3

JAKE Brigance volteó por encima de su esposa y arrastró los pies hasta el pequeño cuarto de baño, a pocos metros de la cama, donde palpó en la oscuridad en busca del chirriante despertador. Lo encontró donde lo había dejado y lo paró inmediatamente de un manotazo. Eran las cinco y media de la madrugada. Miércoles, quince de mayo.

Permaneció unos momentos en la oscuridad, con la respiración entrecortada y el corazón acelerado mientras contemplaba los números fluorescentes que brillaban en la esfera de aquel reloj que tanto odiaba. Cada mañana, cuando tocaba, estaba a punto de fallarle el corazón. De vez en cuando, unas dos veces al año, lograba empujar a Carla fuera de la cama y ella lo paraba antes de meterse de nuevo bajo las sábanas. Pero en la mayoría de las ocasiones su esposa se negaba a colaborar. Creía que estaba loco por levantarse tan temprano.

El despertador estaba en la repisa de la ventana, de modo que Jake tuviera que moverse un poco antes de silenciarlo. Una vez levantado, Jake se había prohibido a sí mismo volver a acostarse. Era una de sus normas. En otra época lo tenían sobre la mesilla de noche y a menor volumen. Pero Carla solía pararlo antes de que Jake despertara. Entonces se quedaba dormido hasta las siete o las ocho y le fastidiaba el día entero. Le impedía llegar a su despacho a las siete, que era otra de sus normas. En cambio, situado en el cuarto de baño el despertador cumplía su cometido.

Jake se acercó al lavabo y se roció el rostro y el cabello con agua fría. Encendió la luz y se miró horrorizado al espejo. Su lacio cabello castaño salía disparado en todas direcciones y sus entradas habían crecido por lo menos un par de centímetros durante la noche. O puede que tuviera la frente más abultada. Tenía los ojos hinchados, empañados y legañosos. Una arruga de la manta le había dejado una cicatriz roja en la mejilla izquierda. La tocó, la frotó y, a continuación, se preguntó si desaparecería. Con la mano derecha se echó atrás el cabello e inspeccionó sus entradas. A los treinta y dos años no tenía ningún cabello blanco. Las canas no eran su problema. Lo que le preocupaba era la calvicie incipiente que Jake había heredado de ambos lados de la familia. Su ilusión habría sido una frondosa cabellera que empezaba a dos centímetros de sus cejas. Carla le aseguraba que todavía tenía mucho cabello. Pero poco duraría al ritmo con que iba desapareciendo. Su esposa también le decía que era tan apuesto como siempre, y él se lo creía. Le había dicho que las entradas le daban un aire de madurez, esencial para un joven abogado. También se lo creía.

Pero ¿y los abogados viejos y calvos, o incluso los que eran calvos sin ser viejos? ¿Por qué no podía volver a tener cabello cuando le salieran arrugas, con unas patillas canosas y aspecto de hombre maduro? Jake se hacía estas preguntas en la ducha. Se duchaba, se afeitaba y se vestía con rapidez. Tenía que estar en el café a las seis de la mañana: otra de sus normas. Encendía las luces, abría y cerraba cajones y daba portazos con el propósito de despertar a Carla. Éste era su ritual matutino durante el verano, cuando ella no trabajaba como maestra. Le había explicado muchas veces que durante el día podía recuperar el sueño perdido y que era conveniente que pasaran juntos aquellos primeros momentos de la jornada. Ella protestaba y se cubría la cabeza con las sábanas. Después de vestirse, Jake se arrojaba sobre la cama y la besaba en la oreja, en el cuello y por toda la cara hasta que ella acababa por darle un empujón. Entonces retiraba las sábanas de un tirón y se reía cuando Carla temblaba acurrucada y suplicaba que le devolviera las mantas. Jake, con las mantas en la mano, admiraba sus piernas morenas, elegantes, casi perfectas. Su voluminoso camisón no cubría nada por debajo de la cintura y a su mente acudía un sinfín de pensamientos lujuriosos.

Aproximadamente una vez por mes, aquel ritual iba a más. Carla no protestaba y retiraban juntos las mantas. En dichas ocasiones, Jake se desnudaba todavía con mayor rapidez y quebrantaba por lo menos tres de sus normas. Así fue concebida Hanna.

Pero no aquella mañana. Cubrió a su esposa, la besó con ternura y apagó las luces. Carla respiró hondo y se quedó dormida.

Al fondo del pasillo, abrió cuidadosamente la puerta de la habitación de Hanna y se arrodilló junto a ella. Tenía cuatro años, era hija única y lo seguiría siendo. Estaba en la cama rodeada de muñecas y animales de peluche. La besó suavemente en la mejilla. Era tan hermosa como su madre y ambas eran idénticas tanto en su aspecto como en sus actitudes. Tenían unos ojos grandes de color gris azulado, capaces de llorar inmediatamente si era necesario. Peinaba su cabello oscuro del mismo modo, que les cortaba el mismo peluquero y en las mismas ocasiones. Incluso vestían iguales.

Jake las adoraba. Eran las dos mujeres de su vida. Después de dar un beso de despedida a su hija, se dirigió a la cocina para preparar un café a Carla. Por el camino, abrió la puerta del jardín a su perro Max, que, mientras hacía sus necesidades, aprovechaba para ladrar al gato de la señora Pickle, su vecina.

Poca gente atacaba el día como Jake Brigance. Se dirigía a paso ligero al portalón del jardín y recogía los periódicos matutinos para Carla. Estaba todavía oscuro. El cielo despejado auguraba la llegada del verano.

