26

LA última resaca había tenido lugar en la facultad, hacía seis o siete años; no recordaba con precisión la fecha exacta. No recordaba la fecha, pero sí la jaqueca y el ardor en los ojos después de veladas inolvidables con el sabroso líquido castaño.

Supo inmediatamente que tenía problemas cuando abrió el ojo izquierdo. Los párpados del derecho estaban firmemente pegados entre sí, incapaces de separarse a no ser que los forzara con los dedos, y no se atrevía a moverse. Estaba acostado en el sofá de una habitación oscura, completamente vestido, zapatos incluidos, escuchando el martilleo en el interior de su cabeza y contemplando el ventilador del techo, que giraba lentamente. Sentía náuseas. Le dolía el cuello porque no tenía almohada. Le molestaban los pies a causa de los zapatos. Se le revolvía y estremecía el estómago, con el augurio de vomitar. La muerte habría sido bien recibida.

Jake tenía problemas con las resacas porque no lograba superarlas durmiendo. Cuando abría los ojos, despertaba su cerebro y el mundo comenzaba a girar de nuevo a su alrededor. Entonces, volvía a empezar el martilleo en sus sienes y era incapaz de dormirse. Nunca había sabido por qué. Sus compañeros de facultad lograban dormir varios días con resaca, pero no Jake. Nunca había podido dormir más de unas pocas horas después de vaciar la última lata o botella de cerveza.

¿Por qué?, se preguntaba siempre al día siguiente. ¿Por qué lo hacía? Una cerveza fría era refrescante. Tal vez dos o tres. ¿Pero diez, quince, o incluso veinte? Había perdido la cuenta. Después de la sexta, la cerveza perdía su sabor, y sólo seguía bebiendo por vicio y para emborracharse. Lucien había cooperado plenamente. Antes de oscurecer, había mandado a Sallie a la tienda en busca de una caja de Coors, por la que había pagado gustoso, para después alentar a Jake a que se la tomara. Habían sobrado algunas latas. Lucien tenía la culpa de lo ocurrido.

Levantó lentamente las piernas, una por una, y puso el pie izquierdo en el suelo. Se frotó suavemente las sienes, en vano. Respiró hondo, pero su corazón latía con rapidez, mandando más sangre al cerebro y alimentando el incesante martilleo en el interior de su cabeza. Tenía que tomar agua. Tenía la lengua hinchada y deshidratada, hasta el punto de que le resultaba más cómodo dejar la boca abierta, como un perro acalorado. ¿Por qué, diablos, por qué?

Con sumo cuidado, cautela y lentitud se puso de pie para dirigirse parsimoniosamente a la cocina. La luz era tenue e indirecta, pero penetraba en la oscuridad y le perforaba los ojos. Se los frotó e intentó limpiarlos con sus malolientes dedos. Bebió con lentitud un buen trago de agua caliente, dejando que se le cayera de la boca al suelo. No le importaba. Sallie lo limpiaría. Según el reloj de la cocina, eran las dos y media.

Después de coger ímpetu, cruzó, con dificultad pero en silencio, la sala de estar, frente al sofá sin almohada, y salió por la puerta. La entrada estaba llena de latas y botellas vacías. ¿Por qué?

Permaneció una hora sentado bajo la ducha caliente de su despacho, incapaz de moverse. Eso alivió un poco sus dolencias, pero no el violento torbellino de su cerebro. En una ocasión, en la facultad, había logrado arrastrarse de la cama al frigorífico en busca de una cerveza. Fue un alivio: se tomó otra y se sintió mucho mejor. Ahora lo recordaba sentado en la ducha y pensó que otra cerveza le haría vomitar.

Se tumbó, en calzoncillos, sobre la mesa de conferencias, e hizo todo lo posible para morirse. Tenía un buen seguro de vida. Dejarían su casa tranquila. Y un nuevo abogado se ocuparía del caso.

