EL conciliábulo de Ford County se fundó a medianoche, jueves once de julio, en un pequeño prado junto al camino en algún lugar recóndito del bosque, en la zona septentrional del condado. Los seis neófitos estaban nerviosos frente a una gigantesca cruz en llamas, y repetían los extraños vocablos que pronunciaba un brujo. Un dragón y dos docenas de miembros del Klan, con sus túnicas blancas, observaban y cantaban en los momentos apropiados. Un silencioso guardia armado junto al camino observaba de vez en cuando la ceremonia pero, sobre todo, vigilaba para desalentar a cualquier intruso. No hubo ninguno.
Exactamente a medianoche, los seis se arrodillaron y cerraron los ojos cuando se colocaron ceremoniosamente las capuchas blancas sobre sus cabezas. Los seis que acababan de convertirse en miembros del Klan eran Freddie Cobb, hermano del difunto, Jerry Maples, Clifton Cobb, Ed Wilburn, Morris Lancaster y Terrell Grist. El gran dragón se acercó a cada uno de ellos y cantó sobre sus cabezas el sagrado juramento de la institución. Las llamas de la cruz abrasaban los rostros de los nuevos miembros arrodillados, que se asfixiaban bajo sus túnicas y capirotes. Con sus enrojecidos rostros empapados de sudor, rezaban fervorosamente para que el dragón se dejara de pamplinas y concluyera la ceremonia. Cuando cesaron los cánticos, los neófitos se levantaron y se alejaron rápidamente de la cruz. Recibieron el abrazo de sus nuevos hermanos, que les agarraron por los hombros y pronunciaron prístinos sortilegios junto a sus sudorosos cuellos. Después de quitarse sus gruesas capuchas, los miembros del Klan, tanto los nuevos como los antiguos, abandonaron altivamente el pequeño prado para dirigirse a una rústica cabaña al otro lado del sendero. El mismo guardia armado vigilaba la puerta mientras, en el interior, el whisky circulaba a discreción y se hacían planes para el juicio de Carl Lee Hailey.
El agente Pirtle hacía el turno de noche, de diez a seis, y había parado en un restaurante de la carretera del norte llamado Gurdy’s, que estaba abierto toda la noche, para tomar un café y comer un bocado, cuando oyó por la radio que requerían su presencia en la cárcel. Pasaban tres minutos de la medianoche, viernes de madrugada.
Pirtle dejó lo que estaba comiendo y condujo un par de kilómetros hacia el sur.
—¿Qué ocurre? —preguntó al agente de guardia.
—Hace unos minutos se ha recibido una llamada anónima de alguien que busca al sheriff. Le he dicho que el sheriff no estaba y ha respondido que hablaría con el oficial de guardia. Ése eres tú. Dice que es muy importante y que volverá a llamar dentro de quince minutos.
Pirtle se sirvió una taza de café y se acomodó en el enorme sillón de Ozzie. Sonó el teléfono.
—Es para ti —dijo el agente de guardia.
—Diga —respondió Pirtle.
—¿Quién es usted? —preguntó la voz.
—Joe Pirtle, ayudante del sheriff. ¿Con quién hablo?
—¿Dónde está el sheriff?
—Durmiendo, supongo.
—Bien, escúcheme y preste atención, porque esto es muy importante y no pienso volver a llamar. ¿Conoce a ese negro, Hailey?
—Sí.
—¿Conoce a su abogado, Brigance?
—Sí.
—Entonces, escúcheme. En algún momento entre ahora y las tres de la madrugada van a hacer volar su casa.
—¿Quién?
—Brigance.
—Sí, ¿pero quién va a hacer volar la casa?
—Eso no importa, agente, présteme atención. No es una broma y, si cree que lo es, quédese ahí sentado a la espera de que la casa vuele por los aires. Puede ocurrir en cualquier momento.
Se hizo un silencio, pero no colgó el teléfono. Pirtle seguía escuchando.
—¿Está usted ahí?
—Buenas noches, agente —dijo entonces, antes de colgar.
—¿Lo has oído? —preguntó Pirtle al agente de guardia.
—Por supuesto.
—Llama a Ozzie y dile que vaya a casa de Brigance. Yo me dirijo allí ahora.
Pirtle ocultó su coche patrulla en la entrada de una casa de Monroe Street y cruzó el jardín de la casa de Jake. No vio nada. Eran las doce cincuenta y cinco. Dio la vuelta a la casa con su linterna y no detectó nada extraño. Todas las casas de la calle estaban a oscuras y tranquilas. Aflojó la bombilla de la lámpara de la entrada y se sentó en una silla de mimbre, a la espera. El coche de importación, de aspecto estrambótico, estaba aparcado bajo la terraza junto al Oldsmobile. Decidió esperar a Ozzie antes de hablar con Jake.
Aparecieron unos faros al fondo de la calle. Pirtle se recostó en la silla, seguro de que no podían verle. Una camioneta roja se acercó conspicuamente a la casa de Brigance, pero no se detuvo. Se puso de pie y vio cómo se alejaba por la calle.
Al cabo de unos momentos, vio dos sombras que se acercaban corriendo desde la plaza. Desabrochó su pistolera y desenfundó su arma reglamentaria. El que iba en cabeza era más corpulento que el que le seguía, y parecía correr con mayor gracia y agilidad. Era Ozzie. El segundo era Nesbit. Pirtle se reunió con ellos en el jardín y se ocultaron al amparo de la oscuridad. Susurraban entre sí y vigilaban la calle.
—¿Qué ha dicho exactamente? —preguntó Ozzie.