Escudriñó la oscuridad de un lado a otro de Adams Street y, a continuación, se volvió para admirar su casa. Había dos edificios de Ford County en el Registro Nacional de Lugares de Interés Histórico, y uno de ellos era la vivienda de Jake Brigance. Pagaba una enorme hipoteca, pero valía la pena: se sentía muy orgulloso de su casa. Era de estilo victoriano, construida en el siglo diecinueve por un ferroviario jubilado que falleció en la primera Nochebuena en su nuevo hogar. La fachada era enorme, con un aguilón central y un amplio porche delicadamente cubierto por un pequeño pórtico bajo el alerón. Las cinco columnas sobre las que descansaba eran cilíndricas, de color blanco y azul pizarra. En cada una de ellas había un diseño floral esculpido a mano: narcisos, lirios y girasoles. Una afiligranada verja unía las columnas. En el primer piso, tres ventanas daban a una pequeña terraza, a la izquierda de la cual se levantaba una torre octogonal con vidrieras por encima del aguilón y coronada por una cúpula de hierro labrado. Debajo de la torre y a la izquierda del pórtico se extendía una ancha terraza con una verja ornamental, donde él y Carla aparcaban el coche. El muro de la fachada estaba adornado con guijas, conchas, escamas de pescado, diminutos copetes y minúsculos husillos.

Carla había llamado a un decorador de Nueva Orleans, y la mariposa había elegido seis colores originales, en tonos predominantemente azul, teca, melocotón y blanco. El trabajo duró dos meses y le costó a Jake cinco mil dólares, sin contar las muchas horas que él y Carla pasaron encaramados en escaleras y limpiando cornisas. Por consiguiente, aunque algunos de los colores no le entusiasmaban nunca se había atrevido a sugerir una nueva decoración.

Como toda estructura victoriana, la casa era gloriosamente única. Estaba dotada de un calor agradable y provocativo que emanaba de su porte alegre, ingenuo, casi infantil. Carla deseaba adquirirla desde antes de casarse, y cuando por fin falleció su propietario de Memphis y se cerró la finca la compraron muy barata porque nadie la quería. Había pasado veinte años abandonada. Pidieron un montón de dinero prestado a tres bancos de Clanton y pasaron los tres años siguientes sudando sobre su nuevo enclave para devolverlo. Ahora la gente la admiraba y tomaba fotografías de ella.

El tercer banco de la ciudad había financiado el coche de Jake: el único Saab de Ford County. Que además era rojo. Secó el rocío del parabrisas y abrió la puerta. Max todavía ladraba y había despertado a todo un ejército de arrendajos que vivía en el arce de la señora Pickle. Los pájaros lo despedían con su canto y él les devolvía una sonrisa y un silbido. Sacó el coche a la calle haciendo marcha atrás. A dos manzanas giró hacia el sur por Jefferson, que después de otras dos manzanas desembocaba en Washington Street. Jake se había preguntado muchas veces por qué en todas las pequeñas ciudades sureñas había calles llamadas Adams, Jefferson y Washington, pero ninguna Lincoln ni Grant. Washington Street iba de este a oeste, al norte de la plaza de Clanton.

Puesto que Clanton era la capital del condado, contaba con una plaza ancha y larga y, en el centro de la misma, se encontraba, naturalmente, el Palacio de Justicia. El general Clanton había planificado meticulosamente la ciudad y en el jardín del Palacio de Justicia había unos enormes robles cuidadosamente alineados. El Palacio de Justicia de Ford County, construido después de que un incendio provocado por los yanquis destruyera el anterior, estaba plenamente en su segundo siglo de existencia. Su fachada miraba con desafío hacia el sur, como para decirles discreta y eternamente a los norteños que le besaran el trasero. El edificio era antiguo y señorial, con columnas blancas a lo largo de la fachada y postigos negros en sus docenas de ventanas. Hacía mucho tiempo que el ladrillo rojo original había sido pintado de blanco, y todos los años los boy scouts agregaban una gruesa capa de esmalte, que constituía su tradicional proyecto veraniego. Varias emisiones de bonos a lo largo de los años habían permitido realizar ampliaciones y renovaciones. Los parterres que lo rodeaban estaban limpios y cuidados. Un equipo de presos los dejaban impecables dos veces por semana.

En Clanton había tres cafés, dos para blancos y uno para negros, todos en la plaza. No era ilegal ni inusual que los blancos comieran en Claude’s, el café de los negros situado en el lado oeste. Y los negros que quisieran comer en el Tea Shoppe, situado en el lado sur, o en el Coffee Shop de Washington Street no corrían peligro. Sin embargo no lo hacían, a pesar de que ya en los años setenta se les había comunicado que tenían derecho a ello. Jake comía carne asada en Claude’s todos los viernes, al igual que la mayoría de los liberales blancos de Clanton. Pero seis mañanas por semana acudía fielmente al Coffee Shop.

Aparcaba su Saab frente a su despacho en Washington Street y caminaba tres puertas más allá hasta el Coffee Shop. El local abría una hora antes y cuando él llegaba estaba ya muy concurrido. Las camareras se apresuraban sirviendo cafés y desayunos sin dejar de hablar incesantemente con los mecánicos, granjeros y policías que frecuentaban el establecimiento. No era un lugar de reunión de funcionarios, que más tarde acudían al Tea Shoppe al otro lado de la plaza, donde discutían la política nacional, el tenis, el golf y la bolsa. En el Coffee Shop se hablaba de política local, de fútbol y de la pesca de la lubina. Jake era uno de los pocos funcionarios a los que se permitía frecuentar el Coffee Shop. Gozaba de aceptación y popularidad entre los obreros, la mayoría de los cuales habían pasado en algún momento por su despacho para formalizar un testamento, una escritura, un divorcio, resolver algún problema jurídico o solucionar cualquier dificultad. Le tomaban el pelo y contaban chistes de abogados corruptos, pero no le importaba. Durante el desayuno le pedían que explicara decisiones del Tribunal Supremo, además de otras particularidades jurídicas, y daba muchos consejos legales gratuitos. Jake sabía cómo prescindir de los detalles superfluos para entrar en el meollo de la cuestión. Sus interlocutores lo apreciaban. No siempre estaban de acuerdo con él, pero invariablemente recibían respuestas sinceras. A veces discutían, pero nunca se guardaban rencor.

