EL viernes por la mañana, Jake llamó por teléfono a la casa de Noose y la señora Ichabod le informó de que su señoría estaba en Polk County, donde presidía un juicio civil. Después de darle instrucciones a Ellen, Jake salió hacia Smithfield, a una hora de camino. Saludó a su señoría con la cabeza al entrar en la sala y se sentó en primera fila. A excepción del jurado, no había público en la sala. Noose estaba aburrido, los miembros del jurado estaban aburridos, los abogados estaban aburridos y, al cabo de un par de minutos, Jake estaba aburrido. Cuando el testigo acabó de declarar, Noose ordenó una suspensión breve de la vista y Jake se dirigió a su despacho.
—Hola, Jake. ¿Cómo está usted?
—Se habrá enterado de lo que ocurrió ayer.
—Lo vi anoche en las noticias.
—¿Se ha enterado de lo ocurrido esta mañana?
—No.
—Evidentemente, alguien le entregó al Klan una lista de los miembros potenciales del jurado. Anoche quemaron cruces en los jardines de veinte de ellos.
—¡Nuestro jurado! —exclamó Noose turbado.
—Sí, señor.
—¿Cogieron a alguien?
—Claro que no. Estaban demasiado ocupados apagando las hogueras. Además, esa gente no se deja coger.
—Veinte miembros de nuestro jurado —repitió Noose.
—Sí, señor.
Noose se pasaba la mano por su frondosa cabellera canosa mientras caminaba por la pequeña estancia moviendo la cabeza y, de vez en cuando, rascándose la horcajadura.
—Yo diría que se trata de intimidación —susurró.
Vaya inteligencia, pensó Jake. Un auténtico genio.
—Eso parece.
—¿Qué se supone que debo hacer? —preguntó, con cierta frustración.
—Trasladar el juicio a otra localidad.
—¿Dónde?
—La región meridional del Estado.
—Comprendo. Tal vez al condado de Carey, donde creo que el sesenta por ciento de la población es negra. Allí se garantizaría, como mínimo, la falta de unanimidad en el jurado, ¿no es cierto? O puede que prefiriera Bromer County, donde tengo entendido que la proporción de negros es todavía superior. Probablemente lograría que le declarasen inocente, ¿no cree?
—No me importa al lugar al que lo traslade, pero no es justo que se le juzgue en Ford County. Las cosas ya estaban bastante mal antes de la guerra de ayer. Ahora el humor de los blancos es realmente de linchamiento y la cabeza de mi defendido es la más accesible. La situación era terrible antes de que el Klan empezara a decorar el condado con árboles de Navidad. Quién sabe qué intentarán antes del lunes. No hay forma de elegir un jurado justo e imparcial en Ford County.
—¿Quiere decir un jurado negro?
—¡No, señor! Quiero decir un jurado que no haya prejuzgado el caso. Carl Lee Hailey tiene derecho a que le juzguen doce personas que no hayan decidido de antemano su culpabilidad o inocencia.
Noose se acercó a su sillón y se dejó caer en el mismo. Se quitó las gafas y se rascó la punta de la nariz.
—Podríamos exonerar a los veinte afectados —comentó el juez.
—No serviría de nada. Todo el condado está al corriente de lo ocurrido, o lo estará en pocas horas. Usted sabe la rapidez con que circulan las noticias. Todos los componentes del jurado se sentirán amenazados.
—Entonces podríamos exonerarlos a todos y abrir una nueva convocatoria.
—Será inútil —replicó Jake, frustrado ante la terquedad de Noose—. Todos los miembros del jurado deben ser habitantes de Ford County y no hay nadie que no esté al corriente de los acontecimientos. Además, ¿cómo va a impedir que el Klan intimide a los nuevos miembros del jurado? Será inútil.
—¿Por qué está tan seguro de que el Klan no seguirá el caso si lo trasladamos a otro condado? —preguntó el juez con sarcasmo en cada una de sus palabras.
—Creo que lo hará —admitió Jake—. Pero no lo sabemos con seguridad. Lo que sí sabemos es que el Klan está ya en Ford County, que en estos momentos es bastante activo y que ha intimidado a algunos miembros potenciales del jurado; esta es la realidad. La cuestión es: ¿qué piensa hacer al respecto?
—Nada —respondió categóricamente Noose.
—¿Cómo?
—Nada. Me limitaré a exonerar a los veinte en cuestión. El lunes, cuando empiece el juicio en Clanton, someteré a todos los miembros a un meticuloso interrogatorio.