Faltaban nueve días para el juicio. El tiempo era escaso, apremiaba, y él acababa de perder un día con una descomunal resaca. Entonces pensó en Carla y aumentó el martilleo de su cabeza. Había procurado simular que estaba sobrio. Le dijo que él y Lucien habían pasado la tarde revisando casos de enajenación mental, y que habría llamado antes de no haber sido porque los teléfonos no funcionaban, por lo menos los de la casa de Lucien. Pero tenía la lengua espesa, el habla torpe, y ella sabía que estaba borracho. Estaba furiosa; con ira controlada. Sí, la casa seguía en pie. Eso fue lo único que ella creyó.

A las seis y media volvió a llamarla. Puede que le impresionara comprobar que, al alba, estaba ya en el despacho trabajando diligentemente. No fue así. Con enorme dolor y fortaleza, procuró parecer alegre, incluso eufórico. Carla no estaba impresionada.

—¿Cómo te sientes? —insistió ella.

—¡De maravilla! —respondió, con los ojos cerrados.

—¿A qué hora te acostaste?

—Inmediatamente después de llamarte —contestó, pensando en qué cama.

Carta no dijo nada.

—He llegado al despacho a las tres de la madrugada —agregó Jake con orgullo.

—¡A las tres!

—Sí, no podía dormir.

—Pero tampoco dormiste el jueves por la noche —dijo con cierto vestigio de preocupación dentro de la frialdad de su tono.

Jake se sintió mejor.

—Estoy bien. Puede que pase algunos días de esta semana y de la próxima en casa de Lucien. Tal vez sea más seguro.

—¿Y tu guardaespaldas?

—Sí, me han asignado a Nesbit. Está aparcado delante de la puerta, dormido en su coche.

Carla titubeó y Jake sintió que se deshelaba la línea.

—Estoy preocupada por ti —dijo cálidamente.

—No me ocurrirá nada, cariño. Te llamaré mañana. Tengo mucho que hacer.

Colgó el teléfono, corrió al retrete y vomitó de nuevo.

Alguien llamaba persistentemente a la puerta principal. Jake lo ignoró durante quince minutos, pero la persona en cuestión sabía que estaba allí y no dejaba de llamar.

—¿Quién es? —gritó en dirección a la calle asomándose al balcón.

La mujer salió de debajo del balcón y se apoyó contra el BMW negro, aparcado detrás del Saab. Tenía las manos hundidas en los bolsillos de sus ceñidos tejanos descoloridos. El sol del mediodía brillaba con fuerza y cegaba sus ojos al levantar la cabeza para mirar a Jake. También iluminaba su cabellera, de un pelirrojo dorado.

—¿Es usted Jake Brigance? —preguntó, al tiempo que se protegía los ojos con el antebrazo.

—Sí. ¿Qué desea?

—Tengo que hablar con usted.

—Estoy muy ocupado.

—Es muy importante.

—Usted no es cliente mía, ¿verdad? —dijo mientras admiraba su elegante figura, consciente de que no lo era.

—No. Sólo pretendo que me dedique cinco minutos.

Jake abrió la puerta y ella entró con toda tranquilidad, como si estuviera en su propia casa. Jake le estrechó vigorosamente la mano.

—Soy Ellen Roark.

—Encantado de conocerla —respondió Jake al tiempo que le indicaba una silla junto a la puerta—. Siéntese. ¿Una sílaba o dos? —agregó acomodándose sobre el escritorio de Ethel.

—¿Cómo dice? —preguntó con intrépido acento del nordeste suavizado por una prolongada estancia en el sur.

—¿Su nombre es Rork o Row Ark?

—R-o-a-r-k. Pronunciado Rork en Boston y Row Ark en Mississippi.

—¿Le importa que la llame Ellen?

—Se lo ruego. Con dos sílabas. ¿Puedo llamarle Jake?

—Por favor.

—Me alegro. No me apetecía hablarte de usted.

—¿De modo que eres de Boston?

—Sí, allí nací. Estudié en la universidad de Boston. Mi papá es Sheldon Roark, tristemente famoso como criminalista en Boston.

—No he tenido el placer de conocerlo. ¿A qué has venido a Mississippi?