Entró en el local a las seis y tardó cinco minutos en saludar a todo el mundo, estrechar manos, dar golpecitos en la espalda y piropear a las camareras. Cuando se sentó a la mesa, su chica predilecta, Dell, le había servido ya el café y su desayuno habitual de tostadas, mermelada y farro. Dell, que solía llamarle cariño y encanto, le acariciaba la mano y en general le trataba con mucha deferencia. Con los demás clientes era indiferente y malhumorada, pero a Jake le dispensaba un trato especial.

Desayunó con Tim Nunley, un mecánico de la Chevrolet, y dos hermanos llamados Bill y Bert West, que trabajaban en una fábrica de zapatos al norte de la ciudad. Agregó tres gotas de tabasco al farro y lo mezcló concienzudamente con un poco de mantequilla. A continuación cubrió la tostada con un centímetro de mermelada casera de fresa. Cuando lo tuvo todo preparado, probó el café y empezó a comer. Apenas hablaban y cuando lo hacían era para comentar la pesca de la rueda.

En una mesa cerca de la ventana, a poca distancia de Jake, tres ayudantes del sheriff charlaban entre sí. El más corpulento, el agente Prather, volvió la cabeza y le preguntó en voz alta:

—Oye, Jake, ¿no defendiste a Billy Ray Cobb hace unos años?

Se hizo inmediatamente un profundo silencio en el café, con todas las miradas fijas en el abogado. Desconcertado, no por la pregunta, sino por la reacción que había provocado, Jake tragó el farro que tenía en la boca mientras intentaba recordar el nombre.

—Billy Ray Cobb —repitió en voz alta—. ¿De qué se trataba?

—Droga —respondió Prather—. Lo cogimos vendiendo droga hace unos cuatro años. Estuvo recluido en Parchman y salió el año pasado.

—No, yo no le defendí —recordó Jake—. Creo que le representó un abogado de Memphis.

Prather parecía satisfecho y volvió a concentrarse en sus tortas.

—¿Por qué? —preguntó Jake después de una pausa—. ¿Qué ha hecho ahora?

—Lo detuvimos anoche por violación.

—¿Violación?

—Sí, a él y a Pete Willard.

—¿A quién violaron?

—¿Recuerdas a un negro llamado Hailey al que salvaste de una acusación de asesinato hace unos años?

—Lester Hailey. Claro que lo recuerdo.

—¿Conoces a su hermano Carl Lee?

—Por supuesto. Le conozco bastante bien. Conozco a todos los Hailey. He representado a la mayoría de ellos.

—Pues se trata de su hija menor.

—¿Bromeas?

—No.

—¿Qué edad tiene?

—Diez años.

Jake se quedó sin apetito al tiempo que el ambiente del café volvía a la normalidad. Jugaba con su taza mientras escuchaba la conversación, que pasaba de la pesca a los coches japoneses y de nuevo a la pesca. Cuando los hermanos West se marcharon se trasladó a la mesa de los policías.

—¿Cómo está? —preguntó.

—¿Quién?

—La hija de Hailey.

—Bastante mal —respondió Prather—. En el hospital.

—¿Qué ocurrió?

—No conocemos todos los detalles. No ha podido hablar mucho. Su mamá la mandó a la tienda. Viven en Craft Road, detrás de la tienda de ultramarinos de Bates.

—Sé donde viven.

—De algún modo la subieron a la camioneta de Cobb, la llevaron a algún lugar del bosque y la violaron.

—¿Ambos?

—Sí, varias veces. Además la patearon y le dieron una terrible paliza. Algunos de sus parientes no la reconocían de lo deformada que estaba.

—Es para ponerse enfermo —dijo Jake mientras movía la cabeza.

—Desde luego. Lo peor que he visto en mi vida. Intentaron matarla. La dejaron por muerta.

—¿Quién la encontró?

—Unos cuantos negros que pescaban en Foggy Creek. Vieron que se arrastraba en medio del camino. Tenía las manos atadas a la espalda. Logró decir unas palabras, les comunicó el nombre de su padre y la llevaron a su casa.

—¿Cómo supisteis que había sido Billy Ray Cobb?

—La niña le dijo a su mamá que se trataba de una camioneta amarilla con una bandera rebelde en la ventana posterior. Con eso le bastó a Ozzie. Lo tenía todo calculado cuando la niña llegó al hospital.

Prather procuraba no hablar demasiado. Le gustaba Jake, pero era abogado y se ocupaba de muchos casos penales.

—¿Quién es Pete Willard?

—Un amigo de Cobb.

—¿Dónde los encontrasteis?

—En Huey’s.

—Lógico —comentó Jake mientras se tomaba el café y pensaba en Hanna.

—Le pone a uno realmente enfermo —susurró Looney.

—¿Cómo está Carl Lee?

Prather se limpió la miel del bigote.

—No le conozco personalmente, pero nunca he oído nada malo de él. Siguen en el hospital. Creo que Ozzie ha pasado la noche con ellos. Por supuesto los conoce muy bien, conoce a toda esa gente. Hastings está de algún modo emparentado con la niña.

—¿Cuándo tendrá lugar la vista preliminar?

—Bullard la ha fijado para la una de esta tarde. ¿No es así, Looney?

Looney asintió.

—¿Se ha fijado alguna fianza?

—Todavía no. Bullard esperará hasta la vista. Si la niña muere, se enfrentarán a un caso de asesinato, ¿no es cierto?

Jake asintió.

—No les concederán la libertad bajo fianza si se trata de un asesinato, ¿verdad, Jake? —preguntó Looney.

