GWEN llamó al despacho a primera hora del jueves por la mañana y la nueva secretaria, Ellen Roark, contestó el teléfono. Después de manipular el intercomunicador hasta romperlo se acercó a la escalera y dio un grito:
—Jake, es la esposa del señor Hailey.
—Diga —respondió después de cerrar el libro que tenía en las manos y levantar el teléfono, enojado.
—¿Estás ocupado, Jake?
—Muy ocupado. ¿Qué ocurre?
—Jake, necesitamos dinero —echó a llorar—. Estamos sin blanca y con cuentas pendientes. No he pagado la hipoteca de la casa desde hace dos meses y la financiera no deja de llamar. No tengo a quién dirigirme.
—¿Y tu familia?
—Son pobres, Jake, ya lo sabes. Nos dan de comer, pero no pueden pagarnos la hipoteca ni las cuentas de la casa.
—¿Has hablado con Carl Lee?
—No acerca del dinero. No últimamente. No puede hacer gran cosa aparte de preocuparse y Dios sabe que ya tiene bastante en la cabeza.
—¿Y las iglesias?
—No he visto ni un centavo.
—¿Cuánto necesitas?
—Por lo menos quinientos, sólo para ponerme al día. No sé cómo me las arreglaré el mes próximo. Me preocuparé cuando llegue.
Novecientos, menos quinientos, le dejarían a Jake cuatrocientos para una defensa de asesinato. Sería todo un récord. ¡Cuatrocientos dólares! De pronto, se le ocurrió una idea.
—¿Puedes venir a mi despacho a las dos de esta tarde?
—Tendré que traer a los niños.
—No importa. Procura estar aquí.
—Lo haré.
Colgó y buscó inmediatamente el número del reverendo Ollie Agee en la guía. Le localizó en la iglesia. Jake le dijo que quería reunirse con él para hablar del juicio de Hailey y examinar su declaración. Según él, el reverendo sería un testigo importante. Agee accedió a acudir a su despacho a las dos.
Los Hailey fueron los primeros en llegar y Jake los instaló alrededor de la mesa de conferencias. Los niños recordaban la sala de la conferencia de prensa y les maravillaba su larga mesa, las sillas giratorias y los impresionantes libros de las estanterías. Cuando llegó el reverendo, le dio un abrazo a Gwen y saludó efusivamente a los niños, especialmente a Tonya.
—Seré muy breve, reverendo —declaró Jake—. Hay algunas cosas de las que debemos hablar. Desde hace varias semanas, usted y los demás sacerdotes negros del condado se han dedicado a recaudar fondos para los Hailey. Y han hecho una labor maravillosa. Más de seis mil, según tengo entendido. No sé dónde está el dinero, ni es de mi incumbencia. Usted se lo ofreció a los abogados del NAACP para que representaran a Carl Lee pero, como ambos sabemos, esos abogados no intervendrán en el caso. Yo soy el abogado defensor, el único abogado defensor, y hasta estos momentos no se me ha ofrecido dinero alguno. Tampoco lo quiero. Evidentemente no le importa lo buena que sea su defensa si no elige usted al abogado. Está en su derecho. No me preocupa. Lo que sí me preocupa, reverendo, es que los Hailey no hayan recibido ni un centavo, repito, ni un centavo de dicho dinero. ¿Estoy en lo cierto, Gwen?
La mirada perdida de su rostro se había tornado en asombro, luego en incredulidad y, a continuación, en ira cuando miró fijamente al reverendo.
—Seis mil dólares —repitió Gwen.
—Más de seis mil, según las últimas declaraciones públicas —aclaró Jake—. Y el dinero está en algún banco mientras Carl Lee permanece en la cárcel, Gwen está sin trabajo, las cuentas de la casa sin pagar, la única comida, sufragada por los amigos, y faltan pocos días para que se celebre el juicio. Ahora, díganos, reverendo, ¿qué se propone hacer con el dinero?
Agee sonrió y, con una voz melosa, respondió:
—No es de su incumbencia.
—¡Pero sí de la mía! —exclamó Gwen—. Ha utilizado mi nombre y el de mi familia para recaudar el dinero, ¿no es cierto, reverendo? Yo misma lo he oído. Les dijo a los feligreses que la ofrenda del amor, como usted la denominó, era para mi familia. Imaginaba que le había entregado el dinero al abogado, o algo por el estilo. Pero hoy he descubierto que se lo ha guardado en el banco. Supongo que lo que se propone es quedárselo.
