UNA procesión de autobuses escolares adaptados, todos ellos pintados de blanco y rojo, verde y negro, u otro centenar de combinaciones cromáticas y el nombre de la iglesia en los costados, circuló lentamente alrededor de la plaza de Clanton a principios de la tarde del miércoles. Eran treinta y uno en total, todos llenos de negros ancianos que agitaban abanicos de papel y pañuelos en un esfuerzo vano por ahuyentar el asfixiante calor. Después de dar tres vueltas alrededor del Juzgado, el autobús que iba en cabeza paró junto a correos y se abrieron treinta y una puertas de par en par. Se vaciaron agitadamente todos los vehículos. Sus ocupantes se dirigieron a la glorieta situada en el patio del Juzgado, donde el reverendo Ollie Agee daba órdenes y entregaba pancartas azules y blancas en las que se leían las palabras: LIBERTAD PARA CARL LEE.
Las calles próximas a la plaza quedaron congestionadas con la llegada de coches de todas direcciones que se acercaban lentamente al Juzgado y acababan por aparcar cuando no podían seguir avanzando. Centenares de negros abandonaron sus vehículos en las calles y caminaron solemnemente hacia la plaza para congregarse junto a la glorieta en espera de sus pancartas antes de deambular a la sombra de los robles y las magnolias y saludar a sus amigos. Llegaron más autobuses de la iglesia, que no lograron dar la vuelta a la plaza a causa del tráfico. Sus pasajeros se apearon junto al Coffee Shop.
Por primera vez en el año la temperatura llegó a los cuarenta, y prometía ir en aumento. En el cielo no había nubes que protegieran de los ardientes rayos del sol ni brisa que ahuyentase la humedad. Después de quince minutos a la sombra o cinco minutos al sol, las camisas de los hombres quedaban empapadas de sudor y pegadas a la espalda. Algunos de los más débiles o viejos se refugiaron en el edificio del Juzgado.
Crecía la muchedumbre, formada predominantemente por ancianos, pero en la que también abundaban los jóvenes militantes negros de aspecto iracundo que se habían perdido las grandes manifestaciones en pro de los derechos humanos de los años sesenta y comprendían que ésta podía ser una de las pocas oportunidades de protestar, chillar, cantar Venceremos y, en general, celebrar el hecho de ser negro y oprimido en un mundo blanco. Deambulaban a la espera de que alguien tomara el mando. Por último, tres estudiantes se dirigieron a los peldaños del Juzgado, levantaron sus pancartas y gritaron:
—Libertad para Carl Lee. Libertad para Carl Lee.
Inmediatamente, la multitud repitió el grito de guerra:
—¡Libertad para Carl Lee!
—¡Libertad para Carl Lee!
—¡Libertad para Carl Lee!
Abandonaron la sombra de los árboles y del edificio del Juzgado para acercarse a una tarima improvisada en la que se había instalado un equipo de megafonía. Sin dirigirse a nadie ni a nada en particular, y en perfecto coro, proclamaban a voces la nueva consigna:
—¡Libertad para Carl Lee!
—¡Libertad para Carl Lee!
Por las ventanas del Juzgado, abiertas de par en par, los funcionarios y secretarias contemplaban los acontecimientos. El vocerío se oía a cuatro manzanas, y las pequeñas tiendas y oficinas próximas a la plaza quedaron vacías. Propietarios y clientes contemplaban atónitos desde las aceras. Los manifestantes, conscientes de la presencia de espectadores, pusieron mayor ahínco en sus cánticos, que aumentaron de ritmo y de volumen. Los buitres seguían acechando y, excitados por el vocerío, descendieron al patio del Juzgado con sus cámaras y sus micrófonos.
Ozzie y sus agentes dirigieron el tráfico hasta que las calles y la carretera quedaron totalmente colapsadas. Y, aunque no había ningún indicio de que su intervención fuera necesaria, siguieron haciendo acto de presencia.
Agee y todos los pastores negros en activo, voluntarios, jubilados y predicadores potenciales de tres condados, deambulaban entre la masa de excitados rostros negros para dirigirse hacia la tarima. La presencia de los religiosos estimulaba a los congregados, cuyos cánticos retumbaban en la plaza a lo largo de las calles circundantes hasta los adormecidos barrios residenciales y, por último, al campo. Millares de negros agitaban sus pancartas y gritaban con toda la fuerza de sus pulmones. Agee se balanceaba con la muchedumbre y bailaba a lo largo de la pequeña tarima. Golpeaba las manos de los demás pastores. Llevaba el ritmo del vocerío como un director de orquesta. Era todo un espectáculo.