—Ha dicho que alguien iba a volar la casa de Jake entre ahora y las tres de la madrugada, y que no era una broma.
—¿Eso es todo?
—Sí. No parecía que le apeteciera charlar.
—¿Cuánto hace que estás aquí?
—Veinte minutos.
—Dame la radio y ve a esconderte en el jardín posterior —le dijo Ozzie a Nesbit—. No hagas ruido y mantén los ojos bien abiertos.
Nesbit se dirigió a la parte trasera de la casa y encontró un pequeño agujero entre los matorrales, junto a la verja. Entró a gatas y se ocultó en los arbustos. Desde su escondite, veía toda la parte trasera de la casa.
—¿Vas a avisar a Jake? —preguntó Pirtle.
—Todavía no. Tal vez lo haremos dentro de unos minutos. Si llamamos a la puerta empezarán a encender luces y ahora sería contraproducente.
—Sí, ¿pero qué ocurrirá si Jake nos oye y empieza a disparar contra nosotros? Puede que nos tome por un par de negros que pretenden robar en su casa.
Ozzie vigilaba la calle sin decir palabra.
—Escúchame, Ozzie, ponte en su lugar. La policía ha rodeado tu casa a la una de la madrugada, a la espera de que alguien arroje una bomba. ¿Te quedarías durmiendo tranquilamente o preferirías saber lo que ocurre?
Ozzie estudió las casas lejanas.
—Escucha, sheriff, creo que debemos despertarlos. ¿Qué ocurrirá si no logramos impedirlo y hay algún herido en la casa? Nos culparán a nosotros, ¿no es cierto?
Ozzie se puso de pie y pulsó el botón del timbre.
—Afloja esta bombilla —dijo, al tiempo que señalaba la lámpara de la entrada.
—Ya lo he hecho.
Ozzie llamó de nuevo. Se abrió la puerta, apareció Jake y miró fijamente al sheriff. Llevaba un camisón arrugado que le cubría las rodillas y un revólver del treinta y ocho, cargado, en la mano.
—¿Qué ocurre, Ozzie?
—¿Puedo pasar?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—No te muevas de ahí —dijo Ozzie dirigiéndose a Pirtle—. Volveré dentro de un momento.
Ozzie cerró la puerta y apagó la luz del vestíbulo. Se sentaron en la sala de estar a oscuras, vigilando la entrada y el jardín.
—Empieza a hablar —dijo Jake.
—Hace aproximadamente media hora hemos recibido una llamada anónima, según la cual alguien se propone hacer volar tu casa entre ahora y las tres de la madrugada. Nos la hemos tomado en serio.
—Gracias.
—Tengo a Pirtle en la entrada y a Nesbit en el jardín posterior. Hace unos diez minutos, Pirtle ha visto una camioneta que parecía interesarse mucho por la casa, pero eso es todo.
—¿Habéis examinado los alrededores?
—Sí, nada. Todavía no han venido. Pero algo me dice que va en serio.
—¿Por qué?
—Sólo una corazonada.
Jake dejó el revólver sobre el sofá y se frotó las sienes.
—¿Qué crees que debemos hacer?
—Esperar. Es lo único que podemos hacer. ¿Tienes algún rifle?
—Tengo suficientes armas para invadir Cuba.
—¿Por qué no te vistes y las traes? Apuéstate junto a una de esas lindas ventanas del primer piso. Nosotros nos esconderemos fuera y esperaremos.
—¿Tienes bastantes hombres?
—Sí, creo que sólo serán uno o dos.
—¿Quiénes son?
—No lo sabemos. Podría tratarse del Klan, o de alguien que actúa por cuenta propia. ¿Quién sabe?
Estaban ambos meditabundos, con la mirada fija en la oscuridad de la calle. Veían la cabeza de Pirtle, recostado en la silla de mimbre junto a la ventana.
—¿Recuerdas, Jake, a aquellos tres defensores de los derechos civiles que el Klan asesinó en el sesenta y cuatro, cuyos cadáveres se hallaron sepultados en un dique en algún lugar de Philadelphia?
—Claro que lo recuerdo. Todavía era un niño, pero lo recuerdo.
—Nunca los habríamos encontrado de no haber sido porque alguien nos dijo dónde estaban. Ese alguien formaba parte del Klan. Un chivato. Al parecer, esto siempre ocurre en el Klan. Alguien desde el interior se chiva.
—¿Crees que se trata del Klan?
—Eso parece. Si sólo fueran uno o dos que actuaran por cuenta propia, ¿quién lo sabría? Cuanto más numeroso es el grupo, mayores las posibilidades de que alguien se vaya de la lengua.
—Parece lógico pero, por alguna razón, no me tranquiliza.
—Claro que también podría tratarse de una broma.
—No veo que nadie se ría.
—¿Vas a avisar a tu esposa?
—Sí. Será mejor que lo haga.
—Yo también lo haría. Pero no se te ocurra empezar a encender las luces. Podrías asustarlos.
—Ojalá.
—Pero yo prefiero capturarlos. Si no los cogemos ahora, volverán a intentarlo y puede que la próxima vez olviden llamarnos con antelación.
Carla se vistió apresuradamente en la oscuridad. Estaba aterrada. Jake acostó a Hanna en el sofá de la sala de estar, donde farfulló algo y volvió a quedarse dormida. Carla le sostenía la cabeza y miraba a Jake, que cargaba el rifle.
—Estaré arriba en el cuarto de los invitados. No enciendas ninguna luz. La policía tiene la casa rodeada, de modo que no tienes por qué preocuparte.
—¡Que no me preocupe! ¿Estás loco?
