LUNES, quince de julio. Una semana para el juicio. Durante el fin de semana corrió rápidamente la voz de que se celebraría en Clanton, y la pequeña ciudad se preparó para el espectáculo. Los teléfonos sonaban incesantemente en los tres moteles conforme los periodistas y sus ayudantes llamaban para confirmar sus reservas. Los cafés bullían de anticipación. Un equipo de mantenimiento del condado empezó a trabajar ajetreadamente después del desayuno pintando y limpiando los alrededores del Juzgado. Ozzie mandó a los jardineros de la cárcel con sus máquinas de cortar césped y desbrozadoras. Los ancianos mondaban cautelosamente sus palillos bajo el monumento a Vietnam mientras contemplaban el ajetreo. El preso de confianza que supervisaba a los jardineros les pidió que escupieran el Redman en la hierba y no en la acera. Le mandaron al diablo. El oscuro y espeso césped recibió una capa adicional de fertilizante, y una docena de rociadores silbaban y salpicaban a las nueve de la mañana.
A las diez, la temperatura era de treinta y tres grados. Los pequeños comerciantes de los alrededores de la plaza abrieron sus puertas a la humedad y encendieron los ventiladores en los techos de sus tiendas. Llamaron a Memphis, a Jackson y a Chicago para abastecerse de mercancía a precios especiales para la semana siguiente.
Noose había llamado el viernes por la noche a Jean Gillespie, secretaria de la Audiencia Territorial, para comunicarle que el juicio se celebraría en su Juzgado. También le ordenó que citara a ciento cincuenta personas para elegir los miembros del jurado. La defensa había solicitado una cantidad superior a la habitual para seleccionar a los doce miembros y Noose había accedido. Jean y dos ayudantes dedicaron el sábado por la mañana a elegir nombres al azar de las listas de empadronamiento. De acuerdo con las instrucciones específicas de Noose, se concentraron en los de menos de sesenta y cinco años. Mil nombres fueron seleccionados, escritos cada uno de ellos junto con sus señas en una pequeña ficha y guardados en una caja de cartón. A continuación, los ayudantes se turnaron para sacar fichas al azar de la caja. Uno de los ayudantes era blanco y el otro negro. Cada uno sacaba una ficha con los ojos cerrados y la colocaba sobre una mesa plegable junto a las demás. Cuando llegaron a ciento cincuenta, cesó la operación y mecanografiaron la lista. De ahí saldría el jurado para «el Estado contra Hailey». Cada etapa de la selección había sido meticulosamente ordenada por su señoría Omar Noose, que sabía exactamente lo que se hacía. Si todos los miembros del jurado resultaban ser blancos y se condenaba al acusado sentenciándole a la pena de muerte, en la apelación se cuestionarían todos y cada uno de los pasos de la selección del jurado. Le había ocurrido en otras ocasiones y se había revocado el veredicto. Pero no sería así en esta ocasión.
A partir de la lista, se extendieron citaciones individuales para cada uno de los nombres que figuraban en la misma. Jean guardó las citaciones bajo llave en su despacho hasta la llegada del sheriff Ozzie Walls a las ocho de la mañana del lunes. Ozzie tomó un café con Jean y recibió sus instrucciones.
—El juez Noose quiere que se entreguen las citaciones entre las cuatro de la tarde y la medianoche —dijo Jean.
—De acuerdo.
—Todas estas personas deben presentarse puntualmente en el Juzgado el lunes a las nueve de la mañana.
—De acuerdo.
—La citación no indica el nombre ni la naturaleza del juicio, y es preciso no facilitarles información alguna.
—Sospecho que lo adivinarán.
—Probablemente, pero Noose ha sido muy específico. Los agentes no deben mencionar el caso cuando entreguen las citaciones. Los nombres de los convocados son estrictamente confidenciales, por lo menos hasta el miércoles. No me preguntes por qué, órdenes de Noose.
—¿Cuántas hay? —preguntó Ozzie mientras ojeaba el montón.
—Ciento cincuenta.
—¡Ciento cincuenta! ¿Por qué tantas?
—Es un caso importante. Órdenes de Noose.
—Tendré que utilizar a todos mis agentes para entregar estos documentos.
—Lo siento.
—Qué le vamos a hacer. Si eso es lo que su señoría desea…
A los pocos segundos de que se marchara Ozzie, Jake estaba junto al mostrador, coqueteando con las secretarias y sonriendo a Jean Gillespie, a quien siguió a su despacho cerrando la puerta a su espalda. Ella se refugió tras el escritorio y le señaló con el dedo sin que Jake dejara de sonreír.