—¡Libertad para Carl Lee!
—¡Libertad para Carl Lee!
Durante quince minutos, Agee excitó a las masas para convertirlas en un tumulto frenético y unificado. Después, cuando su sensible oído percibió los primeros indicios de fatiga, se acercó a los micrófonos y pidió silencio. Los rostros sudorosos y jadeantes siguieron vociferando, pero a menor volumen. No tardaron en apagarse los cantos de libertad. Agee rogó se hiciera espacio frente a la tarima para que pudiesen congregarse los periodistas y desempeñar su función. Demandó recogimiento para acercarse a Dios a través de la oración. El reverendo Roosevelt ofreció un maratón al Señor, una elocuente fiesta de oratoria aliterada que llenó de lágrimas los ojos de muchos asistentes.
Cuando, por último, pronunció la palabra «amén», una voluminosa negra con peluca roja se acercó a los micrófonos y abrió su boca descomunal. En un profundo, poderoso y suave tono de voz sureño, emergió la primera estrofa de Venceremos. Los pastores, a su espalda, juntaron inmediatamente las manos y empezaron a balancearse. En un alarde de espontaneidad, estallaron dos mil voces sorprendentemente armoniosas. El himno elegíaco y prometedor envolvió la pequeña ciudad.
—¡Libertad para Carl Lee! —exclamó alguien al terminar. Y se inició un nuevo canto.
Agee pidió nuevamente silencio y se acercó a los micrófonos. Se sacó una cartulina del bolsillo y empezó su discurso.
Como era de esperar, Lucien llegó tarde y medio borracho. Traía consigo una botella, y Jake, Atcavage y Harry Rex rechazaron la copa que les ofreció.
—Son las nueve menos cuarto, Lucien —dijo Jake—. Hace casi una hora que te esperamos.
—¿Cobro algo por estar aquí? —preguntó Lucien.
—No, pero te pedí que vinieras a las ocho en punto.
—Y también me dijiste que no trajera ninguna botella. Y yo te recordé que este edificio es mío, construido por mi abuelo, cedido a ti en calidad de inquilino, por un alquiler muy razonable, dicho sea de paso, y pienso ir y venir del mismo cuando se me antoje, con o sin botella.
—Olvídalo. ¿Has…?
—¿Qué hacen esos negros al otro lado de la calle, andando alrededor del Juzgado en la oscuridad?
—Se denomina vigilia —respondió Harry Rex—. Han prometido caminar alrededor del Juzgado con velas encendidas hasta que su hombre sea puesto en libertad.
—Podría ser una vigilia muy prolongada. Esos individuos pueden seguir ahí, caminando, durante el resto de sus vidas. Quizá consigan una marca mundial. Tal vez acaben de cera hasta el cogote. Buenas noches, Row Ark.
Ellen, sentada junto al escritorio de persiana bajo el retrato de William Faulkner con una copia llena de anotaciones de la lista del jurado en la mano, asintió y sonrió a Lucien.
—Row Ark —dijo Lucien—, siento por ti todo el respeto del mundo. Te considero igual al hombre. Creo en tu derecho al mismo sueldo por un mismo trabajo. Creo en tu derecho a tener hijos o a abortar. Creo en toda esa basura. Eres una mujer, sin derecho a ningún privilegio especial por tu sexo. Debes recibir el mismo trato que un hombre —agregó, al tiempo que se sacaba unos billetes del bolsillo—. Y, puesto que eres la pasante, creo, sin discriminación de sexo por mi parte, que eres quien debe ir a comprar una caja de Coors fresca.
—No, Lucien —dijo Jake.
—Cierra el pico, Jake.
—Por supuesto, Lucien —respondió Ellen de pie, con la mi rada fija en Lucien—. Pero la cerveza la pagaré yo —agregó, antes de salir del despacho.
—Ésta puede ser una noche muy larga —refunfuñó Jake, mientras movía la cabeza.
Harry Rex cambió de opinión y agregó un chorro de whisky a su café.
—Os ruego que no os emborrachéis —suplicó Jake—. Tenemos trabajo que hacer.
—Trabajo mejor cuando estoy borracho —respondió Lucien.
—Yo también —agregó Harry Rex.
—Esto puede ser interesante —dijo Atcavage.