Jake le miraba con incredulidad. Noose tenía alguna razón, motivo o temor que no revelaba. Lucien estaba en lo cierto: alguien le presionaba.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Estoy convencido de que no importa dónde juzguemos a Carl Lee Hailey. No creo que importe a quién elijamos para formar parte del jurado ni cuál sea su color. Todo el mundo, sea quien sea o de donde sea, ha tomado ya una decisión. Ya han decidido, Jake, y su misión consiste en elegir a los que creen que su defendido es un héroe.
Probablemente eso es cierto, pensó Jake, aunque no estaba dispuesto a admitirlo.
—¿Por qué no se atreve a trasladarlo? —preguntó Jake sin dejar de mirar por la ventana.
—¿Atreverme? —exclamó Ichabod con los ojos entornados y la mirada fija en Jake—. No temo ninguna de mis decisiones. ¿Por qué le da miedo que el juicio se celebre en Ford County?
—Creí que acababa de explicárselo.
—El juicio del señor Hailey se celebrará en Ford County a partir del lunes. Es decir, dentro de tres días. Y allí se celebrará el juicio, no porque no me atreva a trasladarlo, sino porque de nada serviría hacerlo. He pensado muy detenidamente en ello, señor Brigance, muchas veces, y me parece satisfactorio que el juicio se celebre en Clanton. No se trasladará. ¿Algo más?
—No, señor.
—Me alegro. Nos veremos el lunes.
Jake entró en su despacho por la puerta trasera. La puerta principal permanecía siempre cerrada desde hacía una semana y en todo momento había alguien que llamaba o daba voces junto a ella. Se trataba generalmente de periodistas, pero también había muchos amigos que pasaban para charlar un rato e indagar acerca del famoso juicio. Los clientes formaban parte del pasado. El teléfono no dejaba de llamar. Jake nunca lo contestaba y Ellen lo hacía si estaba cerca.
Jake se la encontró en la sala de conferencias, rodeada de montones de textos jurídicos. El informe M’Naghten era una obra de arte. Le había pedido un máximo de veinte páginas, pero ella le entregó setenta y cinco perfectamente mecanografiadas y de una redacción impecable, y le explicó que no había forma de describir la versión de Mississippi de M’Naghten con menos palabras. Su investigación era minuciosa y detallada. Había empezado con el caso M’Naghten original, el de Inglaterra durante el siglo diecinueve, y continuó con la ley de enajenación mental en Mississippi a lo largo de ciento cincuenta años. Tras descartar los casos confusos o insignificantes y describir con una sencillez maravillosa los principales y más complejos, el informe concluía con un resumen de la legislación vigente aplicable al juicio de Carl Lee Hailey.
En otro informe más reducido, de sólo catorce páginas, había llegado a la conclusión ineludible de que los miembros del jurado verían las fotografías nauseabundas de Cobb y Willard con sus sesos desparramados por la escalera. Dicho género de pruebas inflamatorias era admisible en Mississippi y no había hallado la forma de impedirlo.
Había redactado treinta y una páginas de investigación sobre una defensa basada en homicidio justificable; algo en lo que Jake ya había pensado, brevemente, después de los asesinatos. Ellen llegó a la misma conclusión que Jake: no funcionaría. Encontró un antiguo caso en Mississippi, en el que un individuo había capturado y matado a un preso huido que llevaba armas. Se le había declarado inocente, pero las diferencias entre su caso y el de Carl Lee eran enormes. Jake no había solicitado aquel informe y le molestaba que hubiese gastado tanta energía en él. Pero no lo mencionó, porque le había entregado todo lo que le había pedido.
Las sorpresa más agradable había sido el resultado de su trabajo con el doctor W. T. Bass. Se había reunido con él dos veces durante la semana y habían repasado M’Naghten muy detalladamente. Preparó un guión de veinte páginas con las preguntas que debería formularle Jake y lo que debería responder Bass. Se trataba de un diálogo ingeniosamente elaborado, y le maravilló su destreza. Cuando él tenía su edad, era un estudiante mediocre, más interesado por los amoríos que por la investigación. Sin embargo, ella, en su tercer año de carrera, escribía informes que parecían tratados.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Ellen.
—Como era de suponer. Se ha mostrado inflexible. El juicio dará comienzo aquí el lunes con los mismos miembros del jurado a excepción de los veinte que han recibido las sutiles advertencias.
—Está loco.
—¿En qué estás trabajando?
—Estoy concluyendo el informe para sustanciar nuestra propuesta de que se discutan los detalles de la violación ante el jurado. Hasta ahora parece prometedor.
—¿Cuándo estará terminado?
—¿Hay prisa?
—A ser posible lo querría el domingo. Tengo otro encargo, ligeramente distinto.
Ellen dejó el cuaderno sobre la mesa y se dispuso a escuchar.