—Sé a qué has venido —dijo severamente Jean— y no puedo dártelo.
—Dame la lista, Jean.
—No podrás verla hasta el miércoles. Órdenes de Noose.
—¿El miércoles? ¿Por qué el miércoles?
—No lo sé. Pero Omar ha sido muy específico.
—Dámela, Jean.
—No puedo, Jake. ¿Quieres que me meta en un lío?
—No te meterás en ningún lío porque nadie se enterará. Sabes lo bien que sé guardar un secreto —dijo, ahora sin sonreír—. Jean, dame esa maldita lista.
—Jake, no puedo.
—La necesito y tiene que ser ahora. No puedo esperar hasta el miércoles. Tengo mucho que hacer.
—No sería justo para con Buckley —susurró Jean.
—Al diablo con Buckley. ¿Crees que él juega limpio? Es un reptil y te da tanto asco como a mí.
—Probablemente más.
—Dame la lista, Jean.
—Escúchame, Jake, siempre hemos sido buenos amigos. Te aprecio más a ti que a cualquier otro abogado de los que conozco. Cuando mi hijo tuvo problemas, fue a ti a quien recurrí, ¿no es cierto? Confío en ti y deseo que ganes el caso. Pero no puedo desobedecer las órdenes del juez.
—¿Quién te ayudó a ganar las elecciones la última vez, yo o Buckley?
—Te lo ruego, Jake.
—¿Quién evitó que tu hijo fuera a la cárcel, yo o Buckley?
—Por favor.
—¿Quién intentó meter a tu hijo en la cárcel, yo o Buckley?
—Eso no es justo, Jake.
—¿Quién apoyó a tu marido cuando todos los miembros de la congregación, y me refiero a todos sin excepción, querían que se marchara porque no cuadraban los libros?
—No es una cuestión de lealtad, Jake. Os quiero a ti, a Carla y a Hanna, pero no puedo hacerlo.
Jake abandonó el despacho y dio un portazo. Jean se sentó junto a su escritorio y se secó las lágrimas de las mejillas.
A las diez de la mañana Harry Rex irrumpió en el despacho de Jake y arrojó una copia de la lista sobre su escritorio.
—No me lo preguntes —dijo.
Junto a cada nombre había anotado comentarios como: «no lo sé» o «ex cliente, odia a los negros» o «trabaja en la fábrica de calzado, puede ser favorable».
Jake leyó lentamente cada uno de los nombres, procurando relacionarlo con un rostro o una reputación. Sólo estaban los nombres. Ninguna dirección, edad ni ocupación. Sólo nombres. Su antigua maestra de cuarto de Karaway. Una de las amigas de su madre de la asociación de jardineros. Un ex cliente, si no recordaba mal, que había hurtado en alguna tienda. Uno de los feligreses de su iglesia. Un cliente del Coffee Shop. Un conocido granjero. La mayoría de los nombres parecían blancos. Había una Willie Mae Jones, un Leroy Washington, Roosevelt Tucker, Bessie Lou Bean y otros cuantos nombres de negros. Pero la lista parecía terriblemente pálida. Reconoció treinta nombres a lo sumo.
—¿Qué opinas? —preguntó Harry Rex.
—Es difícil aventurar una opinión. Predominantemente blancos, pero eso era de esperar. ¿De dónde la has sacado?
—No me lo preguntes. He anotado algo junto a veintiséis nombres. Es todo lo que puedo hacer. A los demás no los conozco.
—Eres un buen amigo, Harry Rex.
—Soy un príncipe. ¿Estás listo para el juicio?
—Todavía no. Pero he encontrado un arma secreta.
—¿De qué se trata?
—Luego la conocerás.
—¿Una mujer?
—Sí. ¿Estás ocupado el miércoles por la noche?
—Creo que no. ¿Por qué?
—De acuerdo. Nos veremos aquí a las ocho. Lucien también vendrá. Puede que haya dos o tres personas más. Quiero dedicar un par de horas a hablar del jurado. ¿Quién nos conviene? Esbozar un perfil del jurado ideal como punto de partida. Repasaremos todos los nombres, con la esperanza de identificar a la mayoría.
—Puede ser divertido. Aquí estaré. ¿Cuál es tu modelo de jurado?