—Un momento, Gwen —respondió Agee, impertérrito—. Pensamos que la mejor forma de gastar el dinero era en la defensa de Carl Lee. Él se negó a aceptarlo al rechazar a los abogados del NAACP. Entonces le pregunté al señor Reinfeld, su abogado principal, lo que debíamos hacer con el dinero. Me respondió que lo guardáramos, porque Carl Lee lo necesitaría para la apelación.
Jake ladeó la cabeza y apretó los dientes. Empezaba a sentir repulsión por aquel cretino ignorante, pero comprendió que Agee no sabía de qué hablaba. Se mordió el labio.
—No comprendo —dijo Gwen.
—Es muy simple —respondió el reverendo, con una condescendiente sonrisa—. El señor Reinfeld dijo que Carl Lee sería condenado por no haberle contratado. Por consiguiente, entonces habrá que apelar. Y cuando Jake, aquí presente, haya perdido el juicio, tú y Carl Lee buscaréis a otro abogado que pueda salvarle la vida. Entonces será cuando necesitaremos a Reinfeld y necesitaremos el dinero. De modo que, como puedes comprobar, es todo para Carl Lee.
Jake movió la cabeza y echó una maldición para sus adentros. Estaba más furioso con Reinfeld que con Agee.
A Gwen se le llenaron los ojos de lágrimas y apretó los puños.
—No comprendo nada de todo esto, ni quiero comprenderlo. Lo que sé es que estoy cansada de suplicar para que me den comida, cansada de depender de los demás y harta de preocuparme por perder la casa.
—Lo comprendo, Gwen, pero… —empezó a decir Agee, que la miraba con tristeza.
—Y si usted tiene seis mil dólares en el banco que nos pertenecen, hace mal en no dárnoslos. Tenemos bastante sentido común para saber cómo administrarlos.
Carl Lee hijo y Jarvis estaban junto a su madre y la consolaban, con la mirada fija en Agee.
—Pero es para Carl Lee —dijo el reverendo.
—De acuerdo —intervino Jake—. ¿Le ha preguntado a Carl Lee cómo desea que se gaste el dinero?
Se esfumó la sonrisita del rostro de Agee y se retorció en su asiento.
—Carl Lee comprende lo que estamos haciendo —respondió con escasa convicción.
—Gracias. Eso no es lo que he preguntado. Escúcheme con atención. ¿Le ha preguntado a Carl Lee cómo desea que se gaste el dinero?
—Creo que lo hemos hablado —mintió Agee.
—Comprobémoslo —dijo Jake al tiempo que se ponía de pie para dirigirse a la puerta del pequeño despacho adjunto a la sala de conferencias.
El reverendo miraba nervioso, casi presa del pánico. Jake abrió la puerta e hizo una seña con la cabeza. Carl Lee y Ozzie entraron tranquilamente en la sala. Los niños gritaron y acudieron junto a su padre. Agee parecía devastado. Después de unos momentos difíciles de abrazos y besos, Jake entró a matar.
—Pues bien, reverendo, ¿por qué no le pregunta a Carl Lee cómo quiere gastar sus seis mil dólares?
—No son exactamente suyos —respondió Agee.
—Ni tampoco le pertenecen exactamente a usted —intervino Ozzie.
Carl Lee levantó a Tonya, que estaba sentada sobre sus rodillas, y se acercó a la silla de Agee. Se sentó al borde de la mesa, por encima del reverendo, dispuesto a atacar si era necesario.
—Permítame que se lo diga de un modo bien sencillo, predicador, para que no tenga dificultad en comprenderme. Usted ha recaudado dinero en mi nombre para ayudar a mi familia. Lo ha sacado de los negros de este condado con la promesa de que se utilizaría para ayudarme a mí y a mi familia. Ha mentido. Lo ha recaudado para impresionar al NAACP, no para ayudar a mi familia. Ha mentido en la iglesia, ha mentido en los periódicos, ha mentido en todas partes.
Agee miró a su alrededor y comprobó que todo el mundo, incluidos los niños, le miraban fijamente y asentían.