—Procura dormir.
—¡Dormir! Jake, debes de haber perdido el sentido.
No esperaron mucho. Desde su puesto estratégico entre los matorrales frente a la casa, Ozzie fue el primero en verlo: un personaje solitario, que se acercaba tranquilamente por la calle en dirección contraria a la plaza. Llevaba en las manos algún tipo de paquete o caja. A dos casas de distancia, abandonó la calle para cruzar los jardines de los vecinos. Ozzie desenfundó el revólver y la porra, y vio cómo avanzaba directamente hacia él. Jake le tenía en el punto de mira de su rifle de caza. Pirtle se deslizó como una serpiente por la terraza hasta situarse entre los matorrales, listo para el ataque.
De pronto, el personaje cruzó el césped de la casa contigua y llegó junto a la de Jake. Cuando acababa de colocar la caja bajo el dormitorio de Jake y dio media vuelta para huir corriendo, una enorme porra de madera negra descendió violentamente sobre el costado de su cabeza, partiendo en dos su oreja derecha cuyos fragmentos permanecían precariamente unidos a su cara. Dio un grito y cayó al suelo.
—¡Ya lo tengo! —exclamó Ozzie al tiempo que Pirtle y Nesbit se acercaban a la carrera.
Jake descendió sosegadamente por la escalera.
—Volveré dentro de un momento —le dijo a Carla.
Ozzie agarró al sospechoso por el cuello y lo sentó junto a la casa. Estaba consciente, pero aturdido. La caja se encontraba a pocos centímetros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ozzie.
El individuo refunfuñó y se llevó las manos a la cabeza, pero no respondió.
—Te he hecho una pregunta —dijo Ozzie, muy cerca del sospechoso.
Pirtle y Nesbit estaban a pocos metros, pistola en mano, demasiado asustados para hablar o moverse. Jake contemplaba fijamente la caja.
—No le diré nada —respondió.
Ozzie levantó la porra y le propinó un soberano golpe en el tobillo derecho. El ruido del hueso al fracturarse fue escalofriante.
Gimió y se agarró la pierna. Ozzie le dio un puntapié en la cara. Cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra la pared de la casa antes de contorsionarse con quejidos de dolor.
Jake se agachó, acercó el oído a la caja y retrocedió inmediatamente.
—Hace tictac —susurró.
Ozzie se volcó sobre el sospechoso y colocó suavemente la porra sobre su nariz.
—Voy a hacerte una última pregunta antes de romperte todos los huesos. ¿Qué hay en la caja?
Silencio.
Ozzie levantó la porra y le rompió el otro tobillo.
—¿Qué hay en la caja? —exclamó.
—¡Dinamita! —gimió angustiado.
A Pirtle se le cayó el revólver de las manos. A Nesbit se le subió la sangre a la cabeza y se apoyó contra el muro de la casa. Jake empalideció y le temblaron las rodillas.
—¡Coge las llaves del coche! —exclamó mientras entraba corriendo en su casa, dirigiéndose a Carla—. ¡Coge las llaves del coche!
—¿Para qué? —preguntó nerviosa.
—Haz lo que te digo. Coge las llaves y súbete al coche.
Cogió a Hanna en brazos, salió por la puerta de la cocina y colocó a la niña en el asiento trasero del Cutlass de Carla.
—Márchate y no vuelvas hasta dentro de treinta minutos.
—¿Qué ocurre, Jake? —preguntó.
—Te lo contaré luego. Ahora no hay tiempo. Márchate inmediatamente. Vete a dar vueltas hasta dentro de media hora. No te acerques a esta calle.
—¿Por qué, Jake? ¿Qué habéis encontrado?
—Dinamita.
Salió en retroceso y desapareció.
Cuando Jake regresó junto a la casa habían esposado la mano izquierda del sospechoso al contador del gas, al lado de la ventana. Gemía, farfullaba y echaba maldiciones. Ozzie levantó cuidadosamente la caja por el asa y la colocó con cautela entre las piernas del sospechoso. A continuación le dio un puntapié en cada tobillo para obligarle a abrir las piernas, y aumentó el volumen de sus quejidos. Ozzie, Jake y los agentes se retiraron lentamente y lo observaron. El sospechoso empezó a llorar.
—No sé cómo desarmarla —dijo entre dientes.
—Te conviene aprender cuanto antes —replicó Jake en un tono un poco más fuerte.
El sospechoso cerró los ojos y agachó la cabeza. Respiraba ruidosa y aceleradamente mientras se mordía el labio. Tenía la mandíbula y las cejas empapadas de sudor. Su oreja partida colgaba como una hoja en otoño.
—Necesito una linterna —dijo.
Pirtle se la entregó.
—He de utilizar ambas manos.
—Prueba con una sola —respondió Ozzie.
Acercó los dedos cuidadosamente a la cerradura y cerró los ojos.
—Larguémonos de aquí —dijo Ozzie.
Echaron a correr alrededor de la casa y se alejaron todo lo posible.
—¿Dónde está tu familia? —preguntó Ozzie.
—Han salido. ¿Le reconoces?
—No —respondió Ozzie.
—Nunca le había visto —agregó Nesbit.
Pirtle movió negativamente la cabeza.
Ozzie llamó a su despacho para que se pusieran en contacto con el agente Riley, experto autodidacta del condado en explosivos.
—¿Qué ocurrirá si se desmaya y estalla la bomba? —preguntó Jake.
—Supongo que tienes la casa asegurada, ¿no es cierto, Jake? —respondió Nesbit.
—No tiene ninguna gracia.