—No estoy seguro. Creo que los miembros de las patrullas civiles serían del agrado de los blancos fanáticos. Armas, violencia, la protección de las mujeres. Encantaría a los exaltados. Pero mi defendido es negro y un grupo de fanáticos lo crucificarían. Mató a dos de ellos.
—Estoy de acuerdo. Yo también descartaría a las mujeres. No simpatizan con los violadores, pero otorgan un valor superior a la vida. Que se agarre un M-16 y se les vuele la cabeza es algo que las mujeres son incapaces de comprender. Tú y yo lo comprendemos porque somos padres. Nos gusta la idea. La sangre y la violencia no nos preocupan. Sentimos admiración por él. Debes elegir admiradores para el jurado. Padres jóvenes de un buen nivel de educación.
—Muy interesante. Lucien dijo que se quedaría con las mujeres, porque son más compasivas.
—Creo que no. Conozco algunas mujeres que te degollarían por antagonismo.
—¿Clientes tuyas?
—Sí, y una de ellas está en la lista. Frances Burdeen. Elígela y le diré lo que debe votar.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto. Hará lo que le diga.
—¿Puedes estar el lunes en el Juzgado? Quiero que presencies la selección del jurado y me ayudes a elegir a los doce miembros.
—No me lo perdería por nada del mundo.
Jake oyó voces en el vestíbulo y se llevó el dedo a los labios. Escuchó, sonrió y le indicó a Harry Rex que le siguiera. Se acercaron de puntillas al rellano de la escalera y escucharon el altercado junto al escritorio de Ethel.
—Definitivamente usted no trabaja aquí —insistía Ethel.
—Definitivamente lo hago. Jake Brigance, que según tengo entendido es su jefe, me contrató el sábado.
—¿Para qué la contrató? —preguntó Ethel.
—Como pasante.
—No me lo ha comentado.
—Me lo ha comentado a mí y me ha dado el trabajo.
—¿Cuánto le paga?
—Cien dólares por hora.
—¡Dios mío! Antes tendré que hablar con él.
—Ya he hablado yo con él, Ethel.
—Señora Twitty, si no le importa —dijo Ethel mientras examinaba de pies a cabeza sus vaqueros descoloridos, zapatillas sin calcetines y una holgada camisa, evidentemente sin nada debajo—. No viste de un modo apropiado para la oficina. Va… va indecente.
Harry Rex levantó las cejas y le sonrió a Jake, mientras ambos escuchaban con la mirada fija en las escaleras.
—Mi jefe, que también es su jefe, dijo que podía vestir así.
—Pero ha olvidado algo, ¿no es cierto?
—Jake dijo que podía olvidarlo. Me contó que usted no utiliza sujetador desde hace veinte años. Dijo que la mayoría de las mujeres de Clanton no lo utilizan, de modo que he decidido dejar el mío en casa.
—¿Cómo? —exclamó Ethel, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Está arriba? —preguntó tranquilamente Ellen.
—Sí, voy a llamarlo.
—No se moleste.
Jake y Harry Rex entraron de nuevo en el despacho para recibir a la pasante. Entró con un voluminoso maletín.
—Buenos días, Row Ark —dijo Jake—. Quiero presentarte a un buen amigo mío, Harry Rex Vonner.
Harry Rex le estrechó la mano y contempló su camisa.
—Encantado de conocerte. ¿Cómo has dicho que te llamabas de nombre?
—Ellen.
—Llámala Row Ark —dijo Jake—. Trabajará aquí hasta después del juicio de Hailey.
—Estupendo —respondió Harry Rex sin dejar de mirarla fijamente.
—Harry Rex es uno de los abogados de la ciudad, Row Ark, y uno de los muchos en los que no se debe confiar.
—¿Cómo se te ocurre contratar a una mujer como pasante, Jake? —preguntó descaradamente Harry Rex.
—Row Ark es un genio de lo penal, como la mayoría de los estudiantes de tercer curso. Además, trabaja por muy poco dinero.
—¿Tiene algo contra las mujeres, caballero? —preguntó Ellen.
—No, señora. Las adoro. Me he casado con cuatro de ellas.
—Harry Rex es el especialista en divorcios más astuto de Ford County —aclaró Jake—. A decir verdad, es el más astuto de los abogados. O, mejor dicho, es el hombre más astuto que conozco.
—Gracias —dijo Harry Rex, que había dejado de mirarla.