—Si no nos entrega ese dinero —prosiguió Carl Lee, después de acercarse un poco más y apoyar el pie en la silla del reverendo—, les diré a todos los negros que conozco que es usted un farsante mentiroso. Llamaré a todos los feligreses de su iglesia, y no olvide que yo soy uno de ellos, para comunicarles que no hemos recibido un centavo. Cuando acabe con usted, no podrá recaudar ni un par de dólares los domingos por la mañana. Podrá despedirse de sus lujosos Cadillacs y de sus elegantes trajes. Puede que se quede incluso sin iglesia, porque le pediré a todo el mundo que la abandone.
—¿Has terminado? —preguntó Agee—. Porque si lo has hecho, sólo quiero que sepas que me has ofendido. Me duele profundamente que ésta sea tu opinión y la de Gwen.
—Así es, y no me importa lo mucho que le duela.
—Estoy de acuerdo con ellos, reverendo Agee —dijo Ozzie, después de acercarse—. Ha actuado mal y usted lo sabe.
—Eso es muy doloroso, Ozzie, particularmente viniendo de usted. Duele profundamente.
—Permítame que le diga algo que le dolerá mucho más. El próximo domingo, Carl Lee y yo estaremos en su iglesia. Le sacaré de la cárcel por la mañana temprano y daremos un paseo. En el momento en que se disponga a pronunciar su sermón, entraremos en la iglesia, avanzaremos por el pasillo central y nos dirigiremos al púlpito. Si intenta impedírnoslo, le pondré las esposas. Carl Lee pronunciará el sermón. Les contará a sus feligreses que el dinero que tan generosamente han donado no ha salido todavía de su bolsillo y que Gwen y sus hijos están a punto de perder la casa porque usted quiere darse importancia con el NAACP. Les contará que les ha mentido. Puede que su sermón dure aproximadamente una hora. Y, cuando termine, yo diré unas palabras. Les contaré que es usted un negro farsante y embustero. Les hablaré de la ocasión en que compró un Lincoln robado en Memphis y estuvo a punto de ser procesado. Les hablaré de las comisiones de la funeraria. Les hablaré de hace dos años, cuando se le acusó en Jackson de conducir bajo la influencia del alcohol y yo evité que le procesaran. Y, reverendo, les contaré…
—No lo diga, Ozzie —suplicó Agee.
—Les contaré cierto secreto sucio que sólo usted y yo y cierta mujer de mala reputación conocemos.
—¿Cuándo quieren que les entregue el dinero?
—¿Con qué rapidez puede conseguirlo? —preguntó Carl Lee.
—Muchísima.
Jake y Ozzie dejaron a los Hailey a solas y subieron al gran despacho del primer piso, donde Ellen estaba rodeada de textos jurídicos. Jake presentó a Ozzie a su pasante y se sentaron los tres alrededor de la mesa.
—¿Cómo están mis amigos? —preguntó Jake.
—¿Los dinamiteros? Se recuperan. Los dejaremos en el hospital hasta después del juicio. Hemos instalado un cerrojo en la puerta y tenemos un agente de guardia en el pasillo. No van a moverse.
—¿Quién es el personaje principal?
—Todavía no lo sabemos. No hemos recibido el resultado de las huellas dactilares. Puede que no esté fichado. No dice palabra.
—El otro es de aquí, ¿no es cierto? —preguntó Ellen.
—Sí. Terrell Grist. Quiere presentar cargos por las heridas que sufrió durante la detención. ¿Qué os parece?
—Me cuesta creer que se haya mantenido tanto tiempo el secreto —dijo Jake.
—También a mí. Claro que Grist y el señor equis no hablan. Mis hombres tienen la boca cerrada. Sólo quedáis tú y tu ayudante.
—Y Lucien, pero yo no se lo he contado.
—Lógico.
—¿Cuándo los procesarás?
—Después del juicio los trasladaremos a la cárcel y empezaremos el papeleo. Depende de nosotros.
—¿Cómo está Bud? —preguntó Jake.
—Esta mañana he pasado para visitar a los otros dos y he aprovechado para hablar con Ethel. Sigue en estado crítico. No ha habido ningún cambio.
—¿Algún sospechoso?