—El psiquiatra de la acusación será el doctor Wilbert Rodeheaver, jefe de personal de Whitfield. Ha estado aquí en otras ocasiones y ha declarado en centenares de juicios. Quiero hurgar un poco y ver con qué frecuencia aparece su nombre en las decisiones de la sala.
—Ya me he encontrado con su nombre.
—Me alegro. Como bien sabes, los únicos casos que leemos del Tribunal Supremo son aquellos en los que se condenó al acusado en el juicio y se presentó recurso de apelación. No se comentan aquellos en los que se declaró inocente al acusado. Ésos son los que más me interesan.
—¿Dónde pretendes ir a parar?
—Tengo el presentimiento de que Rodeheaver se resiste enormemente a declarar que un acusado esté legalmente enajenado. Cabe la posibilidad de que nunca lo haya hecho. Incluso en casos en los que el acusado estaba claramente loco y no sabía lo que se hacía. Cuando le interrogue, me gustaría preguntarle a Rodeheaver sobre algunos de los casos en los que aseguró que no le ocurría nada a un individuo claramente enfermo y que fue declarado inocente por el jurado.
—Esos casos son difíciles de encontrar.
—Lo sé, pero tú puedes hacerlo, Row Ark. Hace una semana que observo cómo trabajas y sé que puedes hacerlo.
—Me siento halagada, jefe.
—Puede que tengas que llamar por teléfono a algunos abogados del Estado que hayan interrogado antes a Rodeheaver. Será difícil, Row Ark, pero lo lograrás.
—Sí, jefe. Estoy segura de que lo quieres para ayer.
—A decir verdad, no. Dudo de que Rodeheaver declare la semana próxima, de modo que dispones de algún tiempo.
—No sé cómo tomármelo. ¿Me estás diciendo que no es urgente?
—No, pero el informe de la violación lo es.
—Sí, jefe.
—¿Has almorzado?
—No tengo hambre.
—Magnífico. No te comprometas para la cena.
—¿Qué quieres decir?
—Que tengo una idea.
—¿Una especie de cita?
—No, una especie de comida de negocios entre profesionales.
Jake preparó dos maletines y se dispuso a abandonar el despacho.
—Estaré en casa de Lucien —dijo—, pero no me llames a no ser que sea cuestión de vida o muerte. No le digas a nadie dónde estoy.
—¿En qué trabajas?
—El jurado.
Lucien estaba borracho y sin conocimiento en la terraza, y Sallie había salido. Jake se instaló en el espacioso estudio del primer piso, donde Lucien tenía más textos jurídicos que la mayoría de los abogados en su despacho. Dejó el contenido de los maletines sobre una silla y colocó sobre la mesa una lista alfabética de los miembros del jurado; un montón de fichas de seis y medio por once y varios rotuladores.
El primer nombre era Acker, Barry Acker. Escribió el apellido en letras de imprenta en una ficha con un rotulador azul. Azul para los hombres, rojo para las mujeres y negro para los negros, independientemente del sexo. Bajo el nombre de Acker, escribió unas notas a lápiz. Edad, unos cuarenta años. Casado por segunda vez, con un hijo y dos hijas. Gerente de una pequeña ferretería de mala muerte, en la calle mayor de Clanton. Su esposa, secretaria en un banco. Conduce una camioneta. Le gusta la caza. Usa botas de vaquero. Bastante agradable. Atcavage había ido a la ferretería el jueves para echarle un vistazo a Barry Acker. Dijo que tenía buen aspecto y hablaba como si hubiera recibido cierta educación. Jake escribió el número nueve junto a su nombre.
Estaba satisfecho de su propia investigación. Seguro que Buckley no sería tan concienzudo.
El siguiente de la lista era Bill Andrews. Vaya nombre. Había seis en la guía telefónica. Jake conocía a uno de ellos, Harry Rex a otro, y Ozzie a uno que era negro, pero nadie sabía quién había recibido la citación. Puso un interrogante junto al nombre.
Gerald Ault. Jake sonrió al escribir su nombre en la lista. Ault había pasado por su despacho hacía unos años, cuando el banco inició el embargo de su casa en Clanton. Su esposa padecía una enfermedad de los riñones y los gastos médicos les habían dejado en la ruina. Era un intelectual, formado en Princeton, donde había conocido a su mujer. Oriunda de Ford County, era hija única de una familia antaño acomodada que había invertido estúpidamente todo su dinero en los ferrocarriles. Él llegó al condado en el momento en que se arruinaron sus suegros y la vida fácil que había iniciado con su matrimonio se convirtió en una lucha. Se dedicó durante un tiempo a la enseñanza, luego dirigió la biblioteca y a continuación trabajó como administrativo en el Juzgado. Desarrolló una cierta aversión hacia el trabajo duro. Entonces su esposa enfermó y perdieron su modesta casa. Ahora trabajaba en una tienda de ultramarinos.