—Puede concederse, pero nunca he visto que ocurriera. Estoy convencido de que Bullard no fijará ninguna fianza si se trata de asesinato y si lo hiciera sería superior a lo que ellos puedan permitirse.

—¿Cuánto les puede caer si la niña se muere? —preguntó Nesbit, el tercer agente.

—Pueden condenarles a cadena perpetua por violación —explicó Jake mientras los agentes escuchaban—. Pero supongo que también les acusarán de secuestro y agresión grave.

—Ya lo han hecho.

—Entonces pueden caerles veinte años por secuestro y veinte por agresión grave.

—Bueno, ¿pero cuánto tiempo pasarán en la cárcel? —preguntó Looney.

—Podrían conseguir la condicional en trece años —respondió Jake después de reflexionar unos instantes—. Siete por violación, tres por secuestro y tres por agresión grave. En el supuesto de que los hallen culpables de los tres cargos y reciban la condena máxima.

—¿Qué ocurrirá con Cobb? Tiene antecedentes.

—Sí, pero no se le considera delincuente habitual a no ser que tenga dos condenas previas.

—Trece años —repitió Looney, al tiempo que movía la cabeza.

Jake miró por la ventana. La plaza empezaba a cobrar vida con la llegada de camionetas cargadas de frutas y verduras que aparcaban alrededor del Palacio de Justicia y con la presencia de los agricultores y sus monos descoloridos. Ordenaban meticulosamente sus cestas de tomates, pepinos y calabacines sobre la puerta de la caja y el capó de sus camionetas y, junto a las flamantes y polvorientas llantas, colocaron sandías de Florida antes de reunirse alrededor del monumento a Vietnam, donde se sentaban en unos bancos a chismorrear mientras cortaban y mascaban virutas de Red Man. Jake pensó que probablemente hablaban de la violación. Le dio un abrazo a Dell, pagó la cuenta y, momentáneamente, pensó en regresar a su casa para asegurarse de que Hanna estaba bien.

A las siete menos tres minutos abrió la puerta de su despacho y encendió las luces.

A Carl Lee le resultó difícil dormir en el sofá de la sala de espera. Tonya estaba grave pero estable. La habían visto a medianoche, después de que el médico les advirtiera de que no tenía muy buen aspecto. Estaba en lo cierto. Gwen había besado el pequeño rostro vendado mientras Carl Lee permanecía al pie de la cama, sumiso, inmóvil, incapaz de hacer nada más que mirar en blanco a la criatura rodeada de máquinas, tubos y enfermeras. Después, a Gwen le administraron un sedante y la llevaron a casa de su madre en Clanton. Los hijos regresaron a su casa con el hermano de Gwen.

A la una, cuando todo el mundo se había marchado, Carl Lee seguía, solo, en el sofá. Ozzie llegó a las dos con café y unos buñuelos y le contó a Carl Lee todo lo que sabía acerca de Cobb y Willard.

El despacho de Jake estaba en uno de los edificios de dos plantas situados a lo largo del lado norte de la plaza, con vistas al Palacio de Justicia y a poca distancia del Coffee Shop. Había sido construido por la familia Wilbank en la década de 1890, cuando era propietario de Ford County, y en el mismo siempre había ejercido como abogado algún miembro de la familia Wilbank desde su construcción hasta 1979, año de la expulsión de Lucien Wilbank del Colegio de Abogados. El edificio contiguo en dirección este lo ocupaba un agente de seguros al que Jake había llevado ante los tribunales por rechazar una reclamación de Tim Nunley, el mecánico de la Chevrolet. Hacia el oeste se encontraba el banco que había financiado el Saab. Todos los edificios de la plaza eran de dos plantas a excepción de los bancos. El del edificio contiguo, construido también por los Wilbank, era sólo de dos plantas, pero el de la esquina sudeste tenía tres pisos, y el más nuevo, en la esquina sudoeste, tenía cuatro.

Jake trabajaba solo y llevaba haciéndolo desde 1979. Lo prefería, sobre todo porque no había ningún abogado en Clanton lo bastante competente como para trabajar con él. Había algunos buenos abogados en la ciudad, pero la mayoría trabajaban en el bufete Sullivan, situado en el edificio del banco de cuatro pisos. Jake lo odiaba. Todos los abogados detestaban el bufete Sullivan; a excepción de los que trabajaban en él. Eran ocho en total, los ocho mequetrefes más ostentosos y arrogantes que Jake había conocido en la vida. Dos de ellos eran licenciados de Harvard. Sus clientes eran los grandes granjeros, los bancos, las compañías de seguros, los ferrocarriles y, en general, todos los ricos. Los otros catorce abogados del condado debían contentarse con las migajas y representaban a los seres humanos con alma y corazón palpitante, la mayoría de los cuales tenían muy poco dinero. Éstos eran los «abogados callejeros», los que desde las trincheras ayudaban a las personas que tenían problemas. Jake se sentía orgulloso de ser un abogado callejero.

Su despacho era muy amplio. Sólo utilizaba cinco de las diez salas del edificio. En la planta baja había un recibidor, una gran sala de conferencias, una cocina y un trastero de menores dimensiones. En el primer piso se encontraba su enorme despacho y otro más pequeño al que se refería como «sala de guerra»: no tenía ventanas, teléfonos ni distracción alguna. Quedaban tres salas vacías en el primer piso y dos en la planta baja. En otra época habían sido ocupadas por el prestigioso bufete de los Wilbank. El despacho de Jake en el primer piso, el principal del edificio, era inmenso, con techo de roble a tres metros del suelo, también de roble, una enorme chimenea y tres mesas: su propio escritorio, una pequeña mesa de conferencias en una esquina y un pupitre de cierre enrollable en otra bajo el retrato de William Faulkner. El antiguo mobiliario de roble tenía casi un siglo de existencia, al igual que los libros y estanterías que cubrían una de las paredes. La vista de la plaza y del Palacio de Justicia era impresionante y se podía disfrutar plenamente saliendo al pequeño balcón, que colgaba sobre la acera junto a Washington Street. El despacho de Jake era, sin lugar a dudas, el más hermoso de Clanton. Incluso sus acérrimos enemigos del bufete Sullivan lo reconocían.

