EL reverendo Agee miró por la rendija de una de las enormes vidrieras de su iglesia y observó con satisfacción la llegada de los impecables Cadillacs y Lincolns poco antes de las cinco de la tarde del domingo. Había convocado una reunión del consejo con el fin de analizar la situación del caso Hailey, elaborar una estrategia para las últimas tres semanas antes del juicio y hacer los preparativos necesarios para la llegada de los abogados del NAACP. Las colectas semanales habían funcionado satisfactoriamente; se habían reunido más de siete mil dólares por todo el condado y el reverendo había depositado casi seis mil en una cuenta especial para el Fondo de Defensa Legal de Carl Lee Hailey. No se había entregado nada a la familia. Agee esperaba a que el NAACP le indicara cómo gastar el dinero, la mayoría del cual debía dedicarse, en su opinión, al fondo de defensa. Las hermanas de la parroquia podían alimentar a la familia, si llegaba a pasar hambre. El dinero se necesitaba para otras cosas.
El consejo hablaba de formas de recaudar fondos. No era fácil obtener dinero de los pobres, pero el tema era candente, el momento propicio y, si no lo recaudaban ahora, nunca lo harían. Aceptaron reunirse al día siguiente en la iglesia de Springdale, en Clanton. Esperaban la llegada del personal del NAACP por la mañana. Nada de prensa; se trataba de una reunión de trabajo.
Norman Reinfeld tenía treinta años y era un genio del derecho penal, único hasta entonces que, habiéndose licenciado en la Facultad de Derecho de Harvard a los veintiún años, había rechazado a continuación una generosa oferta de trabajo en el prestigioso bufete de su padre y su abuelo en Wall Street para trabajar en su lugar para el NAACP y dedicarse a luchar encarnizadamente con el propósito de salvar de la horca a los negros sureños. Hacía muy bien su trabajo, pero con escaso éxito, aunque no por culpa suya. La mayoría de los negros sureños —como la mayoría de los blancos sureños— con la perspectiva de acabar en la cámara de gas, merecían la cámara de gas. Sin embargo, Reinfeld y su equipo de especialistas en penas capitales ganaban un buen número de casos, e incluso cuando perdían solían mantener vivos a sus defendidos con un inagotable sinfín de recursos y apelaciones. Entre sus antiguos clientes, cuatro habían sido ejecutados en la cámara de gas, en la silla eléctrica o con una inyección letal, y eso era demasiado para Reinfeld. Los había visto morir a todos ellos y, con cada ejecución, renovaba su voto de quebrantar cualquier ley, violar cualquier ética, desacatar a cualquier tribunal, desobedecer a cualquier juez, hacer caso omiso de cualquier mandato o hacer lo que fuera necesario para impedir que un ser humano acabase legalmente con la vida de otro. No le preocupaban demasiado las muertes ilegales de seres humanos, como las perpetradas con crueldad y alevosía por sus clientes. No formaba parte de su trabajo reflexionar sobre dichas muertes, y no lo hacía. En su lugar, descargaba su ira y celo justiciero contra las matanzas legales.
Raramente dormía más de tres horas por noche. No era fácil dormir con treinta y un clientes condenados a muerte, diecisiete pendientes de juicio y ocho engreídos abogados a los que supervisar. Tenía treinta años y aparentaba cuarenta y cinco. Era viejo, agresivo y malhumorado. Normalmente, habría estado demasiado ocupado para asistir a una reunión local de pastores negros en Clanton, Mississippi. Pero éste no era un caso normal. Se trataba de Hailey. El vengador. El padre empujado a desquitarse. El caso penal más famoso del país en aquel momento. Esto era Mississippi, donde durante mucho tiempo los blancos habían matado a los negros por cualquier razón o ninguna, sin que a nadie le importara; donde, para los blancos, violar a las negras se consideraba un deporte; donde se ahorcaba a los negros que ofrecían resistencia. Y, ahora, un padre negro había matado a dos blancos que habían violado a su hija, y se enfrentaba a la perspectiva de acabar en la cámara de gas por algo que treinta años antes habría pasado inadvertido si hubiera sido blanco. Éste era el caso, su caso, del que se ocuparía personalmente.