Jake sabía algo sobre Gerald Ault que los demás desconocían. De niño, en Pennsylvania, su familia vivía en una granja cerca de la carretera. Una noche, mientras dormían, se incendió la casa. Alguien que pasaba por la carretera paró, derribó la puerta y empezó a rescatar a los Ault. El fuego se extendió con rapidez, y cuando Gerald y su hermano despertaron estaban atrapados en su habitación del primer piso. Se acercaron a la ventana y empezaron a gritar. Padres e hijos gritaban desesperados. Todas las ventanas, a excepción de la suya, estaban envueltas en llamas. De pronto, el salvador se roció de pies a cabeza con la manguera del jardín, irrumpió en la casa incendiada, se abrió paso entre las llamas y el humo, subió al primer piso, entró en el dormitorio, agarró a Gerald y a su hermano y saltó por la ventana. Milagrosamente, no sufrieron ningún daño. Le dieron las gracias entre lágrimas y abrazos. Agradecieron su ayuda al desconocido, cuya piel era negra. Era el primer negro que los niños habían visto.
Gerald Ault era uno de los pocos blancos de Ford County que amaba realmente a los negros. Jake puso un diez junto a su nombre.
Durante seis horas estudió la lista del jurado, rellenó fichas, se concentró en cada uno de los nombres y se los imaginó en la sala, deliberando y hablando entre sí. Les otorgó una puntuación. Los negros recibían automáticamente un punto los blancos no eran tan fáciles. Los hombres recibían más puntos que las mujeres; los jóvenes más que los mayores; los de formación superior, un poco más que los que carecían de estudios; y los liberales, independientemente de su formación, recibían la puntuación más elevada.
Eliminó a los veinte que Noose se proponía excluir. Poseía alguna información sobre ciento once de los miembros potenciales del jurado. Seguro que Buckley no sabía tanto como él.
Ellen estaba mecanografiando en la máquina de Ethel cuando Jake regresó de casa de Lucien. Paró la máquina, cerró los textos de los que copiaba y le observó.
—¿Dónde cenamos? —preguntó con una pícara sonrisa.
—Vamos a viajar.
—¡Magnífico! ¿Adónde?
—¿Has estado alguna vez en Robinsonville, Mississippi?
—No, pero estoy lista. ¿Qué hay ahí?
—Sólo algodón, soja y un pequeño restaurante que es maravilloso.
—¿Cómo hay que vestir?
Jake la observó. Como de costumbre, vestía vaqueros descoloridos perfectamente planchados, una camisa azul marino enormemente holgada recogida con elegancia sobre sus finas caderas y sin calcetines.
—Estás bien así —respondió Jake.
Apagaron la fotocopiadora y las luces y salieron de Clanton en el Saab. Jake vio una tienda de licores en la zona negra de la ciudad y compró un paquete de seis Coors y una botella fresca de Chablis.
—En ese lugar, has de llevar tu propia botella —explicó Jake cuando salían de la ciudad.
El sol se ponía ante sus ojos y Jake bajó las viseras del parabrisas. Ellen hizo de camarera y abrió un par de latas de cerveza.
—¿A cuánto está ese lugar? —preguntó.
—Hora y media de camino.
—¡Hora y media! Estoy muerta de hambre.
—Entonces toma cerveza. Créeme, vale la pena.
—¿Qué hay en la carta?
—Gambas salteadas, ancas de rana y siluro asado.
—Veremos —respondió mientras tomaba un sorbo de cerveza.
Jake aceleró y cruzaron velozmente los puentes sobre los numerosos ríos que vertían sus aguas en el lago Chatulla. Subieron por las empinadas cuestas de colinas cubiertas de oscura pueraria. Volaron por las curvas y eludieron los camiones madereros que hacían el último desplazamiento del día. Jake abrió el respiradero del techo, bajó las ventanas y dejó que circulara el aire. Ellen se acomodó en su asiento y cerró los ojos. Su frondosa cabellera ondulada revoloteaba ante su cara.
—Escúchame, Row Ark, esta cena es puramente de negocios…
—Claro, claro.
—Lo digo en serio. Yo soy tu jefe, tú trabajas para mí y ésta es una comida de negocios. Ni más ni menos. De modo que desecha toda idea lujuriosa de tu cerebro sexualmente liberado.
—Parece que eres tú quien piensa en ello.