A pesar de su opulencia y dimensiones, Jake sólo pagaba cuatrocientos dólares mensuales de alquiler a su propietario y ex jefe, Lucien Wilbank, expulsado del Colegio de Abogados en mil novecientos setenta y nueve.

Durante varias décadas, la familia Wilbank había mandado en Ford County. Eran gente orgullosa, rica, destacada en la agricultura, la banca, la política y especialmente en la abogacía. Todos los hombres de la familia Wilbank eran abogados, licenciados en las prestigiosas universidades de la costa este. Habían fundado bancos, iglesias, escuelas, y algunos ocupaban cargos públicos. Durante muchos años, el bufete Wilbank & Wilbank había sido el más poderoso y prestigioso al norte del Mississippi.

Entonces llegó Lucien, el único varón en su generación de la familia Wilbank. Tenía una hermana y varias sobrinas, pero lo único que se esperaba de ellas era que encontrasen un buen marido. Todos tenían grandes expectativas respecto de Lucien cuando era niño, pero a los ocho años ya estaba claro que no era como los demás Wilbank. Heredó el bufete en 1965, cuando su padre y su tío fallecieron en un accidente aéreo. A pesar de que ya tenía cuarenta años sólo hacía unos meses que había acabado sus estudios de derecho por correspondencia. De algún modo, logró ingresar en el Colegio de Abogados. Se hizo cargo del bufete y los clientes empezaron a desaparecer. Las empresas importantes, como compañías de seguros, bancos y terratenientes acudieron al recién fundado bufete de Sullivan. Sullivan había sido socio minoritario en el bufete de los Wilbank hasta que Lucien le despidió y éste se marchó con los demás abogados jóvenes del bufete y la mayoría de los clientes. Entonces Lucien despidió al resto del personal: asociados, secretarias y administrativos; a excepción de Ethel Twitty, secretaria predilecta de su difunto padre.

Ethel y John Wilbank habían estado muy unidos a lo largo de los años. En realidad, ella tenía un hijo menor muy parecido a Lucien que se pasaba la mayor parte de la vida ingresado en diversos manicomios. Para bromear, Lucien se refería a él como a su hermano retrasado. Después del accidente aéreo, el hermano retrasado apareció en Clanton y empezó a contarle a todo el mundo que era hijo ilegítimo de John Wilbank. Ethel se sentía humillada, pero no podía controlarlo. Clanton estaba lleno de habladurías. El bufete de Sullivan acudió ante los tribunales en representación del hermano retrasado para reclamar parte de los bienes de la familia. Lucien estaba furioso. Durante el juicio, Lucien defendió vigorosamente su honor, su orgullo y el nombre de la familia. También defendió vigorosamente los bienes de su padre, heredados en su totalidad por Lucien y su hermana. Durante el juicio, al jurado no le pasó inadvertido el extraordinario parecido entre Lucien y el hijo de Ethel, que era varios años menor. El hermano retrasado estaba sentado estratégicamente lo más cerca posible de Lucien. Los abogados de Sullivan le habían enseñado a caminar, hablar, sentarse y comportarse como Lucien. Incluso le vistieron como él. Ethel y su marido negaron que el chico tuviera parentesco alguno con los Wilbank, pero el jurado no compartió su opinión. El tribunal le declaró heredero de John Wilbank y le concedió un tercio de sus bienes. Lucien blasfemó contra el jurado, abofeteó al pobre muchacho y no dejó de dar gritos mientras le sacaban de la audiencia para llevarlo a la cárcel. La decisión del jurado fue revocada y anulada por un tribunal de apelación, pero Lucien temía la posibilidad de otro juicio si algún día Ethel cambiaba su versión de los hechos. De ahí que Ethel siguiera en el bufete de los Wilbank.

Lucien estaba satisfecho cuando se desintegró el bufete. No era su intención practicar la abogacía al estilo de sus antepasados. Quería ser abogado criminalista y los clientes del antiguo bufete eran estrictamente corporativos. Él quería ocuparse de violaciones, asesinatos, abusos de menores y, en general, de los casos desagradables que a nadie apetecían. Quería ser un abogado liberal y defender los derechos civiles. Pero, por encima de todo Lucien quería ser radical, defensor extremista de casos y cosas que llamaran mucho la atención. Se dejó crecer la barba, se divorció de su esposa, renegó de su iglesia, vendió su participación en el club de campo, se afilió a las organizaciones antirracistas NAACP y ACLU, dimitió del consejo de administración del banco y, en definitiva, se convirtió en el justiciero de Clanton. Acusó de segregación a las escuelas ante los tribunales, al gobernador a causa de la cárcel, a las autoridades municipales por negarse a pavimentar las calles donde vivían los negros, al banco por no tener ningún cajero de color, al Estado por mantener vigente la pena capital y a las fábricas por negarse a reconocer las organizaciones laborales. Defendió y ganó muchos casos penales, y no sólo en Ford County. Creció su reputación y el número cada vez mayor de seguidores entre los negros, los blancos pobres y los pocos sindicatos existentes al norte del Mississippi. Cayeron en sus manos algunos casos muy lucrativos de accidentes personales y muertes evitables. Logró establecer acuerdos muy ventajosos. El bufete, es decir, él y Ethel, no había sido nunca tan próspero. Lucien no necesitaba el dinero. Había nacido rico y era algo en lo que nunca pensaba. Ethel se ocupaba de la contabilidad.