—Lo primero que tenemos que hacer —declaró Jake, con los pies sobre la mesa y el cigarro en la boca— es decidir un modelo de jurado.
—Negro —dijo Lucien.
—Negro como la boca de un túnel —agregó Harry Rex.
—Estoy de acuerdo —respondió Jake—. Pero no lo lograremos. Buckley se reservará sus objeciones perentorias para los negros. Podemos estar seguros de ello. Debemos concentrarnos en los blancos.
—Mujeres —dijo Lucien—. Siempre hay que elegir mujeres para los juicios penales. Tienen el corazón más grande, son más sentimentales y mucho más compasivas. Se debe optar siempre por la mujeres.
—No —replicó Harry Rex—. No en este caso. Las mujeres no entienden que se pueda coger un rifle y matar a alguien. Lo que se necesitan son padres, padres jóvenes que querrían hacer lo mismo que hizo Hailey. Papás con hijitas.
—¿Desde cuándo te has convertido en un experto en la elección del jurado? —preguntó Lucien—. Creí que lo tuyo era la astucia en los divorcios.
—Lo mío es la astucia en los divorcios, pero sé cómo elegir un jurado.
—Y escucharlo a través de las paredes.
—Esto es un golpe bajo.
—Por favor, compañeros —exclamó Jake, con los brazos en alto—. ¿Qué os parece Victor Onzell? ¿Lo conoces, Stan?
—Sí, trabaja con nuestro banco. Tiene unos cuarenta años, está casado y tiene tres o cuatro hijos. Blanco. De algún lugar del norte. Regenta el local de camioneros de la carretera, al norte de la ciudad. Hace unos cinco años que está aquí.
—Yo no le elegiría —dijo Lucien—. Si es del norte, no piensa como nosotros. Probablemente es partidario del control armamentista y toda esa basura. Los yanquis siempre me dan miedo en los casos penales. Siempre he creído que deberíamos tener una ley en Mississippi que prohibiese a los yanquis formar parte de los jurados independientemente del tiempo que hayan pasado entre nosotros.
—Muchas gracias —respondió Jake.
—Yo lo elegiría —dijo Harry Rex.
—¿Por qué?
—Tiene hijos, probablemente alguna hija. Si es del norte, es probable que tenga menos prejuicios. Me parece una buena elección.
—John Tate Aston.
—Está muerto —dijo Lucien.
—¿Cómo?
—He dicho que está muerto. Falleció hace tres años.
—¿Por qué está en la lista? —preguntó Atcavage, que no era abogado.
—No actualizan las listas de empadronamiento —aclaró Harry Rex, entre trago y trago—. Unos mueren, otros se trasladan, y es imposible mantener el registro al día. Han mandado ciento cincuenta citaciones y se espera que se presenten entre cien y ciento veinte. El resto han fallecido o se han trasladado.
—Caroline Baxter. Ozzie dice que es negra —dijo Jake, después de consultar sus notas—. Trabaja en la fábrica de carburadores de Karaway.
—Cógela —dijo Lucien.
—Ojalá —respondió Jake.
Ellen regresó con la cerveza. Dejó el paquete sobre las rodillas de Lucien, cogió una lata, la abrió y regresó a su escritorio. Jake dijo que no le apetecía, pero Atcavage decidió que tenía sed.
—Joe Kitt Shepherd.
—Debe de tratarse de un fanático sureño —dijo Lucien.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Harry Rex.
—Por los dos nombres —respondió Lucien—. Casi todos los fanáticos sureños tienen dos nombres, como Billy Ray, Johnny Ray, Bobby Lee, Harry Lee, Jesse Earl, Billy Wayne, Jerry Wayne o Eddie Mack. Incluso sus esposas tienen dos nombres: Bobbie Sue, Betty Pearl, Mary Belle, Thelma Lou, Sally Fay.
—¿Qué me dices de Harry Rex? —preguntó Harry Rex.
—Nunca he oído que una mujer se llame Harry Rex.
—Y, como nombre masculino, ¿sería el de un fanático sureño?
—Supongo que podría serlo.
—Dell Perry dice que tenía una tienda de artículos de pesca junto al lago. Seguramente, nadie le conoce —interrumpió Jake.
—No, pero apuesto a que es un fanático —respondió Lucien—. A juzgar por el nombre. Yo le eliminaría de la lista.
—¿No tienes sus domicilios, edades, ocupaciones o información básica por el estilo? —preguntó Atcavage.