El lunes, el reverendo Agee, que inauguró la reunión con una prolongada y detallada exposición de sus actividades en Ford County, le presentó al consejo. El discurso de Reinfeld fue breve. Él y su equipo no podían representar al señor Hailey porque no les había contratado. Por consiguiente, era indispensable reunirse con él. Preferiblemente aquel mismo día. A lo sumo, al día siguiente por la mañana, porque debía salir de Memphis en avión al mediodía. Tenía que asistir a un juicio por asesinato en algún lugar de Georgia. El reverendo Agee prometió organizar una reunión con el acusado cuanto antes. Tenía amistad con el sheriff. A Reinfeld le pareció perfecto, e insistió en la premura del caso.
—¿Cuánto dinero han recaudado? —preguntó Reinfeld.
—Quince mil por parte de ustedes —respondió Agee.
—Eso ya lo sé. ¿Cuánto a nivel local?
—Seis mil —dijo Agee, con orgullo.
—¡Seis mil! —repitió Reinfeld—. ¿Eso es todo? Creí que estaban bien organizados. ¿Dónde está ese enorme apoyo local del que nos hablaba? ¡Seis mil! ¿Cuánto más pueden recaudar? Disponemos sólo de tres semanas.
Los miembros del consejo guardaban silencio. Vaya desfachatez la de ese judío. El único blanco del grupo y les atacaba.
—¿Cuánto se necesita? —preguntó Agee.
—Eso depende, reverendo, de lo buena que deba ser la defensa del señor Hailey. Sólo dispongo de otros ocho abogados en mi equipo. Cinco de ellos tienen juicios entre manos en estos momentos. Tenemos treinta y una condenas a muerte en distintos niveles de apelación, diecisiete juicios en diez Estados programados para los próximos cinco meses, y cada semana recibimos diez solicitudes para representar a algún acusado, ocho de las cuales nos vemos obligados a rechazar por falta de personal y dinero. Para el caso del señor Hailey, dos sucursales regionales y la oficina central han aportado quince mil. Ahora usted me comunica que a nivel local sólo han recaudado seis mil. Esto suma veintiún mil. Por esa cantidad, dispondrá de la mejor defensa que nos podamos permitir. Dos abogados y por lo menos un psiquiatra, pero nada especial. Con veintiún mil se paga una buena defensa, pero no la que yo anticipaba.
—¿Qué era exactamente lo que usted anticipaba?
—Una defensa de primer orden. Tres o cuatro abogados. Un equipo de psiquiatras. Media docena de investigadores. Un psicólogo para el jurado. Etcétera. Éste no es un caso común de asesinato. Quiero ganarlo. Tenía entendido que ustedes también querían ganarlo.
—¿Cuánto? —preguntó Agee.
—Cincuenta mil, como mínimo. Cien mil sería preferible.
—Escúcheme, señor Reinfeld, está usted en Mississippi. Nuestra gente es pobre. Hasta ahora han dado con generosidad, pero aquí no podemos en modo alguno recaudar otros treinta mil.
Reinfeld se ajustó las gafas de concha y rascó su canosa barba.
—¿Cuánto más pueden recaudar?
—Tal vez otros cinco mil.
—Eso no es mucho.
—No para usted, pero sí para los negros de Ford County.
Reinfeld bajó la mirada al suelo, sin dejar de acariciarse la barba.
—¿Cuánto ha aportado la sucursal de Memphis?
—Cinco mil —respondió alguien de Memphis.
—¿Atlanta?
—Cinco mil.
—¿Y la sucursal estatal?
—¿De qué Estado?
—Mississippi.
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
—¿Por qué no?
—Pregúnteselo a él —respondió Agee, señalando al reverendo Henry Hillman, director estatal.
—Pues… lo estamos intentando en estos momentos —declaró sumisamente Hillman—. Pero…
—¿Cuánto han recaudado hasta ahora? —preguntó Agee.
—Bueno, el caso es que…
—Nada, ¿no es cierto? No han recaudado nada, ¿verdad, Hillman? —exclamó Agee.
