaló un centro de mando cerca de la glorieta del jardín. Tres patrullas de soldados clavaban estacas en el suelo y tendían cabos para sostener las lonas de tres enormes tiendas de camuflaje. Levantaron barricadas en las cuatro esquinas de la plaza y los centinelas ocuparon sus lugares de vigilancia, apoyados en las farolas y fumando cigarrillos.

Sentado sobre el maletero de su coche patrulla, Nesbit contemplaba la fortificación del centro de Clanton y charlaba con algunos soldados. Jake preparó un café y le llevó una taza. Ahora que él estaba despierto, sano y salvo, Nesbit podía irse a su casa y descansar hasta la noche. Jake regresó al balcón y contempló la actividad hasta el amanecer. Después de descargar toda la tropa, trasladaron los camiones al arsenal de la Guardia Nacional al norte de la ciudad, donde dormirían los soldados. Calculó que debían de ser unos doscientos. Circulaban en pequeños grupos por la plaza y alrededor del Juzgado, mirando escaparates, a la espera del amanecer y de que ocurriese algo emocionante.

Noose se pondría furioso. ¿Cómo se habían atrevido a llamar a la Guardia Nacional sin consultárselo? Se trataba de su juicio. El alcalde lo había mencionado y Jake le había explicado que la seguridad de Clanton era responsabilidad suya, del alcalde, y no del juez. Ozzie había estado de acuerdo y no habían llamado a Noose.

Llegaron el sheriff y Moss Junior Tatum para reunirse con el coronel en la glorieta, y caminaron juntos por el Juzgado para inspeccionar la tropa y las tiendas. Ozzie señaló en varias direcciones y el coronel parecía estar de acuerdo con sus deseos. Moss Junior abrió las puertas del Juzgado a fin de que los soldados pudieran beber agua y utilizar los servicios. Eran más de las nueve cuando los primeros buitres se encontraron con el centro de Clanton ocupado. En menos de una hora circulaban por todas partes, con cámaras y micrófonos, grabando las importantes declaraciones de un sargento o de algún cabo.

—¿Cómo se llama usted?

—Sargento Drumwright.

—¿De dónde es?

—Booneville.

—¿Dónde se encuentra eso?

—A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí.

—¿Por qué están aquí?

—Nos ha llamado el gobernador.

—¿Por qué les ha llamado?

—Para mantener la situación bajo control.

—¿Esperan algún problema?

—No.

—¿Cuánto tiempo permanecerán aquí?

—No lo sé.

—¿Se quedarán hasta que haya terminado el juicio?

—No lo sé.

—¿Quién lo sabe?

—Supongo que el gobernador.

Etcétera.

La noticia de la invasión se divulgó rápidamente aquel tranquilo domingo por la mañana y, después de asistir a la iglesia, los ciudadanos acudieron a la plaza para comprobar en persona que el ejército había ocupado efectivamente el Juzgado. Los centinelas retiraron las barricadas y permitieron a los curiosos que circularan por su plaza y contemplasen a los auténticos soldados con sus rifles y sus jeeps. Jake tomaba café en el balcón y se aprendía de memoria las fichas de los miembros potenciales del jurado.

Llamó por teléfono a Carla y le contó que la Guardia Nacional patrullaba por las calles, pero que él estaba a salvo. Le dijo que en aquel mismo momento había centenares de soldados fuertemente armados al otro lado de Washington Street dispuestos a protegerle. Sí, todavía disponía de un guardaespaldas. Sí, la casa seguía en su sitio. Dudaba de que se hubiera dado a conocer todavía la muerte de Bud Twitty, y optó por no hablar de ello. Tal vez no se enteraría. Iban a salir a pescar en el barco de su padre y Hanna quería que su papá fuera con ellos. Se despidió y, más que nunca, echó de menos a las dos mujeres de su vida.

Ellen Roark abrió la puerta posterior del despacho y dejó una bolsa de víveres sobre la mesa de la cocina. Sacó una carpeta del maletín y empezó a buscar a su jefe. Jake estaba en el balcón, estudiando las fichas y contemplando el Juzgado.

