30

LLEGARON en grupos de dos y de tres desde todos los confines del Estado y aparcaron en la pista forestal, junto a la cabaña, en las profundidades del bosque. Al entrar en la cabaña, vestían como cualquier obrero pero, una vez en su interior, se pusieron lenta y meticulosamente sus túnicas y capirotes planchados y doblados a la perfección. Admiraron sus respectivos atuendos mientras se ayudaban los unos a los otros con ellos. Muchos se conocían entre sí, aunque fueron necesarias algunas presentaciones. Eran cuarenta en total; una cantidad muy satisfactoria.

Stump Sisson estaba contento. Circulaba por la estancia con un vaso de whisky en la mano, alentando a su equipo como un entrenador antes del partido. Inspeccionó los uniformes e hizo algunos ajustes. Se sentía orgulloso de sus hombres y así se lo dijo. Era la mayor concentración de aquel género desde hacía muchos años, según declaró. Admiraba el sacrificio que suponía su presencia. Sabía que todos tenían trabajos y familias que atender, pero aquello era importante. Habló de los tiempos gloriosos, de cuando se les temía en Mississippi y gozaban de poder. Aquellos tiempos debían regresar, y correspondía a aquel grupo de hombres abnegados defender los intereses de los blancos. La manifestación sería peligrosa, declaró. Los negros podían manifestarse día y noche sin que a nadie le importara. Pero, en el momento en que lo hacían los blancos, el resultado era imprevisible. Las autoridades les habían concedido permiso para manifestarse, y el sheriff negro prometió que no habría desórdenes públicos pero, en la actualidad, la mayoría de las manifestaciones del Klan se veían conturbadas por bandas errantes de gamberros negros. Por consiguiente, debían mantenerse unidos y ser cautelosos. Él, Stump, sería el orador.

Después de escuchar atentamente su discurso, se subieron a una docena de coches para seguirle hacia la ciudad.

Pocos eran los habitantes de Clanton, si es que alguno había, que hubiesen presenciado una manifestación del Klan y, cuando se aproximaban las dos de la tarde, una fuerte ola de emoción empezó a estremecer la plaza. Los tenderos y sus clientes hallaron pretextos para inspeccionar la acera. Claramente agrupados, examinaban los callejones. Los buitres habían salido en masa y se congregaron cerca de la glorieta del jardín. Bajo un enorme roble, se reunió un grupo de jóvenes negros. Ozzie presentía que habría problemas, pero le aseguraron que sólo habían venido a observar y escuchar. El sheriff les dijo que los encerraría si se producía algún disturbio, y colocó estratégicamente a sus hombres alrededor del Juzgado.

—¡Ahí vienen! —exclamó alguien.

Los espectadores se esforzaron para vislumbrar a los componentes del Klan, que avanzaban ostentosamente por un callejón que desembocaba en Washington Avenue, límite septentrional de la plaza. Caminaban con cautela pero con soberbia y el rostro oculto tras la siniestra máscara roja y blanca que colgaba de su regio capirote. El público contemplaba ensimismado aquellas figuras sin rostro conforme la procesión avanzaba lentamente por Washington, luego por Caffrey Street y, a continuación, hacia el este por Jackson Street. Stump abría con orgullo la comitiva. Cuando llegó cerca de la fachada principal del Juzgado, giró bruscamente a la izquierda y condujo a su tropa a lo largo de la prolongada acera del centro del jardín. Se agruparon para formar un vago semicírculo alrededor del podio situado en la escalera del Juzgado.

Los buitres se empujaban y tropezaban entre sí tras la procesión, y cuando Stump ordenó a sus hombres que pararan, aparecieron inmediatamente una docena de micrófonos en el podio, con cables que salían en todas direcciones hacia las cámaras y magnetófonos. Bajo el árbol, el grupo de negros era mayor, mucho mayor, y algunos de ellos se habían acercado a pocos metros del semicírculo. Las aceras quedaron desiertas cuando los tenderos, sus clientes y otros curiosos cruzaron la calle para acercarse al jardín y oír lo que el jefe, aquel individuo bajo y gordete, estaba a punto de decir. Los agentes circulaban lentamente entre la muchedumbre, con particular interés por el grupo de negros. Ozzie se instaló bajo el roble, entre los suyos.

Jake observaba atentamente desde la ventana del despacho de Jean Gillespie en el segundo piso. La presencia de los miembros del Klan, de punta en blanco, con sus rostros cobardes ocultos tras aquellos siniestros antifaces, le producía náuseas. El capirote blanco, símbolo de odio y violencia en el sur durante muchas décadas, había regresado. ¿Cuál de aquellos individuos había colocado la cruz en llamas en su jardín? ¿Cuál sería el próximo en intentar algo? Desde el segundo piso, veía cómo los negros se acercaban lentamente.