—Le daré cinco minutos —dijo Ozzie—, y luego, Pirtle puede ir a ver cómo se las arregla.
—¿Por qué yo?
—De acuerdo, que vaya Nesbit.
—Creo que debería ir Jake —dijo Nesbit—. Es su casa.
—Muy gracioso —replicó Jake.
Charlaban nerviosos para pasar el tiempo. Nesbit hizo otro comentario estúpido sobre el seguro.
—¡Silencio! —exclamó Jake—. He oído algo.
Quedaron paralizados. Al cabo de unos instantes, el sospechoso chilló de nuevo. Cruzaron corriendo el jardín y doblaron lentamente la esquina. La caja vacía había sido arrojada a unos metros de distancia y, junto al sospechoso, había una docena de cartuchos de dinamita cuidadosamente amontonados. Entre las piernas tenía un reloj redondo bastante grande con cables cubiertos de cinta aislante plateada.
—¿Está desarmada? —preguntó angustiosamente Ozzie.
—Sí —jadeó el sospechoso.
Ozzie se agachó y retiró el reloj con los cables, sin tocar la dinamita.
—¿Dónde están tus compañeros?
Silencio.
Desenfundó la porra y se le acercó.
—Voy a romperte las costillas una por una. Te lo preguntaré de nuevo. ¿Dónde están tus compañeros?
—Vete a la mierda.
Ozzie volvió la cabeza para echar una ojeada, no a Jake y a los agentes, sino a la casa de los vecinos. Al comprobar que todo estaba tranquilo, levantó la porra. El sospechoso tenía el brazo izquierdo sujeto al contador de gas, y Ozzie le golpeó bajo el sobaco. El individuo gimió y se contorsionó. Jake casi le compadeció.
—¿Dónde están? —preguntó Ozzie.
Ninguna respuesta.
Jake volvió la cabeza cuando el sheriff le propinaba otro porrazo.
—¿Dónde están?
Silencio.
Ozzie levantó nuevamente la porra.
—Pare… por favor, pare —suplicó el sospechoso.
—¿Dónde están?
—Por ahí. A un par de manzanas.
—¿Cuántos son?
—Sólo uno.
—¿Qué vehículo?
—Camioneta. GMC roja.
—A los coches —ordenó Ozzie.
Jake esperaba impaciente el regreso de su esposa junto a la entrada de su casa. A las dos y cuarto llegó lentamente y aparcó.
—¿Está Hanna dormida? —preguntó Jake al abrir la puerta.
—Sí.
—Bien. Déjala donde está. Vamos a salir dentro de unos minutos.
—¿Dónde vamos?
—Hablaremos dentro.
Jake sirvió el café y procuró actuar con tranquilidad. Carla estaba asustada, temblorosa y enojada, con lo que le resultaba difícil conservar la serenidad. Le contó lo de la bomba, el sospechoso, y el hecho de que Ozzie había ido en busca de su cómplice.
—Quiero que tú y Hanna os trasladéis a Wilmington y os quedéis en casa de tus padres hasta después del juicio —dijo Jake.
Carla fijó la mirada en el café y guardó silencio.
—Ya he llamado a tu padre y se lo he contado todo. Ellos también están asustados e insisten en que os quedéis con ellos hasta que todo haya terminado.
—¿Y si no quiero ir?
—Te lo ruego, Carla. ¿Cómo puedes discutir en un momento como éste?
—¿Y tú?
—Estaré bien. Ozzie me facilitará un guardaespaldas y vigilarán la casa día y noche. Algunos días dormiré en el despacho. No me ocurrirá nada, te lo prometo.
Ella no estaba convencida.
—Escúchame, Carla, tengo incontables preocupaciones en este momento. Tengo un cliente que se enfrenta a la perspectiva de que lo manden a la cámara de gas, y su juicio se celebrará dentro de diez días. No puedo perderlo. Trabajaré día y noche desde ahora hasta el día veintidós y, cuando el juicio empiece, aunque estuvieras aquí no me verías. Lo último que necesito ahora es tenerme que preocupar de ti y de Hanna. Por favor, marchaos.
—Iban a matarnos, Jake. Han intentado asesinarnos.
Jake no podía negarlo.
—Prometiste retirarte del caso si el peligro llegaba a ser excesivo.
—Es imposible. Noose no permitiría que me retirara con el proceso tan avanzado.
—Me siento traicionada.
—No es justo. Creo que subestimé el caso y ahora es demasiado tarde.
Carla se dirigió al dormitorio y empezó a hacer la maleta.
—El avión sale de Memphis a las seis y media. Tu padre os esperará en el aeropuerto de Raleigh a las nueve y media.
—Sí, señor.
Al cabo de quince minutos salieron de Clanton. Jake conducía sin que Carla le prestara atención alguna. A las cinco, desayunaron en el aeropuerto de Memphis. Hanna tenía sueño, pero estaba emocionada porque iba a ver a sus abuelos. Carla apenas hablaba. Tenía mucho que decir, pero por norma nunca discutían delante de Hanna. Comió en silencio, se tomó su café y observó a su marido, que leía tranquilamente el periódico, como si nada hubiera ocurrido.
Jake les dio un beso de despedida y prometió llamarlas todos los días. El avión salió a la hora en punto. A las siete y media estaba en el despacho de Ozzie.
—¿Quién es? —le preguntó al sheriff.
—Ni idea. No llevaba cartera ni identificación de ningún tipo. Y no habla.
—¿Nadie le ha reconocido?
—El caso, Jake, es que ahora no es fácil que se le reconozca —respondió Ozzie después de unos momentos de reflexión—. Lleva la cara cubierta de vendajes.