—No hasta el día del juicio. El lunes, cada miembro potencial del jurado rellenará un cuestionario en el Juzgado. Pero, hasta entonces, disponemos sólo de nombres.
—¿Qué tipo de jurado buscamos, Jake? —preguntó Ellen.
—Hombres de familia entre jóvenes y maduros. Preferiría que no hubiese nadie de más de cincuenta años.
—¿Por qué? —preguntó beligerantemente Lucien.
—Los blancos jóvenes son más tolerantes respecto a los negros.
—Como Cobb y Willard —replicó Lucien.
—A la mayoría de los hombres mayores siempre les desagradarán los negros, pero la nueva generación ha aceptado una sociedad integrada. Por regla general, los jóvenes son menos fanáticos.
—Estoy de acuerdo —agregó Harry Rex—. Yo me mantendría alejado de las mujeres y de los fanáticos.
—Eso es lo que me propongo…
—Creo que te equivocas —dijo Lucien—. Las mujeres son más compasivas. Fíjate en Row Ark: compadece a todo el mundo. ¿No es cierto, Row Ark?
—Cierto, Lucien.
—Compadece a los criminales, a los pornógrafos de niños, a los ateos, a los inmigrantes ilegales, a los homosexuales. ¿No es cierto, Row Ark?
—Cierto, Lucien.
—Ella y yo somos los dos únicos miembros del ACLU existentes en este mismo momento en Ford County, Mississippi.
—Es repugnante —exclamó Atcavage, el empleado de banca.
—Clyde Sisco —dijo Jake levantando la voz con la esperanza de minimizar la controversia.
—Se le puede comprar —declaró afectadamente Lucien.
—¿Qué quieres decir con eso de que «se le puede comprar»? —preguntó Jake.
—Exactamente lo que he dicho. Se le puede comprar.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Harry Rex.
—¿Bromeas? Es un Sisco. El mayor puñado de granujas del este del condado. Viven todos en la zona de Mays. Son ladrones y defraudadores profesionales de las compañías de seguros. Incendian sus casas cada tres años. ¿Nunca has oído hablar de ellos? —vociferaba Lucien en dirección a Harry Rex.
—No. ¿Cómo sabes que se le puede comprar?
—Porque ya lo he hecho en una ocasión. En un juicio civil, hace diez años. Estaba entre los miembros del jurado y le hice saber que le daría el diez por ciento de la cantidad del veredicto. Eso es muy persuasivo.
Jake dejó la lista sobre la mesa y se frotó los ojos. Sabía que, probablemente, aquello era cierto, pero no quería creerlo.
—¿Y bien? —preguntó Harry Rex.
—Participó en el juicio como miembro del jurado y la cantidad que otorgaron fue la mayor de la historia de Ford County. Todavía lo es.
—¿Stubblefield? —preguntó Jake con incredulidad.
—Lo has acertado, amigo mío. Stubblefield contra North Texas Pipeline. Septiembre de 1974. Ochocientos mil dólares. Ratificado en apelación por el Tribunal Supremo.
—¿Le pagaste? —preguntó Harry Rex.
Lucien vació el vaso de un largo trago y apretó los labios.
—Ochenta mil al contado, en billetes de cien dólares —respondió con orgullo—. Construyó una nueva casa y, a continuación, la incendió.
—¿Cuál era tu porcentaje? —preguntó Atcavage.
—El cuarenta por ciento menos ochenta mil dólares.
Se hizo un silencio en la sala mientras todo el mundo, a excepción de Lucien, hacía cálculos.
—Caramba —farfulló Atcavage.
—Bromeas, ¿no es cierto, Lucien? —preguntó Jake con escasa convicción.
—Sabes que hablo en serio, Jake. Miento constantemente, pero nunca sobre cosas como ésta. Lo que os he contado es cierto y os aseguro que a ese individuo se le puede comprar.
—¿Por cuánto? —preguntó Harry Rex.
—¡Olvídalo! —dijo Jake.
—Cinco mil al contado, supongo.
—¡Olvídalo!
Se hizo una pausa mientras todos miraban a Jake para asegurarse de que no se interesaba por Clyde Sisco, y cuando fue evidente que así era bebieron un trago a la espera de otro nombre. Alrededor de las diez y media, Jake tomó su primera cerveza y, al cabo de una hora, con cuarenta nombres todavía por repasar, la caja estaba vacía. Lucien se tambaleó hasta el balcón y contempló a los negros que paseaban con velas por la acera alrededor del Juzgado.