—¡A vosotros, negros, nadie os ha invitado a esta manifestación! —chilló Stump junto al micrófono, al tiempo que los señalaba con el dedo—. ¡Esto es una reunión del Klan y no una convocatoria para un puñado de negros!

En las calles laterales y callejones situados tras una hilera de edificios de ladrillo rojo, se registraba una afluencia continuada de negros en dirección al Juzgado. Se unieron a los demás y, en cuestión de segundos, el número de negros era diez veces superior al de Stump y sus muchachos. Ozzie pidió ayuda por radio.

—Me llamo Stump Sisson —declaró, mientras se quitaba el antifaz—. Y me siento orgulloso de decir que soy el mago imperial en Mississippi del imperio invisible del Ku Klux Klan. Estoy aquí para declarar que los ciudadanos blancos y respetuosos de la ley en Mississippi estamos hartos de que los negros roben, violen, asesinen y se salgan con la suya. Exigimos justicia y exigimos que ese negro llamado Hailey sea condenado y que su oscuro cuerpo acabe en la cámara de gas.

—¡Libertad para Carl Lee! —exclamó uno de los negros.

—¡Libertad para Carl Lee! —repitieron al unísono.

—¡Libertad para Carl Lee!

—¡Callad, malditos negros! —replicó Strump—. ¡Cerrad el pico, animales!

Sus hombres le miraban, paralizados, de espaldas al griterío. Ozzie y otros seis agentes caminaban entre la muchedumbre.

—¡Libertad para Carl Lee!

—¡Libertad para Carl Lee!

El rostro habitualmente encendido de Stump estaba al rojo vivo. Sus dientes mordían casi los micrófonos.

—¡Callaos, malditos negros! Ayer hicisteis vuestra manifestación y no os molestamos. ¡Tenemos derecho a reunirnos en paz, igual que vosotros! ¡Ahora cerrad el pico!

Crecía el vocerío:

—¡Libertad para Carl Lee! ¡Libertad para Carl Lee!

—¿Dónde está el sheriff? Se supone que su obligación es la de mantener la ley y el orden. Ordene a esos negros que se callen para que podamos proseguir en paz. ¿No sabe cumplir con su obligación, sheriff? ¿Es incapaz de controlar a su propia gente? Todos podéis ver lo que ocurre cuando se elige a un negro para un cargo público.

Siguió el vocerío. Stump se retiró de los micrófonos y contempló a los negros. Los fotógrafos y cámaras de televisión andaban de un lado para otro procurando no perderse detalle. Nadie se fijó en una pequeña ventana del tercer piso del Juzgado, que se abrió lentamente y, desde la oscuridad de su interior, alguien arrojó una rudimentaria bomba incendiaria al podio. Cayó exactamente a los pies de Stump, estalló y envolvió al mago en llamas.

Habían comenzado los disturbios. Stump chillaba desesperadamente mientras rodaba por los peldaños. Tres de sus hombres se despojaron de sus túnicas e intentaron sofocar las llamas con ellas. El podio de madera ardía, con un inconfundible olor a gasolina. Los negros, provistos de palos y navajas, arremetieron contra todo rostro o túnica blancos. Debajo de cada túnica blanca había una corta porra negra y los miembros del Klan demostraron estar preparados para el ataque. A los pocos segundos de la explosión, los jardines del palacio de Justicia de Ford County se habían convertido en un campo de batalla, donde la gente chillaba, gemía y blasfemaba entre una espesa nube de humo. Rocas, piedras y porras llenaban el ambiente mientras los dos grupos libraban un combate cuerpo a cuerpo.

Empezaron a desplomarse cuerpos sobre el frondoso césped verde. Ozzie fue el primero en caer, víctima de un contundente golpe en la nuca con una palanca. Nesbit, Prather, Hastings, Pirtle, Tatum y otros agentes corrían de un lado para otro, intentando en vano separar a los combatientes antes de que se mataran. En lugar de ponerse rápidamente a cubierto, los buitres circulaban estúpidamente entre el humo y la violencia, procurando captar con arrojo las mejores imágenes de la contienda. Eran carne de cañón. Un cámara, con su ojo derecho pegado al objetivo, recibió una pedrada en el izquierdo. Se desplomó junto con su máquina sobre la acera, y al cabo de unos segundos apareció otro cámara que filmó a su compañero caído. Una arrojada y atareada periodista de una emisora de Memphis entró decididamente en el campo de batalla, micrófono en mano, con su operador pisándole los talones con la cámara. Después de esquivar un ladrillo, se acercó demasiado a un corpulento miembro del Klan que acababa de apalizar a una pareja de adolescentes negros y que, con un poderoso grito, le dio un porrazo en su atractiva cabeza, la pateó cuando se caía y, a continuación, agredió brutalmente a su operador.