—¿No te andas con bromas, eh, grandullón? —sonrió Jake.
—Sólo cuando es indispensable. No oí que te quejaras.
—Todo lo contrario, estaba dispuesto a colaborar. ¿Y su compañero?
—Le encontramos dormido en una GMC roja, a un kilómetro de tu casa. Terrell Grist. Un fanático local. Vive cerca de Lake Village. Creó que es amigo de la familia Cobb.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Jake, después de repetir varias veces el nombre—. ¿Dónde está?
—En el hospital. En la misma habitación que su compañero.
—Santo cielo, Ozzie, ¿también le has roto las piernas?
—Jake, amigo mío, se ha resistido a la autoridad. Nos hemos visto obligados a utilizar la fuerza. Luego hemos tenido que interrogarlo. No estaba dispuesto a cooperar.
—¿Qué ha dicho?
—No mucho. No sabe nada. Estoy convencido de que no conoce al individuo de la dinamita.
—¿Quieres decir que han traído a un profesional?
—Podría ser. Riley ha examinado los cartuchos y el temporizador, y dice que es bastante profesional. Nunca os habríamos encontrado a ti, a tu esposa, ni a tu hija. Probablemente tampoco habríamos encontrado la casa. Habría estallado a las dos. De no haber sido por el chivatazo, estarías muerto, Jake. Y también tu familia.
Jake se sintió mareado y se sentó en el sofá. Reaccionó como si acabaran de darle una patada en los testículos. Poco le faltó para tener un ataque de diarrea, y sintió náuseas.
—¿Has acompañado a tu familia al aeropuerto?
—Sí —susurró.
—Voy a asignarte a un agente para que te proteja día y noche. ¿Tienes alguna preferencia?
—Ninguna.
—¿Qué te parece Nesbit?
—Muy bien. Gracias.
—Otra cosa. ¿Supongo que prefieres que no se hable de lo sucedido?
—A ser posible. ¿Quién lo sabe?
—Sólo yo y los agentes. Creo que podemos evitar que se divulgue hasta después del juicio, pero no puedo garantizártelo.
—Lo comprendo. Haz lo que puedas.
—Lo haré.
—Lo sé, Ozzie. Te lo agradezco.
Jake se fue a su despacho, preparó un café y se acostó en el sofá. Quería dormir un poco, pero le resultaba imposible. A pesar de que le ardían los ojos, no podía cerrarlos y se dedicaba a contemplar el ventilador del techo.
—Señor Brigance —dijo la voz de Ethel por el intercomunicador.
Silencio.
—¡Señor Brigance!
En algún lugar recóndito de su subconsciente, Jake oyó que alguien le llamaba y se incorporó de repente.
—¡Sí! —exclamó.
—El juez Noose al teléfono.
—De acuerdo, de acuerdo —farfulló mientras se dirigía a su escritorio.
Consultó su reloj. Las nueve de la mañana. Había dormido una hora.
—Buenos días, señor juez —dijo alegremente Jake, como si estuviera despierto y concentrado.
—Buenos días, Jake. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, señor juez. Muy ocupado preparando el gran juicio.
—Eso suponía. Dígame, Jake, ¿qué tiene previsto para hoy?
Qué día es hoy, pensó, antes de coger su agenda.
—Sólo papeleo.
—Bien. Me gustaría almorzar con usted en mi casa. Digamos alrededor de las once y media.
—Encantado, señor juez. ¿Qué se celebra?
—Quiero hablar del caso Hailey.
—Muy bien, señor juez. Nos veremos a las once y media.
Noose vivía en una mansión de antes de la guerra, situada en Chester, cerca de la plaza mayor. La casa había pertenecido a la familia de su esposa desde hacía más de un siglo y, a pesar de que necesitaba algunas reparaciones, estaba en buenas condiciones. Jake no había estado nunca como invitado en la casa, ni conocía a la señora Noose, pero había oído decir que era una esnob de sangre azul cuya familia había tenido mucho dinero, pero lo había perdido. Era tan poco atractiva como Ichabod, y Jake se preguntó qué aspecto tendrían los hijos. Hizo gala de sus buenos modales cuando recibió a Jake en la puerta y charló de cosas superficiales mientras le acompañaba al jardín, donde su señoría tomaba té helado al tiempo que repasaba la correspondencia. Una sirvienta preparaba una pequeña mesa cerca de allí.
—Me alegro mucho de verle, Jake —dijo afectuosamente Ichabod—. Agradezco que haya venido.
—Es un placer, señor juez. Tiene una casa encantadora.
Hablaron del juicio de Hailey mientras tomaban una sopa y unos bocadillos de pollo y ensalada. Parecía cansado, como si el caso fuera ya excesivo para él. Sorprendió a Jake con la admisión de que detestaba a Buckley. Jake confesó que compartía sus sentimientos.
—Jake, estoy perplejo ante la solicitud de cambio de lugar para la celebración del juicio —declaró el juez—. He estudiado su informe y el de Buckley y he investigado también por mi cuenta. Es una cuestión muy delicada. La semana pasada asistí a una asamblea de jueces en la Costa del Golfo y tomé unas copas con el juez Denton, del Tribunal Supremo. Estuvimos juntos en la facultad y fuimos colegas en el senado estatal. Somos íntimos amigos. Él es del condado de Dupree, en el sur de Mississippi, y dice que allí todo el mundo habla del caso. La gente le pregunta por la calle qué decidirá si el caso acaba ante el tribunal de apelación. Todo el mundo tiene una opinión formada, y eso se encuentra a más de seiscientos kilómetros. En el supuesto de que acepte que cambiemos de lugar, ¿dónde vamos? No podemos salir del Estado y estoy convencido de que no sólo todo el mundo ha oído hablar de su cliente, sino que ya le ha prejuzgado. ¿No está de acuerdo?