—Vamos, Hillman, díganos cuánto han recaudado —agregó el reverendo Roosevelt, vicepresidente del consejo.
Hillman estaba aturdido y sin habla. Hasta entonces había estado sentado en el primer banco, sin meterse con nadie, medio dormido y, de pronto, era víctima de un ataque.
—La sucursal estatal aportará su contribución.
—Claro que lo hará, Hillman. Ustedes no dejan de presionarnos para que contribuyamos a una causa u otra, pero nunca vemos ni un centavo. Siempre se quejan de que no tienen dinero y siempre les estamos mandando fondos. Pero cuando necesitamos ayuda lo único que saben hacer es venir con buenas palabras.
—Eso no es cierto.
—No empiece a mentir, Hillman.
Reinfeld se sentía incómodo e inmediatamente consciente de que se habían herido ciertas susceptibilidades.
—Caballeros, caballeros, prosigamos —dijo con diplomacia.
—Buena idea —agregó Hillman.
—¿Cuándo podremos reunirnos con el señor Hailey? —preguntó Reinfeld.
—Organizaré una reunión por la mañana —respondió Agee.
—¿Dónde podremos reunirnos?
—Sugiero que lo hagamos en el despacho del sheriff Walls, en la cárcel. Supongo que ya sabe que es negro, el único sheriff negro en Mississippi.
—Sí, eso me han dicho.
—Creo que nos permitirá utilizar su despacho.
—Bien. ¿Quién es el abogado del señor Hailey?
—Un muchacho de aquí. Jake Brigance.
—No olvide invitarlo a la reunión. Le pediremos que nos ayude en el caso. Le resultará menos doloroso.
La insolente y chillona voz de Ethel rompió la tranquilidad de la tarde y sobresaltó a su jefe.
—Señor Brigance, el sheriff Walls por la línea dos —dijo por el intercomunicador.
—De acuerdo.
—¿Necesita algo más de mí, señor?
—No. Nos veremos por la mañana —respondió Jake, antes de pulsar el botón de la línea dos—. Hola, Ozzie, ¿qué me cuentas?
—Oye, Jake, tenemos a un montón de personajes del NAACP en la ciudad.
—Vaya emoción.
—No, escúchame, en esta ocasión es distinto. Quieren reunirse con Carl Lee por la mañana.
—¿Para qué?
—Es cosa de un individuo llamado Reinfeld.
—He oído hablar de él. Es el jefe de su equipo de defensores penales. Norman Reinfeld.
—Sí, eso es.
—Me lo esperaba.
—Bien, está aquí y quiere hablar con Carl Lee.
—¿Por qué estás involucrado?
—El reverendo Agee me ha llamado. Evidentemente para pedirme un favor. Quiere que te llame.
—La respuesta es no. Definitivamente no.
—Jake, quieren que estés presente —dijo Ozzie, después de una prolongada pausa.
—¿Quieres decir que me han invitado?
—Sí. Agee dice que Reinfeld ha insistido. Quiere que estés presente.
—¿Dónde?
—En mi despacho, a las nueve de la mañana.
—De acuerdo, ahí estaré —respondió lentamente Jake, después de respirar hondo—. ¿Dónde está Carl Lee?
—En su celda.
—Llévalo a tu despacho. Estaré ahí dentro de cinco minutos.
—¿Para qué?
—Tenemos que rezar un poco juntos.
Reinfeld y los reverendos Agee, Roosevelt y Hillman estaban sentados en una hilera perfecta de sillas plegables, frente al sheriff, el acusado y Jake, que fumaba un cigarro barato con el propósito de contaminar el ambiente del pequeño despacho. Soltaba grandes bocanadas de humo y miraba despreocupadamente al suelo, para dar la impresión de que lo único que Reinfeld y los pastores le inspiraban era desprecio. Reinfeld tampoco se quedaba corto en el terreno de la soberbia, y no hacía el menor esfuerzo por ocultar su desdén por aquel insignificante abogado pueblerino. Era arrogante e insolente por naturaleza. Jake tenía que esforzarse.