—Estudio derecho en Ole Miss.

—¡Ole Miss! ¿Cómo has venido a parar aquí?

—Mi madre es de Natchez. Fue alumna de la universidad de Ole Miss antes de trasladarse a Nueva York, donde conoció a mi padre.

—Yo me casé con una alumna de la universidad de Ole Miss.

—Tienen una buena selección.

—¿Te apetece un café?

—No, gracias.

—Bien, y ahora que nos conocemos, ¿qué te trae a Clanton?

—Carl Lee Hailey.

—No me sorprende.

—Acabaré la carrera en diciembre y este verano estoy en Oxford para pasar el tiempo. Estudio derecho penal con Guthrie. Y me aburre.

—El loco de George Guthrie.

—Sí, sigue igual de loco.

—Me suspendió en derecho constitucional, el primer curso.

—Lo que me propongo es ayudarte en el caso.

Jake sonrió y se sentó en la silla giratoria de Ethel. La observó atentamente. Llevaba con elegante desenvoltura su camisa negra de cuello alto pulcramente planchada. Los contornos y sombras sutiles revelaban la existencia de un sano busto, sin sujetador. Su abundante cabellera ondulada descansaba a la perfección sobre sus hombros.

—¿Qué te hace suponer que necesito ayuda?

—Sé que trabajas solo y que no tienes ningún pasante.

—¿Cómo lo sabes?

Newsweek.

—Ah, claro. Maravillosa publicación. La foto no estaba mal, ¿no te parece?

—Parecías un poco melancólico, pero quedaba bien. Estás mejor en persona.

—¿Qué has traído como credenciales?

—Somos una familia de genios. Me licencié con matrícula de honor en Boston y ahora soy la segunda de mi promoción. El verano pasado pasé tres meses con la Liga de Defensa de Presos Sureños en Birmingham y trabajé como mensajera en siete juicios por asesinato. Vi cómo Elmer Wayne Doss moría en la silla eléctrica en Florida, y cómo Willie Ray Ash recibía una inyección letal en Texas. En mis horas libres en Ole Miss escribo informes para el ACLU, y trabajo en dos apelaciones de sentencias a muerte para un bufete de Spartanburg, en Carolina del Sur. Me crié en el bufete de mi padre y estaba familiarizada con la investigación jurídica antes de aprender a conducir. Le he visto defender a asesinos, violadores, estafadores, extorsionadores, terroristas, corruptores de menores, violadores de menores, asesinos de menores y menores que habían asesinado a sus padres. Trabajaba cuarenta horas semanales en su despacho cuando estaba en el instituto y cincuenta cuando ingresé en la universidad. Tiene dieciocho abogados en su bufete, todos muy listos y de mucho talento. Es un lugar extraordinario para la formación de abogados criminalistas, y he pasado allí catorce años. Tengo veinticinco y, cuando sea mayor, quiero convertirme en abogado criminalista radical como mi padre y consagrar mi gloriosa vida profesional a luchar contra la pena de muerte.

—¿Eso es todo?

—Mi padre es cochinamente rico y, aunque somos católicos irlandeses, soy hija única. Tengo más dinero que tú y, por consiguiente, trabajaré gratis. No tendrás que darme nada. Un pasante gratuito durante tres semanas. Me ocuparé de toda la investigación, mecanografiar y contestar el teléfono. Incluso te llevaré el maletín y prepararé el café.

—Me temía que quisieras convertirte en socio.

—No. Soy mujer y estoy en el sur. Sé ponerme en mi lugar.

—¿Por qué te interesa tanto este caso?

—Quiero estar en la sala. Me encantan los juicios por asesinato, los juicios importantes en los que hay una vida en juego y la presión es tan enorme que se respira en el ambiente. Cuando la sala está abarrotada y se toman grandes medidas de seguridad. Donde la mitad del público odia al acusado y a sus abogados y la otra mitad reza para que se salve. Me encanta. Y éste es el juicio de los juicios. No soy sureña y este lugar me parece desconcertante en el mejor de los casos, pero he llegado a quererlo de un modo perverso. Nunca tendrá sentido para mí, pero es fascinante. Las consecuencias raciales son enormes. El juicio de un padre negro por haber matado a dos blancos que violaron a su hija; mi padre dijo que se ocuparía del caso completamente gratis.