—No. Pero sé en lo que estás pensando.
—¿Cómo puedes conocer mis pensamientos? ¿Qué te hace suponer que eres tan irresistible y que me propongo seducirte?
—Limítate a no meterte conmigo. Estoy felizmente casado con una mujer encantadora que sería capaz de matar si creyera que la engaño.
—De acuerdo, portémonos como buenos amigos. No somos más que un par de amigos que cenan juntos.
—Eso no funciona en el sur. Un hombre no puede cenar en plan amistoso con una mujer si el hombre está casado. Aquí eso no funciona.
—¿Por qué no?
—Porque los hombres no tienen amigas. Imposible. No conozco en el sur a un solo individuo casado que tenga una amiga. Creo que es un vestigio de la guerra civil.
—Parece un vestigio de la edad media. ¿Por qué son las sureñas tan celosas?
—Porque así es como las educamos. Lo aprenden de nosotros. Si mi esposa se reuniera con un amigo para almorzar o cenar le volaría la cabeza y pediría el divorcio. Ella lo aprende de mí.
—Esto no tiene ningún sentido.
—Claro que no lo tiene.
—¿Tu esposa no tiene ningún amigo?
—Ninguno, que yo sepa. Si averiguas que tiene alguno, cuéntamelo.
—¿Y tú no tienes ninguna amiga?
—¿Para qué quiero amigas? Son incapaces de hablar de fútbol, de la caza del pato, de política, de pleitos o de cualquiera de los temas que me interesan. Hablan de los niños, la ropa, las recetas de cocina, cupones, muebles y cosas de las que no sé nada. No, no tengo ninguna amiga. Ni deseo tenerla.
—Eso es lo que me encanta del sur. La tolerancia de la gente.
—Gracias.
—¿Tienes algún amigo judío?
—No tengo conocimiento de que haya ningún judío en Ford County. Tenía un amigo excelente en la facultad, Ira Tauber, que era de Nueva Jersey. Me encantan los judíos. Como bien sabes, Jesús era judío. Nunca he comprendido el antisemitismo.
—Dios mío, eres un liberal. ¿Qué me dices de lo homosexuales?
—Me inspiran compasión. No saben lo que se pierden. Pero ése es su problema.
—¿Podrías tener un amigo homosexual?
—Supongo, a condición de que no me lo contara.
—Ahora veo que eres republicano.
Dejó las latas vacías sobre el asiento trasero y abrió otras dos. El sol había desaparecido y el aire húmedo y pesado parecía fresco a ciento cincuenta kilómetros por hora.
—¿De modo que no podemos ser amigos? —preguntó Ellen.
—No.
—Ni amantes.
—Por favor. Intento conducir.
—¿Entonces qué somos?
—Yo soy abogado y tú mi pasante. Yo el patrón y tú la empleada. Yo el jefe y tú la «currante».
—Tú el varón y yo la hembra.
Jake admiró sus vaqueros y su holgada camisa.
—De eso no cabe duda.
Ellen sacudió la cabeza y contempló las montañas de pueraria que pasaban volando. Jake sonrió, aceleró y tomó un trago de cerveza. Después de atravesar una serie de intersecciones rurales y carreteras desiertas, de pronto desaparecieron las colinas para entrar en el llano.
—¿Cómo se llama el restaurante? —preguntó Ellen.
—Hollywood.
—¿Cómo?
—Hollywood.
—¿Por qué se llama Hollywood?
—Antes estaba en una pequeña ciudad, a pocos kilómetros, llamada Hollywood, Mississippi. Un incendio lo destruyó y se trasladó a Robinsonville. Todavía conserva el nombre de Hollywood.
—¿Qué tiene de particular?
—Excelente comida, música maravillosa, fantástico ambiente y está a mil kilómetros de Clanton, donde nadie me verá cenando con una hermosa desconocida.
—Yo no soy una hermosa desconocida, soy una «currante».
—Una hermosa y desconocida «currante».
Ellen sonrió para sí y se pasó los dedos por el cabello. Al llegar al siguiente cruce giró a la izquierda y siguió recto hasta unos edificios cerca de la vía del tren. A un lado de la carretera había una serie de casas de madera vacías y, al otro lado, un antiguo almacén con una docena de coches aparcados a su alrededor y una suave música que emergía de sus ventanas. Jake cogió la botella de Chablis y acompañó a su pasante por los peldaños que conducían a la terraza y al interior del edificio.
Junto a la puerta había un pequeño escenario, donde una hermosa negra llamada Merle tocaba el piano y cantaba Rainy Night in Georgia. Tres largas hileras de mesas llegaban hasta el escenario. El local estaba medio lleno y una camarera que servía cerveza les indicó desde el fondo que entraran. Los acompañó a una pequeña mesa cubierta con un mantel a cuadros rojos.