—¿Quién ha convocado esta reunión? —preguntó Jake con impaciencia, después de un prolongado y embarazoso silencio.
—Bien, supongo que he sido yo —respondió Agee, mientras interrogaba a Reinfeld con la mirada, en busca de orientación.
—Entonces prosiga. ¿Qué desea?
—Tranquilo, Jake —dijo Ozzie—. El reverendo Agee me ha pedido que organizara esta reunión para que Carl Lee pudiera conocer al señor Reinfeld aquí presente.
—Bien, ya se conocen. ¿Y ahora qué, señor Reinfeld?
—He venido para ofrecerle al señor Hailey mis servicios, los de mi equipo y los de todo el NAACP —respondió Reinfeld.
—¿Qué clase de servicios? —preguntó Jake.
—Jurídicos, por supuesto.
—Carl Lee, ¿le has pedido al señor Reinfeld que viniera? —preguntó Jake.
—No.
—A mí me parece un caso de solicitación indebida, señor Reinfeld.
—Déjese de monsergas, señor Brigance. Usted sabe lo que hago y por qué estoy aquí.
—¿De modo que se dedica a solicitar todos sus casos?
—No solicitamos nada. Acudimos a la llamada de miembros locales del NAACP y de otros activistas de derechos civiles. Nos ocupamos exclusivamente de casos de asesinato y hacemos muy bien nuestro trabajo.
—¿Debo suponer que usted es el único abogado competente para casos de esta magnitud?
—Me he ocupado de unos cuantos.
—Y perdido bastantes.
—La mayoría eran casos perdidos de antemano.
—Comprendo. ¿Es ésa su actitud en este caso? ¿Espera perderlo?
—No he venido para discutir con usted, señor Brigance —respondió Reinfeld al tiempo que se rascaba la barba y miraba fijamente a Jake.
—Lo sé. Ha venido para ofrecer su formidable pericia jurídica a un acusado que nunca ha oído hablar de usted y que ya está satisfecho con su abogado. Ha venido para arrebatarme a mi cliente. Sé exactamente a que ha venido.
—He venido porque el NAACP me ha invitado. Ni más ni menos.
—Comprendo. ¿Recibe todos sus casos del NAACP?
—Trabajo para el NAACP, señor Brigance. Soy el jefe de su equipo de defensores penales. Acudo donde me manda el NAACP.
—¿Cuántos clientes tiene?
—Varias docenas. ¿Por qué le importa?
—¿Tenían todos ellos abogado antes de que usted les arrebatara el caso?
—Unos sí y otros no. Siempre procuramos trabajar con el defensor local.
—Esto es maravilloso —señor Jake—. Me ofrece la oportunidad de llevar su maletín y conducirle por Clanton. Puede que incluso tenga el honor de traerle un bocadillo en el descanso. Vaya emoción.
Carl Lee permanecía inmóvil, con los brazos cruzados y la mirada fija en un punto de la alfombra. Los pastores le observaban atentamente, a la espera de que se dirigiera a su abogado para ordenarle que cerrara el pico, que estaba despedido y que los abogados del NAACP se ocuparían del caso. Observaban y esperaban, pero Carl Lee permanecía impasible, a la escucha.
—Tenemos mucho que ofrecer, señor Hailey —dijo Reinfeld, convencido de que era preferible conservar la calma hasta que el acusado decidiera quién debía representarle y que una discusión podría estropearlo todo.
—¿A saber? —preguntó Jake.
—Personal, recursos, pericia, abogados expertos dedicados exclusivamente a casos de asesinato, además de numerosos médicos sumamente competentes que utilizamos en estos casos. Disponemos de todo lo que se le pueda ocurrir.
—¿De cuánto dinero disponen?
—Eso no es de su incumbencia.
—¿Usted cree? ¿Es de la incumbencia del señor Hailey? Después de todo, es su caso. Tal vez al señor Hailey le interese saber de cuánto dinero dispone para gastar en su defensa. ¿Verdad, señor Hailey?
—Sí.