—Buenas tardes, Row Ark.

—Buenas tardes, jefe —respondió, al tiempo que le entregaba un informe de más de dos centímetros de grosor—. Aquí tienes la investigación que me pediste sobre la admisibilidad de la violación. Es un tema delicado, con muchas complejidades. Lamento su extensión.

Era tan pulcro como todos sus informes, con su correspondiente índice, bibliografía y páginas numeradas. Jake le dio una hojeada.

—Maldita sea, Row Ark, no te he pedido un libro de texto.

—Sé que te intimidan los trabajos eruditos y he hecho un esfuerzo consciente para no utilizar palabras de más de tres sílabas.

—Parece que hoy estamos muy susceptibles. ¿No podrías resumirlo en, digamos, unas treinta páginas?

—Escúchame, se trata de un análisis concienzudo realizado por una brillante estudiante de derecho dotada de una capacidad extraordinaria para pensar y escribir con claridad. Es un trabajo genial, para ti y completamente gratuito. De modo que deja de protestar.

—Sí, señora. ¿Te duele la cabeza?

—Sí. Me duele desde que he despertado esta mañana. He pasado diez horas frente a la máquina para escribir esto y necesito algo de beber. ¿Tienes una batidora?

—¿Una qué?

—Batidora. Un invento del que disponemos en el norte. Es un electrodoméstico.

—Hay una en la estantería, junto al microondas.

Ellen desapareció. Era casi oscuro y el tráfico alrededor de la plaza disminuyó cuando los conductores domingueros se cansaron de contemplar a los soldados que custodiaban su Juzgado. Después de doce horas de calor sofocante e intensa humedad en el centro de Clanton, los soldados estaba agobiados y ansiosos por regresar a su casa. Sentados en sillas plegables de lona bajo los árboles se dedicaban a maldecir al gobernador. A la caída de la noche, tendieron cables desde el interior del Juzgado e instalaron focos alrededor de las tiendas. Junto a correos llegó un coche cargado de negros, con sillas plegables y velas para la vigilia nocturna, que empezaron a caminar por la acera de Jackson Street bajo la atenta mirada de doscientos guardias fuertemente armados. Encabezaba la procesión la señora Rosia Alfie Gatewood, una viuda de noventa kilos que había criado once hijos y mandado a nueve de ellos a la universidad. Era la primera negra conocida que había probado el agua de la fuente pública de la plaza y había sobrevivido. Miraba con desafío a los soldados, que no decían palabra.

Ellen regresó con dos jarras de la Universidad de Boston llenas de un líquido verde pálido. Las dejó sobre la mesa y acercó una silla.

—¿Qué es eso?

—Bébelo. Te ayudará a relajarte.

—Me lo beberé, pero me gustaría saber lo que es.

—Margaritas.

—¿Dónde está la sal? —preguntó Jake después de examinar el borde de su jarra.

—Yo la prefiero sin sal.

—Pues yo también. ¿Por qué margaritas?

—¿Por qué no?

Jake cerró los ojos y tomó un largo trago. Y luego otro.

—Row Ark, eres una mujer de mucho talento.

—Una «currante».

—Hace ocho años que no tomaba un margarita —dijo Jake después de otro largo trago.

—Cuánto lo siento.

Su jarra estaba medio vacía.

—¿Qué clase de ron has utilizado?

—Si no fueras mi jefe diría que eres un imbécil.

—Gracias.

—No es ron, sino tequila con zumo de lima y cointreau. Creí que todos los estudiantes de derecho lo sabían.

—¿Crees que podrás perdonarme? Estoy seguro de que lo sabía cuando era estudiante.

Ellen contempló la plaza.

—¡Es increíble! Parece una zona de guerra.

Jake vació la jarra y se lamió los labios. Los soldados jugaban a los naipes bajo los toldos y se reían. Otros se refugiaban de los mosquitos en el Juzgado. Las velas doblaron la esquina y pasaron por Washington Street.