La abogacía era su vida. Al no tener familia, se entregó plenamente al trabajo. Lucien practicaba apasionadamente su profesión quince horas diarias, siete días por semana. No tenía otros intereses… aparte del alcohol. A finales de los años sesenta descubrió su afinidad con Jack Daniel’s. A principios de los setenta era un borracho y cuando contrató a Jake en 1978 estaba plenamente alcoholizado. Pero nunca permitía que el alcohol perturbara su trabajo: aprendió a beber y trabajar simultáneamente. Lucien estaba siempre medio borracho y en esas condiciones era un abogado muy peligroso. Audaz y corrosivo por naturaleza, era auténticamente aterrador cuando había bebido. En la Audiencia ridiculizaba a los abogados de la oposición, insultaba a los jueces, intimidaba a los testigos y, a continuación, se disculpaba ante el jurado. No sentía respeto por nadie y no tenía miedo a nada. Se le temía porque era capaz de decir y hacer cualquier cosa. La gente se le acercaba con cautela. A Lucien, consciente de ello, le encantaba. Cada vez era más excéntrico. Cuanto más bebía, más demente era su conducta y más habladurías provocaba, y ello le impulsaba a seguir bebiendo.

Entre 1966 y 1978, Lucien contrató y despidió a once colaboradores. Contrató negros, judíos, hispanos, mujeres, y ninguno de ellos pudo soportar el ritmo que les exigía. En el despacho era un tirano que no dejaba de regañar y chillar a sus jóvenes colaboradores. Algunos duraron menos de un mes. Uno de ellos aguantó dos años. Era difícil aceptar la locura de Lucien. Él era lo suficientemente rico para ser excéntrico, pero no sus colaboradores.

Contrató a Jake en 1978, recién salido de la facultad. Jake era de Karaway, una pequeña ciudad de dos mil quinientos habitantes, a treinta kilómetros de Clanton. Era un devoto presbiteriano de buenas costumbres, conservador, con una esposa atractiva que deseaba tener hijos. Lucien lo contrató con la esperanza de corromperle. Jake aceptó el empleo con grandes reservas, sólo porque no tenía otra oferta cerca de su casa.

Al cabo de un año, Lucien fue expulsado del Colegio de Abogados. Fue una tragedia para los pocos que le apreciaban. El pequeño sindicato de la fábrica de zapatos al norte de la ciudad había convocado una huelga. El sindicato había sido organizado y representado por Lucien. La fábrica empezó a contratar nuevos obreros para reemplazar a los huelguistas y se desencadenaron escenas de violencia. Lucien se unió a los piquetes para alentar a su gente. Estaba más borracho que de costumbre. Un grupo de esquiroles intentó cruzar la línea y se organizó una pelea. Lucien, que dirigía el ataque, fue detenido y encarcelado. El tribunal le condenó por agresión y desorden público. Apeló y perdió, presentó un nuevo recurso y volvió a perder.

A lo largo de los años, Lucien había despertado el recelo del Colegio de Abogados. Ningún abogado del Estado había sido objeto de tantas críticas como Lucien Wilbank. Ninguna de las amonestaciones privadas, amonestaciones públicas ni suspensiones del cargo habían surtido efecto alguno. El Tribunal de Quejas y la Junta Disciplinaria actuaron con rapidez. Se le expulsó del Colegio de Abogados por comportarse de un modo impropio de un colegiado. Apeló y perdió, presentó otro recurso y también perdió.

Estaba desolado. Jake se encontraba en el despacho de Lucien, el grande del primer piso, cuando llegó una comunicación de Jackson según la cual el Tribunal Supremo había ratificado la expulsión. Lucien colgó el teléfono y se dirigió al balcón que daba a la plaza. Jake lo observaba atentamente, a la espera de una perorata. Pero Lucien no dijo nada. Descendió lentamente a la planta baja, se paró para observar a Ethel, que estaba llorando, abrió la puerta, miró a Jake y dijo:

—Cuida de este lugar. Hasta luego.

Corrieron a mirar por la ventana y vieron cómo se alejaba velozmente en su viejo Porsche destartalado. Durante varios meses no se supo nada de él. Jake trabajaba laboriosamente en los casos de Lucien, mientras Ethel evitaba el caos en la oficina. Algunos casos se resolvieron, otros se entregaron a otros abogados y otros acabaron ante los tribunales.

Al cabo de seis meses, cuando Jake regresó después de una agotadora jornada en la Audiencia, se encontró a Lucien dormido sobre la alfombra persa del despacho principal.

—¡Lucien! ¿Estás bien? —preguntó.

Lucien se levantó de un brinco y se sentó en el gran sillón de cuero tras el escritorio. Estaba sobrio, moreno y relajado.

—Jake, amigo mío, ¿cómo estás? —preguntó cariñosamente.

—Bien, muy bien. ¿Dónde has estado?

—En las Islas Caimanes.

—¿Qué hacías?

—Beber ron, descansar en la playa y perseguir a las jóvenes indígenas.

—Parece divertido. ¿Por qué lo has dejado?

—Acabó por aburrirme.

—Me alegro mucho de verte, Lucien —dijo Jake después de sentarse al otro lado del escritorio.

—Yo me alegro de verte a ti, Jake. ¿Cómo van las cosas por aquí?

—Mucho ajetreo. Pero supongo que bien.

—¿Solucionaste lo de Medley?

—Sí. Pagaron ocho mil.

—Eso está muy bien. ¿Estaba satisfecho?

—Sí, creo que sí.

—¿Fue a juicio el caso de Cruger?

—No, contrató a Fredrix —respondió Jake después de bajar la mirada—. Creo que el juicio se celebrará el mes próximo.

—Debí haber hablado con él antes de marcharme.

—Es culpable, ¿verdad?

—Sí, muy culpable. No importa quién le represente. La mayoría de los reos son culpables. No lo olvides —dijo Lucien antes de acercarse al balcón para contemplar el Palacio de Justicia—. ¿Qué planes tienes, Jake?