—Dile que se quede en Boston.

—Es el sueño de todo abogado criminalista. Sólo quiero estar presente. No molestaré, te lo prometo. Todo lo que te pido es que me dejes trabajar a la sombra y presenciar el juicio.

—El juez Noose detesta a las abogadas.

—Como todos los juristas sureños. Pero yo no soy abogada; sólo estudiante de derecho.

—Dejaré que seas tú quien se lo explique.

—De modo que he conseguido el trabajo.

Jake dejó de mirarla fijamente y respiró hondo. Una pequeña oleada de náuseas le recorrió el estómago y los pulmones, y le cortó la respiración. El martilleo había vuelto con furia y necesitaba estar cerca del lavabo.

—Sí, el trabajo es tuyo. Un poco de investigación gratuita no me vendrá mal. Estos casos son complicados, estoy seguro de que ya lo sabes.

—¿Cuándo empiezo? —sonrió con amabilidad y segura de sí misma.

—Ahora.

Jake le mostró rápidamente sus dependencias y la instaló en el cuarto de guerra del primer piso. Colocaron el sumario de Hailey sobre la mesa de conferencias y ella pasó una hora copiándolo.

A las dos y media, Jake despertó de una siesta en su sofá y bajó a la sala de conferencias. Ellen había sacado la mitad de los libros de sus estanterías y los tenía esparcidos sobre la mesa, con señales cada cincuenta páginas, más o menos. Estaba ocupada tomando notas.

—No está mal la biblioteca —dijo.

—Algunos de estos libros hace veinte años que no se utilizan.

—Lo he comprobado por el polvo.

—¿Tienes hambre?

—Sí. Estoy muerta de hambre.

—Hay un pequeño café a la vuelta de la esquina especializado en grasa y tortillas de maíz. Mi cuerpo me pide una dosis de grasa.

—Parece delicioso.

Caminaron hasta Claude’s, donde la clientela era escasa para un sábado por la tarde. No había ningún otro blanco en el local. Claude estaba ausente y el silencio era ensordecedor. Jake pidió una hamburguesa con queso, aros de cebolla y tres sobres para el dolor de cabeza.

—¿Tienes jaqueca? —preguntó Ellen.

—Una jaqueca terrible.

—¿Tensión?

—Resaca.

—¿Resaca? Creí que eras abstemio.

—¿De dónde los has sacado?

Newsweek. El artículo decía que eras un buen padre de familia, muy trabajador, presbiteriano devoto, que no probabas el alcohol y fumabas cigarros baratos. ¿No lo recuerdas? ¿Cómo puedes haberlo olvidado?

—¿Crees todo lo que lees?

—No.

—Me alegro, porque anoche cogí una gran borrachera y he pasado toda la mañana vomitando.

—¿Qué bebes? —preguntó, divertida, la estudiante.

—No bebo, ¿lo has olvidado? Por lo menos no lo hacía hasta anoche. Ésta ha sido mi primera resaca desde que estaba en la facultad, y espero que la última. Había olvidado lo terribles que son.

—¿Por qué beben tanto los abogados?

—Se acostumbran en la facultad. ¿Bebe tu padre?

—¿Bromeas? Somos católicos. Él es muy cauteloso.

—¿Bebes tú?

—Por supuesto, sin parar —respondió con orgullo.

—Entonces serás una buena abogada.

Jake mezcló cuidadosamente el contenido de los tres sobres en un vaso de agua helada y se lo tomó. Hizo una mueca y se secó los labios. Ella le miraba fijamente, con una sonrisa en los labios.

—¿Qué ha dicho tu esposa?

—¿Sobre qué?

—La resaca de un padre de familia tan devoto y religioso.

—No lo sabe. Me dejó ayer a primera hora de la mañana.