—Sí —sonrió Jake—. Es estupendo, ¿no te parece? Piensa en nuestros justos e imparciales miembros del jurado cuando lleguen por la mañana y se encuentren con todo esto. Volveré a solicitar que se traslade el juicio. La solicitud será denegada. Solicitaré una anulación y Noose la denegará. Entonces me aseguraré de que la taquígrafa registre el hecho de que el juicio se celebra en el seno de este circo.

—¿Por qué están aquí?

—El sheriff y el alcalde llamaron al gobernador y le convencieron de que la Guardia Nacional era necesaria para evitar disturbios en Ford County. Le dijeron que nuestro hospital no tiene suficiente capacidad para este juicio.

—¿De dónde son?

—De Booneville y de Columbus. A la hora del almuerzo he contado doscientos veinte.

—¿Han estado aquí todo el día?

—Me han despertado a las cinco de la madrugada y he observado sus movimientos a lo largo del día. Se han visto acorralados en un par de ocasiones, pero han recibido refuerzos. Hace unos minutos, con la llegada de la señora Gatewood y sus compañeros con las velas, se han enfrentado al enemigo. Ella ha logrado vencerles con la mirada y ahora se dedican a jugar a los naipes.

Ellen vació su jarra y fue en busca de otra. Jake cogió las fichas por centésima vez y las puso sobre la mesa. Nombre, edad, ocupación, familia, raza, educación… Leía y repetía la información desde primera hora de la mañana. Llegó inmediatamente la segunda ronda y Ellen cogió las fichas.

—Correen Hagan —dijo, mientras tomaba un sorbo.

—De unos cincuenta y cinco años —respondió Jake al cabo de un instante—. Secretaria en una compañía de seguros. Divorciada, con dos hijos mayores. Enseñanza media a lo sumo. Oriunda de Florida, por si a alguien le interesa.

—¿Puntuación?

—Creo que le puse un seis.

—Muy bien. Millard Sills.

—Propietario de una plantación de pacanas cerca de Mays. De unos setenta años de edad. Hace unos años, dos negros mataron a su sobrino de un tiro en la cabeza durante un atraco en Little Rock.

—¿Puntuación?

—Creo que cero.

—Clay Bailey.

—Unos treinta años. Seis hijos. Feligrés devoto de la iglesia de Pentecostés. Trabaja en la fábrica de muebles al oeste de la ciudad.

—Le has puesto un diez.

—Sí. Estoy seguro de que ha leído la parte de la Biblia donde se menciona lo de ojo por ojo, etcétera. Además, entre seis hijos es probable que por lo menos dos sean niñas.

—¿Te los sabes todos de memoria?

—Tengo la impresión de conocerlos de toda la vida —asintió él, tomando un trago.

—¿A cuántos reconocerás?

—A muy pocos. Pero sabré más que Buckley acerca de ellos.

—Estoy impresionada.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¿Te he impresionado con mi intelecto?

—Entre otras cosas.

—Me siento muy honrado. He impresionado a un genio de la legislación penal. La hija de Sheldon Roark, quienquiera que sea. Una verdadera summa cum laude. Espera a que se lo cuente a Harry Rex.

—¿Dónde está ese elefante? Le echo de menos. Me cae bien.

—Llámalo. Dile que venga a participar de la fiesta en la terraza mientras contemplamos la tropa que se prepara para la tercera batalla de Bull Run.

—¿Llamo también a Lucien? —preguntó mientras se acercaba al teléfono del escritorio.

—¡No! Estoy harto de Lucien.

Harry Rex trajo una pequeña botella de tequila que encontró en algún lugar de su mueble bar. Él y la pasante discutieron acaloradamente sobre los ingredientes correctos de un buen margarita. Jake votó a favor de su pasante.

Se instalaron en el balcón y se dedicaron a repasar los nombres de las fichas, tomar tragos de aquella peculiar mezcolanza, gritar a los soldados y cantar canciones de Jimmy Buffet. A medianoche, Nesbit cargó a Ellen en su coche patrulla y la llevó a casa de Lucien. Harry Rex caminó hasta su casa. Jake durmió en el sofá.