—Debe de tratarse del Klan. Con las túnicas blancas y todo lo demás. Todo encaja. Primero la cruz en llamas en tu jardín, luego la dinamita y ahora Bud. Además de todas las amenazas. Calculo que son ellos. Además, contamos con un delator.
—¡Cómo!
—Lo que oyes. Se llama a sí mismo ratón Mickey. Me llamó el domingo a mi casa y me dijo que te había salvado la vida. Se refirió a ti como «al abogado de ese negro». Dijo que el Klan se había establecido oficialmente en Ford County. Han fundado un aquelarre, o lo que eso sea.
—¿Quién forma parte del grupo?
—No es muy pródigo con los detalles. Ha prometido llamarme sólo cuando alguien esté a punto de ser lastimado.
—Muy amable. ¿Puedes confiar en él?
—Te salvó la vida.
—Es cierto. ¿Es miembro del Klan?
—No me lo ha dicho. Han organizado una gran manifestación para el jueves.
—¿El Klan?
—Sí. Los del NAACP se manifestarán mañana delante del Juzgado y luego darán unas vueltas. El Klan ha proyectado una manifestación pacífica para el jueves.
—¿Cuántos son?
—El ratón no me lo ha dicho. Repito, no es muy generoso con los detalles.
—Una manifestación del Klan en Clanton. Parece increíble.
—Esto va en serio —dijo Ellen.
—Se pondrá peor —respondió Ozzie—. Le he pedido al gobernador que mantenga la policía de tráfico en estado de alerta. Podría ser una semana muy accidentada.
—¿No te parece increíble que Noose esté dispuesto a celebrar el juicio en esta ciudad? —preguntó Jake.
—Es demasiado importante para trasladarlo, Jake. Atraería manifestaciones, protestas y a los miembros del Klan dondequiera que se celebrase.
—Puede que tengas razón. ¿Qué me dices de la lista del jurado?
—La tendré mañana.
El jueves por la noche, después de cenar, Joe Frank Perryman estaba sentado en la terraza de su casa leyendo el periódico vespertino y mascando Redman, que escupía cuidadosamente a través de un orificio cortado a mano en la terraza. Aquél era su ritual vespertino. Lela lavaba los platos, servía dos grandes vasos de té helado y se sentaba junto a él en la terraza, donde hablaban de las cosechas, los nietos y la humedad. Vivían en las afueras de Karaway, rodeados de ochenta acres de terreno meticulosamente cultivado que el padre de Joe Frank había robado durante la depresión. Era buenos cristianos, reservados y muy trabajadores.
Después de que hubiera escupido a través del orificio unas cuantas veces, una camioneta redujo la velocidad junto al portalón y entró por el largo camino de gravilla de la casa de los Perryman. Se detuvo junto al césped, frente a la puerta, y apareció un rostro conocido. Era el de Will Tierce, ex presidente de la junta de supervisores de Ford County. Will había servido en su distrito durante veinticuatro años, seis legislaturas consecutivas, pero había perdido las últimas elecciones en el ochenta y tres por siete votos. Los Perryman siempre habían apoyado a Tierce, porque cuidaba de ellos suministrándoles de vez en cuando un cargamento de gravilla o una atrajea para el camino de la casa.
—Hola, Will —dijo Joe Frank mientras el ex supervisor cruzaba el césped para acercarse a los peldaños que conducían a la puerta principal.
—Hola, Joe Frank —respondió el recién llegado al tiempo que le estrechaba la mano y se sentaba junto a él en la terraza.
—¿Tienes algo para mascar? —preguntó Tierce.
—Desde luego. ¿Qué te trae por aquí?
—Voy de paso. Me he acordado del té helado de Lela y me ha entrado mucha sed. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Se quedaron en la terraza charlando, mascando, escupiendo y tomando té helado hasta que cayó la noche y llegaron los mosquitos. La sequía les ocupaba la mayor parte del tiempo que, según Joe Frank, era la peor de los últimos diez años. No había caído una gota de lluvia desde la tercera semana de junio. Si continuaba, tendría que despedirse de la cosecha de algodón. Puede que las alubias se salvaran, pero le preocupaba el algodón.
—A propósito, Joe Frank, he oído que has recibido una citación para formar parte del jurado en el juicio de la semana próxima.
—Eso me temo. ¿Quién te lo ha dicho?
—No lo recuerdo. Lo he oído por ahí.