—Entonces, señor Reinfeld, ¿de cuánto dinero dispone? —Reinfeld miró acoquinado a los reverendos, que miraban fijamente a Carl Lee.
—Aproximadamente veinte mil, hasta ahora —confesó sumisamente Reinfeld.
—¡Veinte mil! —rió Jake, al tiempo que movía la cabeza con incredulidad—. ¿Debemos suponer que están hablando en serio? ¡Veinte mil! Creí que jugaban en primera división. El año pasado recaudaron ciento cincuenta mil para el asesino de un policía en Birmingham. A quien, dicho sea de paso, condenaron. Gastaron cien mil para una prostituta de Shreveport que había asesinado a un cliente. A quien también cabe recordar que condenaron. Y les parece que este caso sólo vale veinte mil.
—¿De cuánto dispone usted? —preguntó Reinfeld.
—Si logra convencerme de que es de su incumbencia tendré mucho gusto en contárselo.
Reinfeld abrió la boca, se inclinó y se frotó las sienes.
—Por qué no habla usted con él, reverendo Agee.
Los pastores miraban fijamente a Carl Lee. Les habría gustado estar a solas con él, sin ningún blanco presente, para poder hablarle como a un negro. Podrían explicarle cómo eran las cosas, ordenarle que despidiera a su joven abogado blanco y contratara a unos auténticos defensores: los del NAACP. Defensores que sabían cómo luchar por los negros. Pero no estaban a solas con él y no podían presionarlo. Debían mantener el respeto por los blancos presentes.
—Escúchame, Carl Lee, lo que pretendemos es ayudarte. Hemos traído al señor Reinfeld, aquí presente, con su equipo de abogados a tu disposición, para ayudarte. No tenemos nada contra Jake, es un buen abogado joven. Pero puede trabajar con el señor Reinfeld. No queremos que le despidas, sino que contrates también al señor Reinfeld. Pueden trabajar juntos.
—Olvídenlo —dijo Jake.
Agee hizo una pausa para mirar con desesperación a Jake.
—Te lo ruego, Jake. No tenemos nada contra ti. Es una gran oportunidad para ti. Puedes trabajar con abogados realmente importantes. Adquirir una buena experiencia. Nosotros…
—Permítame que se lo aclare, reverendo. Si Carl Lee quiere contratar a sus abogados, allá él. Pero no pienso trabajar de factótum para nadie. Trabajo o no trabajo. Sin medias tintas. Mi caso o su caso. En la Audiencia no hay suficiente espacio para mí, Reinfeld y Rufus Buckley.
Reinfeld levantó la mirada al cielo y movió negativamente la cabeza, con una sonrisa de arrogancia.
—¿Es decir que la decisión depende de Carl Lee? —preguntó el reverendo Agee.
—Claro que depende de él. Él es quien me ha contratado y quien puede despedirme. Ya lo ha hecho en una ocasión. No soy yo quien se enfrenta a la perspectiva de acabar en la cámara de gas.
—¿Qué nos dices, Carl Lee? —preguntó Agee.
—¿Para qué son esos veinte mil? —preguntó Carl Lee, después de separar los brazos y mirar fijamente a Agee.
—A decir verdad —respondió Reinfeld—, son casi treinta mil. La junta local ha prometido otros diez mil. El dinero se utilizará para su defensa. Ni un centavo para los honorarios de los abogados. Necesitaremos dos o tres investigadores. Dos, o tal vez tres, expertos en psiquiatría. A menudo utilizamos a un psicólogo para ayudarnos a seleccionar el jurado. Nuestras defensas son muy caras.
—Comprendo. ¿Cuánto dinero se ha recaudado entre la población local? —preguntó Carl Lee.
—Unos seis mil —respondió Reinfeld.
—¿Quién lo ha recaudado?
Reinfeld miró a Agee.
—Las parroquias —respondió el reverendo.
—¿A quién lo han entregado las parroquias? —preguntó Carl Lee.
—A nosotros —respondió Agee.
—Quiere decir a usted —afirmó Carl Lee.
—Bueno, sí. Lo que quiero decir es que cada parroquia me ha entregado el dinero y lo he depositado en una cuenta bancaria especial.