—¿Unos pepinos fritos al eneldo en escabeche, cariño? —preguntó a Jake la camarera.
—¡Sí! Para dos.
—¿Pepinos fritos al eneldo en escabeche? —preguntó Ellen con el entrecejo fruncido.
—Por supuesto. ¿No los coméis en Boston?
—¿Lo freís todo en estas latitudes?
—Todo lo comestible. Si no te gustan, yo me los comeré.
Se oyó un grito procedente de otra mesa. Cuatro parejas brindaron y se echaron a reír a carcajadas. Nunca cesaban las risas y las voces en el restaurante.
—Lo que tiene de bueno el Hollywood —explicó Jake—, es que uno puede hacer tanto ruido como se le antoje y quedarse hasta que le plazca y a nadie le importa. Cuando consigues aquí una mesa es tuya para toda la noche. Dentro de un momento, empezarán a cantar y bailar.
Jake pidió gambas salteadas y siluro asado para ambos. Ellen no quiso probar las ancas de rana. Al cabo de un momento regresó la camarera con la botella de Chablis y dos copas frías. Brindaron por Carl Lee Hailey y por su mente enajenada.
—¿Qué opinas de Bass? —preguntó Jake.
—Es el testigo perfecto. Declarará lo que tú le digas.
—¿Te preocupa?
—Me preocuparía si su declaración estuviera relacionada con los acontecimientos. Pero aparece en calidad de experto y basta con que manifieste su opinión. ¿Quién puede contradecirle?
—¿Es creíble?
—Cuando está sobrio. Esta semana hemos hablado dos veces. El martes estaba lúcido y cooperaba. El miércoles estaba borracho e indiferente. Creo que nos será tan útil como cualquier otro psiquiatra. No le importa la verdad y nos dirá lo que queramos oír. ¿Crees que Carl Lee estaba legalmente enajenado?
—No, ¿lo crees tú?
—No. Carl Lee me comunicó que lo haría cinco días antes de cometer los asesinatos. Me mostró el lugar exacto donde les tendería la emboscada, aunque en aquel momento no me di cuenta de ello. Nuestro cliente sabía exactamente lo que se hacía.
—¿Por qué no se lo impediste?
—Porque no le creí. Su hija acababa de ser violada y luchaba entre la vida y la muerte.
—¿Se lo habrías impedido si hubieras podido?
—Se lo comuniqué a Ozzie. Pero en aquel momento ninguno de nosotros creyó que pudiese ocurrir. En todo caso, aunque lo hubiera sabido con toda certeza, tampoco se lo habría impedido. Yo habría hecho lo mismo.
—¿Cómo?
—Exactamente como lo hizo él. Fue muy fácil.
Ellen acercó el tenedor a un pepino frito al eneldo en escabeche y lo movió con recelo. Lo partió por la mitad, lo ensartó en el tenedor y lo olió con aprensión. Se lo llevó a la boca y empezó a masticarlo lentamente. Después de habérselo tragado, le ofreció a Jake su ración de pepinos.
—Típicamente yanqui —dijo Jake—. No te comprendo, Row Ark. No te gustan los pepinos fritos al eneldo en escabeche, eres atractiva, muy inteligente, podrías trabajar para cualquier gran empresa del país y ganar un montón de dinero, pero prefieres preocuparte por asesinos condenados a muerte que están a punto de recibir su justo merecido. ¿Cuál es tu aliciente, Row Ark?
—Tú te preocupas por el mismo tipo de gente. Ahora se trata de Carl Lee Hailey. El año próximo será otro asesino odiado por todo el mundo y por quien perderás noches de sueño por tratarse de tu cliente. El día menos pensado, Brigance, tendrás un cliente condenado a muerte y descubrirás lo terrible que es. Cuando le sujeten a la silla y te mire por última vez cambiarás para siempre. Sabrás lo inhumano que es el sistema y te acordarás de Row Ark.
—Entonces me dejaré crecer la barba y me afiliaré al ACLU.
—Probablemente, si te aceptan.
Llegaron las gambas salteadas en una cazoleta negra con mantequilla, ajo y salsa americana. Ellen se sirvió varias cucharadas y empezó a comer como si estuviera muerta de hambre. Merle interpretó una conmovedora versión de Dixie y el público la acompañó con voces y aplausos.