—No sabía que fuera del dominio público.
—Supongo que lo he oído hoy en Clanton. Tenía unas gestiones que hacer en el Juzgado. Ha sido ahí donde me he enterado. ¿Sabes que se trata del juicio de ese negro?
—Me lo imaginaba.
—¿Qué te parece el hecho de que matara a esos chicos como lo hizo?
—No se lo reprocho —respondió Lela.
—Sí, pero uno no puede cogerse la ley por cuenta propia —le explicó Joe Frank a su mujer—. Para eso están los tribunales.
—Te diré lo que me preocupa —dijo Tierce—. Es esa estupidez de la enajenación mental. Alegarán que el negro estaba loco y le soltarán por enajenado mental. Como a ese chalado que disparó contra Reagan. Es una forma deshonesta de conseguir la libertad. Además, es mentira. Ese negro se proponía matar a aquellos chicos y esperó escondido hasta el momento oportuno. Fue un asesinato a sangre fría.
—¿Y si se hubiera tratado de tu hija, Will? —preguntó Lela.
—Habría dejado que lo resolvieran los tribunales. Por estas tierras, cuando cogemos a un violador, y especialmente si es negro, solemos encerrarlo. Esto no es Nueva York, ni California, ni ninguno de esos absurdos lugares donde los delincuentes andan sueltos. Tenemos un buen sistema y el viejo juez Noose dicta sentencias severas. Hay que dejar la justicia en manos de los tribunales. Nuestro sistema no sobrevivirá si permitimos que la gente, especialmente los negros, se tome la ley por cuenta propia. Eso es lo que realmente me asusta. Supongamos que a ese negro le declaran inocente y le ponen en libertad. Todo el mundo lo sabrá y los negros se volverán locos. Cada vez que alguien discuta con un negro, éste le matará, alegará que estaba loco e intentará que le declaren inocente. Eso es lo peligroso de este juicio.
—Hay que mantener a los negros bajo control —afirmó Joe Frank.
—Y que nadie lo dude. Si Hailey sale en libertad, ninguno de nosotros estará a salvo. Todos los negros del condado irán armados y en busca de pelea.
—No se me había ocurrido —confesó Joe Frank.
—Espero que actúes como es debido, Joe Frank. Me gustaría que formaras parte del jurado. Necesitamos gente de sentido común.
—Me pregunto por qué me habrán elegido.
—He oído decir que han mandado ciento cincuenta citaciones. Esperan que se presente un centenar.
—¿Cuántas probabilidades tengo de que me elijan?
—Una entre cien —respondió Lela.
—Entonces me siento mucho mejor. En realidad, no tengo tiempo para estar en el jurado, con las tierras y todo lo demás.
—Te necesitamos en ese jurado —dijo Tierce.
La conversación se decantó hacia la política local, el nuevo supervisor y el mal trabajo que estaba haciendo respecto a las carreteras. Para los Perryman, la caída de la noche significaba hora de acostarse. Tierce les deseó las buenas noches y regresó a su casa. Sentado a la mesa de la cocina, con una taza de café en la mano, repasó la lista del jurado. Su amigo Rufus estaría orgulloso de él. Seis nombres habían sido señalados en la lista de Will, y había hablado con todos ellos. Había escrito un «bien» junto a cada nombre. Serían buenos miembros del jurado, personas con las que Rufus podía contar para conservar la ley y el orden en Ford County. Un par de ellos estaban inicialmente indecisos, pero su buen amigo de confianza Will Tierce les había hablado de la justicia, y ahora estaban dispuestos a condenar.
Rufus se sentiría verdaderamente orgulloso. Y le había prometido que el joven Jason Tierce, uno de sus sobrinos, no sería procesado por tráfico de drogas.
Jake comía las grasientas costillas de cerdo con habas y observaba a Ellen quien, al otro lado de la mesa, hacía otro tanto. Lucien presidía la mesa, hacía caso omiso de la comida, acariciaba su copa y ofrecía comentarios sobre cada nombre de la lista que reconocía. Estaba más borracho que de costumbre. La mayoría de los nombres le eran desconocidos, lo cual no le impedía comentar acerca de los mismos. Ellen se divertía y guiñaba frecuentemente el ojo a su jefe.
Al dejar la lista sobre la mesa, se le cayó el tenedor al suelo.