—Lo siento.

—Se ha trasladado a casa de sus padres hasta que el juicio haya terminado. Hace dos meses que recibimos llamadas y amenazas de muerte anónimas, y en la madrugada de anteayer colocaron dinamita bajo la ventana de nuestro dormitorio. La policía la descubrió a tiempo y cogió a los culpables, probablemente del Klan. Suficiente dinamita para derrumbar la casa y matarnos a todos. Fue un buen pretexto para emborracharse.

—Lo siento.

—El trabajo que has aceptado podría ser muy peligroso. Es preciso que lo sepas.

—He recibido amenazas en otras ocasiones. El verano pasado, en Dothan, Alabama, defendimos a dos adolescentes negros que sodomizaron y estrangularon a una anciana de ochenta años. Ningún abogado del Estado quiso hacerse cargo del caso y llamaron a la Liga. Llegamos a la ciudad como aves de mal agüero y nuestra mera presencia incitaba a la formación de grupos en las esquinas dispuestos a lincharnos. Nunca me he sentido tan odiada en mi vida. Nos ocultamos en un motel de otra ciudad, donde nos creíamos seguros, hasta que una noche me acorralaron dos individuos en el vestíbulo e intentaron secuestrarme.

—¿Qué ocurrió?

—Siempre llevo un treinta y ocho corto en el bolso y les convencí de que sabía cómo utilizarlo.

—¿Un treinta y ocho corto?

—Mi padre me lo regaló cuando cumplí los quince años. Tengo permiso de armas.

—Tu padre debe de ser un personaje de cuidado.

—Le han disparado varias veces. Se dedica a defender casos polémicos, de esos que uno lee en el periódico que escandalizan tanto al público que exige la ejecución inmediata del acusado sin juicio ni abogado. Ésos son sus casos predilectos. Le acompaña siempre un guardaespaldas.

—Qué emoción. También a mí. El mío se llama agente Nesbit y sería incapaz de darle a la pared de un granero con una escopeta de caza. Me lo asignaron ayer.

Llegó la comida. Ellen separó la cebolla y el tomate de su hamburguesa y le ofreció a Jake las patatas fritas. Partió la hamburguesa por la mitad y mordisqueó los bordes como un pajarito. La grasa caliente chorreaba al plato. Después de cada pequeño mordisco se secaba cuidadosamente los labios.

Tenía un rostro agradable y simpático, con una sonrisa amable que encubría esa superioridad pícara del ACLU, del ERA y del feminismo que Jake sabía que merodeaba cerca de la superficie. No llevaba maquillaje alguno en ningún lugar de su rostro. No lo necesitaba. No era hermosa, ni espectacular ni, evidentemente, se proponía serlo. Tenía la piel pálida de una pelirroja pero de aspecto sano, con siete u ocho pecas esparcidas alrededor de su pequeña nariz puntiaguda. Con cada frecuente sonrisa, sus labios se abrían maravillosamente y se formaban pequeños hoyuelos transitorios en sus mejillas. Sus sonrisas revelaban seguridad, reto y misterio. El verde metálico de sus ojos, de mirada fija y sin parpadear cuando hablaba, proyectaba un dulce furor.

Era un rostro inteligente y condenadamente atractivo.

Jake comía con tranquilidad su hamburguesa, procurando hacer caso omiso de su mirada. La pesada comida le estabilizó el estómago y, por primera vez en diez horas, comenzó a pensar que tal vez sobreviviría.

—En serio, ¿por qué elegiste Ole Miss? —preguntó Jake.

—Es una buena facultad de derecho.

—Yo estudié allí. Pero no suele atraer a los estudiantes del Nordeste, donde están las universidades de élite a las que mandamos a nuestros estudiantes aventajados.