—El caso es que ha habido mucha publicidad —respondió cautelosamente Jake.
—Hable sin tapujos, Jake. No estamos en el Juzgado. Para eso le he pedido que viniera aquí. Quiero saber lo que piensa. Ya sé que ha habido mucha publicidad. ¿Adónde trasladamos el juicio, si lo hacemos?
—¿Qué le parece el delta?
—¿Le gustaría, no es cierto? —sonrió Noose.
—Por supuesto. Allí podríamos elegir un buen jurado, que comprendiera realmente lo que está en juego.
—Claro, y que fuera medio negro.
—No se me había ocurrido.
—¿Cree sinceramente que aquella gente no habrá prejuzgado al acusado?
—Supongo que sí.
—¿Entonces adónde vamos?
—¿Hizo alguna sugerencia el juez Denton?
—En realidad, no. Hablamos de la reticencia tradicional del tribunal a trasladar el juicio, excepto en los casos de mayor gravedad. Es un difícil dilema, con un crimen famoso que despierta pasiones, tanto en pro como contra el acusado. Actualmente, con la prensa y la televisión, estos crímenes se convierten inmediatamente en noticia y todo el mundo conoce los detalles mucho antes del juicio. Y este caso los supera a todos. Incluso Denton admitió que nunca había visto un caso con tanta publicidad, y afirmó que sería imposible encontrar un jurado ecuánime e imparcial en cualquier lugar de Mississippi. Supongamos que se celebre en Ford County y que condenan a su cliente. Entonces, usted apela alegando que el juicio debería haberse celebrado en otro lugar. Denton indicó que simpatizaría con mi decisión de no trasladarlo. Cree que la mayoría del tribunal corroboraría el fallo. Evidentemente, no existe ninguna garantía de ello, y lo hablamos entre copa y copa. ¿Le apetece tomar algo?
—No, gracias.
—No veo ninguna razón para que el juicio no se celebre en Clanton. Si lo trasladáramos, creo que nos engañaríamos al suponer que podemos encontrar a doce personas sin prejuicios respecto a la culpabilidad de Hailey.
—Parece, señor juez, que ya ha tomado una decisión.
—Efectivamente. No vamos a trasladar el caso. El juicio se celebrará en Clanton. No me satisface la idea, pero no veo ninguna razón para trasladarlo. Además, me gusta Clanton. Está cerca de mi casa y el aire acondicionado funciona en la Audiencia —dijo el juez mientras extendía el brazo para coger una carpeta, de la que sacó un sobre—. Jake, aquí tiene una orden fechada hoy en la que se niega su solicitud de trasladar el juicio. Le he mandado una copia a Buckley y hay otra para usted. Éste es el original y le agradecería que se lo entregara al secretario en Clanton.
—Con mucho gusto.
—Espero haber tomado la decisión correcta. No ha sido nada fácil.
—Es un trabajo difícil —comentó Jake, procurando ser comprensivo.
Noose llamó a una sirvienta y pidió una ginebra con tónica. Insistió en que Jake admirara sus rosales y pasaron una hora paseando por el extenso jardín de su señoría. Jake pensaba en Carla, en Hanna, en su casa y en la dinamita, pero se interesó cortésmente por la pericia jardinera de Ichabod.
Los viernes por la tarde le recordaban a Jake la facultad cuando, según el tiempo, se reunía con sus amigos en su bar predilecto de Oxford para tomar alegremente unas cervezas y hablar de sus nuevas teorías jurídicas o maldecir a sus insolentes, soberbios y aterradores profesores o, si hacía sol y calor, cargar la cerveza en el utilitario escarabajo descapotable de Jake y trasladarse al lago Sardis, donde sus compañeras de facultad embadurnaban sus hermosos y bronceados cuerpos, sudaban al sol, y hacían caso omiso de los piropos de sus embriagados compañeros. Echaba de menos aquellos días inocentes. Odiaba la Facultad de Derecho, como todo estudiante de sentido común, pero echaba de menos a los amigos y los buenos ratos, especialmente los viernes. Echaba de menos la vida relajada, aunque a veces la presión le había parecido intolerable, especialmente en el primer curso, cuando los profesores eran más abusivos de lo habitual. Echaba de menos estar sin blanca porque, cuando no tenía nada, tampoco debía nada, y la mayoría de sus compañeros estaban en la misma situación. Ahora que ganaba dinero, estaba permanentemente preocupado por la hipoteca, los gastos generales, las tarjetas de crédito y por alcanzar el sueño americano de hacerse rico. No adinerado, sólo modestamente rico. Echaba de menos el Volkswagen porque había sido su primer coche, que había recibido como regalo al terminar el bachillerato y que, al contrario del Saab, estaba pagado. Echaba de menos ser soltero ocasionalmente, aunque era feliz en su matrimonio. Y echaba de menos la cerveza en vaso, lata o botella. No importaba. Había sido un bebedor social; sólo lo hacía en compañía de sus amigos, con los que pasaba todo el tiempo posible. No bebía todos los días en la facultad, y raramente se emborrachaba. Pero hubo algunas resacas dolorosas y memorables.