Llegaron refuerzos de la policía municipal de Clanton. En el centro del campo de batalla, se reunieron Nesbit, Prather y Hastings espalda contra espalda, y empezaron a disparar al aire con su arma reglamentaria Smith & Wesson magnum, calibre tres cinco siete. El ruido de los disparos interrumpió los disturbios. Todos dejaron de luchar y miraron a su alrededor a fin de comprobar de dónde procedía el fuego, para luego separarse inmediatamente y desafiarse con la mirada. Retrocedieron lentamente hacia sus propios grupos. Los agentes formaron una línea divisoria entre los negros y los miembros del Klan, agradecidos todos ellos por la tregua.

Una docena de heridos fueron incapaces de replegarse. Ozzie estaba aturdido en el suelo frotándose la nuca. La señorita de Memphis seguía inconsciente, con una fuerte hemorragia en la cabeza. Varios miembros del Klan, con sus túnicas blancas sucias y ensangrentadas, yacían cerca de la acera. El fuego ardía, aún.

Se acercó el sonido de las sirenas y, por último, los coches de bomberos y las ambulancias llegaron al campo de batalla. Los bomberos y los enfermeros atendieron a los heridos. No había ningún muerto. Stump Sisson fue el primero al que se llevaron. Medio a rastras, medio en brazos, acompañaron a Ozzie a un coche patrulla. Llegaron refuerzos y dispersaron la muchedumbre.

Jake, Harry Rex y Ellen comieron una pizza tibia mientras miraban atentamente el pequeño televisor de la sala de conferencias cuando transmitían los acontecimientos del día en Clanton, Mississippi. La CBS lo difundió en medio de las noticias. Al parecer, su periodista había salido ileso de los disturbios y comentó el reportaje filmado que cubría paso a paso la manifestación, el griterío, el altercado y la bomba incendiaria.

—A última hora de la tarde —decía—, se desconocía el número exacto de heridos. Se supone que las lesiones más graves son las extensas quemaduras sufridas por el señor Sisson, que se identificó como mago imperial del Ku Klux Klan. Su estado se ha descrito como de pronóstico reservado en el hospital Mid South Burn de Memphis, donde está ingresado.

El video mostraba un primer plano de Stump ardiendo mientras se desataba el infierno.

—El juicio contra Carl Lee Hailey —continuaba— está programado para empezar el lunes aquí en Clanton. Se desconoce en este momento que efecto tendrán en el juicio, si es que lo tienen, los distubios de hoy. Se está especulando con que el juicio pueda ser pospuesto y/o trasladado a otro condado.

—No tenía ni idea —dijo Jake.

—¿No te habían dicho nada? —preguntó Harry Rex.

—Ni una palabra. Y se supone que deben comunicármelo antes que a la CBS.

El periodista desapareció y Dan Rather dijo que volvería dentro de un momento.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ellen.

—Significa que Noose es un estúpido por no trasladar el juicio a otra población.

—Alégrate de que no lo haya hecho —dijo Harry Rex—. Te servirá de argumento para la apelación.

—Gracias. Agradezco tu confianza en mí como abogado.

Sonó el teléfono. Harry Rex lo contestó y saludó a Carla antes de pasarle el auricular a Jake.

—Es tu mujer. ¿Podemos escuchar?

—¡No! Id por otra pizza. Hola, cariño.

—Jake, ¿estás bien?

—Claro que estoy bien.

—Acabo de ver las noticias. Es horrible. ¿Dónde estabas?

—Vestía una de las túnicas blancas.

—Jake, por favor. No tiene gracia.

—Estaba en el despacho de Jean Gillespie, en el segundo piso. Teníamos unas butacas excelentes. Lo hemos visto todo. Ha sido muy emocionante.

—¿Quién es esa gente?

—Los mismos que quemaron una cruz en nuestro jardín e intentaron hacer volar nuestra casa.

—¿De dónde son?

—De todas partes. Hay cinco de ellos en el hospital, domiciliados en distintos lugares del Estado. Uno de ellos es de aquí. ¿Cómo está Hanna?

—Muy bien. Quiere regresar a casa. ¿Se aplazará el juicio?

—Lo dudo.

—¿Estás a salvo?

—Por supuesto. Me acompaña siempre un guardaespaldas y llevo un treinta y ocho en el maletín. No te preocupes.

—No puedo evitarlo, Jake. Necesito estar en casa contigo.

—No.

—Hanna puede quedarse aquí hasta que todo termine, pero yo quiero volver a casa.

—No, Carla. Sé que ahí estás a salvo. Pero aquí correrías peligro.

—Entonces tú también corres peligro.

—Estoy todo lo protegido que puedo estar. Pero no debo arriesgarme contigo y con Hanna. Olvídalo. Es mi última palabra. ¿Cómo están tus padres?