—Claro. ¿Y ha depositado todo lo que le han entregado?
—Por supuesto.
—Por supuesto. Permítame que le formule otra pregunta. ¿Cuánto les ha ofrecido a mi esposa e hijos?
Agee estaba un poco pálido, o todo lo pálido que podía estar, y escudriñó el rostro de los demás pastores, cuya atención estaba en aquel momento concentrada en un bichito de la alfombra. No le ofrecieron ninguna ayuda. Todos sabían que Agee se había quedado con su tajada y que la familia no había recibido un centavo. Agee se había aprovechado de ese dinero en lugar de la familia. Ellos lo sabían y Carl Lee lo sabía.
—¿Cuánto, reverendo? —repitió Carl Lee.
—El caso es que pensamos que el dinero…
—¿Cuánto, reverendo?
—El dinero servirá para cubrir los gastos jurídicos y cosas por el estilo.
—No fue eso lo que les contó a los feligreses, ¿verdad, reverendo? Usted les dijo que era para ayudar a la familia. Casi se le saltaban las lágrimas cuando dijo en la iglesia que mi familia se moriría de hambre si no daban todo lo que podían. ¿No es cierto, reverendo?
—El dinero es para ti, Carl Lee. Para ti y para tu familia. En estos momentos creemos que es preferible dedicarlo a tu defensa.
—¿Y qué ocurre si no quiero contratar a sus abogados? ¿Qué ocurrirá con los veinte mil?
—Buena pregunta —rió Jake—. ¿Qué ocurrirá con el dinero si el señor Hailey no desea contratarle, señor Reinfeld?
—No es mi dinero —respondió Reinfeld.
—¿Reverendo Agee? —preguntó Jake.
El reverendo ya estaba harto, y adoptó una actitud provocativa y beligerante.
—Escúchame, Carl Lee —exclamó, señalándole con el dedo—. Nos hemos roto el trasero para recaudar esta cantidad. Seis mil dólares entre los pobres de este condado, a quienes no les sobra ni un centavo. Hemos trabajado mucho para conseguir este dinero, que han aportado los pobres, tu gente, personas con subsidios alimentarios, pensiones médicas y de la seguridad social, que necesitan hasta el último dólar. Pero que han dado por una razón y sólo una: creen en ti y en lo que hiciste, y quieren que salgas absuelto del Juzgado. No desprecies su ayuda.
—No me sermonee —respondió Carl Lee, sin levantar la voz—. ¿Dice que los pobres de este condado han aportado seis mil dólares?
—Exactamente.
—¿De dónde procede el resto del dinero?
—Del NAACP. Cinco mil de Atlanta, cinco de Memphis y cinco de la central nacional. Exclusivamente para los gastos de tu defensa.
—¿A condición de que contrate al señor Reinfeld?
—Exactamente.
—¿Y, si no lo hago, desaparecen los quince mil?
—Exactamente.
—¿Qué ocurrirá con los otros seis mil?
—Buena pregunta. Todavía no hemos hablado de ello. Suponíamos que agradecerías que recaudáramos dinero para ayudarte. Te ofrecemos los mejores abogados y, evidentemente, no te importa.
La sala se sumió en un profundo silencio, mientras los pastores, los abogados y el sheriff esperaban alguna declaración por parte del acusado. Carl Lee se mordía el labio inferior con la mirada fija en el suelo. Jake encendió otro cigarro. Le habían despedido ya en una ocasión, y lo soportaría si se repetía.
—¿Necesitan saberlo ahora mismo? —preguntó finalmente Carl Lee.
—No —respondió Agee.
—Sí —dijo Reinfeld—. El juicio se celebrará dentro de tres semanas y llevamos ya dos meses de retraso. Estoy demasiado ocupado para estar pendiente de usted, señor Hailey. Contráteme u olvídelo. Tengo que coger un avión.
—Le diré lo que puede hacer, señor Reinfeld. Coja su avión y, por lo que a mí concierne, no se moleste en volver a Clanton. Me arriesgaré con mi amigo Jake.