Entonces había aparecido Carla. La había conocido al principio de su último semestre y, al cabo de seis meses, estaban casados. Era hermosa y eso fue lo que le llamó la atención. Era discreta y, al principio, un poco esnob, como la mayoría de las estudiantes adineradas de Ole Miss. Pero descubrió que era cariñosa, dócil e insegura. Nunca comprendió cómo una chica tan hermosa como Carla podía sentirse insegura. Era una de las mejores estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, sin otra intención que la de trabajar unos años como maestra de escuela. Su familia tenía dinero y su madre nunca había trabajado. A Jake le gustó lo del dinero de la familia y el hecho de que no tuviera ambiciones profesionales. Quería una esposa dispuesta a quedarse en casa, mantenerse atractiva, tener hijos y que no quisiera llevar los pantalones. Fue un amor a primera vista.
Pero a ella le molestaba la bebida, cualquier tipo de bebida. Su padre había sido un gran bebedor cuando era niña, y tenía recuerdos desagradables. Jake dejó de beber durante el último semestre, y perdió seis kilos. Era muy apuesto, se sentía de maravilla y estaba locamente enamorado. Pero echaba de menos la cerveza.
Había una tienda de ultramarinos a pocos kilómetros de Chester, con un cartel de Coors en la ventana. Coors había sido su cerveza predilecta en la facultad, aunque en aquella época no se vendía al este del río. Era algo especial en Ole Miss y el contrabando de Coors era un buen negocio en el campus. Ahora que se vendía por todas partes, la mayoría de la gente volvía a beber Budweiser.
Era viernes y hacía calor. Carla estaba a mil trescientos kilómetros. No le apetecía regresar al despacho y lo que tuviera que hacer podía esperar a mañana. Algún loco había intentado asesinar a su familia y eliminar un edificio del Registro Nacional de lugares de interés histórico. Faltaban diez días para el mayor juicio de su carrera. No estaba preparado y la presión era cada vez mayor. Acababa de serle denegada su solicitud más crítica del proceso. Y tenía sed. Paró y compró un paquete de media docena de Coors.
Tardó casi dos horas en recorrer los cien kilómetros desde Chester hasta Clanton. Disfrutaba de la diversión del paisaje y de la cerveza. Paró dos veces para ir al lavabo y una para comprar otras seis cervezas. Se sentía de maravilla.
Sólo había un lugar a donde ir en su estado. No a su casa, ni al despacho ni, con toda seguridad, tampoco a la Audiencia para archivar la maldita orden de Ichabod. Aparcó el Saab detrás del destartalado Porsche y se acercó a la puerta de la casa con una cerveza fresca en la mano. Como de costumbre, Lucien se mecía suavemente en la terraza mientras bebía y leía un tratado sobre la defensa por enajenación mental. Cerró el libro y, al ver la cerveza, sonrió a su antiguo socio. Jake apenas le devolvió la sonrisa.
—¿Qué se celebra, Jake?
—Nada en particular. Simplemente, tenía sed.
—Comprendo. ¿Y tu esposa?
—Ella no me da órdenes. Soy mi propio jefe. Yo tomo mis decisiones. Si me apetece una cerveza, me la tomo y ella no tiene por qué decirme nada —respondió Jake antes de tomar un trago.
—Debe de haber salido de la ciudad.
—Está en Carolina del Norte.
—¿Cuándo se ha marchado?
—A las seis de esta mañana. Ella y Hanna han cogido un avión en Memphis. Se quedarán en casa de sus padres, en Wilmington, hasta que haya terminado el juicio. Tienen una hermosa casita en la playa, donde pasan las vacaciones.
—Se ha marchado esta mañana y, a media tarde, ya estás borracho.
—No estoy borracho —protestó Jake—, todavía.
—¿Desde cuándo estás bebiendo?
—Hace un par de horas. He comprado un paquete de seis al salir de casa de Noose, alrededor de la una y media. ¿Y tú desde cuándo estás bebiendo?
—Suelo empezar durante el desayuno. ¿Qué hacías en su casa?
—Hemos hablado del juicio durante el almuerzo. Ha denegado la solicitud de trasladar el juicio a otra localidad.
—¿Cómo?
—Lo que oyes. El juicio se celebrará en Clanton.
Lucien se sirvió una copa y removió el hielo.
—¡Sallie! —llamó—. ¿Ha dado alguna razón? —agregó.
—Sí. Dice que sería imposible encontrar jurados en cualquier lugar que no hubieran oído hablar del caso.
—Te lo advertí. Es una buena razón de sentido común para no trasladar el juicio, pero muy pobre desde el punto de vista jurídico. Noose comete un error.
Sallie apareció con otra copa y se llevó la cerveza de Jake al frigorífico. Lucien tomó un sorbo y chasqueó los labios. Se secó la boca con el brazo y tomó otro trago.
—¿Te das cuenta de lo que eso significa? —preguntó.
—Por supuesto. Un jurado compuesto exclusivamente de blancos.
—Y, además, una revocación de la apelación si se le condena.
—No estés demasiado seguro. Noose ya ha consultado con el Tribunal Supremo. Cree que le apoyarán si se cuestiona su decisión. Se considera en terreno seguro.
—Es un imbécil. Podría mostrarle veinte casos que indican la necesidad de trasladar el juicio. Creo que tiene miedo.
—¿Por qué tendría que tenerlo?
—Está bajo presión.
—¿Por parte de quién?
Lucien admiró el líquido dorado de su vaso y removió el hielo con el dedo. Sonrió como si supiera algo que no revelaría si no se le suplicaba.
—¿Por parte de quién? —preguntó de nuevo Jake mientras miraba fijamente a su amigo con unos ojos brillantes e irritados.
—Buckley —respondió afectadamente Lucien.
—Buckley —repitió Jake—. No lo entiendo.
—Sabía que no lo harías.