—No he llamado para hablar de mis padres. He llamado porque tengo miedo y quiero estar contigo.

—Yo también quiero estar contigo, pero no ahora. Te ruego que lo comprendas.

—¿Dónde te alojas? —preguntó, después de titubear.

—Casi siempre en casa de Lucien. Alguna vez en casa, con mi guardaespaldas aparcado frente a la puerta.

—¿Cómo está mi casa?

—Sigue ahí. Sucia, pero sigue ahí.

—La echo de menos.

—Créeme, ella también a ti.

—Te quiero, Jake, y estoy asustada.

—Yo también te quiero, y no tengo miedo. Tranquilízate y cuida de Hanna.

—Adiós.

—Adiós.

Jake entregó el auricular a Ellen.

—¿Dónde está?

—En Wilmington, Carolina del Norte. Allí es donde veranean sus padres.

Harry Rex había ido a por otra pizza.

—La echas de menos, ¿no es cierto? —preguntó Ellen.

—Más de lo que imaginas.

—No creas. Lo supongo.

A medianoche estaban en la cabaña bebiendo whisky, maldiciendo a los negros y comparando sus heridas. Varios de ellos acababan de regresar del hospital de Memphis, donde habían estado visitando a Stump Sisson. Les dijo que prosiguieran como estaba previsto. Once de ellos habían salido del hospital de Ford County con cortes y contusiones, y los demás admiraban sus heridas mientras cada uno de ellos relataba hasta el último detalle de su valiente lucha con numerosos negros antes de ser herido, generalmente por la espalda o a traición. Eran los héroes, los que llevaban vendajes. A continuación, también los otros contaron sus aventuras, y circuló el whisky. Alabaron al más corpulento cuando describió su ataque contra la atractiva periodista de la televisión y su operador negro.

Después de un par de horas bebiendo mientras narraban sus aventuras, la conversación se centró en la misión que tenían entre manos. Apareció un mapa del condado y uno de los lugareños señaló los objetivos. Debían ocuparse de veinte casas aquella noche; veinte nombres extraídos de la lista de miembros potenciales del jurado que alguien les había proporcionado.

Cinco grupos de cuatro individuos cada uno abandonaron la cabaña en camionetas y se perdieron en la oscuridad para seguir perpetrando fechorías. En cada camioneta había cuatro cruces de madera, modelo reducido, de tres metros por metro treinta, empapadas de petróleo. Los objetivos estaban en áreas aisladas, lejos del tráfico y de los vecinos, en pleno campo, donde los sucesos pasan desapercibidos porque la gente se acuesta temprano y duerme profundamente.

El plan de ataque era sencillo: la camioneta se detendría a unos cien metros de la casa, donde no se la viera, sin luces, y el conductor mantendría el motor en marcha mientras los otros tres llevaban la cruz a cuestas hasta el jardín, la clavaban en el suelo y arrojaban una antorcha encendida. A continuación, la camioneta les recogía frente a la casa y huían sigilosamente hacia el próximo objetivo.

El plan funcionó bien y sin contratiempos en diecinueve de los veinte objetivos señalados. Pero en la casa de Luther Pickett un ruido extraño había despertado a Luther con anterioridad, y estaba éste sentado en la oscuridad de la terraza a la espera de nada en particular cuando atisbó los sospechosos movimientos de una extraña camioneta en el camino, más allá de su pacana. Cogió la escopeta y oyó cómo la camioneta giraba antes de detenerse. Escuchó voces y vio tres sombras que transportaban un palo o algo por el estilo hacia su jardín, junto al camino. Luther se agachó tras un matorral y apuntó.

El conductor tomó un sorbo de cerveza fresca y esperó a ver la cruz en llamas. En su lugar, sonó un disparo. Sus compañeros abandonaron la cruz, la antorcha y el jardín para refugiarse en una pequeña cuneta. Otro disparo. El conductor oía los gritos y las maldiciones. ¡Tenía que rescatarlos! Arrojó la cerveza y pisó el acelerador.

El viejo Luther disparó de nuevo al salir de la terraza y volvió a disparar cuando el vehículo paró junto a la pequeña cuneta próxima al camino. Los tres se arrastraron desesperadamente por el barro, entre resbalones y tropezones, insultos y blasfemias, en un esfuerzo feroz por subirse a la caja del pequeño camión.

—¡Agarraos! —chilló el conductor mientras Luther disparaba de nuevo, en esta ocasión rociando la camioneta de perdigones.

Observó sonriente cómo se alejaba el vehículo, levantando gravilla y patinando entre cunetas. Sólo un puñado de chicos borrachos, pensó.

En una cabina telefónica, un miembro del Klan tenía la lista con veinte nombres y veinte números de teléfono. Los llamó uno por uno sólo para decirles que se asomaran al jardín.