—Mi padre odia a todos los abogados licenciados en las universidades de élite. Él era muy pobre y tuvo que hacer la carrera estudiando de noche. Toda su vida ha tenido que soportar la soberbia de los abogados ricos, eruditos e incompetentes. Ahora se ríe de ellos. Me dio libertad absoluta para elegir cualquier facultad de derecho en todo el país, pero me advirtió que si elegía una universidad de élite no me pagaría los estudios. Luego, está mi madre. Me crié con esas maravillosas historias sobre la vida en «el profundo Sur», y quise verlo por mí misma. Además, los estados del Sur parecen decididos a mantener la pena de muerte, de modo que creo que me quedaré aquí.

—¿Por qué te opones con tanta virulencia a la pena de muerte?

—¿No lo haces tú?

—No. Soy plenamente partidario de ella.

—¡Es increíble! ¡Y que eso lo afirme un defensor criminalista!

—Si de mí dependiera, se volverían a practicar ejecuciones públicas en la plaza del Juzgado.

—Espero que estés bromeando. Dime que bromeas.

—Hablo en serio.

Ellen dejó de masticar y de sonreír. Le brillaban ferozmente los ojos, en busca de algún signo de debilidad en el rostro de Jake.

—Hablas en serio.

—Muy en serio. El problema con la pena de muerte es que no se utiliza lo suficiente.

—¿Se lo has explicado al señor Hailey?

—El señor Hailey no merece la pena de muerte. Pero los dos individuos que violaron a su hija ciertamente la merecían.

—Comprendo. ¿Cómo decides quién la merece y quién no la merece?

—Es muy sencillo. No hay más que observar el crimen y observar al criminal. Si se trata de un narcotraficante que mata a balazos a un agente de la brigada de estupefacientes, merece la cámara de gas. Si un maleante viola a una niña de tres años, la ahoga hundiendo su pequeña cabeza en un charco de barro y arroja el cadáver al río desde algún puente, hay que arrebatarle la vida y dar gracias a Dios de que haya desaparecido. Si un reo fugado de la cárcel entra de noche en una casa, maltrata y tortura a una pareja de ancianos antes de incendiar la casa y la pareja muere abrasada, a ese individuo hay que sujetarlo a una silla, conectar unos cables, rezar por su alma y pulsar el interruptor. Y si se trata de un par de drogatas que violan repetidamente a una niña de diez años y la patean con sus botas de vaquero hasta romperle la mandíbula, se les encierra con alegría, gozo y felicidad en la cámara de gas para escuchar sus gemidos. Es muy sencillo.

—Es bárbaro.

—Lo bárbaro son sus crímenes. La muerte es demasiado buena para ellos, excesivamente bondadosa.

—¿Y si al señor Hailey le condenan y sentencian a la pena de muerte?

—En tal caso, estoy seguro de que pasaré los próximos diez años presentando recursos y luchando desesperadamente para salvarle la vida. Y si acabara en la silla eléctrica, estoy seguro de que me encontraría frente a la cárcel contigo, los jesuitas y otras cien almas caritativas entonando plegarias con velas en la mano. Y luego me encontraría con su viuda e hijos junto a su fosa, detrás de su iglesia, deseando no haberlo conocido.

—¿Has presenciado alguna ejecución?

—No, que yo recuerde.

—Yo he presenciado dos. Cambiarías de opinión si lo hicieras.

—De acuerdo. No lo haré.

—Es un espectáculo horrible.

—¿Estaban allí los parientes de las víctimas?

—Sí, en ambos casos.

—¿Estaban horrorizados? ¿Cambiaron de opinión? Claro que no. Aquello acabó con su pesadilla.

—Me sorprendes.

—Y a mí me desconcierta la gente como tú. ¿Por qué intentas salvar con tanto celo y dedicación a la gente que ha suplicado la vigencia de la pena de muerte y que jurídicamente la merece?

—¿Según qué jurisdicción? No la de Massachussetts.

—Vaya gracia. ¿Qué se puede esperar del único estado que apoyó a McGovern en mil novecientos setenta y dos? A vosotros siempre se os ha sintonizado con el resto del país.

Las hamburguesas estaban abandonadas sobre la mesa. Jake y Ellen habían levantado excesivamente la voz. Jake volvió la cabeza y comprobó que varias personas los miraban. Ellen sonrió de nuevo y cogió uno de sus aros de cebolla.