—Me gustaría quedarme donde estoy. ¿Y tú qué planes tienes?

—Eres un buen hombre, Jake, y quiero que te quedes. Yo, no lo sé. Había pensado en trasladarme al Caribe, pero no lo haré. Es un buen lugar para ir de vacaciones, pero aburre. En realidad no tengo planes. Puede que viaje. Que gaste un poco de dinero. Sabes que tengo una fortuna.

Jake asintió. Lucien dio media vuelta y agitó los brazos.

—Quiero que te quedes con todo esto, Jake. Quiero que te quedes aquí y mantengas algún tipo de bufete en funcionamiento. Trasládate a este despacho y utiliza este escritorio que mi abuelo trajo de Virginia después de la guerra civil. Quédate con las fichas, los casos, los clientes, los libros y todo lo demás.

—Eres muy generoso, Lucien.

—La mayoría de los clientes desaparecerán. No es culpa tuya: algún día serás un gran abogado. Pero la mayoría de mis clientes están conmigo desde hace muchos años.

—¿Y el alquiler? —preguntó Jake, que prefería no conservar a la mayoría de sus clientes.

—Págame lo que puedas permitirte. Al principio tendrás dificultades económicas, pero saldrás adelante. Yo no necesito el dinero, pero tú sí.

—Eres muy amable.

—En realidad soy un buen tipo.

Rieron ambos forzadamente.

—¿Qué hacemos con Ethel? —preguntó Jake, después de dejar de sonreír.

—Depende de ti. Es una buena secretaria que ha olvidado más derecho del que tú puedas llegar a aprender. Sé que no te gusta, pero no te será fácil sustituirla. De todos modos, despídela si quieres. No me importa —dijo Lucien mientras se dirigía hacia la puerta.

—Llámame si me necesitas. Estaré por ahí. Quiero que te traslades a este despacho. Fue de mi padre y, antes, de mi abuelo. Guarda mis trastos en una caja; algún día los recogeré.

Cobb y Willard despertaron con jaqueca y los ojos hinchados e irritados. Ozzie les hablaba a voces. Estaban ambos en una pequeña celda individual. Separada por barrotes, había otra celda a la derecha en la que presos estatales esperaban su traslado a Parchman. Una docena de negros apoyados en las rejas observaban a los dos blancos, que se esforzaban en desempañarse los ojos. A la izquierda había otra celda, también llena de negros. Ozzie les chilló para que despertaran y no armasen ruido, con la amenaza de encerrarlos con los otros prisioneros.

El rato más tranquilo de Jake era desde las siete hasta las ocho y media, cuando llegaba Ethel. Utilizaba celosamente su tiempo. Cerraba con llave la puerta principal, hacía caso omiso del teléfono y se negaba a atender al público. Organizaba meticulosamente su jornada. A las ocho y media tendría bastante material dictado para mantener a Ethel callada y ocupada hasta el mediodía. A las nueve estaba en el Juzgado o entrevistando a algún cliente. No aceptaba llamadas hasta las once, hora en que respondía a todos los mensajes de la mañana. Nunca dejaba llamadas pendientes: otra de sus normas. Jake trabajaba metódica y eficazmente, sin perder el tiempo. Éstas no eran costumbres adquiridas en su relación con Lucien.

A las ocho y media, Ethel efectuaba su habitual y ruidosa entrada. Preparaba café y abría la correspondencia, como lo había hecho en los últimos cuarenta y un años. Tenía sesenta y cuatro años y aparentaba cincuenta. Estaba gordita, sin ser obesa; bien conservada, pero poco atractiva. Mientras leía la correspondencia de Jake, deglutía ruidosamente una grasienta salchicha y un bizcocho que se traía de su casa.

Jake oyó voces. Ethel hablaba con otra mujer. Consultó su agenda; no tenía ninguna cita hasta las diez.

—Buenos días, señor Brigance —dijo Ethel por el intercomunicador.

—Buenos días, Ethel —respondió Jake a sabiendas de que prefería que se la llamara señora Twitty.

Así era como la llamaban Lucien y todos los demás. Pero Jake la llamaba Ethel desde que no estaba Lucien.

—Hay una señora que desea verle.

—No tiene cita concertada.

—Lo sé, señor.

—Dígale que vuelva mañana a las diez y media. Ahora estoy ocupado.

—Sí, señor. Pero dice que es muy urgente.

—¿Quién es? —exclamó.

Siempre era urgente cuando se presentaban sin previo aviso, como cuando se acude a la funeraria o a la lavandería. Probablemente alguna duda urgente sobre el testamento del tío Luke o sobre la vista que tendría lugar tres meses después.

—Una tal señora Willard —respondió Ethel.

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Earnestine Willard. Usted no la conoce, pero su hijo está en la cárcel.

Jake recibía sus visitas a la hora concertada, pero los que llegaban sin previo aviso eran harina de otro costal. El señor Brigance está muy ocupado, les decía la secretaria, pera puedo darle hora para pasado mañana. Esto impresionaba a la gente.

—Dígale que no me interesa.

—Insiste en que necesita un abogado. Su hijo tiene que presentarse ante el juez a la una de esta tarde.

—Dígale que hable con Drew Jack Tyndale, el abogado de guardia. Es bueno y gratuito.

—Señor Brigance —dijo Ethel después de transmitir el mensaje—, insiste en que quiere contratarlo a usted. Alguien le ha dicho que usted es el mejor criminalista del condado —agregó en un tono evidentemente jocoso.

—Dígale que es cierto, pero que no me interesa.

Ozzie esposó a Willard y le condujo a lo largo del pasillo hasta su despacho, en la parte frontal de la cárcel de Ford County. Le quitó las esposas y le ordenó que se sentara en una silla de madera, en el centro de la abigarrada habitación. Ozzie se instaló en el sillón, al otro lado del escritorio, y contempló al acusado.