Cuando pasó la camarera, dejó sobre la mesa una fuente de ancas de rana. Jake vació el vaso de vino y se sirvió un puñado de ancas. Ellen procuró ignorarlas. Después de saciarse de entremeses, llegó el siluro. La grasa hervía en el plato, que no se podía tocar de tan caliente como estaba. El pescado había sido asado hasta convertirlo en crujiente, con cuadrados negros en ambos lados de la parrilla. Comieron y bebieron despacio, observándose mutuamente y disfrutando de la deliciosa comida.
A medianoche, la botella estaba vacía y el local a media luz. Después de dar las buenas noches a Merle y a la camarera descendieron cautelosamente hacia el coche y Jake se puso el cinturón de seguridad.
—Estoy demasiado borracho para conducir —dijo.
—Yo también. He visto un pequeño motel cerca de aquí.
—Yo también lo he visto y no tenían habitaciones libres. Te felicito, Row Ark. Me emborrachas y luego pretendes aprovecharte de mí.
—Lo haría si estuviera en mi mano.
Se cruzaron momentáneamente sus miradas. Los ojos de Ellen reflejaban la luz roja del rótulo de neón, situado encima de la puerta del restaurante.
El momento se prolongó y se apagó el rótulo. El restaurante había cerrado.
Jake puso en marcha el motor del Saab, dejó que se calentara y penetraron velozmente en la oscuridad de la noche.
El ratón Mickey llamó a Ozzie a su casa a primera hora del sábado por la mañana y le aseguró que habría más problemas por parte del Klan. Le explicó que los disturbios del jueves no habían sido culpa suya y, no obstante, les responsabilizaban de los mismos. Se habían manifestado pacíficamente y ahora su jefe estaba a las puertas de la muerte, con el setenta por ciento de su cuerpo cubierto de quemaduras de tercer grado. Habría represalias; órdenes superiores. Estaban a punto de llegar refuerzos de otros estados y habría violencia. Nada específico por ahora, pero volvería a llamar cuando tuviera más información.
Ozzie se frotaba el chichón de la nuca, sentado al borde de la cama, cuando llamó al alcalde. Llamó también a Jake y, al cabo de una hora, se reunieron en el despacho del sheriff.
—La situación está a punto de escapársenos de las manos —dijo Ozzie con una bolsa de hielo en la nuca y una mueca por cada palabra—. Un contacto fiable me ha comunicado que el Klan piensa tomar represalias por lo ocurrido el jueves. Al parecer mandan refuerzos de otros estados.
—¿Crees que es verdad? —preguntó el alcalde.
—Tengo miedo de no creerlo.
—¿El mismo contacto? —preguntó Jake.
—Sí.
—Entonces me lo creo.
—He oído decir que tal vez se trasladaría o aplazaría el juicio —dijo Ozzie—. ¿Es posible?
—No. Ayer estuve con el juez Noose. No se trasladará y empezará el lunes.
—¿Le hablaste de las cruces en llamas?
—Se lo conté todo.
—¿Está loco? —preguntó el alcalde.
—Sí y, además, es un estúpido. Pero no lo repitas.
—¿Son sólidas sus bases jurídicas? —preguntó Ozzie.
—Más bien arenas movedizas —respondió Jake moviendo la cabeza.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó el alcalde.
—Me gustaría evitar por todos los medios que se produjeran más disturbios —respondió dolorosamente Ozzie después de coger otra bolsa de hielo—. Nuestro hospital no tiene capacidad suficiente para permitir que continúen los altercados. Tenemos que hacer algo. Los negros están furiosos, inquietos y dispuestos a luchar por menos de nada. Algunos negros sólo buscan un pretexto para apretar el gatillo, y las túnicas blancas son un buen objetivo. Tengo el presentimiento de que el Klan hará algo realmente estúpido, como intentar matar a alguien. Esto les brinda mayor cobertura a nivel nacional que en los últimos diez años. Mi contacto me ha dicho que, después de lo del jueves, han recibido llamadas de voluntarios de todo el país dispuestos a venir aquí para participar en el jolgorio.
»Lamento tener que decirlo, alcalde —prosiguió Ozzie, después de mover lentamente la cabeza y coger otra bolsa de hielo—, pero creo que deberías llamar al gobernador y solicitar la intervención de la Guardia Nacional. Sé que es un último recurso, pero detestaría que muriese alguien.
—¡La Guardia Nacional! —repitió el alcalde con incredulidad.
—Eso he dicho.
—¿Ocupando Clanton?
—Sí. Para proteger a tu gente.
—¿Patrullando por las calles?
—Sí. Con armas y todo lo demás.
—Dios mío, esto es muy grave. ¿No estarás exagerando un poco?