Ellen contempló sus enormes y cochambrosos zapatos, sus calcetines de nilón a rayas arrugados sobre los tobillos, sus sucios y deteriorados pantalones caqui, su desgastada chaqueta azul marino, su reluciente corbata de lana que colgaba doce centímetros por encima de su cinturón, y dijo:
—Muy apuesto.
—Quizá te convierta en mi esposa número cinco —respondió Harry Rex.
—La atracción es puramente física —dijo Ellen.
—Atención —exclamó Jake—. No se ha practicado el sexo en este despacho desde que se marchó Lucien.
—Fueron muchas las cosas que se marcharon con Lucien —agregó Harry Rex.
—¿Quién es Lucien?
Jake y Harry Rex se miraron.
—No tardarás en conocerlo —aclaró Jake.
—Tienes una secretaria encantadora —dijo Ellen.
—Sabía que os llevaríais bien. Es estupenda cuando se la conoce.
—¿Cuánto se necesita para ello?
—Yo la conocí hace veinte años —respondió Harry Rex—, y todavía espero.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó Jake.
—Lenta. Hay docenas de casos de M’Naghten y todos muy extensos. Voy más o menos por la mitad. Mi plan era el de trabajar aquí todo el día; siempre y cuando no me ataque ese toro de lidia de la planta baja.
—Me ocuparé de ella —dijo Jake.
—Encantado de conocerte, Row Ark —dijo Harry Rex desde el umbral de la puerta—. Hasta pronto.
—Gracias, Harry Rex —dijo Jake—. Nos veremos el miércoles por la noche.
El aparcamiento no asfaltado del antro de Tank estaba lleno cuando Jake lo encontró por fin, ya caída la noche. No había tenido ninguna razón para visitar el lugar con anterioridad, y ahora tampoco le emocionaba verlo. Estaba oculto, lejos de la carretera, a diez kilómetros de Clanton. Aparcó en un lugar retirado del pequeño edificio gris y contempló la idea de dejar el motor en marcha, por si no encontraba a Tank y se veía obligado a huir precipitadamente. Pero no tardó en descartar esa estupidez, porque le gustaba su pequeño coche y el robo no sólo era posible, sino sumamente probable. Lo cerró con llave y comprobó todas las puertas, casi con la certeza de que todo o parte de él habría desaparecido a su regreso.
La música sonaba a todo volumen a través de las ventanas abiertas y, al acercarse, creyó oír el ruido de una botella que se estrellaba contra el suelo, una mesa o la cabeza de alguien. Titubeó y optó por emprender la retirada. Pero no, era importante. Respiró hondo, se aguantó la respiración y abrió la destartalada puerta de madera.
Cuarenta pares de ojos negros se posaron inmediatamente sobre aquel joven blanco perdido, con chaqueta y corbata, que hacía un esfuerzo para enfocar la mirada en la oscuridad del antro. Se sentía inseguro, desesperado en busca de un rostro conocido. No había ninguno. Michael Jackson acabó oportunamente su canción en el tocadiscos y el local quedó sumido en un silencio eterno. Jake permaneció junto a la puerta. Asentía, sonreía y procuraba comportarse como uno más de los muchachos. Nadie le devolvía la sonrisa.
De pronto hubo un movimiento junto a la barra y a Jake empezaron a temblarle las rodillas.
—¡Jake! ¡Jake! —gritó alguien.
Eran las dos palabras más dulces que había oído en su vida. Detrás de la barra vio a su amigo Tank, que se quitaba el delantal y se le acercaba. Se dieron calurosamente la mano.
—¿Qué te trae por aquí?
—He de hablar contigo un momento. ¿Podemos salir a la calle?
—Claro. ¿Qué ocurre?
—Cuestión de negocios.
Tank pulsó un interruptor junto a la puerta.
—Escuchadme todos, éste es el abogado de Carl Lee Hailey, Jake Brigance. Buen amigo mío. Veamos cómo le demostráis vuestro afecto.
El pequeño local irrumpió en vítores y aplausos. Varios clientes de la barra abrazaron a Jake y le estrecharon la mano. Tank abrió un cajón, sacó un puñado de tarjetas de Jake y las distribuyó como si fueran caramelos. La respiración de Jake se había normalizado y su rostro había recuperado su color.
En la calle, se apoyaron sobre el capó del Cadillac amarillo de Tank. La voz de Lionel Richie emergía por las ventanas y, en el interior, la clientela había vuelto a la normalidad. Jake entregó a Tank una copia de la lista.