—¿Qué piensas del ACLU? —preguntó mientras masticaba.

—Supongo que llevas la tarjeta de socia en el bolso.

—Efectivamente.

—Entonces estás despedida.

—Me afilié a los dieciséis años.

—¿Por qué tan tarde? Debiste ser la última de los Scouts en hacerlo.

—¿Te inspira algún respeto la Declaración de Derechos Civiles?

—Adoro la Declaración de Derechos Civiles. Detesto a los jueces que la interpretan. Come.

Acabaron de comer en silencio, sin dejar de observarse atentamente. Jake pidió café y otros dos sobres para el dolor de cabeza.

—¿Entonces cómo nos proponemos ganar este caso? —preguntó Ellen.

—¿Nos proponemos?

—Todavía trabajo para ti, ¿no es cierto?

—Sí. Pero no olvides que yo soy el jefe y tú mi ayudante.

—Desde luego, jefe. ¿Cuál es tu estrategia?

—¿Cuál sería la tuya?

—Por lo que yo sé, nuestro cliente preparó cuidadosamente los asesinatos y les disparó a sangre fría seis días después de la violación. Parece que sabía exactamente lo que se hacía.

—Así es.

—Entonces no tenemos ninguna defensa. Creo que debería declararse culpable, procurar conseguirle cadena perpetua y evitar la cámara de gas.

—Eres una auténtica luchadora.

—Era sólo una broma. Enajenación mental es la única defensa posible. Y parece imposible demostrarla.

—¿Estás familiarizada con la sentencia de M’Naghten? —preguntó Jake.

—Sí. ¿Contamos con un psiquiatra?

—Más o menos. Declarará lo que le digamos que declare; en el supuesto, claro está, de que esté sobrio en el juicio. Una de tus tareas más difíciles como mi nueva ayudante consistirá en asegurarte de que esté sobrio en el juicio. No será fácil, créeme.

—Vivo para afrontar nuevos retos en la Audiencia.

—De acuerdo, Row Ark, coge una pluma. Aquí tienes una servilleta. Tu jefe está a punto de darte órdenes.

Empezó a tomar notas en la servilleta.

—Quiero un informe de los fallos del Tribunal Supremo de Mississippi en los últimos quince años basados en las decisiones de M’Naghten. Hay probablemente un centenar. Hay un caso famoso de 1976, «el Estado contra Hill», con una dura discrepancia de cinco a cuatro entre los jueces, en la que los discrepantes optaban por una definición más liberal de la enajenación mental. Procura que el informe sea breve, de menos de veinte páginas. ¿Sabes mecanografiar?

—Noventa palabras por minuto.

—Debí habérmelo imaginado. Me gustaría tenerlo el miércoles.

—Lo tendrás.

—Hay algunas pruebas que es preciso investigar. Viste las horrendas fotografías de los dos cadáveres. Noose suele permitir que el jurado vea la sangre, y yo preferiría evitarlo. Procura encontrar el modo.

—No será fácil.

—La violación es fundamental para la defensa. Quiero que el jurado conozca los detalles. Esto hay que investigarlo concienzudamente. Tengo dos o tres casos que puedes utilizar como punto de partida y creo que podremos demostrarle a Noose la relevancia de esta violación.

—De acuerdo. ¿Algo más?

—No lo sé. Cuando despierte mi cerebro se me ocurrirán otras cosas, pero eso bastará por ahora.

—¿Voy al despacho el lunes por la mañana?

—Sí, pero no antes de las nueve. Me gusta estar un rato a solas.

—¿Cómo debo vestir?

—Ahora tienes muy buen aspecto.

—¿Con vaqueros y sin calcetines?

—Tengo otra empleada, una secretaria llamada Ethel. Tiene sesenta y cuatro años, extenso perímetro torácico y, afortunadamente, usa sujetador. No estaría mal que tú también lo utilizaras.

—Lo pensaré.

—No necesito distracciones.