—¿Te importaría explicármelo?
—Supongo que podría hacerlo. Pero no debes contárselo a nadie. Es sumamente confidencial. Procede de buenas fuentes.
—¿Quién?
—No puedo decírtelo.
—¿Quiénes son las fuentes? —insistió Jake.
—Ya te he dicho que no puedo revelarlo. No te lo diré. ¿De acuerdo?
—¿Cómo puede Buckley presionar a Noose?
—Si me escuchas te lo contaré.
—Buckley no tiene ninguna influencia sobre Noose. Noose le detesta. Él mismo me lo ha dicho mientras comíamos.
—Lo sé.
—¿Entonces cómo puedes decir que Noose se siente presionado por Buckley?
—Si cierras la boca te lo contaré.
Jake vació una cerveza y llamó a Sallie.
—Sabes lo traicionero que es Buckley y cómo se prostituye por la política.
Jake asintió.
—Sabes lo desesperado que está por ganar este juicio. Si gana, cree que habrá lanzado su campaña para ser elegido fiscal general.
—Gobernador —dijo Jake.
—Lo que sea. El caso es que es muy ambicioso, ¿no es cierto?
—Sin lugar a dudas.
—Pues bien, ha utilizado contactos políticos a lo largo y ancho de la región para que llamaran a Noose y le sugiriesen que el juicio debía celebrarse en Ford County. Algunos le han hablado a Noose sin ningún tapujo. Por ejemplo, le han dicho que, si trasladaba el juicio, no le votarían en las próximas elecciones. Pero que si lo dejaba en Clanton procurarían que saliera reelegido.
—No puedo creerlo.
—De acuerdo. Pero es cierto.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo fuentes.
—¿Quién le ha llamado?
—Te daré un ejemplo. ¿Recuerdas a aquel canalla que solía ser sheriff de Van Buren County? ¿Motley? Fue detenido por el FBI, pero ahora está de nuevo en libertad. Sigue siendo muy popular en el condado.
—Sí, le recuerdo.
—Sé con toda seguridad que visitó a Noose en su casa con un par de acompañantes para sugerirle con métodos muy persuasivos que dejara el juicio donde estaba. Buckley era quien lo había planeado.
—¿Qué respondió Noose?
—Hubo muchas voces. Motley le dijo a Noose que no obtendría ni cincuenta votos en Van Buren County en las próximas elecciones. Le prometió que su personal se ocuparía de las mesas electorales, atosigarían a los negros y falsificarían los votos de los ausentes, todo lo cual es habitual en Van Buren County. Y Noose lo sabe.
—¿Por qué debería preocuparle?
—No seas estúpido, Jake. Es un anciano y lo único que puede hacer es seguir como juez. ¿Te lo imaginas abriendo un bufete? Gana sesenta mil anuales y se moriría de hambre si perdiera las elecciones. Les ocurre a la mayoría de los jueces. Debe conservar el cargo. Buckley lo sabe y se dedica a hablar con los fanáticos de la región para excitarlos, contarles que ese asqueroso negro podría ser declarado inocente si se trasladara el juicio a otra localidad y sugerirles que presionen al juez. De ahí que Noose se sienta apremiado.
Bebieron unos minutos en silencio mientras se columpiaban suavemente en las altas mecedoras de madera. La cerveza estaba deliciosa.
—Hay más —dijo Lucien.
—¿Sobre qué?
—Noose.
—¿De qué se trata?
—Ha recibido algunas amenazas. No políticas, sino de muerte. Tengo entendido que está muerto de miedo. Ha ordenado que la policía vigile su casa. Y ahora va armado.
—Sé lo que se siente —susurró Jake.
—Claro, ya me he enterado.
—¿Enterado de qué?
—De la dinamita. ¿Quién es?
Jake quedó atónito. Miró fijamente a Lucien sin poder decir palabra.
—No me lo preguntes. Tengo contactos. ¿Quién es?
—Nadie lo sabe.
—Parece tratarse de un profesional.
—Gracias.
—Puedes quedarte aquí con mucho gusto. Tengo cinco dormitorios.
El sol se había puesto a las ocho y cuarto cuando Ozzie aparcó su coche patrulla detrás del Saab, que seguía detrás del Porsche. Se acercó al pie de la escalera que conducía a la terraza frontal. Lucien fue el primero en verle.
—Hola, sheriff —intentó decir con la lengua pastosa y pegajosa.
—Buenas noches, Lucien. ¿Dónde está Jake?
Lucien señaló el fondo de la terraza, donde Jake estaba desparramado sobre el columpio.
—Se está echando una siesta —aclaró Lucien.
Ozzie cruzó el suelo de madera crujiente y contempló el cuerpo comatoso que roncaba pacíficamente. Le golpeó suavemente en el costado. Jake abrió los ojos e intentó desesperadamente incorporarse.
—Carla ha llamado a mi despacho preguntando por ti. Está muy preocupada. Ha estado llamando toda la tarde y no ha logrado localizarte. Nadie te ha visto. Cree que estás muerto.
Jake se frotó los ojos mientras el columpio se mecía suavemente.
—Dile que no estoy muerto. Dile que la llamaré mañana. Díselo, Ozzie, por favor, díselo.
—Ni lo sueñes, amigo. Ya eres mayorcito. Llama y díselo tú mismo —respondió Ozzie cuando ya se alejaba, malhumorado.
Jake hizo un esfuerzo para ponerse de pie y entró en la casa.
—¿Dónde está el teléfono? —gritó a Sallie.
Mientras marcaba el número, oía cómo Lucien se reía incontrolablemente en la terraza.