—Mira todos los nombres para ver a cuántos conoces. Haz preguntas y averigua todo lo que puedas.
Tank se acercó la lista a los ojos. La luz del anuncio de Michelob en la ventana brillaba por encima de su hombro.
—¿Cuántos son negros? —preguntó Tank.
—Dímelo tú. Ésa es una de las razones por las que quiero que veas la lista. Si no estás seguro, averígualo. Si conoces a alguno de los blancos, toma nota.
—Será un placer, Jake. ¿No será ilegal?
—No, pero no se lo digas a nadie. Necesito la lista el miércoles por la mañana.
—Tú mandas.
Tank se quedó con la lista y Jake emprendió el viaje de regreso a su despacho. Eran casi las diez. Ethel había mecanografiado la lista a partir de la copia facilitada por Harry Rex y se habían distribuido una docena de copias entre un grupo selecto de amigos de confianza: Lucien, Stan Atcavage, Tank, Dell del Coffee Shop, un abogado de Karaway llamado Roland Islom y algunos otros. Incluso Ozzie recibió una lista.
A menos de cinco kilómetros del local de Tank había una pequeña casa de campo blanca donde vivían Ethel y Bud Twitty desde hacía casi cuarenta años. Era una casa placentera, con recuerdos agradables de niños ahora ya crecidos y dispersos por el norte. El hijo retrasado, el que tanto se parecía a Lucien, por alguna razón vivía en Miami. Ahora la casa estaba más tranquila. Hacía años que Bud no trabajaba, desde su primer infarto en el setenta y cinco. Luego había tenido un síncope cardíaco seguido de otros dos infartos importantes y otros más benignos. Tenía los días contados y desde hacía mucho tiempo había aceptado el hecho de que, con toda probabilidad, le llegaría el definitivo que le causaría la muerte mientras desvainaba alubias en la terraza. Por lo menos eso era lo que esperaba.
El lunes por la noche desvainaba alubias en la terraza y escuchaba el partido de los Cardinals por la radio mientras Ethel trabajaba en la cocina. Al final del octavo tiempo, cuando bateaban los Cardinals con dos tantos de ventaja, oyó un ruido junto a la casa. Bajó el volumen de la radio. Probablemente no era más que un perro. Entonces oyó otro ruido. Se puso de pie y caminó hasta el extremo de la terraza. De pronto, un corpulento personaje vestido completamente de negro, con el rostro pintado de rojo, blanco y negro, emergió entre los matorrales, agarró a Bud y le tiró de la terraza. El grito angustiado de Bud no se oyó desde la cocina. Apareció un segundo individuo y entre ambos arrastraron al anciano hasta la escalera que conducía a la puerta principal. Uno le dobló el brazo a la espalda mientras el otro le daba puñetazos en su blanda barriga y en la cara. En pocos segundos quedó inconsciente.
Ethel oyó unos ruidos y corrió hacia la entrada. Un tercer miembro de la banda la sorprendió por detrás, le dobló el brazo a la espalda y le rodeó el cuello con fuerte brazo. No podía gritar, hablar ni moverse y, sujeta en la terraza, contemplaba horrorizada como un par de salvajes se ensañaban con su marido. En la acera, a tres metros de la violenta escena, había tres personajes de túnica blanca con adornos rojos y un largo capirote blanco y rojo que cubría sus rostros. Emergieron de la oscuridad para contemplar el espectáculo, como si fueran los reyes magos junto al pesebre.
Después de un largo y agonizante minuto, la paliza se hizo monótona.
—Basta —exclamó el encapuchado del centro.
Los tres terroristas vestidos de negro echaron a correr. Ethel bajó por la escalera y se agachó junto a su marido malherido. Los tres individuos de blanco desaparecieron.
Jake abandonó el hospital después de medianoche, cuando Bud seguía vivo pero los pronósticos eran pesimistas. Además de los huesos rotos, había padecido otro infarto. Ethel se puso histérica atribuyendo a Jake toda la culpa.
—¡Usted dijo que no corríamos peligro! —chilló—. ¡Dígaselo a mi marido! ¡Es todo culpa suya!
Jake había escuchado sus gritos y acusaciones avergonzado hasta que empezó a enfurecerse. Contempló a los amigos y parientes que llenaban la pequeña sala de espera. Todos le miraban fijamente. Sí, parecían decir: es todo culpa suya.