—No. Es evidente que no dispongo de bastantes hombres para garantizar la paz. Ni siquiera fuimos capaces de impedir los disturbios que empezaron ante nuestras propias narices. El Klan está quemando cruces por todo el condado y no podemos hacer nada para evitarlo. ¿Qué haremos cuando los negros decidan pasar a la acción? No tengo suficientes hombres, alcalde. Necesito ayuda.
A Jake le pareció una idea maravillosa. ¿Cómo podrían elegir un jurado justo e imparcial con el Juzgado rodeado por la Guardia Nacional? Pensó en que cuando el lunes llegaran los miembros potenciales del jurado tendrían que pasar entre hileras de soldados, vehículos blindados e incluso puede que algún carro de combate. ¿Cómo podrían ser justos e imparciales? ¿Cómo podría Noose insistir en que se celebrara el juicio en Clanton? ¿Cómo podría el Tribunal Supremo negarse a revocar la sentencia en el caso de que condenaran a su defendido? Era una gran idea.
—¿Qué opinas, Jake? —preguntó el alcalde, en busca de ayuda.
—No creo que tengas otra alternativa, alcalde. No podemos permitirnos otros disturbios. Te perjudicaría políticamente.
—No me preocupa la política —respondió enojado el alcalde, consciente de que Jake y Ozzie sabían que mentía.
En las últimas elecciones había sido reelegido por menos de cincuenta votos y no tomaba acción alguna sin sopesar las consecuencias políticas. Ozzie se percató de que Jake sonreía mientras el alcalde se retorcía ante la perspectiva de que el ejército ocupara su pequeña y tranquila ciudad.
El sábado por la noche, cuando hubo oscurecido, Ozzie y Hastings sacaron a Carl Lee por la puerta trasera de la cárcel y le llevaron al coche del sheriff. Charlaron y se rieron mientras Hastings conducía lentamente hacia el campo, por delante de la tienda de ultramarinos de Bates, hasta llegar a Craft Road. El jardín de los Hailey estaba lleno de coches cuando llegaron y aparcaron en la carretera. Carl Lee entró por la puerta de su casa como un hombre libre y fue recibido inmediatamente con devoción por sus hijos y multitud de parientes y amigos. No habían sido advertidos de su llegada. Dio a sus niños un fuerte y desesperado abrazo, como si fuera el último que iban a recibir en mucho tiempo. Los presentes observaban en silencio a aquel corpulento individuo arrodillado en el suelo y con la cabeza hundida entre sus sollozantes hijos. La mayoría de los presentes también lloriqueaban.
La cocina estaba llena de comida y el huésped de honor se sentó en su silla habitual presidiendo la mesa, con su esposa e hijos a su alrededor. El reverendo Agee pronunció una breve oración de esperanza en un pronto retorno al hogar. Un centenar de amigos servía a la familia. Ozzie y Hastings se llenaron el plato y se retiraron a la terraza, donde se dedicaron a ahuyentar mosquitos y elaborar una estrategia para el juicio. A Ozzie le preocupaba enormemente la seguridad de Carl Lee cuando le trasladaran todos los días de la cárcel al Juzgado. El propio acusado había demostrado palpablemente que la seguridad no siempre estaba garantizada durante dichos desplazamientos.
Después de cenar, los invitados se dispersaron por el jardín. Los niños jugaban mientras la mayoría de los adultos permanecía en la terraza lo más cerca posible de Carl Lee. Era un héroe, el personaje más famoso que probablemente verían en su vida, y le conocían personalmente. Para ellos, había una sola razón por la que se le juzgaba. Sin duda había matado a aquellos chicos, pero esa no era la cuestión. De ser blanco, le habrían condecorado por lo que había hecho. Le habrían llevado con reticencia ante los tribunales, pero con un jurado blanco el juicio habría sido una broma. A Carl Lee se le juzgaba por ser negro. No había otra razón. Estaban convencidos de ello. Todos escuchaban atentamente cuando él hablaba del juicio. Les pidió que rezaran por él, que le prestaran su apoyo, que asistieran al juicio para ser testigos de lo que ocurría y que protegieran a su familia.
Soportaron varias horas la sofocante humedad; Carl Lee y Gwen se mecían lentamente, rodeados de admiradores que querían estar cerca del gran hombre. Cuando se despidieron, lo hicieron todos con un abrazo y la promesa de asistir el lunes al Juzgado. Se preguntaban si volverían a verlo sentado en la terraza.
A medianoche, Ozzie dijo que era hora de marcharse. Carl Lee abrazó a Gwen y a sus hijos por última vez y se subió al coche de Ozzie.
Bud Twitty falleció durante la noche. El agente de guardia llamó a Nesbit y éste se lo comunicó a Jake, que tomó nota para mandarle flores.