—Señor Willard, éste es el teniente Griffin de la policía de tráfico de Mississippi. Aquí está el detective Rady de mi departamento, y éstos son los agentes Looney y Prather, a quienes ya conoció anoche, aunque dudo que lo recuerde. Yo soy el sheriff Walls.

Willard movió temerosamente la cabeza, para verlos a todos. Estaba rodeado. La puerta estaba cerrada. Cerca del borde del escritorio del sheriff había dos magnetófonos.

—Deseamos formularle algunas preguntas, ¿de acuerdo?

—No lo sé.

—Antes de empezar, quiero asegurarme de que conoce sus derechos. En primer lugar, tiene derecho a guardar silencio. ¿Comprende?

—Sí.

—No tiene que decir nada si lo prefiere, pero si lo hace todo lo que diga podrá ser utilizado contra usted ante los tribunales. ¿Comprende?

—Sí.

—¿Sabe leer y escribir?

—Sí.

—Bien, entonces lea y firme esto. Dice que se le han notificado sus derechos.

Willard firmó y Ozzie pulsó el botón rojo de uno de los magnetófonos.

—¿Comprende que este magnetófono está grabando?

—Sí.

—¿Y que hoy es miércoles, quince de mayo, ocho cuarenta y cinco de la mañana?

—Si usted lo dice…

—¿Cuál es su nombre completo?

—James Louis Willard.

—¿Apodo?

—Pete. Pete Willard.

—¿Dirección?

—Carretera seis, apartado de correos catorce, Lake Village, Mississippi.

—¿Qué calle?

—Bethel Road.

—¿Con quién vive?

—Con mi madre, Earnestine Willard. Estoy divorciado.

—¿Conoce a Billy Ray Cobb?

Willard titubeó y se contempló los pies. Sus botas se habían quedado en la celda. Sus calcetines blancos estaban sucios y no cubrían los dedos gordos de sus pies. Pregunta inofensiva, pensó.

—Sí, le conozco.

—¿Estuvo ayer con él?

—Sí.

—¿Dónde estuvieron?

—Junto al lago.

—¿A qué hora salieron?

—A eso de las tres.

—¿Qué vehículo conducía?

—Yo no conducía.

—¿En qué vehículo viajaba?

Titubeó y se contempló de nuevo los pies.

—Creo que no tengo nada más que decir.

Ozzie pulsó otro botón y paró el magnetófono.

—¿Ha estado alguna vez en Parchman? —suspiró.

Willard movió la cabeza.

—¿Sabe cuántos negros hay en Parchman?

Willard movió nuevamente la cabeza.

—Unos cinco mil. ¿Y sabe cuántos blancos?

—No.

—Aproximadamente mil.

Willard dejó caer la cabeza. Ozzie dejó que reflexionara unos instantes y guiñó el ojo al teniente Griffin.

—¿Puede imaginar lo que harán esos negros a un blanco que ha violado a una niña negra?

Silencio.

—Teniente Griffin, cuéntele al señor Willard cómo tratan a los blancos en Parchman.

Griffin se acercó al escritorio, se sentó al borde del mismo y miró a Willard.

—Hace unos cinco años, un joven blanco de Helena County, junto al delta, violó a una niña negra. Tenía doce años. Le esperaban cuando llegó a Parchman. Sabían que llegaba. La primera noche, unos treinta negros lo ataron a un bidón de ciento veinticinco litros y se subieron al mismo. Los carceleros miraban y se reían. Nadie compadece a los violadores. Recibió el mismo tratamiento todas las noches durante tres meses hasta que le mataron. Le encontraron castrado, dentro del bidón.

Willard se estremeció, echó la cabeza atrás y suspiró mirando al techo.

—Escúchame, Pete —dijo Ozzie—, no es a ti a quien queremos. Queremos a Cobb. Le persigo desde que salió de Parchman. No voy a permitir que se me escape. Tú nos ayudas a condenar a Cobb y yo te ayudaré tanto como pueda. No te hago ninguna promesa, pero el fiscal y yo estamos muy unidos. Tú me ayudas a condenar a Cobb y yo te ayudaré con el fiscal. Cuéntanos lo que ocurrió.

—Quiero un abogado —dijo Willard.

—¿Qué puede hacer un abogado? —refunfuñó Ozzie, al tiempo que dejaba caer la cabeza—. ¿Sacarte a los negros de encima? Intento ayudarte y tú te haces el listillo.

—Tienes que escuchar al sheriff, hijo. Intenta salvarte la vida —dijo amablemente Griffin.

—Es posible que sólo tengas que cumplir unos pocos años en esta misma cárcel —agregó Rady.

—Es mucho más seguro que la de Parchman —comentó Prather.

—Tú tienes la última palabra —dijo Ozzie—. Puedes morir en Parchman o quedarte aquí. Incluso consideraré la posibilidad de otorgarte ciertos privilegios si te portas bien.

—De acuerdo —respondió Willard después de agachar la cabeza y frotarse las sienes.

Ozzie pulsó el botón rojo.

—¿Dónde encontraron a la niña?

—En un camino sin asfaltar.

—¿Qué camino?

—No lo sé. Estaba borracho.

—¿Dónde la llevaron?

—No lo sé.

—¿Eran sólo usted y Cobb?

—Sí.

—¿Quién la violó?

—Ambos. Billy Ray fue el primero.

—¿Cuántas veces?

—No lo recuerdo. Fumaba hierba y bebía.

—¿Ambos la violaron?

—Sí.

—¿Dónde la dejaron?

—No lo recuerdo. Juro que no lo recuerdo.

Ozzie pulsó otro botón.

—Pasaremos esto a máquina y lo firmarás.

—Sobre todo, no se lo diga a Billy Ray —suplicó Willard mientras movía la cabeza.

—No lo haremos —prometió el sheriff.