—Jake, ¿qué hace ese policía sentado en su coche frente a mi despacho?
—Es mi guardaespaldas.
—¿Cómo se llama?
—Nesbit.
—¿Está despierto?
—Probablemente no.
—Oye, Nesbit —chilló Lucien, inclinado peligrosamente sobre la baranda.
—Sí, ¿qué ocurre? —respondió el agente después de abrir la puerta del coche.
—Jake quiere que vayas a la tienda y nos traigas unas cuantas cervezas. Tiene mucha sed. Aquí tienes un billete de veinte. Le gustaría que trajeras una caja de Coors.
—No puedo comprar cerveza cuando estoy de servicio —protestó Nesbit.
—¿Desde cuándo? —rió Lucien.
—No puedo.
—No es para ti, Nesbit. Es para el señor Brigance, que realmente la necesita. Ha llamado ya al sheriff y dice que no hay inconveniente.
—¿Quién ha llamado al sheriff?
—El señor Brigance —mintió Lucien—. El sheriff ha dicho que no le importa lo que hagas a condición de que no bebas.
Nesbit se encogió de hombros, aparentemente satisfecho, y Lucien dejó caer el billete de veinte desde el balcón. Al cabo de unos minutos, Nesbit regresó con una caja, de la que se había retirado una botella que descansaba abierta sobre el radar de su vehículo. Lucien ordenó a Atcavage que bajara a buscar la cerveza y distribuyó las seis primeras botellas.
Al cabo de una hora habían llegado al final de la lista y la fiesta había terminado. Nesbit subió a Harry Rex, Lucien y Atcavage al coche patrulla y los llevó a sus respectivas casas. Jake y su ayudante se quedaron sentados en el balcón, contemplando las velas parpadeantes que giraban lentamente alrededor del Juzgado. Había varios coches aparcados al oeste de la plaza, cerca de un reducido grupo de negros sentados con las velas a la espera de su turno.
—No ha estado mal —comentó Jake con la mirada fija en la vigilia—. Hemos escrito algo junto a todos los nombres a excepción de veinte.
—¿Cuál va a ser el próximo paso?
—Intentaré descubrir algo respecto a los veinte restantes y abriremos una ficha para cada miembro potencial del jurado. El lunes los conoceremos como si fueran de la familia.
Nesbit regresó a la plaza y dio un par de vueltas mientras contemplaba a los negros. Aparcó entre el Saab y el BMW.
—El informe M’Naghten es una obra maestra. Nuestro psiquiatra, el doctor Bass, vendrá aquí mañana y quiero que lo repases con él. Debes subrayar las preguntas que necesariamente se le formularán en el juicio y estudiarlas con él. Me preocupa. Confío en Lucien, pero no conozco al doctor. Consigue su currículum e investígalo a fondo. Haz todas las llamadas telefónicas que sean necesarias. Consulta al Colegio de Médicos para asegurarte de que no tiene un historial de problemas disciplinarios. Es muy importante para el caso y no quiero encontrarme con ninguna sorpresa.
—De acuerdo, jefe.
—Escúchame, Row Ark, ésta es una ciudad muy pequeña —dijo Jake al terminar su última cerveza—. Mi esposa se marchó hace cinco días y estoy seguro de que pronto lo sabrá la gente. Tu aspecto es sospechoso. A la gente le encanta chismorrear y conviene que seas discreta. Quédate en el despacho, dedícate a investigar y dile a quien te lo pregunte que sustituyes a Ethel.
—Es un gran sujetador que rellenar.
—Puedes hacerlo si te lo propones.
—Espero que comprendas que no soy ni mucho menos tan amable como las circunstancias me obligan a aparentar.
—Lo sé.
Vieron cómo un nuevo grupo de negros tomaba el relevo y se hacía cargo de las velas. Nesbit arrojó una lata vacía de cerveza a la acera.
—¿No vas a regresar a tu casa en coche? —preguntó Jake.
—No sería una buena idea. No creo que pudiera superar la prueba de alcoholemia.
—Puedes dormir en el sofá de mi despacho.
—Gracias. Lo haré.
Jake se despidió, cerró el despacho e intercambió unas pocas palabras con Nesbit. A continuación, se instaló cuidadosamente al volante del Saab. Nesbit le siguió hasta su casa en Adams. Aparcó en el cobertizo, junto al coche de Carla, y Nesbit lo hizo frente a la casa. Era la una de la madrugada del jueves dieciocho de julio.