—¡Sallie! —llamó—. ¿Sabes cuántos afiliados tiene ACLU en Ford County? —agregó dirigiéndose a Ellen.
—Por lo menos el ochenta por ciento de la población —respondió.
—Sólo uno. Yo. Fui el primero en la historia y, evidentemente, el último. La gente de por aquí es estúpida, Row Ark. No se interesan por los derechos humanos. Son un puñado de fanáticos republicanos derechistas de pacotilla, como tu amigo Jake aquí presente.
—No es cierto. Almuerzo en el restaurante de Claude por lo menos una vez por semana —replicó Jake.
—¿Y eso te convierte en progresista? —preguntó Lucien.
—Me convierte en radical.
—Sigo creyendo que eres republicano.
—Escúchame, Lucien, no me importa que te metas con mi esposa, con mi madre, o con mis antepasados, pero no me llames republicano.
—Tienes aspecto de republicano —agregó Ellen.
—¿Tiene él aspecto de demócrata? —preguntó Jake señalando a Lucien.
—Desde luego. Supe que era demócrata en el momento de echarle la vista encima.
—Entonces soy republicano.
—¡Lo ves! ¡Lo ves! —exclamó Lucien, al tiempo que se le caía el vaso de las manos y se rompía en mil pedazos—. ¡Sallie! Dime, Row Ark, ¿a que no adivinas quién fue el tercer hombre blanco de Mississippi que se afilió al NAACP?
—Rufus Buckley —respondió Jake.
—Yo. Lucien Wilbank. Me afilié en mil novecientos sesenta y siete. Los blancos creían que estaba loco.
—Vaya ocurrencia —comentó Jake.
—Claro que los negros, o tostados, como los llamábamos en aquella época, también creían que estaba loco. Diablos, todo el mundo me creía loco por aquel entonces.
—¿Han cambiado alguna vez de opinión? —preguntó Jake.
—Cierra el pico, republicano. Row Ark, ¿por qué no te trasladas a Clanton y abrimos un bufete que se ocupe exclusivamente de casos del ACLU? Tráete a tu viejo de Boston y le haremos socio.
—¿Por qué no te trasladas tú a Boston? —preguntó Jake.
—¿Por qué no te vas al diablo?
—¿Cómo lo llamaremos? —preguntó Ellen.
—El manicomio —respondió Jake.
—Wilbank, Row & Ark. Abogados.
—Ninguno de ellos está colegiado para ejercer —dijo Jake.
Los párpados de Lucien pesaban varias toneladas cada uno. La cabeza se le caía involuntariamente. Mientras Sallie limpiaba, le dio una palmada en el trasero.
—Esto ha sido un golpe bajo, Jake —dijo con seriedad.
—Row Ark —prosiguió Jake, imitando a Lucien—, adivina quién fue el último abogado al que el Tribunal Supremo de Mississippi expulsó permanentemente del Colegio de Abogados.
Ellen sonrió educadamente a ambos, sin decir palabra.
—Row Ark —agregó Lucien, levantando la voz—, ¿a que no adivinas quién será el próximo abogado de este condado al que expulsarán de su despacho?
Lucien se reía a carcajadas y se estremecía. Jake guiñó el ojo a Ellen.
—¿Cuál es el propósito de la reunión de mañana? —preguntó Lucien cuando se tranquilizó.
—Quiero repasar la lista del jurado contigo y otros.
—¿Quién?
—Harry Rex, Stan Atcavage y puede que alguien más.
—¿Dónde?
—A las ocho, en mi despacho. Sin alcohol.
—Es mi despacho y traeré una caja de whisky si se me antoja. Mi abuelo construyó el edificio, ¿no lo recuerdas?
—¿Cómo podría olvidarlo?
—Row Ark, emborrachémonos.
—No, gracias, Lucien. He disfrutado mucho de la cena y de la conversación, pero ahora debo regresar a Oxford.
Se pusieron de pie y dejaron a Lucien en la mesa. Jake rechazó la invitación habitual a sentarse en la terraza. Ellen se marchó y él se retiró a su habitación temporal en el primer piso. Había prometido a Carla que no dormiría en casa. La llamó por teléfono. Ella y Hanna estaban bien. Preocupadas, pero bien. No le habló de Bud Twitty.